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Cuando él se alejó de su cuerpo, permanecieron callados, y sólo se oían las cuatro piezas de música que se repetían sin fin. Tras mucho rato, con una voz nítida y casi solemne, como si recitara las cláusulas de un tratado, la madre dice en su checo-inglés: «Somos fuertes tú y yo. We are strong. Pero también somos buena gente, good, no haremos daño a nadie. Nobody will know. Nadie sabrá nada. Eres libre. Podrás siempre que quieras. Pero nadie te obliga. Conmigo eres libre. With me you are free!».

Esta vez lo ha dicho sin juego paródico, en un tono muy serio. Y Gustaf, también muy serio, contesta: «Sí, lo entiendo».

«Conmigo eres libre», estas palabras resuenan dentro de él durante mucho tiempo. La libertad: la había buscado en su hija y no la había encontrado. Irena se había entregado a él con todo el peso de su vida, mientras lo que él quería era vivir sin peso. Buscaba en ella una evasión y ella se erguía ante él como un desafío; como un enigma; como una hazaña que emprender; como un juez con el que enfrentarse.

Ve el cuerpo de su nueva amante que se levanta del diván; está de pie, exhibe ante él su cuerpo de espaldas, los poderosos muslos envueltos en celulitis; le encanta aquella celulitis, como si expresara la vitalidad de una piel ondulante, que se estremece, que habla, que canta, que se agita, que se exhibe; cuando ella se inclina para recoger la bata caída en el suelo, él no puede dominarse y, desnudo, recostado en el diván, le acaricia las nalgas magníficamente orondas, palpa esa carne monumental, sobreabundante, cuya generosa prodigalidad le consuela y le calma. Le inunda un sentimiento de paz: por primera vez en su vida la sexualidad se sitúa más allá de todo peligro, más allá de conflictos y dramas, más allá de toda persecución, más allá de toda culpabilidad, más allá de las preocupaciones; no tiene que ocuparse de nada, el amor se ocupa de él, el amor que siempre ha deseado y nunca ha tenido: amor-reposo; amor-olvido; amor-deserción; amor-despreocupación; amor-insignificancia.

La madre se ha retirado al cuarto de baño y él se queda solo: hace unos instantes pensaba que había cometido un enorme pecado; pero ahora sabe que su acto de amor no ha tenido nada que ver con el vicio, con una transgresión o una perversión, que ha sido lo más normal del mundo. Es con ella, con la madre, con quien él forma pareja, una pareja agradablemente trivial, natural, decente, una pareja serena, de personas mayores. Del cuarto de baño le llega el ruido del agua, se sienta en el diván y mira el reloj. Dentro de dos horas vendrá el hijo de su recientísima amante, un joven que le admira. Gustaf lo presentará esta noche a sus amigos de la empresa. ¡Toda la vida ha estado rodeado de mujeres! ¡Qué placer tener por fin un hijo! Sonríe y empieza a buscar su ropa esparcida por el suelo.

Está listo para cuando la madre sale vestida del cuarto de baño. Es una situación algo solemne y por lo tanto incómoda, como siempre que, después del primer acto de amor, los amantes se enfrentan a un futuro que, de pronto, se ven obligados a asumir. La música sigue sonando y, en ese momento delicado, como si quisiera acudir en su ayuda, pasa del rock al tango. Obedecen los dos a esa invitación, se entrelazan y se entregan a ese fluir monótono, indolente, de sonidos; no piensan en nada; se dejan llevar y transportar; bailan lenta y largamente, sin parodia alguna.