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Mientras hace el amor, Josef mira de vez en cuando, discretamente, el reloj: dos horas más, una hora y media más; esa tarde de amor es fascinante, no quiere que nada se pierda, ningún gesto, ninguna palabra, pero el fin se acerca, irremisiblemente, y tiene que vigilar el tiempo que pasa.

Ella también piensa en el tiempo que se acorta; su obscenidad se vuelve por eso precipitada y febril, y salta de una fantasía a otra, intuyendo que ya es demasiado tarde, que ese delirio llega a su fin y que su porvenir permanece desierto. Suelta aún algunas groserías, pero las dice llorando y luego, sollozando, ya no puede más, abandona todo movimiento y se aparta de él.

Están acostados el uno al lado del otro, y ella dice:

—No te vayas hoy, quédate.

—No puedo.

Ella permanece callada largo tiempo, y luego:

—¿Cuándo volveré a verte?

Él no contesta.

Con súbita determinación, ella sale de la cama; ha dejado de llorar; de pie, vuelta hacia él, le dice, sin una pizca de sentimentalismo, con repentina agresividad: «¡Bésame!».

Él sigue acostado, vacilante.

Ella espera inmóvil, mirándole de arriba abajo con todo el peso de una vida sin porvenir.

Incapaz de soportar su mirada, él cede: se levanta, se acerca, posa sus labios sobre los suyos.

Ella saborea su beso, pondera su grado de frialdad y dice: «¡Qué malo eres!». Luego se vuelve hacia su bolso encima de la mesita de noche. Saca un pequeño cenicero y se lo enseña. «¿Lo reconoces?».

Él coge el cenicero y lo mira.

—¿Lo reconoces? —repite ella con severa seriedad.

Él no sabe qué decir.

—¡Mira la inscripción!

Es el nombre de un bar de Praga. Pero no le dice nada y calla. Ella observa su apuro con atenta desconfianza, cada vez más hostil.

Él se siente incómodo bajo esa mirada y, en ese momento, muy brevemente, se le cruza la imagen de una ventana en cuyo alféizar hay un jarrón con flores y, al lado, un lámpara encendida. Pero la imagen desaparece y él ve de nuevo los ojos hostiles.

Ella lo ha entendido todo: no sólo ha olvidado el encuentro con ella en el bar, sino que la verdad es aún peor: ¡él no sabe quién es ella!, ¡no la conoce!, en el avión él no sabía con quién hablaba. Y, de pronto, se da cuenta: ¡jamás se ha dirigido a ella por su nombre!

—¡Tú no sabes quién soy!

—¡Cómo! —dice él de un modo desesperadamente torpe.

Ella le habla como un fiscal:

—Entonces, ¡dime cómo me llamo!

Él sigue callado.

—¿Cuál es mi nombre? ¡Dime cómo me llamo!

—¿Qué importan los nombres?

—¡Nunca me has llamado por mi nombre! ¡Tú no me conoces!

—¡Qué dices!

—¿Dónde nos conocimos? ¿Quién soy yo?

Él quiere que se calme, la toma de la mano, ella le rechaza:

—¡No sabes quién soy! ¡Has ligado con una desconocida! ¡Has hecho el amor con una desconocida que se ha ofrecido a ti! ¡Has abusado de un malentendido! ¡Me has tomado por una puta! Para ti no he sido más que una puta, ¡una puta desconocida!

Se ha dejado caer en la cama y llora.

Él ve en el suelo las tres botellitas de alcohol vacías:

—Has bebido demasiado. ¡Es una tontería beber tanto!

Ella no le escucha. De bruces en la cama, su cuerpo se agita con sobresaltos, no tiene otra cosa en la cabeza que la soledad que la espera.

Luego, como presa de cansancio, deja de llorar y se pone boca arriba, dejando, sin darse cuenta, las piernas descuidadamente abiertas.

Josef sigue de pie junto a la cama; mira su sexo como si mirara al vacío y, de repente, ve la casa de ladrillo, con su abeto. Consulta el reloj. Puede quedarse en el hotel media hora más. Tiene que vestirse y encontrar la manera de obligarla a ella también a vestirse.