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La madre puso un disco en el aparato y tocó algunos botones para seleccionar sus piezas preferidas, luego se metió en la bañera y, tras haber dejado la puerta abierta, escuchó la música. Era una selección hecha por ella, cuatro piezas de danza, un tango, un vals, un charlestón y un rock, que, gracias al refinamiento del aparato, se repetían hasta el infinito sin ninguna intervención posterior. Se puso de pie en la bañera, se lavó sin prisas, salió, se secó, se puso una bata y fue a la sala. Gustaf llegó después de un largo almuerzo con unos suecos de paso por Praga y le preguntó dónde estaba Irena. Ella le contestó (mezclando su pésimo inglés con un checo simplificado para él):

—Ha llamado. No volverá hasta la noche. ¿Qué tal has comido?

—¡Demasiado!

—Tómate un digestivo —y sirvió el licor en dos vasos.

—Es algo a lo que nunca me niego —exclamó Gustaf, y bebió.

La madre silbó la melodía del vals y movió las caderas; luego, sin decir nada, puso las manos en los hombros de Gustaf y dio con él cuatro pasos de baile.

—Te veo de un humor espléndido —dijo Gustaf.

«Sí», contestó la madre mientras seguía bailando con movimientos tan marcados, tan teatrales, que Gustaf, entre risitas torpes, también dio unos pasos exagerando los gestos. Accedió a tomar parte en esa comedia paródica para probarle a ella que no quería estropearle el jugueteo, pero también para recordar, con cierta tímida vanidad, que en sus tiempos había sido un excelente bailarín y que seguía siéndolo. Sin dejar de bailar, la madre lo condujo hacia el gran espejo colgado de la pared, y los dos giraron la cabeza y se miraron en él.

Ella le soltó y, sin tocarse, improvisaron movimientos frente al espejo; Gustaf hacía gestos como si bailara con las manos y, al igual que ella, no dejaba de mirar su propia imagen. Entonces vio la mano de la madre encima de su sexo.

La escena que sigue es la prueba fehaciente de un error inmemorial de los hombres, quienes, al apropiarse del papel de seductores, sólo tienen en cuenta a las mujeres que desean; ni se les ocurre que una mujer fea o vieja, o simplemente ajena a su imaginación erótica, pueda querer poseerles. Acostarse con la madre de Irena era para Gustaf hasta tal punto impensable, fantasioso, irreal, que, perplejo ante aquello, no sabe qué hacer: su primera reacción es apartarle la mano; sin embargo, no se atreve; un mandamiento permanecía grabado en él desde su más tierna infancia: no serás grosero con las mujeres; por lo tanto, sigue bailando y, aturdido, mira la mano entre sus piernas.

Sin apartar la mano de su sexo, la madre se contonea sin mover los pies y no deja de mirarse; luego se entreabre la bata, y Gustaf entrevé sus pechos opulentos y el triángulo negro debajo; incómodo, nota que se le pone tiesa.

Sin quitar los ojos del espejo, la madre aparta la mano pero sólo para deslizarla acto seguido en el interior de su pantalón, donde agarra el sexo desnudo entre sus dedos. El sexo está cada vez más tieso, y ella, sin interrumpir sus movimientos de danza y con la mirada siempre fija en el espejo, exclama admirativamente con su vibrante voz de alto: «¡Oh, oh! ¡No me lo puedo creer, no me lo puedo creer!».