Irena comprueba que el cansancio no le da tregua. A solas unos instantes en la habitación, ha tomado del minibar tres botellitas de bebidas distintas. Ha abierto una y se la ha bebido. Ha deslizado las otras dos en el bolso, que está encima de la mesita de noche. Ve un libro en danés: La Odisea.
—Yo también he estado pensando en Ulises —dice en cuanto vuelve Josef.
—Él anduvo lejos de su país, como tú, durante veinte años.
—¿Veinte años?
—Sí, exactamente veinte.
—Él al menos se sentía feliz de regresar.
—No es tan seguro. Vio cómo había sido traicionado por sus compatriotas y mató a un montón. No creo que fuera muy amado por su gente.
—Pero Penélope sí lo amaba.
—¡Quién sabe!
—¿No estás seguro?
—He leído y releído el pasaje en el que se encuentran. Al principio ella no lo reconoce. Luego, cuando todo queda ya aclarado para todo el mundo, cuando los pretendientes han sido ya eliminados y los traidores castigados, sigue imponiéndole nuevas pruebas para estar bien segura de que es realmente él. O, ¿quién sabe?, para aplazar el momento en que volverían a encontrarse en la cama.
—Eso es comprensible, ¿no? Debes de estar paralizado después de veinte años. ¿Le fue ella fiel durante todo ese tiempo?
—No podía dejar de serle fiel. Andaba vigilada por todos. Veinte años de castidad. Su noche de amor debió de ser difícil. Imagino que, durante esos veinte años, el sexo de Penélope se le debía de haber estrechado, encogido.
—¡Igual que yo!
—¡Qué dices!
—¡No, no temas! —exclamó ella riendo—. ¡No me refiero a mi sexo! ¡No lo tengo encogido!
Y de repente, en un tono de voz más bajo, lentamente, embriagada por la mención expresa de su sexo, ella le repite esas últimas palabras reemplazándolas por otras más groseras. Y, en voz aún más baja, vuelve a repetirlas con palabras aún más obscenas.
¡Ha sido algo totalmente inesperado! ¡Algo enajenante! Por primera vez en veinte años, él vuelve a oír en checo esas groserías y, de golpe, se excita como jamás lo había estado desde que abandonó el país, porque todas esas palabras, groseras, sucias, obscenas, sólo ejercen poder sobre él en su lengua natal (la lengua de su Ítaca), ya que sólo desde ahí, desde las raíces más profundas, asciende en él la excitación de generaciones y generaciones. Hasta aquel momento ni siquiera se habían besado. Y ahora, soberbiamente excitados, en pocos segundos se han entregado el uno al otro.
Su acuerdo es total, porque ella también se ha excitado con esas palabras que no ha pronunciado ni oído durante tantos años. ¡Un acuerdo total en una explosión de obscenidades! Ay, su vida, ¡qué pobre había sido! ¡Cuántos vicios perdidos, cuántas infidelidades frustradas! Todo eso quiere vivirlo ahora con avidez. Quiere vivir todo lo que ha imaginado sin jamás haberlo vivido, voyeurismo, exhibicionismo, indecente presencia de otros, enormidades verbales; todo lo que ahora puede realizar ponerlo en práctica, y lo que es irrealizable lo imagina con él en voz alta.
Su acuerdo es total, porque Josef sabe en el fondo de sí mismo (y tal vez lo desee) que ese encuentro erótico es para él el último; él también hace el amor como si quisiera comprimirlo todo, sus aventuras pasadas y las que ya no habrá. Para uno y para otro es un recorrido acelerado por la vida sexual: las audacias a las que llegan los amantes después de varios encuentros, a veces después de años, ellos las llevan a cabo precipitadamente, el uno estimulando al otro, como si quisieran condensar en una sola tarde todo lo que les ha faltado y les faltará.
Luego, sin aliento, permanecen acostados boca arriba el uno al lado del otro, y ella dice: «¡Hace muchos años que no hacía el amor! Aunque no lo creas, ¡hace años que no hago el amor!».
Extrañamente, profundamente, esa sinceridad le conmueve; cierra los ojos. Ella aprovecha para estirar el brazo hacia el bolso y sacar una de las botellitas; bebe con discreción.
El abre los ojos:
—¡No bebas, no bebas tanto! ¡Te vas a emborrachar!
—¡No te preocupes! —se defiende ella.
Sintiendo el cansancio al que no consigue sobreponerse, está dispuesta a hacer lo que sea para conservar despiertos todos sus sentidos. Por eso, a pesar de que él la esté mirando, vacía la tercera botellita, y luego, como para explicarse, como para justificarse, repite que hace mucho tiempo que no ha hecho el amor, y esta vez lo dice empleando ordinarieces de su Ítaca natal y, de nuevo, el sortilegio de la obscenidad excita a Josef, que vuelve a empezar.
En la cabeza de Irena el alcohol desempeña un doble papel: libera su fantasía, alienta su audacia, la vuelve sensual y, al tiempo, vela su memoria. Salvajemente, lascivamente, hace el amor mientras la cortina del olvido envuelve sus lubricidades en una noche que lo borra todo. Como un poeta que escribiera su mayor poema con una tinta que, al acto, desapareciera.