Saber por Irena de su presencia en Praga era una coincidencia bastante singular. Pero, a cierta edad, las coincidencias pierden su magia, dejan de sorprender, pasan a ser triviales. El recuerdo no la altera en absoluto. Con cierto humor amargo recuerda tan sólo que a él le gustaba atemorizarla con sus comentarios sobre la soledad y que, efectivamente, acaba de condenarla a almorzar sola.
Sus comentarios sobre la soledad. Tal vez permanezca aún en su memoria esa palabra porque entonces le parecía del todo incomprensible: cuando era jovencita, con dos hermanos y dos hermanas, le horrorizaban las multitudes; para trabajar, para leer, no disponía de una habitación propia y difícilmente encontraba un rincón para aislarse. Estaba claro que sus preocupaciones no eran las mismas, pero comprendía que, en boca de su amigo, la palabra soledad adquiría un sentido más abstracto y más noble: atravesar la vida sin interesar a nadie; hablar sin ser escuchada; sufrir sin inspirar compasión; por lo tanto, vivir como de hecho ha vivido desde entonces.
Ha dejado el coche en un barrio cerca de su casa y busca un café. Cuando no tiene a nadie con quien almorzar, nunca va a un restaurante (donde, frente a ella, en una silla vacía, se sentaría la soledad para observarla), sino que prefiere comer un sándwich en la barra. Al pasar ante un escaparate, su mirada se encuentra con su reflejo. Se detiene. Se mira, es su vicio, tal vez el único. Fingiendo mirar lo que está expuesto se observa a sí misma. Alguien le dijo una vez que se parecía a una Virgen eslava: pelo oscuro, ojos azules, cara redondeada. Sabe que es hermosa, lo sabe desde siempre y es su único motivo de felicidad.
Luego se da cuenta de que lo que ve no es tan sólo su rostro vagamente reflejado, sino el escaparate mismo de una carnicería: un costillar colgado, piernas cortadas, una cabeza de cerdo con un morro amistoso y conmovedor, más allá en el interior de la tienda, cuerpos de aves desplumadas, patas al aire, impotentes, porque así las ha dispuesto un ser humano, y, de pronto, es presa del espanto, su rostro se crispa, encoge los puños y se esfuerza por ahuyentar la pesadilla.
Irena le ha hecho hoy una pregunta que suelen hacerle de vez en cuando: por qué no ha cambiado de peinado. No, no lo ha cambiado ni nunca lo cambiará porque es hermosa mientras conserve el cabello tal como lo lleva alrededor de la cabeza. Conociendo el indiscreto cacareo de los peluqueros, había elegido el suyo en un barrio periférico, donde ninguna de sus amigas iría jamás a peinarse. Debía proteger el secreto de su oreja izquierda al precio de una gran disciplina y de todo un sistema de precauciones. ¿Cómo conciliar el deseo de los hombres con el deseo de parecerles hermosa? Al principio había buscado otras salidas (desesperados viajes al extranjero donde nadie la conociera y donde ninguna indiscreción pudiera traicionarla), pero más tarde se había vuelto radical y había sacrificado su vida erótica en favor de su belleza.
De pie ante la barra, bebe cerveza lentamente y come un sándwich de queso. No tiene prisa; no tiene nada que hacer. Como cada domingo, por la tarde lee y por la noche come algo a solas.