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Se han callado. Y ella ha repetido en un tono casi solemne: «Contigo». Y ha añadido aún: «Aquí, no. En Francia. O más bien en otra parte. En cualquier lugar».

Con estas palabras le ha ofrecido su porvenir. Y, aunque a Josef no le interese el porvenir, se siente feliz con esta mujer que, de un modo tan visible, le desea. Como si retrocediera en el tiempo a los años en que iba a ligar a Praga. Como si aquellos años le invitaran ahora a retomar el hilo allí donde se había roto. Se siente rejuvenecer con esa desconocida y, de repente, se le hace inaceptable la idea de tener que acortar la tarde por culpa de la cita con su hijastra.

—¿Me perdonas un momento? Tengo que hacer una llamada. —Se levanta y se dirige a una cabina.

Ella le mira, ligeramente encorvado, mientras descuelga el auricular; a distancia, calcula su edad con mayor precisión. Cuando le vio en el aeropuerto, le había parecido más joven; ahora comprueba que él debe de tener unos quince o veinte años más que ella; como Martin, como Gustaf. No le parece mal, al contrario, eso le da la reconfortante impresión de que esta aventura, por muy audaz y arriesgada que sea, le corresponde por derecho y es menos alocada de lo que parece (les señalo: se siente tan alentada como Gustaf, años antes, cuando se enteró de la edad de Martin).

En cuanto dice su nombre, la hijastra arremete contra él:

—Me llamas para decirme que no vendrás.

—Veo que lo has entendido. Después de tantos años, tengo un montón de cosas que hacer. No tengo ni un minuto libre. Perdona.

—¿Cuándo te vas?

Está a punto de decir «esta noche», pero se le ocurre que ella podría intentar dar con él en el aeropuerto. Miente:

—Mañana por la mañana.

—¿Y no tienes tiempo para verme? ¿Ni siquiera entre dos citas? ¿Ni siquiera esta noche? ¡Estaré a tu disposición cuando tú quieras!

—No.

—¡No olvides que pese a todo soy la hija de tu mujer!

El énfasis con el que casi ha gritado la última frase le recuerda lo que, en otros tiempos, más le horrorizaba en este país. Se indigna y busca una frase hiriente.

Ella es más rápida que él:

—Te callas, ¿eh? ¡No sabes qué decir! Para que lo sepas, mamá me había desaconsejado llamarte. ¡Me había explicado lo egoísta que eres! Un desgraciado y un sucio egoísta.

Y cuelga.

Él se dirige hacia la mesa sintiéndose como salpicado de porquería. De pronto, sin lógica alguna, una frase le atraviesa el espíritu: «Tuve a muchas mujeres en este país, pero a ninguna que fuera como una hermana». Se queda sorprendido por esa frase y por la palabra «hermana»; camina más despacio para aspirar a fondo esa palabra tan apacible: una hermana. En efecto, en su país nunca había encontrado a una hermana.

—¿Algo desagradable?

—Nada grave —responde él mientras se sienta—. Pero sí desagradable.

Se calla.

Ella también. Los somníferos de su noche en vela se manifiestan en el cansancio. En un intento por despistarlo, se sirve el resto de vino y bebe. Luego baja la mano y la pone sobre la de él:

—No estamos a gusto aquí. Te invito a tomar algo.

Se dirigen al bar, donde suena una música a todo volumen.

Ella da unos pasos atrás, luego se controla: necesita alcohol. En la barra, beben cada uno una copa de coñac.

Él la mira:

—¿Qué pasa?

Ella hace un gesto con la cabeza.

—¿La música? Bueno, vayamos a mi habitación.