Aunque él ha llegado puntual, ella ya le esperaba en el vestíbulo del hotel. La conduce al comedor y la invita a sentarse frente a él a una mesa que había reservado.
Tras unas frases, ella le interrumpe:
—Entonces, ¿qué tal te ha ido por aquí? ¿Vas a quedarte?
—No —dijo él; y pregunta a su vez—: ¿Y tú? ¿Qué te retiene aquí?
—Nada.
La respuesta es tan rotunda y se parece tanto a la suya que los dos se echan a reír. Su acuerdo queda así sellado y se ponen a hablar, con entusiasmo, con alegría.
Él encarga la comida y, cuando el camarero le presenta la carta de vinos, Irena se la quita:
—¡La comida te toca a ti, el vino lo pongo yo! —Repasa en la carta algunos vinos franceses y elige uno—: El vino es una cuestión de honor para mí. Nuestros compatriotas no saben nada de vinos, y tú, en tu bárbara Escandinavia, debes de saber aún menos.
Le cuenta cómo sus amigas se negaron a tomar el burdeos que les había traído:
—Imagínate, ¡una cosecha de 1985! Y ellas, a conciencia, para darme una lección de patriotismo, bebieron cerveza. Luego se apiadaron de mí y, ya borrachas de cerveza, ¡les dio por el vino!
Irena sigue contando, es graciosa, ríen los dos.
—Lo peor es que me hablaban de cosas y de personas de las que no sabía nada. No querían comprender que su mundo, después de tanto tiempo, se me había ido de la cabeza. Pensaban que, al olvidarlo, quería hacerme la interesante. Destacar. Fue una conversación muy rara: yo había olvidado quiénes eran ellas, y ellas no tenían ningún interés en saber qué había sido de mí. ¿Te puedes creer que nadie me ha hecho una sola pregunta sobre mi vida allí? ¡Ni una sola pregunta! ¡Nunca! Aquí tengo siempre la impresión de que quieren amputarme veinte años de mi vida. Sí, tengo realmente la impresión de que se trata de una amputación. Me siento como reducida, disminuida, como una enana.
Ella le va gustando, y también lo que cuenta. La comprende, está de acuerdo con todo lo que dice.
—Y en Francia —sugiere él—, ¿te hacen preguntas tus amigos?
Está a punto de decir que sí, pero recapacita; quiere ser precisa y habla lentamente:
—¡Claro que no! Pero allá la gente se reúne a menudo, supone que todos se conocen. No se hacen preguntas, pero no se sienten frustrados por ello. No se interesan los unos por los otros, pero lo hacen de un modo muy inocente. A pesar suyo.
—Es verdad. Sólo cuando vuelves a tu país después de una larga ausencia te das cuenta de algo evidente: las personas no se interesan las unas por las otras, y para ellas es normal.
—Sí, es normal.
—Pero yo me refería a otra cosa. No a ti, a tu vida, a tu persona. Me refería a tu experiencia. A lo que habías visto, a lo que habías conocido. De eso tus amigos franceses no podían tener ni la menor idea.
—A los franceses, ¿sabes? les da igual la experiencia. Los juicios, allá, priman sobre la experiencia. Cuando llegamos les dio igual saber cosas sobre nosotros. Ya sabían que el estalinismo era un mal y la emigración una tragedia. No les interesaba lo que pensábamos, lo que les interesaba de nosotros era que fuéramos la prueba viviente de lo que ellos pensaban. Por eso se volcaban con nosotros y se sentían orgullosos de hacerlo. Cuando un día se desmoronó el comunismo, fijaron en mí una mirada indagadora. Y entonces algo se estropeó. No me porté como ellos esperaban de mí. —Irena toma un sorbo de vino y sigue—: En realidad me habían ayudado mucho. Habían visto en mí el sufrimiento de una emigrada. Luego llegó la hora en que debía confirmar ese sufrimiento mediante la alegría del regreso. Pero no obtuvieron esa confirmación. Se sintieron burlados. Y yo también, porque entretanto había creído que me querían por mí misma y no por mi sufrimiento. —Le habla también de Sylvie—. Para ella fue una decepción que desde el primer día yo no acudiera a las barricadas en Praga.
—¿Las barricadas?
—Claro que no las había, pero Sylvie se las imaginaba. No pude viajar a Praga hasta meses después, cuando ya había ocurrido todo, y me quedé entonces cierto tiempo. Cuando volví a París sentí la necesidad imperiosa de hablar con ella, ¿sabes?, yo la quería de verdad y quería contárselo todo, hablarlo con ella, del impacto de volver a tu país después de veinte años, pero ella ya no tenía muchas ganas de verme.
—¿Pasó algo entre vosotras?
—No, claro que no. En París las cosas no ocurren así. Simplemente yo había dejado de ser una emigrada. Me encontré fuera de la actualidad. De modo que, poco a poco, suavemente, con sonrisas, dejó de buscarme.
—Entonces, ¿con quién puedes hablar de estas cosas? ¿Con quién te entiendes?
—Con nadie. —Luego dijo—: Ahora, contigo.