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Cuando después de tantos años la vio entre otras mujeres en la sala del restaurante, Milada sintió una ternura insospechada hacia Irena; un detalle le había llamado entonces particularmente la atención: Irena le había recitado un poema de Jan Skacel. En la pequeña Bohemia es fácil toparse con algún poeta y abordarle. Milada lo había conocido, era un hombre achaparrado, con un rostro duro, como tallado en piedra, y lo había admirado con la ingenuidad propia de una jovencita de entonces. Acaba de publicarse en un tomo su poesía completa, y Milada se lo lleva de regalo a su amiga.

Irena ojea el libro:

—¿Todavía se lee poesía?

—No mucho —dice Milada y, de memoria, cita unos versos—: «A veces, al mediodía, con las aguas del río se ve pasar la noche…». Y también: «estanques, con el agua a la espalda». O, dice Skacel, hay tardes en las que el aire es tan frágil y suave «que puedes caminar descalzo sobre cascos de botella».

Escuchándola, Irena recuerda aquellas súbitas apariciones que se le pasaban por la cabeza en los primeros años de emigración. Eran fragmentos de ese mismo paisaje.

—O aún esta imagen: «Sobre un caballo, la muerte y un pavo».

Milada pronunció esas palabras con una voz ligeramente temblorosa: siempre evocaban en ella esta visión: en un caballo cabalgan campo a través un esqueleto con una guadaña en la mano y detrás, en la grupa, un pavo con la cola desplegada, espléndida y seductora como la eterna vanidad.

Irena mira reconocida a Milada, la única amiga que ha vuelto a encontrar en este país, mira su hermoso rostro redondo, que el pelo redondea aún más; como está callada y pensativa, las arrugas han desaparecido en la inmovilidad de su piel y parece una mujer todavía joven; Irena desea que siga así, que deje de recitar versos, que permanezca muda mucho tiempo, inmóvil y hermosa.

—Siempre te has peinado igual, ¿verdad? Nunca te he visto con otro peinado.

Como si quisiera eludir este tema, Milada dice:

—Entonces, ¿acabarás por decidirte algún día?

—¡Sabes muy bien que Gustaf tiene oficinas en Praga y en París!

—Pero, si no me equivoco, él lo que quiere es instalarse definitivamente en Praga.

—Mira, a mí me conviene este vaivén entre Praga y París. Tengo mi trabajo aquí y allí, Gustaf es mi único jefe, nos las arreglamos, improvisamos.

—¿Qué te retiene en París? ¿Tus hijas?

—No, no quiero ser una carga para ellas.

—¿Tienes a alguien allá?

—No, a nadie. —Luego—: El apartamento es mío. —Luego—: Mi independencia. —Y añadió lentamente—: Desde siempre tengo la impresión de que mi vida ha sido conducida por otros. Salvo unos años después de la muerte de Martin. Fueron los años más duros, estaba sola con las niñas, tenía que arreglármelas. Anduve en la miseria. No me creerás, pero, vistos hoy, los recuerdo como los años más felices.

Ella misma se sorprendió de haber calificado de años más felices los que habían seguido a la muerte de su marido y rectifica:

—Quiero decir que fue la única vez en que me sentí dueña de mi vida.

Se calló. Milada no interrumpe el silencio, e Irena prosigue:

—Me casé muy joven sólo para huir de mi madre. Pero, precisamente por eso, fue una decisión forzada y en realidad nada libre. Para colmo, queriendo huir de mi madre, me casé con un viejo amigo suyo. Porque de hecho yo sólo conocía a la gente que la rodeaba a ella. De modo que, incluso casada, seguía bajo vigilancia.

—¿Cuántos años tenías?

—Apenas veinte. Y a partir de entonces todo quedó decidido. En ese momento cometí un error, un error difícil de definir, imperceptible, pero que fue el punto de partida de toda mi vida y que nunca he conseguido reparar.

—Un error irreparable en la edad de la ignorancia.

—Sí.

—A esa edad es cuando la gente se casa, tiene el primer hijo, elige su profesión. Un día sabrá y comprenderá muchas cosas, pero ya será demasiado tarde, porque su vida habrá tomado forma en una época en que no sabía absolutamente nada.

—Sí, sí —coincide Irena—, ¡ocurre lo mismo con la decisión de emigrar! También fue consecuencia de anteriores decisiones. Emigré porque la policía secreta le hacía la vida imposible a Martin. Él era quien ya no podía vivir aquí. Yo sí. Fui solidaria con mi marido y no me arrepiento. Pero el hecho de emigrar no fue cosa mía, una decisión mía, un acto de libertad, un destino propio. Mi madre me empujó hacia Martin, y Martin me llevó al extranjero.

—Sí, me acuerdo, aquello se decidió sin ti.

—Mi madre ni siquiera se opuso.

—Al contrario, le convenía.

—¿A qué te refieres? ¿A la casa?

—Todo acaba siendo una cuestión de propiedad.

—Te noto otra vez marxista —dijo Irena con una sonrisita.

—¿Te has fijado en cómo la burguesía, después de cuarenta años de comunismo, se ha recuperado en pocos días? Sobrevivió de mil maneras, unos en prisión, otros arrancados de sus puestos de trabajo, otros, por el contrario, se lo montaron de maravilla, hicieron brillantes carreras, fueron embajadores, profesores. Ahora sus hijos y sus nietos se han juntado otra vez en una especie de fraternidad secreta, copan bancos, periódicos, el parlamento, el gobierno.

—Veo que sí sigues siendo comunista.

—Esa palabra ya no quiere decir nada. Pero no he dejado de ser hija de una familia pobre.

Calla y por su cabeza desfilan imágenes: la adolescente de familia pobre que se enamora de un chico de familia rica; la joven que busca en el comunismo un sentido a su vida; después de 1968, una mujer madura que se casa con un disidente y, de repente, descubre con él un mundo mucho más amplio: no sólo conoce a comunistas que se han rebelado contra el partido, sino también a sacerdotes, antiguos prisioneros políticos y grandes burgueses desclasados. Y después, ya en 1989, como salida de un sueño, vuelve a ser la que era: una avejentada hija de familia pobre.

—No te ofendas por mi pregunta —dijo Irena—, ya me lo habías dicho, pero no me acuerdo: ¿dónde naciste?

Milada dijo el nombre de una pequeña ciudad.

—Hoy almuerzo con alguien de allí.

—¿Cómo se llama?

Al oír su nombre, Milada sonrió:

—Veo que una vez más me trae mala suerte. Quería invitarte yo a almorzar. ¡Qué lástima!