Durante las últimas frases de su conversación, los dos amigos no se habían movido del sitio; el perro aprovechaba: se levantaba y ponía las patas sobre Josef, que lo acariciaba. N. contempló un buen rato, cada vez más enternecido, aquel dúo de hombre y perro. Y como si sólo ahora se diera cuenta plenamente de los veinte años en los que no se habían visto, dijo: «¡Oh, qué contento estoy de que hayas venido!». Le dio palmaditas en el hombro y le invitó a sentarse bajo un manzano. Y, de repente, Josef comprendió: la conversación seria, importante, para la que había venido, no tendría lugar. Y, para mayor sorpresa suya, sintió alivio, ¡sí, como una liberación! Después de todo, no había venido para someter a su amigo a un interrogatorio.
Como si hubiera saltado una cerradura, su conversación levantó el vuelo libremente, una amable charla entre dos viejos amigotes: recuerdos dispersos, información sobre amigos comunes, comentarios graciosos, paradojas, chistes. Era como si se dejara mecer por un viento suave, cálido, poderoso. Josef sentía una irresistible alegría de hablar, ¡una alegría en verdad inesperada! Durante veinte años apenas había hablado checo. La conversación con su mujer era fácil porque el danés había pasado a ser para ellos la lengua franca de su intimidad. Pero con los demás seguía siendo consciente de tener siempre que elegir las palabras, construir frases, vigilar el acento. Le parecía que los daneses corrían ágilmente al hablar y que él, en cambio, trotaba detrás, lastrado con un peso de veinte kilos. Ahora las palabras le salían solas de la boca, sin necesidad de buscarlas ni controlarlas. El checo ya no era esa lengua desconocida de timbre nasal que le había sorprendido en su ciudad natal. Por fin la reconocía, la saboreaba. Se sentía a gusto con ella, aligerado como tras una cura de adelgazamiento. Hablaba como si volara y, por primera vez durante su estancia, era feliz en su país, lo sentía suyo.
Aguijoneado por la felicidad que irradiaba su amigo, N. se mostraba cada vez más relajado; con una sonrisa cómplice, evocó a su amante secreta de entonces y le agradeció haberle servido de coartada ante su mujer. Josef no lo recordaba y estaba seguro de que N. le confundía con otro. Pero la historia de la coartada, que él le contó detalladamente, era tan bonita, tan graciosa, que Josef terminó por conceder que había desempeñado en ella un papel importante. N. tenía la cabeza inclinada hacia atrás y, a través de las ramas, el sol iluminaba su rostro con una sonrisa beatífica.
En ese estado de bienestar les encontró la mujer de N.:
—Almorzarás con nosotros, ¿no?
Miró su reloj y se levantó.
—Tengo una cita dentro de media hora.
—¡Entonces, ven esta noche! Cenaremos juntos —le rogó N. afectuosamente.
—Esta noche ya estaré en casa.
—Cuando dices en casa, quieres decir…
—En Dinamarca.
—Resulta muy raro oírte decir eso. ¿De modo que tu hogar ya no está aquí? —preguntó la mujer de N.
—No. Está allá.
Hubo un largo momento de silencio, y Josef se dispuso a ser acribillado a preguntas: Si Dinamarca es realmente tu hogar, ¿qué vida llevas allí? ¿Con quién? ¡Cuenta! ¿Cómo es tu hogar? ¿Cómo es tu mujer? ¿Eres feliz? ¡Cuenta, cuenta!
Pero ni N. ni su mujer formularon una sola pregunta. Por un segundo, aparecieron ante Josef una cancela de madera y un abeto.
—Tengo que irme —dijo, y se dirigieron todos hacia la escalera.
Subían callados y, en medio del silencio, Josef sintió de pronto la ausencia de su mujer; aquí no había ni una sola huella de su ser. Durante los tres días pasados en ese país, nadie había dicho una sola palabra sobre ella. Comprendió: si se quedara aquí, la perdería. Si se quedara, ella desaparecería.
Se detuvieron en la acera, se despidieron una vez más y el perro apoyó sus patas en la barriga de Josef.
Luego, los tres le siguieron con la mirada mientras se alejaba hasta perderle de vista.