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Construida en una pendiente, desde la calle sólo se veía una planta de la casa. Al abrirse la puerta, Josef fue avasallado por los trances amorosos de un gran pastor alemán. Sólo después de mucho rato pudo ver a N., quien calmó al perro entre risas y condujo a Josef por un pasillo, luego por una larga escalera hacia una vivienda de dos piezas, situada a la altura del jardín, donde vivía con su mujer; allí estaba ella tendiéndole amistosamente la mano.

«Arriba», dijo N. señalando el techo, «las viviendas tienen mucho más espacio. Allí viven mi hija y mi hijo con sus familias. La casa pertenece a mi hijo. Es abogado. Es una pena que hoy no esté aquí. Oye», dijo bajando la voz, «si quieres volver a instalarte en este país, él te ayudará, te lo facilitará todo».

Estas palabras le recordaron a Josef el día en que N., unos cuarenta años antes, con esa misma voz baja en señal de confidencia, le brindó su amistad y su ayuda.

«Les he hablado de ti…», dijo N. y gritó por la escalera varios nombres que pertenecían sin duda a su prole; cuando vio bajar a tantos nietos y bisnietos, Josef no tenía idea de quiénes eran. En todo caso, eran todos guapos, elegantes (Josef no podía dejar de mirar a una rubia, la amiguita del nieto, una alemana que no hablaba ni una palabra de checo), y todos, incluidas las chicas, parecían más altos que N., quien, en su presencia, parecía un conejo perdido entre plantas enloquecidas que crecieran a ojos vistas a su alrededor y terminaran por taparle.

Como modelos en una pasarela, sonrieron sin decir palabra hasta el momento en que N. les rogó que le dejaran a solas con su amigo. Su mujer se quedó en la casa y ellos salieron al jardín.

El perro les siguió y N. comentó: «Nunca le he visto tan excitado con una visita. Como si reconociera tu profesión». Luego le enseñó a Josef unos árboles frutales y le explicó sus intervenciones en la disposición de las alfombras de césped separadas por senderos, de tal manera que la conversación se alejó durante un buen rato de los temas que Josef se había propuesto abordar; al fin consiguió interrumpir el curso de botánica de su amigo y le preguntó cómo había vivido durante los veinte años en que no se habían visto.

«¡No me hables!», dijo N. y, como respuesta a la mirada interrogante de Josef, se señaló con un índice el corazón. Josef no entendía el sentido de aquel gesto: ¿le habrían afectado profundamente los acontecimientos, «hasta lo más hondo de su corazón»? ¿Habría vivido un drama amoroso? ¿O le habría dado un infarto? «Un día te lo contaré», añadió eludiendo toda discusión.

La conversación no era fácil; cada vez que Josef se detenía para formular mejor una pregunta, el perro se sentía autorizado a saltar sobre él y ponerle las patas encima de la barriga. «Recuerdo que siempre decías», observó N., «que quienes se hacen médicos quieren serlo porque les interesan las enfermedades. Los que se hacen veterinarios lo son por amor a los animales».

«¿Decía yo eso?», se extrañó Josef. Recuerda entonces que hace dos días había explicado a su cuñada que había elegido esa profesión para rebelarse contra su familia. ¿Había actuado, pues, por amor y no por rebeldía? En una sola nube indistinta vio desfilar ante él todos los animales enfermos que había conocido; luego vio su consulta de veterinario en la parte trasera de su casa de ladrillo, donde al día siguiente (¡sí, justo al cabo de veinticuatro horas!) abriría la puerta para dejar pasar al primer paciente del día; su rostro se iluminó con una ancha sonrisa.

Tuvo que esforzarse para volver a la conversación apenas iniciada: preguntó a N. si habían ido contra él por culpa de su pasado político; N. contestó que no; la gente sabía, según él, que había ayudado a quienes eran perseguidos por el régimen. «¡No lo dudo!», dijo Josef (y realmente no lo dudaba), pero insistió: ¿cómo juzgaba el propio N. su vida pasada? ¿Como un error o una derrota? N. balanceó la cabeza, diciendo que ni lo uno ni lo otro. Finalmente le preguntó qué pensaba de la restauración tan rápida y tan brutal del capitalismo. Encogiéndose de hombros, N. contestó que, dadas las circunstancias, no había otra solución.

No, la conversación no consiguió arrancar. Josef pensó al principio que N. encontraba indiscretas sus preguntas. Pero rectificó: más que indiscretas, habían quedado fuera de lugar. Si el sueño de venganza de su cuñada se hiciera realidad y si N. fuera acusado y llevado ante un tribunal, entonces sí volvería a su pasado comunista para explicarlo y defenderlo. Pero sin ser citado, ese pasado hoy quedaba lejos. Ya no lo habitaba.

Josef recordó una antiquísima idea suya, que entonces había tomado por blasfema: la adhesión al comunismo no tiene nada que ver con Marx y sus teorías; la época no hizo más que brindar a la gente la ocasión de poder satisfacer sus más diversas necesidades psicológicas: la necesidad de mostrarse no conformista; o la necesidad de obedecer; o la necesidad de castigar a los malos; o la necesidad de mostrarse útil; o la necesidad de avanzar con los jóvenes hacia el porvenir; o la necesidad de formar una gran familia.

El perro, de buen humor, ladraba, y Josef se dijo: la gente abandona hoy el comunismo no porque su pensamiento haya cambiado o entrado en conflicto, sino porque el comunismo ya no brinda la ocasión de mostrarse inconformista, ni de obedecer, ni de castigar a los malos, ni de mostrarse útil, ni de avanzar con los jóvenes, ni de formar una gran familia. La convicción comunista no responde ya a esa necesidad. Ha pasado a ser hasta tal punto inútil que todos la abandonan fácilmente, sin darse cuenta siquiera.

El caso es que la intención primera de su visita quedaba de momento sin efecto: hacerle saber a N. que, ante un tribunal imaginario, él, Josef, le defendería. Para lograrlo, quería ante todo demostrarle que no le entusiasmaba en absoluto el mundo que iba instalándose allí después del comunismo e invocó la gran imagen publicitaria en la plaza de su ciudad natal, en la que una sigla incomprensible ofrece sus servicios a los checos señalándoles una mano blanca y una mano negra entrelazadas: «Dime, ¿sigue siendo éste nuestro país?».

Esperaba oírle algún comentario sarcástico sobre el capitalismo mundial que lo uniformiza todo en el planeta, pero N. calla.

—El imperio soviético se desmoronó porque ya no podía tener bajo control naciones que querían ser soberanas. Pero esas naciones son ahora menos soberanas que nunca. No pueden elegir ni su economía, ni su política exterior, ni siquiera los eslóganes publicitarios.

—La soberanía nacional es desde hace mucho tiempo una ilusión —dijo N.

—Pero, si un país no es independiente y ni siquiera quiere serlo, ¿habrá todavía alguien dispuesto a morir por él?

—No quiero que mis hijos estén dispuestos a morir.

—Lo diré de otra manera: ¿habrá alguien que aún ame a este país?

N. aminoró el paso:

—Josef —dijo conmovido—, ¿cómo has podido emigrar? ¡Eres todo un patriota! —Luego añadió muy seriamente—: Ya no existe eso de morir por tu país. Puede que para ti, durante tu ausencia, el tiempo se haya parado. Pero ellos, ellos ya no piensan como tú.

—¿Quiénes?

N. hizo un gesto con la cabeza hacia las plantas superiores de la casa, como si quisiera señalar a su prole. «Están ya en otra parte».