Recordemos: cuando Irena se había detenido con su marido en la orilla del río que atravesaba una pequeña ciudad francesa de provincias, vio en la otra orilla unos árboles abatidos y, en aquel momento, un inesperado golpe de música proveniente de un altavoz cayó sobre ella. Unos meses después se encontraba en casa con su marido agonizante. Desde la vivienda de al lado tronó una música. Dos veces llamó ella a la puerta y rogó a sus vecinos que apagaran el aparato, las dos veces en vano. Al final, aulló: «¡Apaguen ese horror! ¡Mi marido se está muriendo! ¿Me oyen? ¡Se está muriendo! ¡Muriendo!».
Durante los primeros años en Francia había escuchado mucho la radio, que la familiarizaba con la lengua y la vida francesas, pero después de la muerte de Martin, la música dejó de gustarle y ya no le encontró ningún placer; las noticias ya no se daban como antes, de un modo continuo, sino con interrupciones de unos tres, ocho, quince segundos de música, y esos breves interludios habían ido en insidioso aumento de un año para otro. Iba así conociendo íntimamente lo que Schönberg llamaba «la música convertida en ruido».
Está acostada en la cama al lado de Gustaf; sobreexcitada ante la idea de su cita, teme no poder dormir; ya se ha tomado un somnífero, ya se ha calmado y, al despertarse en medio de la noche, ha vuelto a tomarse otros dos; luego, por desespero, por nerviosismo, ha encendido, pegándola a la oreja, una pequeña radio. Para recuperar el sueño quiere oír una voz humana, una palabra que se apodere de su pensamiento, se la lleve a otro lugar, pero de todas partes sólo sale música, el agua sucia de la música, fragmentos de rock, jazz, ópera, y es un mundo en el que no puede dirigirse a nadie porque todos cantan y aúllan, es un mundo en el que nadie se dirige a ella porque todos pegan saltos y bailan.
A un lado, el agua sucia de la música; al otro, un ronquido, e Irena, asediada, siente la necesidad de un espacio libre para ella, un espacio para respirar, pero choca contra el cuerpo, pálido e inerte, que el destino ha dejado en su camino como un saco de lodo. Una nueva oleada de odio hacia Gustaf se apodera de ella, no porque su cuerpo descuida el suyo (¡oh no!, ¡nunca más podrá hacer el amor con él!), sino porque sus ronquidos la impiden dormir y ella corre el riesgo de estropear el encuentro de su vida, el encuentro que tendrá lugar muy pronto, dentro de unas ocho horas, porque se acerca la mañana, y el sueño no llega y sabe que estará cansada, nerviosa, la cara afeada, envejecida.
Por fin la intensidad del odio actúa como un narcótico y se duerme. Cuando se despierta, él ya se ha ido y la pequeña radio, cerca de su oreja, sigue emitiendo la música convertida en ruido. Le duele la cabeza y se siente exhausta. Se quedaría con gusto en la cama, pero Milada ha anunciado su visita a las diez. ¿Por qué vendrá precisamente hoy? ¡Irena no tiene ningunas ganas de estar con nadie!