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Cuando el comunismo abandonó Europa, la mujer de Josef insistió en que él volviera a visitar su país. Quería acompañarle. Pero murió, y desde entonces él no concibió otra cosa que su nueva vida con la ausente. Se esforzaba por convencerse de que era una vida feliz. Pero ¿puede hablarse aquí de felicidad? Sí; una felicidad que, como un tembloroso rayo, atravesara su dolor, un dolor resignado, sereno e ininterrumpido. Hace un mes, incapaz de salir de su tristeza, recordó las palabras de la muerta: «Dejar de ir sería anormal, injustificable, incluso feo»; efectivamente, se dijo, ese viaje al que ella tanto le incitaba podría ayudarle hoy; desviarle, al menos durante unos días, de su propia vida que tanto daño le hacía.

Cuando preparaba el viaje, una idea se le cruzó tímidamente por la cabeza: ¿y si se quedara allá para siempre? A fin de cuentas podría seguir ejerciendo como veterinario en Bohemia tan bien como en Dinamarca. Hasta entonces eso le había parecido inaceptable, casi una traición a la mujer que amaba. Pero se preguntó: ¿sería realmente una traición? Si la presencia de su mujer es inmaterial, ¿por qué debería estar vinculada a la materialidad de un único lugar? ¿No podría estar ella con él en Bohemia al igual que en Dinamarca?

Ha salido del hotel y pasea en coche; almuerza en una posada en el campo; luego camina campo a través; senderos, escaramujos, árboles y árboles; extrañamente conmovido, mira hacia el horizonte las colinas cubiertas de vegetación y le sobrecoge la idea de que, en el espacio de su propia vida, en dos ocasiones los checos habían estado dispuestos a morir para que ese paisaje siguiera siendo suyo: en 1938 lucharon contra Hitler; cuando sus aliados, franceses e ingleses, se lo impidieron, habían perdido toda esperanza. En 1968 los rusos invadieron el país y de nuevo los checos quisieron luchar; condenados a capitular de la misma manera, se vieron sumidos una vez más en la desesperación.

Estar dispuesto a dar la vida por su país: todas las naciones han conocido la tentación del sacrificio. Los adversarios de los checos, por su parte, también la conocen: los alemanes, los rusos. Pero son grandes pueblos. Su patriotismo es distinto: están exaltados por su gloria, su importancia, su misión universal. Los checos amaban su patria no porque fuera gloriosa, sino porque era desconocida; no porque fuera grande, sino porque era pequeña y estaba continuamente en peligro. En ellos el patriotismo era una inmensa compasión por su país. Al igual que los daneses. No por casualidad Josef había elegido un pequeño país para emigrar.

Conmovido, mira el paisaje y se dice que la historia de su Bohemia durante esta última mitad de siglo es fascinante, única, inédita, y que no interesarse por ella era dar prueba de pobreza de espíritu. Mañana por la mañana irá a ver a N. ¿Cómo habrá vivido todo el tiempo en que no se han visto? ¿Qué habrá pensado de la ocupación rusa de su país? Y ¿cómo habrá vivido el final del comunismo en el que en otros tiempos él creía sincera, honestamente? ¿Cómo se acomoda su formación marxista a la restauración del capitalismo aplaudido en todo el planeta? ¿Se habrá rebelado? ¿O habrá abandonado sus convicciones? Y, si las ha abandonado, ¿será un drama para él? Y ¿cómo se comportarán los demás con él? Oye la voz de su cuñada, que, como cazadora de culpables, sin duda hubiera querido verle esposado ante un tribunal. ¿Necesitará N. que Josef le confirme que la amistad existe a pesar de todos los vaivenes de la Historia?

Su pensamiento vuelve a la cuñada: odiaba a los comunistas porque cuestionaban el sagrado derecho a la propiedad. Y sin embargo a mí, se dijo, me ha cuestionado el sagrado derecho a mi cuadro. Imagina ese cuadro colgado de alguna pared en su casa de ladrillo y, de pronto, sorprendido, se da cuenta de que aquel barrio obrero de la periferia, aquel Derain checo, aquella rareza de la Historia, en su hogar sería una presencia turbadora, un intruso. ¡Cómo se le habrá ocurrido llevárselo! Allí donde vive con su muerta, aquel cuadro no tiene sitio. Nunca le había hablado a ella de él. Nada tenía que ver con ella, con ellos, con su vida.

Luego, piensa: si un pequeño cuadro puede turbar su cohabitación con la muerta, ¡cuánto más turbadora no sería la constante, insistente, presencia de todo un país, de un país que ella nunca había visto!

El sol baja hacia el horizonte mientras él se dirige en coche a Praga; el paisaje huye a su alrededor, el paisaje de un pequeño país por el cual la gente estaba dispuesta a morir, y sabe que hay algo aún más pequeño, que todavía reclama su amor compasivo: ve dos sillones situados el uno frente al otro, la lámpara y el jarrón con flores en el alféizar de la ventana, y el esbelto abeto que su mujer había plantado delante de la casa, un abeto como un brazo que ella levantara para señalarle de lejos su hogar.