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Pendiente de su cita del día siguiente, Irena quiere pasar tranquila ese sábado, como una deportista en vísperas de una competición. Gustaf trabaja en el centro de la ciudad, donde tendrá un aburrido almuerzo de negocios, e incluso esta noche no estará en casa. Ella aprovecha su soledad, duerme hasta tarde y luego decide no salir, intentando no toparse con su madre; sigue en la planta baja el trajín que no cesa hasta mediodía. Cuando Irena oye por fin un portazo, ya segura de que su madre ha salido, baja a la cocina a comer algo distraídamente y también se va.

Se detiene en la acera, repentinamente cautivada. Bajo el sol de otoño aquel barrio con jardines sembrados de pequeñas casas revela una discreta belleza que la sobrecoge y la incita a dar un largo paseo. Recuerda que tuvo ganas de un paseo semejante, largo y pensativo, en los últimos días antes de emigrar, con el fin de despedirse de aquella ciudad y de todas las calles que había amado; pero surgieron demasiados asuntos que organizar y no tuvo tiempo.

Vista desde donde pasea ahora, Praga es un largo echarpe verde de barrios apacibles, con pequeñas calles jalonadas de árboles. Es esa Praga la que le gusta, no aquella, suntuosa, del centro; esa Praga surgida a finales del siglo pasado, la Praga de la pequeña burguesía checa, la Praga de su infancia, donde en invierno esquiaba por callejuelas que subían y bajaban, la Praga en la que los bosques circundantes penetraban secretamente a la hora del crepúsculo para esparcir su perfume.

Irena camina, pensativa; durante unos segundos entrevé París, que por primera vez le parece hostil: fría geometría de avenidas; los Campos Elíseos, tan llenos de orgullo; rostros severos de gigantescas mujeres de piedra que encarnan la Igualdad o la Fraternidad; pero en ninguna parte, en ninguna, un solo toque de esa amable intimidad, un soplo de ese aire idílico que se respira aquí. Además, a lo largo de toda su emigración esa imagen es la que ha conservado como emblema de su país perdido: pequeñas casas en medio de jardines que se extienden por montes y valles hasta donde alcanza la vista. Se sintió feliz en París, más que aquí, pero un secreto vínculo de belleza la mantenía ligada sólo a Praga. Comprende de pronto cuánto ama esta ciudad y cuán doloroso debió de ser dejarla.

Recuerda el ajetreo de los últimos días: en la confusión de los primeros meses de la ocupación rusa, abandonar el país era todavía fácil y uno podía despedirse de los amigos sin temor. Pero se disponía de muy poco tiempo para verlos a todos. En un impulso súbito, dos días antes de irse visitaron a un viejo amigo, soltero, y pasaron en su compañía horas conmovedoras. Sólo más tarde, ya en Francia, se enteraron de que, si aquel hombre les había dedicado desde hacía tiempo tanta atención, era porque había sido designado por la policía para vigilar a Martin. El día antes de irse, ella había llamado, sin avisar, a la puerta de una amiga. La sorprendió en plena discusión con otra mujer. Sin abrir la boca, asistió a una larga conversación que no la concernía, esperando un gesto, una frase de aliento, una palabra de despedida; en vano. ¿Habían olvidado que se iba? ¿O fingían haberla olvidado? ¿O acaso ya no les importaba ni su presencia ni su ausencia? Y su madre. En el momento de despedirse no la besó. Besó a Martin, a ella no. A Irena le apretó con firmeza el hombro mientras clamaba con su voz estentórea: «¡No somos partidarias de manifestar nuestros sentimientos!». Esas palabras querían ser virilmente cordiales, pero resultaban glaciales. Al recordar ahora aquellas despedidas (falsas despedidas, despedidas postizas), se dijo: el que echa a perder sus despedidas poco puede esperar de los reencuentros.

Lleva tres o cuatro horas caminando por aquellos verdes barrios. Alcanza un parapeto que ciñe un pequeño parque en los altos de Praga: desde allí se ve el Castillo por detrás, por el lado secreto; es una Praga de la que Gustaf ni sospecha la existencia; y enseguida acuden a ella los nombres que, de jovencita, le gustaba evocar: Macha, poeta de los tiempos en que su nación, cual ondina, surgía de las brumas; Neruda, cuentista popular checo; Voskovec y Werich, con sus canciones, allá por los años treinta, que tanto le gustaban a su padre, fallecido cuando ella era niña; Hrabal y Skvorecky, novelistas de su adolescencia; y los pequeños teatros y los cabarets de los años sesenta, tan libres, tan alegremente libres, con su irreverente humor; ella se había llevado a Francia el intransferible perfume de ese país, su esencia inmaterial.

Apoyada en el parapeto, mira hacia el Castillo: para alcanzarlo le habría bastado un cuarto de hora. Allí empieza la Praga de las postales, la Praga sobre la que la Historia, presa de delirio, imprimió sus múltiples estigmas, la Praga de los turistas y de las putas, la Praga de esos restaurantes tan caros que no pueden frecuentar sus amigos checos, la Praga danzarina que se contonea ante los proyectores, la Praga de Gustaf. Se dice que no existe un lugar más ajeno a ella que esa Praga. Gustaftown. Gustafville. Gustafstadt. Gustafgrad.

Gustaf: lo ve con los rasgos emborronados tras el cristal mate de una lengua que ella conoce mal, y se dice, casi complacida, que así es, porque la verdad acaba de revelársele: no siente necesidad alguna de entenderle ni de que él la entienda. Lo ve jovial, con la camiseta puesta y gritando Kafka is born in Prag, y se siente invadida por un deseo, el indomable deseo de tener un amante. No para recomponer su vida tal como es, sino para darle un vuelco. Para tener por fin su propio destino.

Porque, de hecho, nunca había elegido a ningún hombre. Siempre la habían elegido a ella. Terminó por querer a Martin, pero al principio sólo supuso la manera de huir de su madre. En su aventura con Gustaf había creído encontrar la libertad. Pero ahora comprende que no ha sido sino una variante de su relación con Martin: se había agarrado a una mano tendida que la ayudó a salir de penosas circunstancias que era incapaz de asumir.

Sabe que está dotada para la gratitud; siempre se ha jactado de ello como de su principal virtud; cuando se lo ordenaba la gratitud, un sentimiento de amor acudía a ella, como una dócil sirvienta. Se había entregado sinceramente a Martin, y también a Gustaf. Pero ¿había en ello motivo alguno de orgullo? ¿Acaso no es la gratitud otro nombre para la debilidad, para la dependencia? Lo que ahora desea ¡es el amor sin ningún tipo de gratitud! Y sabe que para obtener semejante amor debe pagarlo con un arriesgado acto de audacia. En su vida amorosa nunca había sido audaz, incluso desconocía lo que eso quería decir.

De repente es como una ráfaga de viento: el desfile a cámara rápida de viejos sueños de emigración, de viejas angustias: ve a mujeres que acuden, la rodean con sus risas malvadas y, levantando sus jarras de cerveza, le impiden escapar; está en una tienda donde otras mujeres, probablemente vendedoras, se precipitan sobre ella, la visten con un vestido que, en su cuerpo, se convierte en una camisa de fuerza.

Permanece aún largo tiempo apoyada en el parapeto, luego se incorpora. Se ha convencido y tiene la certeza de que escapará; de que no se quedará en esa ciudad; ni en ella ni en la vida que esa ciudad empieza a tramar para ella.

Dando la espalda al Castillo, reemprende la marcha por las calles inundadas de verdor. Se dice a sí misma que hoy ha hecho el paseo de despedida que, entonces, le había fallado; realiza por fin la Gran Despedida de la ciudad a la que ama por encima de todas y que se dispone a perder una vez más, sin remordimiento, para merecer su propia vida.