Desde hacía tiempo se había familiarizado con la idea de morir con ella. No se debía a un énfasis romántico, sino a una reflexión racional: en el caso de que su mujer tuviera una enfermedad mortal, había decidido acortarle el sufrimiento; y, para no ser acusado de homicidio, se había propuesto morir él también. Pero lo cierto es que ella cayó gravemente enferma, sufrió lo indecible, y Josef ya no pensó en el suicidio. No por temor a perder la vida, sino porque se le hizo intolerable la idea de dejar aquel cuerpo tan amado a merced de extraños. Una vez muerto él, ¿quién protegería a la muerta? ¿Cómo podría un cadáver defender a otro?
En otros tiempos, en Bohemia, había asistido a la agonía de su madre; la quería mucho, pero a partir del momento en que la vida la abandonó su cuerpo dejó de interesarle; para él, su cadáver ya no era ella. Por otra parte, dos médicos, su padre y su hermano, cuidaban de la moribunda, y él, en el orden de importancia, no era más que el tercero en la familia. Esta vez fue muy distinto: la mujer a quien veía agonizar le pertenecía sólo a él; se sentía celoso de su cuerpo y quería velar por su destino póstumo. Incluso debía llamarse a sí mismo severamente la atención: ella seguía viva, postrada ante él, le hablaba, ¡y él ya la daba por muerta!; ella le miraba, los ojos más abiertos que nunca, ¡y él entretanto se preocupaba de su ataúd y su sepultura! Se lo echaba en cara como una escandalosa traición, una impaciencia, un secreto deseo de precipitar su muerte. Pero no podía hacer nada: sabía que, tras su muerte, su familia iría a reivindicar su cuerpo para la sepultura familiar, y la idea le horrorizaba.
Haciendo caso omiso de las gestiones funerarias, hacía tiempo habían redactado, con demasiada negligencia, un testamento; las directrices que se referían a sus bienes eran demasiado simples y no mencionaban siquiera las que se referían a su entierro. Esta omisión fue obsesionándole mientras ella se moría, pero, como quería convencerla de que vencería a la muerte, tuvo que callarse. ¿Cómo confesar a aquella pobre mujer que creía en su curación, cómo confesarle lo que pensaba? ¿Cómo hablarle del testamento? Menos aun cuando ya se perdía en delirios y sus ideas se confundían.
La familia de su mujer, una gran familia influyente, nunca había visto a Josef con buenos ojos. Por eso a él le parecía que la lucha que estallaría por el cuerpo de su mujer sería la más dura y la más importante que jamás hubiera librado. La idea de que ese cuerpo quedara encerrado en obscena promiscuidad con otros cuerpos, ajenos, indiferentes, le resultaba tan insoportable como la idea de que él mismo, una vez muerto, fuera a parar quién sabe dónde y, en todo caso, lejos de ella. Permitirlo le parecía una derrota tan inmensa como la eternidad, una derrota por siempre imperdonable.
Ocurrió lo que temía. No pudo evitar el enfrentamiento. Su suegra le gritaba a la cara: «¡Es mi hija! ¡Es mi hija!». Tuvo que contratar los servicios de un abogado, dejarse un montón de dinero para calmar a la familia, comprar rápidamente un lugar en el cementerio, actuar más deprisa que los demás para ganar el último combate.
La actividad febril que desplegó durante una semana sin pegar ojo le impidió sufrir, y ocurrió algo aún más extraño: una vez en la tumba que sería de ellos (una tumba para dos, como una calesa para dos), vislumbró en la oscuridad de su tristeza un rayo, un rayo muy débil, tembloroso, apenas visible, de felicidad. Felicidad por no haber decepcionado a su amada; por haberles asegurado, a ella y a él, su porvenir.