Cuando su hermano le dijo: «Te has casado allá, que yo sepa», él había contestado: «Sí», sin más. Tal vez hubiera bastado que su hermano empleara otra fórmula y, en lugar de «te has casado», preguntara: «¿Estás casado?» para que Josef contestara: «No, soy viudo». No tenía intención de engañar a su hermano, pero la manera en que formuló su frase le permitió, sin mentir, pasar por alto la muerte de su mujer.
Durante la conversación que siguió, su hermano y su cuñada esquivaron toda alusión a ella. Evitaban, por supuesto, sentirse incómodos: por razones de seguridad (para evitar ser citados por la policía) se habían negado a tener cualquier contacto con el pariente emigrado, ni siquiera se dieron cuenta de cómo esa prudencia impuesta se transformó pronto en un sincero desinterés: no sabían nada de su mujer, ni su edad, ni su nombre, ni su profesión, y con aquel silencio querían disimular esa ignorancia que revelaba toda la miseria de la relación con él.
Pero a Josef no le ofendió; su ignorancia le convenía. A partir del momento en que la hubo enterrado empezó a sentirse violento cuando se veía obligado a informar a alguien de su muerte; como si eso la traicionara en su más íntima intimidad. Silenciando su muerte, tuvo siempre la sensación de protegerla.
Porque una mujer muerta siempre es una mujer indefensa; ya no tiene poder, ya no ejerce influencia alguna; ya no respetan sus deseos ni sus gustos; la mujer muerta no puede querer nada, aspirar a estima alguna, negar calumnia alguna. Nunca había sentido por ella compasión tan dolorosa, tan torturante, como una vez muerta.