Morir; decidirse a morir; es más fácil para un adolescente que para un adulto. ¿Qué? ¿Acaso la muerte no priva al adolescente de una mayor porción de porvenir? Sí, es cierto, pero para un joven el porvenir es algo lejano, abstracto, irreal, en lo que no acaba de creer.
Ella contemplaba asombrada su amor acabado, el más hermoso periodo de su vida, que se alejaba, lentamente, para siempre; ya nada existiría para ella sino ese pasado; ante él quería hacerse notar, y a él quería hablar y enviar señales. El porvenir no le interesaba; deseaba la eternidad; la eternidad es el tiempo detenido, inmovilizado; el porvenir hace imposible la eternidad; deseaba aniquilar el porvenir.
Pero ¿cómo morir en medio de un montón de estudiantes, en un hotelito de montaña, en todo momento a la vista de todos? Ya lo tiene: salir del hotel, ir muy lejos, muy lejos naturaleza adentro y en algún lugar apartado tumbarse en la nieve y dormir. La muerte vendrá mientras duerma, muerte por congelación, muerte dulce, sin dolor. Tan sólo habrá que pasar por un momento de enfriamiento. Incluso podrá reducirlo con la ayuda de unos cuantos somníferos. De un frasco que encontró en su casa se llevó cinco, no más, para que su madre no cayera en la cuenta.
Planeó esa muerte con todo su sentido práctico. Salir por la tarde y morir de noche, ésa fue la primera idea, pero la rechazó: en el comedor se darían cuenta enseguida de su ausencia a la hora de la cena y aún más en el dormitorio por la noche; no le daría tiempo a morir. Con astucia, eligió el momento de la sobremesa, cuando todo el mundo echa la siesta antes de volver a esquiar: un descanso durante el cual nadie se percataría de su ausencia.
¿No veía una llamativa desproporción entre la insignificancia de la causa y la enormidad del acto? ¿Acaso no sabía que lo que proyectaba hacer era excesivo? Sí, pero precisamente lo que la atraía era el exceso. No quería ser razonable. No quería ser comedida. No quería medir, no quería razonar. Admiraba su propia pasión, aun sabiendo que la pasión, por definición, es un exceso. Como ebria, no quería salir de esa ebriedad.
Llega el día elegido. Sale del hotel. Al lado de la puerta de entrada hay un termómetro: diez grados bajo cero. Se pone en camino y comprueba que la angustia se impone a la ebriedad; en vano busca aquel hechizo; en vano apela a las ideas que han acompañado su sueño de muerte; no obstante, sigue adelante (sus compañeros están en aquel momento echando la siesta obligatoria) como si cumpliera una tarea que le hubiera sido encomendada, como si desempeñara un papel que le hubiera sido adjudicado. Su alma está vacía, carente de sentimiento alguno, al igual que el alma de un actor que recita un texto sin pensar ya en lo que dice.
Sube por un largo sendero que resplandece de nieve y llega a una cima. Arriba, el cielo está azul; las nubes, soleadas, doradas, festivas, están más abajo y se han posado como una gran corona sobre el amplio círculo de montañas de alrededor. Es hermoso, fascinante, y la embarga un sentimiento, breve, muy breve, de felicidad, que la lleva a olvidar el objeto de su excursión. Un sentimiento breve, muy breve, demasiado breve. Uno tras otro, se traga los somníferos y, siguiendo su plan, baja de la cima hacia un bosque. Se encamina por un sendero, al cabo de diez minutos siente que se acerca el sueño y sabe que ha llegado el fin. Encima de su cabeza luce el sol, luminoso, luminoso. Como una actriz antes de que se levante repentinamente el telón, siente pánico. Se ve atrapada en un escenario iluminado del que se han cerrado todas las salidas.
Se sienta bajo un abeto, abre el bolso y saca un espejo. Es un pequeño espejo redondo, lo sostiene ante su rostro y se mira en él. Es hermosa, es muy hermosa, y no quiere abandonar esa belleza, no quiere perderla, quiere llevársela consigo, ay, está ya tan cansada, tan cansada, pero, aún cansada, se extasía ante su belleza, porque, en este mundo, es su más preciado bien.
Se mira en el espejo, luego ve cómo le tiemblan los labios. Es un movimiento descontrolado, un tic. Ha observado ya muchas veces esa reacción suya, la ha sentido sobre su rostro, pero es la primera vez que la ve. Al verla siente una doble emoción: emoción ante su belleza y emoción ante sus labios temblorosos; emoción ante su belleza y emoción ante la emoción que trastoca esa belleza y la deforma; emoción ante su belleza a la que llora su cuerpo. Siente una inmensa compasión por su belleza que pronto dejará de serlo, compasión por el mundo que tampoco ya será, que, ahora ya, no existe, que, ahora ya, es inaccesible, porque el sueño está ahí, se la lleva, levanta el vuelo llevándosela en brazos, arriba, muy arriba, hacia esa inmensa y cegadora claridad, hacia el cielo azul, luminosamente azul, hacia un firmamento sin nubes, un firmamento abrasado.