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Ella se había separado de su primer amor sin padecer demasiado. Con el segundo le fue peor. Cuando le oyó decir: «Si te vas, se ha acabado todo entre nosotros. Te lo juro, ¡es el fin!», no pudo pronunciar palabra. Le quería, y él le arrojaba a la cara lo que pocos minutos antes le habría parecido inconcebible, impronunciable: su ruptura.

«Se ha acabado todo entre nosotros». El fin. Si él le promete el fin, ¿qué debe prometerle ella? Si esa frase implica una amenaza, la suya implicará otra: «Bueno», dice lenta y pausadamente, «será el fin. Yo también te lo prometo, y también te prometo que te acordarás de esto». Luego, dándole la espalda, lo dejó plantado en la calle.

Se sentía herida, pero ¿estaba enfadada con él? Puede que ni eso. Naturalmente él tendría que haberse mostrado más comprensivo, porque estaba claro que era un viaje obligatorio, que ella no podía evitar. Habría tenido que simular alguna enfermedad, pero, con su torpe honestidad, no le habría salido la jugada. No cabía duda de que él exageraba, pero ella sabía que era porque la quería. Conocía el motivo de sus celos: se la imaginaba en la montaña con otros chicos y eso le dolía.

Incapaz de enfadarse del todo, le esperó delante del instituto para explicarle con su mejor voluntad que ella no podía obedecerle y que él no tenía ningún motivo para sentirse celoso; estaba segura de que él acabaría comprendiéndolo. En la puerta de salida, él la vio y se detuvo para que lo alcanzara algún conocido y lo acompañara. Sin haber podido hablar con él esta vez, ella le siguió por la calle y, cuando él se despidió del compañero, ella se precipitó hacia él. ¡La pobre! Tendría que haber sospechado que todo estaba realmente perdido, que su amigo era presa de un frenesí del que no podía desprenderse. En cuanto ella empezó a hablar, él la interrumpió: «¿Has cambiado de opinión? ¿Renunciarás a ir?». Cuando ella volvió a explicarle lo mismo por enésima vez, fue él quien le dio esta vez la espalda y la dejó sola en la calle.

Ella se sumió en una profunda tristeza, pero aún no sentía rabia alguna contra él. Sabía que el amor significa darlo todo. Todo: palabra fundamental. Todo, no sólo, por lo tanto, el amor físico, que ella ya le había prometido, sino también el valor, el valor tanto para las grandes cosas como para las pequeñas, incluso aquel ínfimo valor para desobedecer a una ridícula obligación colegial. Y comprobó, llena de vergüenza, que, pese a todo su amor era incapaz de encontrar ese valor. ¡Qué grotesco!, grotesco hasta el punto de echarse a llorar: estaba dispuesta a darle todo, su virginidad por supuesto, pero también su salud o cualquier sacrificio imaginable si él quisiera, y sin embargo era incapaz de desobedecer a un miserable director de instituto. ¿Debía dejarse vencer ella por semejante pequeñez? La insatisfacción que sentía hacia sí misma fue insoportable y quiso sacársela de encima a cualquier precio; quiso alcanzar una grandeza tal que borrara su pequeñez; una grandeza ante la cual él acabara por inclinarse; quiso morir.