Desde que se ha encontrado con Josef en París, ya no piensa más que en él. Rememora continuamente su breve aventura de otros tiempos con él en Praga. En el bar adonde iba con los amigos, él se había mostrado ocurrente, seductor y había estado pendiente todo el rato de ella. Cuando salieron a la calle, él se las arregló para que se quedaran a solas. Le deslizó en la mano un pequeño cenicero que había robado para ella en el bar. Luego aquel hombre, al que había conocido apenas unas horas antes, la invitó a su casa. Como ya era novia de Martin, no se atrevió y renunció. Pero se arrepintió tanto, y tan brusca y profundamente, que nunca pudo olvidarlo.
De modo que, antes de emigrar, cuando tuvo que elegir entre lo que se llevaría y lo que dejaría, metió en la maleta el pequeño cenicero del bar; en el extranjero lo llevaba muchas veces en el bolso, en secreto, como un talismán.
Recuerda que, en la sala de espera del aeropuerto, él le ha dicho en un tono grave y raro: «Soy un hombre absolutamente libre». Tuvo entonces la impresión de que su historia de amor, iniciada hacía veinte años, había quedado tan sólo aplazada hasta el momento en que estuvieran libres los dos.
Recuerda de él otra frase: «Estoy de paso en París por pura casualidad»; casualidad es otra manera de decir: destino; estaba escrito que él estuviera de paso en París para que su historia continuara a partir del instante en que había quedado truncada.
Con el teléfono portátil en la mano, intenta llamarlo desde dondequiera que se encuentre, desde los cafés, el apartamento de una amiga, la calle. El número del hotel es correcto, pero él nunca está en la habitación. Piensa en él todo el día y, como los contrarios suelen atraerse, también en Gustaf. Al pasar ante una tienda de souvenirs ve en el escaparate una camiseta con la cabeza taciturna de un tuberculoso que lleva una inscripción: KAFKA IS BORN IN PRAG. Le encanta aquella camiseta tan soberbiamente tonta y la compra.
Al anochecer vuelve a casa con la intención de llamar tranquilamente, ya que los viernes Gustaf acostumbra a volver tarde; contra toda previsión, él está con su madre en la planta de abajo, y la habitación resuena con su cacareo checo-inglés al que se añade la voz del televisor, que nadie mira. Le entrega a Gustaf el paquete: «¡Es para ti!».
Les deja admirando el regalo y sube a encerrarse en el baño. Sentada en el borde de la taza, saca el teléfono del bolso. Oye su «¡por fin!» y, llena de alegría, le dice: «Me gustaría que estuvieras aquí, conmigo, en el lugar donde me encuentro ahora mismo»; sólo después de pronunciar esas palabras cae en la cuenta del lugar donde está sentada y se ruboriza; la involuntaria indecencia de lo que acaba de decir la sorprende, pero también la excita. En aquel momento, por primera vez en tantos años, tiene la impresión de engañar a su sueco y por ello siente un vicioso placer.
Cuando baja a la sala, Gustaf lleva puesta la camiseta y ríe alborotadamente. Ella conoce de memoria ese espectáculo: parodia de seducción, exageración de gestos y gracias: síntoma senil del erotismo periclitado. La madre, con Gustaf tomado de la mano, anuncia a Irena: «Me he permitido sin consultarte vestir a tu querido Gustaf. ¿Verdad que está estupendo?». Se vuelve con él hacia un gran espejo colgado de una pared de la sala. Mirando su reflejo, levanta el brazo de Gustaf como si hubiera ganado una competición en los Juegos Olímpicos, y él, siguiéndole el juego, saca pecho delante del espejo y pronuncia con voz sonora: «Kafka is born in Prag!».