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Tres años antes de 1989, Gustaf había abierto en Praga una oficina de su empresa, pero sólo pasaba cortas temporadas al año. Aquello le había bastado para amar la ciudad y ver en ella un lugar ideal para vivir; no sólo por amor a Irena, sino también (y puede que especialmente) porque allí se sentía, aún más que en París, apartado de Suecia, de su familia, de su vida pasada. Cuando el comunismo desapareció inesperadamente de Europa, no vaciló en imponer Praga a su empresa como punto estratégico para la conquista de nuevos mercados. Les hizo adquirir un hermoso edificio barroco para las oficinas y, en la buhardilla, acomodó él su apartamento. La madre de Irena, que vivía sola en una casa en los alrededores de la ciudad, puso al mismo tiempo toda la primera planta a disposición de Gustaf, de tal manera que podía cambiar de vivienda según le apeteciera.

Adormilada y descuidada durante el periodo comunista, Praga se despertó ante sus ojos, se pobló de turistas, se engalanó de casas barrocas restauradas y repintadas. «Prag is my town!», exclamaba. Se había enamorado de esa ciudad: no como un patriota que busca en cada rincón del país sus raíces, sus recuerdos, las huellas de sus seres queridos, sino como un viajero que se deja sorprender y se maravilla, al igual que un niño que pasea deslumbrado por un parque de atracciones y ya no quiere irse. Aprendió la historia de Praga y soltaba, ante quien quisiera escucharle, largos discursos sobre sus calles, sus palacios, sus iglesias, y disertaba sin fin sobre sus protagonistas: el emperador Rodolfo (protector de pintores y alquimistas), Mozart (que al parecer tenía allí una amante) y Franz Kafka (quien, tras haberse sentido desgraciado toda la vida en aquella ciudad, se convirtió, gracias a las agencias de viaje, en su santo patrón).

A una velocidad inesperada Praga olvidó el ruso que, durante cuarenta años, todos los habitantes habían tenido que aprender desde la escuela primaria e, impaciente de que la aplaudieran en el escenario del mundo, se exhibió a los transeúntes adornada de inscripciones en inglés: skateboarding, snowboarding, streetwear, publishing house, National Gallery, cars for hire, pomonamarkets y otras por el estilo. En las oficinas de su empresa, los socios comerciales, los clientes ricos, todos se dirigían a él en inglés, de tal manera que el checo pasó a ser un murmullo impersonal, un decorado sonoro del que tan sólo destacaban en forma de palabras humanas, los fonemas anglosajones. Así, un día, cuando Irena aterrizó en Praga, él la acogió ya no con el acostumbrado «Salut!» de los franceses, sino con un «Hello!».

De golpe todo dio un vuelco. Porque imaginémonos la vida de Irena tras la muerte de Martin: no tenía a nadie con quien hablar checo, puesto que sus hijas se negaban a perder el tiempo con un idioma tan evidentemente inútil; el francés había pasado a ser su lengua diaria, su única lengua; nada más natural para ella, pues, que imponérselo a su sueco. Esta elección lingüística había repartido los roles: como Gustaf hablaba mal el francés, era ella quien tenía la palabra en la pareja; se dejaba transportar por su propia elocuencia: ¡Dios mío, después de tanto tiempo por fin podía hablar, hablar y ser escuchada! Su superioridad verbal había equilibrado su relación de fuerzas: ella dependía enteramente de él, pero, en sus conversaciones, ella dominaba y le arrastraba a su propio mundo.

Ahora Praga lo replanteaba todo en el lenguaje de la pareja; él hablaba inglés, Irena intentaba persistir en su francés al que se sentía cada vez más apegada, pero al no recibir apoyo exterior alguno (el francés ya no ejercía su encanto en esa ciudad antaño francófila) acabó por ceder; su relación cambió: en París Gustaf había escuchado atentamente a Irena embebida en su propia palabra; en Praga el hablador era él, un gran parlanchín que hablaba por los codos. Al conocer mal el inglés, Irena sólo entendía a medias lo que él decía y, como no tenía ganas de esforzarse, apenas le escuchaba y le hablaba cada vez menos. Su Gran Regreso se reveló bastante curioso: en las calles, rodeada de checos, la acogía el soplo de cierta familiaridad de antaño, que por un instante la hacía feliz; luego, en casa, pasaba a ser una extranjera que no abría la boca.

Una conversación continua mece a las parejas, su melodioso fluir corre un tupido velo sobre los declinantes deseos del cuerpo. Cuando se interrumpe la conversación, surge cual espectro la ausencia del amor físico. Ante el mutismo de Irena, Gustaf perdió su seguridad. A partir de entonces prefirió verla en presencia de su familia, de su madre, de su hermanastro, de la mujer de éste; cenaba con todos ellos en casa o en restaurantes, buscando en su compañía un abrigo, un refugio, la paz. Nunca les faltaban temas porque sólo podían abordar muy pocos: su vocabulario era limitado y, para que se les entendiera, todos debían hablar lentamente y repitiéndose. Gustaf volvía así a encontrar poco a poco su serenidad; ese parloteo al ralentí le convenía, era relajante, agradable e incluso alegre (¡cuántas veces no se rieron de palabras inglesas cómicamente deformadas!).

Hacía tiempo que los ojos de Irena se habían vaciado de deseo, pero, por la fuerza de la costumbre, seguían siempre muy abiertos cuando miraba a Gustaf, a quien eso le ponía en un aprieto. Para confundir pistas y encubrir su repliegue erótico, se complacía contando anécdotas amablemente picantes, con alusiones ligeramente equívocas, dichas en voz muy alta y entre risas. La madre era su mejor aliada, siempre dispuesta a apoyarle con gracias algo obscenas que, en su inglés pueril, pronunciaba de un modo paródico, haciéndose la escandalizada. Escuchándoles, Irena tenía la impresión de que el erotismo había pasado a ser para siempre una payasada infantil.