25

En ese mismo instante sonó el teléfono. Se acordó de la mujer con la que se había encontrado en el aeropuerto y descolgó:

—Usted no me reconocerá —oyó al otro lado.

—Sí, sí, te reconozco. Pero ¿por qué me tratas de usted?

—Si quieres te tuteo, ¡pero no sabes con quién estás hablando!

No, no se trataba de la mujer del aeropuerto. Era una de esas voces hastiadas, con un timbre desagradablemente nasal. Se vio en un aprieto. Ella se presentó: era la hija de su primera mujer, de quien se había divorciado, tras unos meses de vida en común, hacía unos treinta años.

—Sí, en efecto, no podía saber con quién estaba hablando —dijo con una risa forzada.

Desde el divorcio él no había vuelto a verlas, ni a su ex mujer ni a su hijastra, a la que, en su recuerdo, seguía viendo como una niña pequeña.

—Necesito hablar con usted. Necesito hablar contigo —rectificó.

Lamentó haberla tuteado; semejante familiaridad le molestó, pero ya no había nada que hacer.

—¿Cómo sabes que estoy aquí? No se lo he dicho a nadie.

—Pues yo me he enterado.

—¿Por quién?

—Tu cuñada.

—No sabía que la conocieras.

—Mamá la conoce.

Comprendió de golpe la alianza que se había creado espontáneamente entre las dos mujeres.

—De modo que me llamas tú en lugar de tu madre.

La voz hastiada se hizo insistente:

—Tengo que hablar contigo. Necesito hablar contigo.

—¿Tu madre o tú?

—Yo.

—Dime antes de qué se trata.

—¿Quieres verme, si o no?

—Te ruego que me digas de qué se trata.

La voz hastiada se puso agresiva:

—Si no quieres verme, dilo de una vez, abiertamente.

Le horrorizaba esa insistencia, pero no encontraba el valor de eludirla. Mantener en secreto el motivo de la cita solicitada era sin duda una astucia eficaz por parte de su hijastra: empezó a inquietarse.

—Estoy aquí sólo por unos días y tengo prisa. Aunque podría hacer un hueco de media hora… —y le señaló un café de Praga para el día de su partida.

—No vendrás.

—Iré.

Cuando colgó, sintió náuseas. ¿Qué querrían ésas de él? ¿Un consejo? Uno no se pone agresivo cuando se necesita un consejo. Querían molestarle. Dejar constancia de que existían. Hacerle perder el tiempo. Pero, en tal caso, ¿por qué ha accedido a citarse con ella? ¿Por curiosidad? ¡Vaya, hombre! Había cedido por miedo. Había sucumbido a un antiguo acto reflejo: para poder defenderse, siempre quería informarse a tiempo acerca de lo que fuera. Pero ¿defenderse? ¿Hoy? ¿De quién? Por supuesto no corría ningún peligro. Sólo que la voz de su hijastra le había inmerso en una nube de viejos recuerdos: intrigas, intervenciones de sus padres, aborto, llanto, calumnias, chantajes, agresividad sentimental, escenas de rabia, cartas anónimas: la conspiración de los porteros.

La vida que dejamos atrás tiene la mala costumbre de salir de las sombras, de presentarnos algunas quejas, de imponernos juicios. Lejos de Bohemia, Josef había aprendido a no tener en cuenta su pasado. Pero el pasado estaba ahí, le acechaba, le observaba. Incómodo, Josef se esforzó por pensar en otra cosa. ¿Pero en qué otra cosa salvo en su pasado puede pensar un hombre que ha ido a ver su país? Durante los dos días que le quedan ¿qué hará? ¿Visitar la ciudad donde tenía su consulta de veterinario? ¿Plantarse, lleno de ternura, delante de la casa donde había vivido? ¿Acaso había alguien entre sus antiguos conocidos a quien, sinceramente, quisiera volver a ver? Emergió la imagen de N. En otros tiempos, cuando los energúmenos de la Revolución acusaron al jovencísimo Josef de quién sabe qué (en aquellos años todo el mundo era acusado de quién sabe qué), N., comunista influyente en la universidad, lo defendió sin tener en cuenta sus propias opiniones ni las de su familia. Así se habían hecho amigos y, si Josef tenía algo que recriminarse, era haberle olvidado prácticamente durante el tiempo de emigración.

«¡El comisario rojo! ¡Todo el mundo temblaba ante él!», había dicho su cuñada como sugiriendo que Josef se había liado por interés con un hombre del régimen. ¡Pobres países sacudidos por grandes fechas históricas! Una vez terminada la batalla, todo el mundo se precipita a lanzar al pasado expediciones de castigo en busca de culpables. Pero ¿quiénes eran los culpables? ¿Los comunistas que habían ganado en 1948, o sus incapaces adversarios que habían perdido? Todo el mundo perseguía a los culpables y todo el mundo era perseguido. Cuando el hermano de Josef entró en el partido para poder continuar con sus estudios, sus amigos le condenaron por arribista. Eso le había hecho odiar aún más el comunismo, al que hacía responsable de su cobardía, mientras su mujer concentraba todo su odio contra personas como N., quien, siendo un marxista convencido antes de la revolución, había participado voluntariamente (por lo tanto, sin perdón posible) en el nacimiento de lo que ella consideraba el mayor de los males.

Volvió a sonar el teléfono. Descolgó y esta vez estaba seguro de reconocerla.

—¡Por fin!

—¡Cuánto me alegra que digas «por fin»! ¿Esperabas mi llamada?

—Con impaciencia.

—¿Lo dices en serio?

—Estaba de un humor de mil diablos. ¡Oír tu voz lo cambia todo!

—¡Vaya, me das una alegría! Me gustaría que estuvieras aquí, conmigo, en el lugar donde me encuentro ahora mismo.

—Siento mucho que no sea posible.

—¿Lo sientes? ¿En serio?

—En serio.

—¿Te veré antes de que te vayas?

—Sí, nos veremos.

—¿Seguro?

—Seguro. ¿Almorzamos juntos pasado mañana?

—Me encantará.

Le dio la dirección de su hotel en Praga.

Cuando colgó, su mirada cayó sobre el diario hecho pedazos, reducido a un montoncito de papel encima de la mesa. Lo recogió todo y, alegremente, lo tiró a la papelera.