No, el diario no contiene ninguna alusión política. Ni una sola referencia a aquel periodo, salvo tal vez al puritanismo de los primeros años del comunismo y al ideal del amor sentimental como telón de fondo. Josef se para en una confidencia del joven virgen: tenía fácilmente el valor de acariciar los pechos de una chica, pero debía superar su propio pudor para tocarle el culo. Demostraba sentido de la precisión: «Durante la cita de ayer no me atreví a tocarle el trasero a D. más de dos veces».
Intimidado por el culo, se sentía más ávido de sentimientos: «Me asegura que me quiere, su promesa de coito es mi victoria…» (por lo visto, el coito como prueba de amor le importaba más que el acto físico en sí), «… pero me siento decepcionado: no hay éxtasis en ninguno de nuestros encuentros. Me aterra imaginar nuestra vida en común». Y más adelante: «Qué agotadora es la fidelidad cuando no brota de una verdadera pasión».
Éxtasis; vida en común; fidelidad; verdadera pasión. Josef se detiene en esas palabras. ¿Qué podían significar para aquel joven inmaduro? Eran tan enormes como vagas, y su fuerza consistía precisamente en su nebulosidad. Buscaba sensaciones que desconocía, que no comprendía; las buscaba en su pareja (acechando la menor emoción que se reflejara en su rostro), las buscaba en sí mismo (durante interminables horas de introspección), pero invariablemente se sentía frustrado. Había anotado entonces (y Josef se ve forzado a reconocer la insospechada perspicacia de esta observación): «El deseo de compadecerla y el deseo de hacerla sufrir son un único y mismo deseo». Y, efectivamente, se portaba como dejándose guiar por esa frase: con el fin de sentir compasión (para alcanzar el éxtasis de la compasión) hacía todo lo posible para ver sufrir a su amiga; la torturaba: «He levantado en ella sospechas acerca de mi amor. Ha caído en mis brazos, la he consolado, me he refocilado con su tristeza y, por un instante, he sentido asomar en mí un brote de excitación».
Josef intenta comprender al joven virgen, ponerse en su lugar, pero es incapaz. Aquel sentimentalismo mezclado con sadismo es totalmente contrario a sus gustos y a su naturaleza. Arranca una página en blanco del diario y, con un lápiz, vuelve a copiar la frase: «Me he refocilado con su tristeza». Contempla un buen rato las dos letras: la antigua es algo torpe, pero las dos tienen la misma forma ayer que hoy. Esta semejanza le resulta desagradable, le molesta, le choca. ¿Cómo pueden tener la misma letra dos seres tan ajenos, tan opuestos? ¿En qué consiste esa esencia común que los convierte, a él y a aquel mocoso, en una única persona?