Al terminar el almuerzo, ante la taza de café, Josef pensaba en su cuadro. Se preguntaba cómo llevárselo y si no sería demasiado engorroso en el avión. Acaso fuera más práctico quitar la tela del marco y enrollarla.
Estaba a punto de hablar del asunto cuando la cuñada le dijo:
—Supongo que irás a ver a N.
—Todavía no lo sé.
—Erais grandes amigos.
—Sigue siendo un amigo.
—En el 48 todo el mundo temblaba ante él. ¡El comisario rojo! Hizo mucho por ti, ¿no? ¡Estás en deuda con él!
El hermano se apresuró a interrumpir a su mujer y entregó a Josef un paquetito: «Papá lo guardó como un recuerdo tuyo. Lo encontramos después de su muerte».
Al parecer, su hermano tenía que ir pronto al hospital; el encuentro entre los dos hermanos estaba a punto de terminar, y Josef comprobó que su cuadro había desaparecido de la conversación. ¡Cómo! ¿Conque su cuñada se acuerda de su amigo N. pero olvida su cuadro? Aunque estaba dispuesto a renunciar a toda herencia, a su parte de la casa, el cuadro le pertenecía, y le pertenecía sólo a él, ¡con su nombre inscrito al lado del nombre del pintor!
La atmósfera se hizo de pronto más densa y al hermano le dio por contar algo gracioso. Josef no le escuchaba. Se había propuesto reclamarle el cuadro y, concentrado en lo que quería decir, dejó caer la mirada sobre la muñeca del hermano y su reloj. Lo reconoció: grande, negro, pasado de moda; se quedó en su apartamento, y el hermano se lo había apropiado. No, Josef no tenía motivo alguno para indignarse. Todo había ocurrido según sus propias instrucciones; no obstante, ver su reloj en la muñeca de otro le hundió en un profundo malestar. Tuvo la impresión de reencontrar el mundo como podría hacerlo un muerto que, al cabo de veinte años, saliera de su tumba: toca tierra con el tímido paso de quien ha perdido la costumbre de caminar; apenas reconoce el mundo donde vivió, pero se topa constantemente con los restos de su vida: ve su pantalón, su corbata, en los cuerpos de los supervivientes, quienes, con toda naturalidad, se los han repartido; lo ve todo y no reivindica nada: los muertos suelen ser tímidos. Presa de la timidez de los muertos, Josef no tuvo el valor de decir una sola palabra con respecto a su cuadro. Se levantó.
«Vuelve esta noche. Cenaremos juntos», dijo el hermano.
Josef vio de repente el rostro de su propia mujer; sintió la acuciante necesidad de dirigirse a ella, de hablar con ella. Pero no podía: su hermano le miraba aguardando una respuesta.
«Perdonadme, pero tengo muy poco tiempo. La próxima vez será», y cordialmente les dio a los dos un apretón de manos.
Camino del hotel, el rostro de su mujer volvió a aparecérsele y él se enfureció: «Es culpa tuya. Fuiste tú quien me dijo que debía venir. Yo no quería. No tenía ningunas ganas de regresar. Pero tú no estabas de acuerdo. No venir, según tú, era anormal, injustificable, incluso feo. ¿Todavía crees que tenías razón?».