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En el comedor, la mesa estaba preparada para el almuerzo. La conversación pasó a ser voluble en cuanto el hermano y la cuñada quisieron informarle de todo lo que había ocurrido en su ausencia. Los decenios planeaban por encima de los platos, y su cuñada, de repente, se volvió contra él: «Tú también tuviste tus años fanáticos. ¡Qué cosas decías de la Iglesia! Te teníamos todos mucho miedo».

El comentario le sorprendió. «¿Miedo de mí?». Su cuñada insistía. Él la miró: en su rostro, que hace unos instantes le había parecido irreconocible, asomaban rasgos de antaño.

Decir que habían tenido miedo de él efectivamente carecía de sentido, ya que el recuerdo de la cuñada no podía referirse más que a sus últimos años de bachillerato, cuando tenía entre dieciséis y diecinueve años. Es muy probable que entonces se hubiera burlado de los creyentes, pero aquellos comentarios no tenían nada en común con el ateísmo militante del régimen e iban destinados tan sólo a su familia, que nunca fallaba un domingo a misa, lo cual despertaba en Josef su instinto de provocación. Al terminar el bachillerato en 1951, tres años después de la Revolución, decidió estudiar medicina veterinaria por ese mismo instinto de provocación: curar enfermos, servir a la humanidad, era el gran orgullo de la familia (su abuelo ya había sido médico) y tenía ganas de decirles a todos que prefería las vacas a los humanos. Pero nadie había admirado ni criticado su rebeldía; como la medicina veterinaria se consideraba socialmente de menor prestigio, su elección se interpretó como falta de ambición y como la aceptación de su papel de segundo en la familia, detrás de su hermano.

Confusamente intentó explicarles (a ellos y a sí mismo) su psicología de adolescente, pero las palabras se le atravesaron en la boca porque la sonrisa congelada de su cuñada, fija en él, expresaba un inmutable desacuerdo con todo lo que decía. Comprendió que no tenía nada que hacer, que era como una ley: la vida de aquellos que consideran su propia vida como un naufragio salen a la caza de culpables. Josef era doblemente culpable: cuando era adolescente hablaba mal de Dios y, cuando adulto, había emigrado. Se le quitaron todas las ganas de explicarles lo que fuera, y su hermano, muy hábilmente, desvió la conversación hacia otro tema.

Su hermano: mientras estudiaba segundo de medicina fue excluido de la universidad en 1948 por sus orígenes burgueses; con la esperanza de retomar más adelante sus estudios y convertirse en cirujano como su padre, lo hizo todo para manifestar su adhesión al comunismo, hasta el punto de que, desesperado y hundido, terminó por ingresar en el partido y en él permaneció hasta 1989. Los caminos de los dos hermanos se separaron: apartado primero de sus estudios y forzado luego a renegar de sus convicciones, el hermano mayor tenía la sensación de ser una víctima (la tendría el resto de su vida); en la escuela veterinaria, menos frecuentada y menos vigilada, el hermano menor no tenía necesidad alguna de ir exhibiendo lealtad al régimen: a los ojos de su hermano, Josef parecía (y le parecería el resto de su vida) un tipo con suerte que sabe salirse con la suya; un desertor.

En agosto de 1968, el ejército ruso invadió el país; durante una semana las calles de todas las ciudades aullaron de indignación. Nunca el país había sido hasta tal punto patria, ni los checos hasta tal punto checos. Ebrio de odio, Josef estaba dispuesto a arrojarse contra los tanques. Luego detuvieron a los hombres de Estado, los transportaron a Moscú y, forzados a firmar un acuerdo apresurado, los checos, siempre llenos de indignación, volvieron a sus casas. Unos catorce años después, en la festividad, impuesta al país, que conmemoraba el cincuenta y dos aniversario de la revolución rusa de octubre, Josef abandonó el barrio donde tenía su consulta y se fue a visitar a su familia al otro lado del país. Al entrar en la ciudad, redujo la velocidad; sería curioso comprobar cuántas ventanas estarían adornadas con banderas rojas, que, en aquel año de derrota, no eran otra cosa que signos de sumisión. Las había, e incluso más de lo que él esperaba: tal vez quienes las enarbolaban actuaban en contra de sus convicciones, por prudencia, con un vago temor, aunque lo hicieran voluntariamente, ya que nadie las imponía ni les amenazaba. Se detuvo ante su casa natal. En la segunda planta, donde vivía su hermano, ondeaba resplandeciente una gran bandera espantosamente roja. Durante un largo minuto Josef la contempló sin salir del coche; luego arrancó. En el camino de regreso decidió abandonar el país. No es que no pudiera vivir en él. Habría podido cuidar aquí de las vacas con toda tranquilidad. Pero estaba solo, divorciado, sin hijos, libre. Se dijo que sólo disponía de una vida y que quería vivirla en otro lugar.