Le llevaron a visitar la casa para enseñarle los cambios que se habían hecho después de su partida. En una de las habitaciones vio un cuadro que había sido suyo. Tras decidirse a abandonar el país, había tenido que actuar rápidamente. Entonces vivía en otra ciudad de provincias y, obligado a mantener en secreto su intención de emigrar, no podía traicionarse repartiendo sus bienes entre los amigos. El día antes de irse había metido las llaves en un sobre y se las había enviado a su hermano. Ya desde el extranjero, le llamó y le rogó que recogiera de su apartamento todo lo que le conviniera antes de que el Estado lo confiscara. Más tarde, instalado en Dinamarca y feliz de emprender una nueva vida, no tuvo el menor deseo de averiguar lo que su hermano había conseguido rescatar ni lo que había hecho con aquello.
Miró largo tiempo el cuadro: un barrio industrial de gente pobre, tratado con esa audaz fantasía de colores que remite a los pintores fauvistas de principios de siglo, Derain por ejemplo. No obstante, el cuadro no era ni mucho menos un simple pastiche; si en 1905 lo hubieran expuesto en el Salón de Otoño de París junto a otros cuadros fauvistas, todo el mundo se habría sorprendido de su rareza, intrigado por el aire enigmático de un visitante llegado de un lugar tan lejano. De hecho, el cuadro era de 1955, época en que la doctrina del arte socialista exigía con severidad el realismo: el autor, un apasionado amante de lo moderno, habría preferido pintar como se pintaba entonces en todo el mundo, o sea, a la manera abstracta, pero no quería dejar de exponer; tuvo que encontrar, pues, el milagroso punto en el que los imperativos de los ideólogos se amoldaran a sus deseos de artista; las barracas que evocaban la vida de los obreros eran el tributo a los ideólogos; los colores, violentamente irreales, el regalo que se hacía a sí mismo.
Josef había visitado su taller en los años sesenta, en un periodo en que la doctrina oficial iba perdiendo fuerza y el pintor era ya libre de hacer más o menos lo que quisiera. Ingenuamente sincero, Josef había preferido aquel cuadro antiguo a los nuevos, y el pintor, que sentía por su fauvismo obrerista una simpatía mezclada de condescendencia, se lo había regalado sin pesar alguno; incluso había añadido con el pincel, al lado de su firma, una dedicatoria con el nombre de Josef.
—Llegaste a conocer bien a ese pintor —observó el hermano.
—Sí. Salvé a su perro caniche.
—¿Irás a verle?
—No.
Después de 1989, Josef había recibido en Dinamarca un paquete con fotos de los nuevos cuadros del pintor, realizados esta vez con total libertad: no se distinguían de los millones de cuadros que entonces se pintaban en el planeta; el pintor podía jactarse de una doble victoria: era totalmente libre y totalmente igual a todo el mundo.
—¿Te sigue gustando ese cuadro? —preguntó el hermano.
—Sí, sigue siendo muy bello.
El hermano señaló con la cabeza a su mujer:
—A Katy le gusta mucho. Todos los días se detiene un rato ante él. —Y añadió—: Al día siguiente de tu partida, me dijiste que se lo diera a papá. Lo colocó encima de su mesa en la oficina del hospital. Sabía cuánto le gustaba a Katy y, antes de morir, se lo legó. —Y tras una breve pausa—: No puedes imaginártelo. Hemos vivido años atroces.
Al mirar a su cuñada, Josef se acordó de que nunca le había caído bien. Su antigua antipatía por ella (ella se la había devuelto con creces) le pareció ahora tonta y lamentable. Estaba de pie, con la mirada fija en el cuadro, su rostro expresaba una triste impotencia, y Josef, compasivo, dijo a su hermano: «Lo sé».
El hermano se puso a contarle la historia de la familia, la larga agonía del padre, la enfermedad de Katy, el matrimonio fracasado de la hija, luego las intrigas contra él en el hospital, donde su posición había ido a menos debido a que Josef había emigrado.
El último comentario no lo dijo en tono de reproche, pero Josef no dudó de la animosidad con la que su hermano y cuñada debieron de hablar de él, indignados por la falta de motivos que habría podido alegar Josef para justificar una emigración para ellos irresponsable: el régimen no les hacía la vida fácil a los parientes de los emigrados.