—Te esperábamos desde que esto se vino abajo —dijo el hermano cuando se sentaron—. Todos los emigrados han vuelto ya, o al menos se han dejado caer por aquí. No, no, no te reprocho nada. Tú sabrás lo que tienes que hacer.
—Te equivocas —rió Josef—, no lo sé.
—¿Has venido solo? —preguntó el hermano.
—Sí.
—¿Has venido para instalarte? ¿Por mucho tiempo o no?
—No lo sé.
—Claro, deberás consultarlo con tu mujer. Te casaste allá, que yo sepa.
—Sí.
—Con una danesa, supongo —dijo tanteando al hermano.
—Sí —dijo Josef y calló.
Ese silencio incomodó al hermano, y Josef, por decir algo, preguntó:
—Ahora la casa es tuya, ¿no?
Antes, aquel apartamento formaba parte de un edificio de tres plantas que pertenecía a su padre; en la segunda planta vivía la familia (padre, madre y dos hijos), las demás se alquilaban. Después de la revolución comunista de 1948, el edificio había sido expropiado y la familia permaneció en él en calidad de inquilina.
—Sí —contestó el hermano, visiblemente incómodo—. Intentamos dar contigo, pero fue imposible.
—¿Ah, sí? ¡Pero si tienes mi dirección!
Después de 1989, todas las propiedades que con la Revolución habían pasado al Estado (fábricas, hoteles, edificios, campos, bosques) fueron devueltas a sus antiguos propietarios (o, más exactamente, a sus hijos o nietos); este procedimiento recibió el nombre de restitución: bastaba con que alguien se declarara propietario ante la justicia para que, al cabo de un año durante el que su reivindicación podía ser protestada, la restitución pasara a ser irrevocable. Esta simplificación jurídica dio lugar a muchas trampas, pero evitó los procesos de herencia, los recursos, las apelaciones, y dio a luz, en un tiempo sorprendentemente corto, a una sociedad de clases, con una burguesía rica, emprendedora, capaz de poner en marcha la economía del país.
«Un abogado se ocupó de todo», contestó el hermano, que seguía incómodo. «Ahora es demasiado tarde. Los procedimientos han concluido. Pero no te preocupes, ya lo arreglaremos tú y yo, y sin abogados».
En ese momento entró su cuñada. Esta vez no hubo confrontación de miradas: había envejecido tanto que todo quedó claro en cuanto apareció por la puerta. Josef tuvo ganas de bajar la cabeza para no mirarla hasta pasados unos minutos, con el rabillo del ojo, para no herirla. Presa de compasión, se levantó, fue hacia ella y la abrazó.
Volvieron a sentarse. Sin poder desprenderse de la emoción, Josef la miró; si se la hubiera encontrado por la calle, no la habría reconocido. Son los seres más próximos que tengo, se decía, mi familia, la única que me queda, mi hermano, mi único hermano. Se repetía esas palabras como si quisiera prolongar su emoción antes de que desapareciera.
Este vago enternecimiento le obligó a decir:
—Olvida de una vez lo de la casa. Escúchame, seamos pragmáticos, no supone ningún problema para mí tener algo aquí. Mis problemas no están aquí.
Aliviado, el hermano repitió:
—No, no. Me gusta ser equitativo en todo. Por otra parte, también tu mujer tendrá algo que decir.
—Hablemos de otra cosa —dijo Josef poniendo la mano encima de la de su hermano y apretándola.