Llama al timbre y su hermano, cinco años mayor que él, abre la puerta. Se dan un apretón de manos y se miran. Son miradas de una inmensa intensidad y saben muy bien de qué se trata: cara a cara, los hermanos se pasan revista, rápida, discretamente, el pelo, las arrugas, los dientes; cada uno sabe lo que busca en el rostro que tiene enfrente y sabe también que el otro busca lo mismo en el suyo. Se avergüenzan de ello, porque lo que buscan es la probable distancia que separa al otro de la muerte, o, por decirlo de un modo más brutal, buscan en el otro la muerte que asoma. Quieren acabar cuanto antes esa búsqueda morbosa y se apresuran a encontrar una frase que les haga olvidar esos segundos funestos, una interpelación, una pregunta o, de ser posible (sería un regalo caído del cielo), una broma. Pero nada llega para sacarles del apuro.
«Ven», dice por fin el hermano y, tomando a Josef por los hombros, lo lleva hasta la sala.