El hotel había sido construido en los últimos años del comunismo: un edificio moderno en la plaza mayor, liso, idéntico a los que se construían durante esos años en el mundo entero, muy alto, dominando desde muchas plantas más arriba los tejados de la ciudad. Se instaló en su habitación de la sexta planta, luego se acercó a la ventana. Eran las siete de la tarde, bajaba el crepúsculo, las luces se encendían y la plaza estaba inverosímilmente tranquila.
Antes de venir, él se había preparado para enfrentarse a los lugares conocidos, a su vida pasada, y se había preguntado: ¿me emocionaré?, ¿me dejará indiferente?, ¿me alegraré?, ¿me deprimiré? En absoluto. Durante su ausencia, una escoba invisible había barrido el paisaje de su juventud, borrando todo lo que le era familiar; el enfrentamiento que esperaba no llegó a producirse.
Hace mucho tiempo, Irena visitó una ciudad francesa de provincias en busca de reposo para su marido, ya entonces muy enfermo. Era domingo, la ciudad estaba tranquila, se detuvieron en un puente y miraron correr el agua, serena, entre las dos orillas arboladas. En un recodo del río, un viejo caserón rodeado de un jardín les pareció la imagen misma de un hogar seguro, como el sueño de un pasado idilio. Sobrecogidos por semejante belleza, bajaron por una escalera hasta la orilla, deseosos de pasear. Pocos pasos más adelante, comprendieron que la paz dominical les había llevado a engaño: máquinas, tractores, montones de tierra y arena; al otro lado del río, árboles abatidos; y el caserón, cuya belleza les había atraído cuando lo vieron desde arriba, tenía los cristales rotos y un gran hueco en lugar de la puerta; detrás se alzaba una elevada construcción de unas diez plantas; no por ello la belleza del paisaje urbano que les había encantado dejaba de ser una ilusión óptica; pisoteada, humillada, burlada, se transparentaba a través de su propia ruina. Una vez más la mirada de Irena se posó en la otra orilla y observó que los grandes árboles abatidos ¡estaban floreciendo!; abatidos, caídos, ¡estaban vivos! En aquel momento, bruscamente, explotó fortissimo una música desde unos altavoces. Al recibir ese mazazo, Irena se llevó las manos a los oídos y estalló en llanto. Llanto por el mundo que desaparecía ante sus ojos. Su marido, que moriría pocos meses después, la tomó de la mano y se la llevó.
La gigantesca escoba invisible que transforma, desfigura, borra paisajes, viene trabajando desde hace milenios, pero sus movimientos, antes lentos, apenas perceptibles, se han acelerado de tal manera que me pregunto si La Odisea sería hoy concebible. ¿Pertenece aún a nuestra época la epopeya del regreso? Por la mañana, cuando Ulises se despertó en la playa de Ítaca, ¿habría podido oír extasiado la música del Gran Regreso si hubieran abatido el viejo olivo y él no hubiera podido reconocer nada a su alrededor?
Cerca del hotel, un edificio de gran altura mostraba al desnudo su pared medianera, un muro ciego decorado con un gigantesco dibujo. La penumbra volvía ilegible la inscripción, y Josef sólo distinguió dos manos entrelazadas, dos manos enormes, entre el cielo y la tierra. ¿Habrán estado siempre allí? No se acordaba.
Mientras cenaba solo en el restaurante del hotel escuchaba a su alrededor el rumor de las conversaciones. Se trataba de la música de una lengua desconocida. ¿Qué había ocurrido con el checo a lo largo de esos dos pobres decenios? ¿Había cambiado tal vez el acento? Aparentemente sí. Si antes se situaba con firmeza en la primera sílaba, ahora había perdido fuerza; la entonación había quedado como deshuesada. La melodía parecía más monótona que antes, como si se arrastrara. ¡Y el timbre! Había pasado a ser nasal, lo cual otorgaba a la palabra un tono desagradablemente hastiado. Es probable que, a través de los siglos, la música de todas las lenguas vaya transformándose de manera imperceptible, pero el que regresa después de una larga ausencia queda desconcertado: inclinado sobre su plato, Josef escuchaba una lengua desconocida de la que sin embargo entendía cada una de las palabras.
Luego, en su habitación, descolgó el teléfono y marcó el número de su hermano. Oyó una voz alegre que le invitó a ir enseguida.
—Sólo quería anunciarte mi llegada —dijo Josef—. Perdona que no vaya hoy. No quiero que me veáis en este estado después de tantos años. Estoy agotado. ¿Estás libre mañana?
Ni siquiera estaba seguro de que su hermano trabajara aún en el hospital.
—Libraré —fue la respuesta.