También él se alegraba de ese encuentro; ella se mostraba amistosa, coqueta y agradable, guapa a los cuarenta, y él no tenía ni idea de quién era. Suele ser molesto decirle a una persona que no te acuerdas de ella, pero esta vez era doblemente molesto, porque no es que la hubiera olvidado, sino que ni siquiera la reconocía. Y confesarle algo así a una mujer es una trastada de la que él no se veía capaz. Por otra parte, había entendido muy rápido que la desconocida no podría saber si él la recordaba o no y que nada era más fácil que conversar con ella. Pero en el momento en que prometieron volver a verse y ella quiso darle su número de teléfono, se había sentido incómodo: ¿cómo iba a llamar a alguien cuyo nombre desconocía? Sin dar explicaciones, él le había dicho que prefería que le llamara ella y le había pedido que anotara el número de su hotel en la ciudad de provincias.
Ya en el aeropuerto de Praga, se separaron. Él alquiló un coche, salió a la autopista y luego se desvió por una carretera secundaria. Al llegar a la ciudad, buscó el cementerio. En vano. Se encontró en un barrio nuevo con altos edificios uniformes que le despistaron. Vio a un niño de unos diez años, detuvo el coche, preguntó cómo se llegaba al cementerio. El niño lo miró sin contestar. Pensando que no le había entendido, Josef articuló más despacio y más alto su pregunta, como un extranjero que se esfuerza por pronunciar bien lo que dice. El niño acabó contestando que no lo sabía. ¿Pero cómo diablos puede alguien no saber dónde está el cementerio, el único de la ciudad? Arrancó, preguntó a otros transeúntes, pero sus explicaciones le parecieron ininteligibles. Por fin dio con él: encajonado detrás de un viaducto recién construido, parecía modesto y mucho menor que antaño.
Aparcó y se encaminó por una alameda de tilos hasta la tumba. Allí era donde había visto bajar, hacía unos treinta años, el ataúd con el cuerpo de su madre. Había vuelto a aquel lugar con frecuencia, en cada una de las visitas que hacía a su ciudad natal. Cuando hace un mes preparaba esa estancia en Bohemia, sabía ya que empezaría por allí. Miró la lápida; el mármol se había llenado de nombres: por lo visto, la tumba se había convertido entretanto en un gran dormitorio. Entre la alameda y la lápida no había más que un césped muy cuidado y un arriate con flores; intentaba imaginarse los ataúdes a sus pies: debían de estar los unos al lado de los otros, en filas de tres, superpuestos en varios niveles. La madre estaba abajo de todo. ¿Dónde estaría el padre? Como murió quince años más tarde, estaría separado de ella por al menos una fila de ataúdes.
Volvió a ver el entierro de su madre. En aquella época, abajo sólo yacían dos muertos: los padres de su padre. Entonces le había parecido del todo natural que su madre bajara hacia sus suegros y no se había preguntado siquiera si ella hubiera preferido ir a unirse con sus propios padres. Lo comprendió mucho más tarde: el reparto de los muertos en las sepulturas familiares se decide con mucha antelación según la relación de fuerzas; y la familia de su padre contaba más que la de su madre.
Le desconcertó el número de nuevos nombres en la lápida. Algunos años después de su partida, se había enterado de la muerte de su tío, luego de su tía y, al fin, de su padre. Leyó los nombres con mayor atención; algunos correspondían a personas que hasta entonces él creía aún vivas; se quedó como alelado. No le trastornaban sus muertes (quien decide abandonar su país para siempre debe resignarse a no ver de nuevo a su familia), sino el hecho de que no hubiera recibido ningún aviso. La policía comunista vigilaba las cartas dirigidas a los emigrados; ¿acaso tenían miedo de escribirle? Se fijó en las fechas: los dos últimos entierros habían tenido lugar después de 1989. De modo que dejaron de escribirse no sólo por prudencia. La verdad era aún peor: para ellos él había dejado de existir.