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Durante sus veinte años de ausencia, los ítacos conservaron muchos recuerdos de Ulises, pero no le añoraban, mientras que Ulises sí sentía el dolor de la añoranza, aunque no se acordara de nada.

Puede comprenderse esta curiosa contradicción si reparamos en que la memoria, para funcionar bien, necesita de un incesante ejercicio: los recuerdos se van si dejan de evocarse una y otra vez en las conversaciones entre amigos. Los emigrados agrupados en colonias de compatriotas se cuentan hasta la náusea las mismas historias que, así, pasan a ser inolvidables. Pero aquellos que, como Irena o Ulises, no frecuentan a sus compatriotas caen en la amnesia. Cuanto más fuerte es su añoranza, más se vacían de recuerdos. Cuanto más languidecía Ulises, más olvidaba. Porque la añoranza no intensifica la actividad de la memoria, no suscita recuerdos, se basta a sí misma, a su propia emoción, absorbida como está por su propio sufrimiento.

Tras acabar con los temerarios que querían casarse con Penélope y reinar sobre Ítaca, Ulises se vio obligado a convivir con gentes de las que no sabía nada. Éstas, para halagarle, le abrumaban con todo lo que recordaban de él antes de que se fuera a la guerra. Y, convencidas de que nada le interesaba más que su Ítaca (¿cómo no iban a pensarlo cuando él había recorrido la inmensidad de los mares para volver a ella?), iban machacándole con lo que había ocurrido durante su ausencia, ávidas de contestar a todas sus preguntas. Nada le aburría más que eso. Él sólo esperaba una cosa, que le dijeran por fin: «¡Cuenta!». Pero es lo único que nunca le dijeron.

Durante veinte años no había pensado en otra cosa que en regresar. Pero, una vez de vuelta, comprendió sorprendido que su vida, la esencia misma de su vida, su centro, su tesoro, se encontraba fuera de Ítaca, en sus veinte años de andanzas por el mundo. Había perdido ese tesoro, y sólo contándolo hubiera podido reencontrarlo.

Al abandonar a Calipso, durante su viaje de regreso había naufragado en Feacia, donde el rey le acogió en la corte. Allí había sido un extraño, un misterioso desconocido. A un desconocido se le pregunta: «¿Quién eres? ¿De dónde vienes? ¡Cuenta!». Y él contó. Durante ocho largos días de La Odisea, reconstruyó detalladamente sus aventuras ante los feacios atónitos. En Ítaca, sin embargo, no era un extraño, era uno de ellos y por eso a nadie se le ocurría decirle: «¡Cuenta!».