Gustaf había conocido a Martin por casualidad durante una negociación comercial. A Irena la conoció mucho más tarde, cuando ya era viuda. Se gustaron, pero eran tímidos. De modo que el marido acudió desde el más allá en ayuda de ambos, ofreciéndose como un tema fácil de conversación. Cuando Gustaf supo por Irena que Martin había nacido el mismo año que él, oyó desmoronarse el muro que le separaba de aquella mujer mucho más joven y sintió un simpático reconocimiento hacia el muerto, cuya edad le animaba a cortejar a su bella esposa.
Él veneraba a su madre muerta, toleraba (sin entusiasmo) a sus dos hijas ya adultas y huía de su mujer. Le habría gustado divorciarse si hubiera podido hacerlo amistosamente. Como fue imposible, hacía lo que podía para permanecer alejado de Suecia. Al igual que él, Irena tenía dos hijas, también a punto de independizarse. Gustaf le compró un estudio a la mayor y encontró en Inglaterra un internado para la pequeña, de modo que Irena, si se quedaba sola, podía acogerle en su casa.
A ella le había deslumbrado la bondad de Gustaf, que, en opinión de todos, era el rasgo principal, el más sorprendente, casi improbable, de su carácter. Engatusaba así a las mujeres, que comprendían demasiado tarde que esa bondad era más un arma de defensa que un arma de seducción. Niño querido de su mamá, era incapaz de vivir solo, sin los cuidados de las mujeres. Pero también soportaba mal sus exigencias, sus riñas, sus llantos, e incluso sus cuerpos demasiado presentes, demasiado expresivos. Para poder conservarlas y a la vez huir de ellas, les arrojaba obuses de bondad. Protegido por la onda expansiva de la explosión, se batía en retirada.
Ante su bondad, Irena quedó primero desconcertada: ¿por qué era tan amable, tan generoso, tan poco exigente? ¿Cómo devolvérselo? No encontró otra recompensa que enarbolar ante él su deseo. Fijaba en él la mirada y sus ojos muy abiertos exigían algo inmenso y embriagador, algo innombrable.
Su deseo; triste historia la de su deseo. No había conocido el placer del amor antes de encontrar a Martin. Luego había dado a luz, había pasado de Praga a Francia con una segunda hija en el vientre y, poco después, Martin murió. Pasó entonces largos y penosos años obligada a aceptar cualquier trabajo —empleada de hogar, acompañante de una rica parapléjica—, y consideró un gran éxito poder dedicarse a traducir del ruso al francés (feliz de haber estudiado a fondo idiomas en Praga). Pasaron los años y, en carteles, paneles publicitarios, portadas de revistas en los quioscos, las mujeres se desnudaron, las parejas se besaron, los hombres se exhibieron en calzoncillos mientras, en medio de semejante orgía omnipresente, su cuerpo deambulaba por las calles, apartado, invisible.
Por eso el encuentro con Gustaf había sido toda una fiesta. Después de tanto tiempo, por fin alguien se fijaba y apreciaba su cuerpo y su rostro, y, gracias a su encanto, un hombre pedía que compartiera su vida con él. En medio de semejante encantamiento fue cuando su madre la sorprendió en París. Pero en esa misma época, o tal vez algo después, empezó vagamente a sospechar que su cuerpo no había escapado por completo a la suerte que, aparentemente, le había sido destinada de una vez por todas. Que él, que huía de su mujer, de sus mujeres, no buscaba en ella una aventura, una renovada juventud, una libertad de los sentidos, sino un descanso. No exageremos: su cuerpo no permanecía intocado, pero en ella crecía la sospecha de que era menos tocado de lo que se merecía.