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Un día antes de que se fuera su madre, Irena le presentó a Gustaf, su amigo sueco. Cenaron los tres en un restaurante, y la madre, que no sabía una palabra de francés, recurrió con gallardía al inglés. Gustaf se alegró: con su amante sólo hablaba en francés y estaba harto de esa lengua que él consideraba pretenciosa y poco práctica. Aquella noche Irena habló poco: sorprendida, observó cómo su madre exhibía una inesperada habilidad para interesarse por otra persona; con sus treinta palabras de inglés mal pronunciadas apabulló a Gustaf con preguntas sobre su vida, su empresa, sus opiniones, y le dejó muy impresionado.

Al día siguiente la madre se fue. Al volver del aeropuerto, ya en su apartamento en la última planta, Irena se acercó a la ventana para saborear, en la calma reencontrada, la libertad de su soledad. Miró largamente los tejados, la diversidad de las chimeneas con sus formas caprichosas, esa flora parisiense que desde hace tanto tiempo había reemplazado para ella el verdor de los jardines checos, y cayó en la cuenta de cuán feliz era en esa ciudad. Siempre le había parecido evidente que su emigración había sido una desgracia. Pero en aquel instante se preguntó si no sería más bien la ilusión de una desgracia, una ilusión sugerida por la manera en que todo el mundo percibía a un emigrado. ¿Acaso no veía su propia vida según el manual de instrucciones que otros le habían puesto entre las manos? Y se dijo que su emigración, aunque impuesta desde el exterior, contra su voluntad, era tal vez, sin que ella lo supiera, la mejor salida a su vida. Las implacables fuerzas de la Historia que habían atentado contra su libertad habían acabado haciéndola libre.

Quedó, pues, algo desconcertada cuando, pocas semanas después, Gustaf le anunció con orgullo una buena noticia: había propuesto a su empresa que abriera una oficina en Praga. En el país comunista, que no era muy atractivo comercialmente, la oficina sería modesta, pero eso le brindaría la ocasión de breves estancias allá.

—Me encanta la idea de conocer a fondo tu ciudad —dijo.

En lugar de alegrarse, ella sintió como una vaga amenaza.

—¿Mi ciudad? Praga ya no es mi ciudad —contestó ella.

—¿Cómo? —se extrañó él.

Irena nunca le ocultaba lo que pensaba; él tenía por lo tanto la posibilidad de conocerla bien; sin embargo, la veía exactamente como la veían todos los demás: como una joven que sufre, desterrada de su país. Él mismo procede de una ciudad sueca a la que odia de todo corazón y en la que se niega a poner los pies de nuevo. Pero en su caso es normal. Porque todo el mundo le acoge como a un escandinavo simpático, muy cosmopolita, que ha olvidado ya el lugar donde nació. Los dos han sido clasificados, etiquetados, y se les juzgará según su fidelidad a esa etiqueta (pero, claro, esto y sólo esto es lo que suele llamarse con énfasis: ser fiel a sí mismo).

—Pero ¿qué dices? —protestó él—. ¿Cuál es entonces tu ciudad?

—¡París! Aquí es donde te conocí, donde vivo contigo.

Como si no la escuchara, le acarició la mano: «Acéptalo como un regalo. Si tú no puedes ir allá, yo te serviré de vínculo con tu país perdido. ¡Me harías feliz!».

Ella no ponía en duda su bondad; se lo agradeció; no obstante, añadió en un tono pausado: «Te ruego que comprendas que no necesito que me sirvas de vínculo con nada en absoluto. Soy feliz contigo, aislada de todo y de todos».

Él también se puso serio: «Te comprendo. Y no temas, porque no quiero meterme en tu vida pasada. De la gente que conociste allá la única persona a quien veré será a tu madre».

¿Qué podía decirle ella? ¿Que es precisamente a su madre a quien no quiere que él frecuente? ¿Cómo decírselo a él, que recuerda con tanto amor a su propia madre muerta?

«Admiro a tu madre. ¡Qué vitalidad!».

Irena no lo pone en duda. Todo el mundo admira a su madre por su vitalidad. ¿Cómo explicar a Gustaf que, en el círculo mágico de la fuerza materna, Irena jamás ha conseguido gobernar su propia vida? ¿Cómo explicarle que la constante proximidad de la madre la haría retroceder a sus debilidades, a su inmadurez? ¿Cómo se le habrá ocurrido a Gustaf esa idea tan loca de querer relacionarse con Praga?

Hasta que llegó a su casa y estuvo a solas no consiguió calmarse, tranquilizarse: «La barrera policial entre los países comunistas y Occidente es, por suerte, bastante sólida. No tengo por qué temer que los contactos de Gustaf con Praga supongan una amenaza para mí».

Pero ¿cómo? ¿Qué acaba de decir? ¿«La barrera policial es, por suerte, bastante sólida»? ¿Ha dicho literalmente «por suerte»? ¿Ella, una emigrada a quien todo el mundo compadece por haber perdido su patria, ha dicho «por suerte»?