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Fieles a la tradición de la revolución francesa, los estados comunistas anatematizaron la emigración, considerada como la más odiosa de las traiciones. Todos los que se habían quedado en el extranjero eran condenados por contumacia en su país, y sus compatriotas no se atrevían a mantener contacto con ellos. Sin embargo, a medida que pasaba el tiempo se debilitaba el anatema y, unos años antes de 1989, la madre de Irena, que había enviudado hacía poco y era una inofensiva jubilada, obtuvo, gracias a los servicios de una agencia de viajes del Estado, el visado para pasar una semana en Italia; al año siguiente decidió quedarse cinco días en París para ver, sin llamar la atención, a su hija. Emocionada, llena de compasión por una madre que imaginaba ya mayor, Irena le reservó una habitación en un hotel y sacrificó unos días de sus vacaciones para poder estar todo el tiempo con ella.

«No pareces estar tan mal», le dijo la madre cuando se vieron. «Por otra parte, yo tampoco. Cuando el policía de la aduana me miró el pasaporte, me dijo: ¡Su pasaporte es falso, señora! ¡Ésta no puede ser la fecha de su nacimiento!». Irena reconoció de repente a su madre tal como siempre la había conocido y sintió que nada había cambiado en aquellos casi veinte años. De golpe se le esfumó la compasión por una madre avejentada. Hija y madre se enfrentaron como dos seres fuera del tiempo, como dos esencias intemporales.

Pero ¿acaso no está mal visto que una hija no se alegre de la presencia de su madre que, tras diecisiete años, ha venido a verla? Irena movilizó toda su razón, todo su sentido moral, para portarse como una hija solícita. La llevó a cenar al restaurante del primer piso de la Torre Eiffel; fueron en un barco de recreo a ver París desde el Sena; y, cuando su madre quiso visitar exposiciones, la llevó al Museo Picasso. En la segunda sala la madre se detuvo: «Tengo una amiga que es pintora. Me regaló dos de sus cuadros. ¡No puedes imaginarte qué bonitos son!». En la tercera sala quiso ver a los impresionistas: «En el Jeu de Paume hay una exposición permanente». «Ya no existe», le dijo Irena, «los impresionistas están ahora dispersos en varios museos». «No, no», dijo la madre. «Están en el Jeu de Paume. Lo sé ¡y no me iré de París sin haber visto los Van Gogh!». Para paliar la ausencia de Van Gogh, Irena la llevó al Musée Rodin. Ante una de las esculturas la madre suspiró, como en una ensoñación: «En Florencia vi el David de Miguel Ángel. ¡Me quedé sin aliento!». «Mira», explotó Irena, «estás en París, conmigo, te he traído a ver a Rodin. ¡A Rodin!, ¿me oyes? Nunca antes lo habías visto, ¿por qué entonces cuando estás ante Rodin piensas en Miguel Ángel?».

La pregunta era adecuada: ¿por qué la madre, al reencontrarse con su hija después de tantos años, no se interesa por lo que ella le enseña? ¿Por qué Miguel Ángel, que ella vio con su grupo de turistas checos, la cautiva más que Rodin? ¿Y por qué, a lo largo de aquellos cinco días, no le hace a su hija ninguna pregunta? ¿Ninguna pregunta sobre su vida, ni tampoco sobre Francia, su cocina, su literatura, sus quesos, sus vinos, su política, sus teatros, sus películas, sus automóviles, sus pianistas, sus violoncelistas, sus atletas?

No para de hablar, en cambio, de lo que ocurre en Praga, del hermanastro de Irena (el hijo que tuvo con su segundo marido, fallecido hacía poco), de personajes de los que se acuerda Irena y de otros cuyos nombres nunca ha oído. Ha intentado en dos o tres ocasiones colocar alguna observación acerca de su vida en Francia, pero sus palabras no han logrado traspasar la barrera sin fisuras del discurso de su madre.

Así ocurre desde la infancia: mientras la madre cuidaba tiernamente, como si fuera una niña, a su hijo, adoptaba con su hija una actitud virilmente espartana. ¿Quiero decir con ello que no la quería, tal vez por culpa del padre de Irena, su primer marido, a quien tenía por un ser despreciable? Guardémonos de semejante psicología de pacotilla. Su comportamiento no podía ser mejor intencionado: desbordante de fuerza y salud, se inquietaba por la falta de vitalidad de su hija; con sus rudos modales quería que se deshiciera de su hipersensibilidad, un poco como hace un padre deportista cuando tira a la piscina a su hijo timorato, convencido de que es la mejor manera de que aprenda a nadar.

No obstante, sabía muy bien que con su simple presencia aplastaba a su hija, y no puedo negar que disfrutaba en secreto de su propia superioridad física. ¿Entonces? ¿Qué debía hacer? ¿Rebajarse ella en nombre del amor maternal? Su edad avanzaba inexorablemente, y la conciencia de su fuerza, tal como se reflejaba en la reacción de Irena, la rejuvenecía. Cuando la veía a su lado, intimidada y disminuida, prolongaba cuanto podía los momentos de su demoledora supremacía. Con una pizca de sadismo, fingía tomar la fragilidad de Irena por indiferencia, pereza o indolencia, y la reñía.

Desde siempre Irena se había sentido menos guapa y menos inteligente en su presencia. ¡Cuántas veces no había corrido hacia el espejo para asegurarse de que no era fea, de que no parecía tonta! Ay, todo esto quedaba muy lejos, casi en el olvido. Pero, durante los cinco días que su madre pasó en París, cayó de nuevo sobre ella esa sensación de inferioridad, de debilidad, de dependencia.