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A golpes de hacha las grandes fechas marcan nuestro siglo con profundos tajos. La primera guerra de 1914, la segunda, luego la tercera, la más larga, llamada fría, que termina en 1989 con la desaparición del comunismo. Además de estas grandes fechas que conciernen a todos los europeos, hay otras de importancia secundaria que determinan los destinos de ciertas naciones: 1936, año de la guerra civil en España; 1948, año en que los yugoslavos se rebelaron contra Stalin, y 1991, año en que se pusieron todos a asesinarse entre sí. Los escandinavos, los holandeses, los ingleses gozan del privilegio de no haber tenido ninguna fecha importante desde 1945, lo cual les ha permitido vivir medio siglo deliciosamente nulo.

En este siglo, la historia de los checos se engalana de una notable belleza matemática debido a la triple repetición del número veinte. En 1918, después de muchos siglos, obtuvieron su Estado independiente y, en 1938, lo perdieron.

En 1948, importada de Moscú, la revolución comunista inauguró, mediante el Terror, el segundo veintenio que termina en 1968, cuando los rusos, furiosos al ver su insolente emancipación, invadieron el país con medio millón de soldados.

Los ocupantes se instalaron con todo el peso de su poder en 1969 y se fueron, sin que nadie se lo esperara, en el otoño de 1989, con suavidad, cortésmente, como lo hicieron entonces todos los regímenes comunistas de Europa: el tercer veintenio.

Sólo en nuestro siglo las fechas históricas se han apoderado con semejante voracidad de la vida de cada cual. Imposible comprender la existencia de Irena en Francia sin antes analizar las fechas. En los años cincuenta y sesenta, a los emigrados de los países comunistas no se les tenía en gran estima; para los franceses el único verdadero mal era entonces el fascismo: Hitler, Mussolini, la España de Franco, las dictaduras de América Latina. Sólo hacia finales de los años sesenta y durante los años setenta se decidieron a concebir poco a poco el comunismo también como un mal, aunque un mal, digamos, de grado inferior, el mal número dos. Por esa época, en 1969, Irena y su marido emigraron a Francia. Comprendieron enseguida que, en comparación con el número uno, la catástrofe que se había abatido sobre su país era demasiado poco sangrienta para impresionar a sus nuevos amigos. Para que les entendieran, se acostumbraron a decir más o menos esto:

«Por horrible que sea, una dictadura fascista desaparecerá con su dictador, así que la gente puede seguir teniendo esperanza. Por el contrario, el comunismo, apoyado por la inmensa civilización rusa, es para un país como Polonia o como Hungría (¡por no hablar de Estonia!) un túnel sin fin. Los dictadores son mortales, Rusia es eterna. El infortunio de los países de donde venimos consiste en la ausencia total de esperanza».

Expresaban así fielmente su pensamiento, e Irena, para apoyarlo, citaba un cuarteto de Jan Skacel, poeta checo de entonces: habla de la tristeza que le rodea; habría querido levantarla, llevársela muy lejos, hacerse con ella una casa, encerrarse dentro durante trescientos años y, durante esos trescientos años, no abrir la puerta, ¡no abrir la puerta a nadie!

¿Trescientos años? Skacel escribió esos versos en los años setenta y murió en 1989, en octubre, por lo tanto un mes antes de que los trescientos años de tristeza que había vislumbrado ante él se pulverizaran en pocos días: la gente llenó las calles de Praga y, haciendo tintinear sus llaveros con las manos en alto, celebró la llegada de nuevos tiempos.

¿Se equivocó Skacel al hablar de trescientos años? Por supuesto que sí. Todas las previsiones se equivocan, es una de las escasas certezas de que disponemos los seres humanos. Pero, si se equivocan en lo que al porvenir se refiere, dicen la verdad acerca de quienes las enuncian, son la mejor clave para comprender cómo viven su tiempo presente. Durante lo que yo llamo su primer veintenio (entre 1918 y 1938), los checos pensaron que su República se disponía a vivir un tiempo infinito. Se equivocaban, pero precisamente porque se equivocaban vivieron aquellos años con una alegría que hizo florecer las artes como nunca antes.

Después de la invasión rusa, al no tener la menor idea del próximo fin del comunismo, se imaginaron de nuevo viviendo en un infinito, de modo que fue la vacuidad del porvenir, y no el sufrimiento de la vida real, lo que les quitó fuerzas, lo que sofocó su valentía y convirtió ese tercer veintenio en un tiempo tan cobarde, tan miserable.

Convencido de haber abierto lejanas perspectivas en la Historia de la música gracias a su estética de doce notas, Arnold Schönberg declaraba en 1921 que, gracias a él, quedaba asegurado el dominio (no dijo «gloria», dijo Vorherrschaft: dominio) de la música alemana (siendo vienés no dijo de la música «austríaca», dijo «alemana») durante los cien años siguientes (lo cito con toda precisión, habló de «cien años»). Quince años después de esta profecía, en 1936, fue desterrado de Alemania (la misma de la que él quería asegurar el Vorherrschaft) por su condición de judío, y, con él, toda la música basada en su estética de doce notas (condenada por incomprensible, elitista, cosmopolita y hostil al espíritu alemán).

El pronóstico de Schönberg, por engañoso que sea, sigue siendo, pese a todo, indispensable para quienes quieran comprender el sentido de su obra, que no se creía destructora, hermética, cosmopolita, individualista, difícil, abstracta, sino profundamente arraigada en «suelo alemán» (sí, hablaba de «suelo alemán»); Schönberg no pensaba escribir un fascinante epílogo a la Historia de la gran música europea (así es como me inclino a comprender su obra), sino el prólogo de un glorioso porvenir que se extendía hasta donde alcanzara la vista.