Don Álvaro de Soler estaba sentado bajo un sombrajo de palma deleitándose con el atardecer en la bahía de Acapulco, que era prácticamente una laguna, porque la bocana que llevaba a ella era angosta. Había dos docenas de barcos fondeados entre los que destacaba el maltrecho San Venancio.
La mayor parte del tiempo que llevaba en Acapulco, una semana, don Álvaro lo dedicaba a vagabundear por la ciudad buscando bibliotecas y caballos. Ni las unas ni los otros le habían satisfecho. El resto de sus jornadas lo pasaba entre la Aduana y la Audiencia.
Los primeros dos días vivió en la fortaleza de San Diego, donde acogieron a todos los tripulantes del galeón, pero después alquiló dos habitaciones en una casa colindante con la iglesia de Santa María. Al atardecer, indefectiblemente, se iba a un bohío de la playa donde un viejo esclavo liberto servía tabaco y bebidas.
El capitán Dávila pisaba poco la ciudad, porque apenas salía de la fortaleza militar y cuando lo hacía era para ir a la Audiencia. De hecho, con don Álvaro sólo había hablado en salas de espera y nunca a solas.
El comisionado se alegró cuando vio llegar al capitán Dávila al bohío vespertino. Al fijarse en él le llamó la atención su aspecto. Estaba perfectamente afeitado y vestía una camisa inmaculada con botones de plata y discretos encajes. Calzaba polainas nuevas. Su piel morena y sus ojos verdes le daban un atractivo del que nunca había tomado nota don Álvaro.
El acicalado capitán se sentó bajo el sombrajo sin decir palabra, lo cual hizo gracia a don Álvaro, quien, tras dejar pasar unos instantes, dijo a modo de recibimiento:
—Podría uno quedarse por tiempo indefinido contemplando esta bahía.
—Pues va a tener todo el tiempo que quiera para ello, porque esto no se enjareta así como así. ¿Qué está tomando, don Álvaro?
—Jugo de mango con ron moreno. ¿Le pido uno?
—Vale.
Cuando el capitán probó la bebida que sirvió el dueño del modesto establecimiento, se arrellanó en el asiento y chasqueó la lengua mostrando complacencia. Don Álvaro lo miró con simpatía y le preguntó:
—¿Lo tienen desesperado ya sus informes?
—Me tienen desesperado desde que desembarcamos. Como le dije el otro día en la Audiencia, no recuerdo cuándo he escrito yo tanto en mi vida. No se conforman con los testimonios de todo bicho viviente del galeón, encima lo quieren por escrito. Ya podían ellos tomar nota. Menos mal que desde anteayer me han puesto dos escribanos, que si no me tienen que meter preso por negarme a escribir más partes. Usted se está librando, ¿no?
—Sí. Sólo he tenido que escribir una declaración de dos pliegos. Yo era un pasajero más en el San Venancio. —El capitán asintió con gesto irónico y amargo—. ¿Cuánto tiempo cree que tardará en resolverse todo este asunto?
—Échele de dos a tres meses.
—¿Tanto?
El capitán miró a don Álvaro extrañado y después se relajó volviendo a su gesto indolente diciéndole:
—Usted sabe mejor que yo cómo de tediosas son estas cosas. Y eso que llevamos una semana de ventaja que fue lo que se nos adelantaron el cura Irigoyen y sus amigos en la balandra. O sea, que la feria ya está en marcha y dentro de un par de días se empezará a negociar. Tengo ganas, porque parece que es una auténtica fiesta. Llega gente de todas partes con una infinidad de carretas tiradas por caballos, bueyes, mulas y hasta borricos. Y traen plata a espuertas con la esperanza de hacer buenos negocios, y más con este galeón inesperado y hecho trizas, porque creen que los que quedamos no nos pondremos muy quisquillosos con los precios. Pero en la Aduana y la Audiencia están con los brazos en jarra para que no nos descantillemos ni los unos ni los otros. Creo que usted debería hacer algo, don Álvaro.
—¿Yo? ¿Qué puedo hacer yo?
—Yo qué sé, pero de la carga de este jodido San Venancio se quiere aprovechar el ciento y la madre. Por lo pronto, a mí ya me han ofrecido una fortuna tan exagerada que me escama mucho. O sea, que tengo para mí que lo que desean es taparme bien la boca. Tenga en cuenta que de los oficiales de verdad no ha quedado ninguno, porque los masacraron los monos en las bodegas. Y que Dios los tenga en su gloria. Yo, de papeles y legalismos, ni entiendo ni quiero aprender, así que si alguien no despabila, a los desgraciados de los supervivientes le dan lo que les corresponda por sus boletas y el resto se lo queda la Real Hacienda y los ricachos de por aquí. En la Audiencia se han ido conformando hasta ahora con el relato pormenorizado de los hechos, pero ya andan pidiéndome toda la documentación relativa a la carga.
—¿Les ha dado algo?
—¿Darles algo yo a esos chupatintas pisaverdes? Lo único que me gusta hacer con los papeles es guardarlos como oro en paño.
—Bien. Mañana empezaré a buscar un buen procurador por aquí, pues supongo que habrá alguno competente e incluso honrado. También estudiaré la legislación vigente relativa a los derechos de boletas y las ordenanzas marítimas en general. Creo que hay leyes que nos amparan en estos casos.
—Pues ya sabe. —El capitán bebió otro sorbo y después miró fijamente a don Álvaro hasta que le dijo—: ¿Ha sido usted rico alguna vez en su vida?
—No.
—Vaya preparándose, porque a usted y a mí, vengan como vengan dadas, nos va a caer una morterada de plata. Lo que me interesa de verdad es que los supervivientes obtengan también beneficios. Es mucho lo que han pasado todos para que ahora se beneficien cuatro tunantes. ¿Estamos?
—Estamos. Hablando de los supervivientes, ¿qué sabe de ellos? Yo me he cruzado con muchos en las calles: algunos estudiantes, Oliveira, uno de los presos y varios soldados, y se les ve felices y borrachos, pero a otros, por ejemplo Feliciano y su madre, no los he vuelto a ver.
El capitán sonrió mientras respondía:
—El pillastre es el que más está disfrutando de todos. Ya es famoso allí en la fuerza de San Diego. Buen zagal. Resulta que el teniente Tejera ha pedido a doña Marta en matrimonio y parece que ella ha aceptado con la condición de que han de adoptar al hijo de la muchacha aquella que mataron y que cantaba tan bien, ¿se acuerda? —Don Álvaro asintió gravemente recordando las bellas canciones en chabacano—. Pues Tejera está encantado y Feliciano todavía más. Ése termina enrolado en el ejército, ya verá. Julián Santos, el timonel medio cura, no deja pasar un día sin irse de putas, con lo serio que es.
—Casi tan serio como usted.
El capitán tomó nota de la ironía de don Álvaro, porque aquello era un suave reproche a la afición del capitán por el mujerío mercenario.
—Bueno, el caso es que todos están más contentos que unas pascuas y haciéndose ilusiones con las ganancias que suponen que van a tener.
—¿Y los piratas chams y holandeses que trajimos prisioneros?
El capitán chascó la lengua y puso gesto de desagrado mientras respondía:
—Están presos y bien tratados, pero el juicio comenzará pronto y se habla a la pata la llana de ejecución por ahorcamiento.
—¿Podría hacerse algo por ellos?
El capitán Dávila giró medio cuerpo para mirar a don Álvaro con una expresión de curiosidad, pero el comisionado evitó su mirada dirigiéndola circunspectamente hacia la bahía. El capitán se repantigó de nuevo y dijo:
—A mí tampoco me gustan las ejecuciones, porque, no sé por qué, me dan tufo a cobardía. Los hombres no han nacido para estar presos ni para que los maten a sangre fría. La única desdicha que han tenido esos miserables respecto a los demás es que los mandaran a remar para que el oficial aquel parlamentara con nosotros. Estudie usted con el procurador que va a buscar a ver si esos piratas pueden salvar la vida.
Don Álvaro suspiró mientras asentía. Al rato le brillaron los ojos al encontrar un tema que le apartara de aquél, tan enojoso.
—¿Sabe algo del padre Irigoyen? Me gustaría departir con él, pero no lo he visto por ninguna parte.
—Irigoyen y los otros curas dieron aviso de nuestro infortunio y partieron hacia sus asuntos antes de llegar nosotros.
—Buena gente.
El capitán esbozó una sonrisa pensando en el anticlericalismo del comisionado real.
Quedaron los dos hombres en silencio y bebiendo de vez en cuando. Las manos nudosas del capitán reposaban una en la mesita y la otra envolviendo el vaso. La calina del atardecer estaba haciendo mágica la bahía y el calor suave de aquella tarde de junio hacía disfrutar los sentidos.
—¿Qué hará usted después de que todo se haya arreglado, capitán?
El capitán Dávila miró a hurtadillas a don Álvaro y después habló con algo de desgana.
—Veamos primero cómo se arregla esto. Por ahora no tengo otro proyecto que vivir la feria lo mejor que pueda. ¿Y usted? Porque lo de usted y sus ganancias quizá lo apañen en dos o tres semanas.
—No lo sé, capitán. Sin prisas, habrá que ir pensando en regresar a España.
La belleza del cielo sobre la bahía de Acapulco tamizó de calma los espíritus de don Álvaro de Soler y el capitán Dávila.
El espíritu de Piet van de Derck había fluctuado mucho en los quince días que llevaba la tripulación superviviente del Adriaanszoon de Ruyter en aquellos parajes. Aunque era hombre poco dado a la melancolía, el abatimiento se adueñó de él las primeras jornadas que siguieron a la derrota, pero poco a poco, ayudado por los ánimos de dos oficiales y varios marineros entre los que se encontraba Jan Valtener, se fue reponiendo. A ello también ayudó el desconcierto y las disputas que se empezaron a desencadenar entre los marineros, porque entre ellos había demasiados aventureros y buscavidas, y pronto se hizo patente la necesidad de mando. El hambre y el frío nocturno también aplacaron muchas iras.
El verdadero cambio de la situación comenzó la mañana del cuarto día, cuando Piet convocó a los noventa y ocho hombres en la playa. Subido a una roca habló a los pocos que atendieron a su llamada. Al grupo inicial se fueron uniendo los más renuentes por curiosidad o por no tener otra cosa que hacer. En menos de una hora todos estaban rumiando en solitario o en grupos las propuestas de su patrón.
Se establecerían cinco grupos. Uno sería de pescadores, otro de exploradores y suministradores de agua, fruta y caza. El más numeroso se dedicaría a transportar a tierra todo lo aprovechable del buque que continuaba encallado o flotando inerme, dependiendo de la marea, a no muchas brazas de la playa. Los dos carpinteros que quedaban, con diez ayudantes, construirían dos chalupas o balandras tan grandes y manejables como pudieran. El resto organizaría un campamento que diera cobijo nocturno a todos y almacén a cañones, pólvora, herramientas y enseres.
La organización de la intendencia, cocina, comidas y trabajos se llevaría a cabo según la tradición y costumbres marineras. El objetivo para todos lo dejó claro Piet van de Derck: en cuanto las embarcaciones estuvieran dispuestas para la navegación, quien lo deseara se podía marchar a un destino común o diverso; los que prefirieran seguirle por tierra, levantarían el campamento el mismo día que zarparan los barcos.
A lo largo del año que el Adriaanszoon de Ruyter había permanecido en aquellos mares, su tripulación aprendió mucho sobre California y algo sobre el norte de la parte de América que daba al Pacífico. Si se navegaba hacia allá, sólo podían encontrarse con indios, franceses o ingleses. Todos estaban en guerra entre sí, pero tal enemistad se manifestaba en escaramuzas provocadas más por asuntos de negocios que por afinidades políticas o fidelidades a jefes y reyes. También se había hablado de algunos puertos que acogían barcos de buen porte en los que buenos marineros no tendrían dificultad para enrolarse e iniciar un lento y azaroso retorno a Europa. Si se navegaba hacia el sur, los españoles representaban un peligro mayor para ellos como extranjeros y además luteranos, pero las posibilidades de encontrar barco rumbo a España o al menos con destino a la América atlántica o caribeña eran muy grandes.
Los que desearan seguir a Piet van de Derck debían de saber que por tierra una expedición con impedimenta pesada, que incluía herramientas, armas e incluso cañones, no podía llegar lejos sin bestias de tiro, pero California parecía ser una tierra de promisión. No había europeos, sólo indios, buen clima, hermosas playas, inmensas extensiones de campos y arboledas y, según algún rumor, incluso oro, mucho oro. Lo único incierto era encontrar mujeres, pero a pesar de que tal circunstancia hizo flaquear algunos bríos, la decisión de Piet de colonizar una buena región de California reavivó muchas ilusiones y deseos de aventuras. Para la mayoría, cualquier perspectiva era mejor que la miseria y la humillación que solía conllevar la vida de los pobres en ciudades y puertos europeos o americanos. La idea general era fundar una ciudad costera que comenzaría siendo un poblado defendido fundamentalmente por una empalizada y los cuatro cañones que transportarían. El resto se esconderían allí mismo y en el futuro se regresaría a por ellos cuando las condiciones fueran adecuadas.
Viviendo al principio de la pesca, la fruta y la caza como hasta entonces habían hecho allí, construirían yates rápidos y organizarían expediciones costeras y al interior. Poco a poco se haría saber a indios y novohispanos de muchas millas alrededor que aquella ciudad, que se llamaría San Adrián en honor a su barco y para no despertar excesivos recelos entre los católicos, era un buen lugar para vivir y hacer negocios. En poco tiempo, conforme la gente fuera llegando para buscar oro y traficar con los indios y otros explotadores de la tierra, los fundadores de la ciudad se beneficiarían del gasto que hubieran de hacer allí todos ellos. Para Piet, sus planes de regresar a Holanda rico y poderoso no se habían frustrado, sólo aplazado. Al fin y al cabo, tenía treinta y cuatro años, ¿qué no podía conseguir un hombre esforzado en diez o quince años en una tierra virgen y rica con la ayuda de unas decenas de hombres animosos, equipados y bien mandados?
La mañana del decimoséptimo día después de haber sufrido el inicuo bombardeo del malhadado galeón español, la playa de la península de la baja California estaba repleta de abrazos e incertidumbre. Las dos embarcaciones se fueron llenando de tripulantes que se despedían de los que habían decidido seguir a Piet van de Derck por tierra. Cuando las velas, ya bien henchidas, empezaron a hacerse inciertas en la lejanía de una mañana cálida pero con bruma, en la playa comenzaron los preparativos para el inicio de la expedición terrestre.
Aquel atardecer lo disfrutaron apaciblemente los sesenta y siete hombres que comenzarían a la mañana siguiente a explorar para buscar asentamiento y riquezas en aquellos lejanos y fértiles parajes.
El junco navegaba velozmente a lo largo de los 12° Norte en un mar límpido y brillante. La lluvia de los dos días anteriores había llenado los grandes toneles y las mujeres y los niños se lavaban a manguerazos en la cubierta. Las penas por las pérdidas de seres queridos se iban convirtiendo en nostalgia y deseos de regresar a Champa. También los sueños provocados por la riqueza que llevaban en las bodegas se iban abriendo paso en los espíritus. Apenas tardarían dos meses en volver a sus hogares y el junco estaba bien aprovisionado y en perfecto estado para la navegación.
El príncipe Nagarajan se sentía feliz por haber tomado una decisión sabia por encima de sus ansias de venganza y riqueza. Los holandeses habían salvado la vida y, aunque hubieran perdido el navío y sus ilusiones, no era poco que pudieran contar su aventura. No había habido traición alguna, sólo decisión acertada por su parte en el momento oportuno.
La plata de los chinos no bastaría para armar un ejército con el que luchar contra los viets y recuperar el reino perdido, pero lo haría inmensamente rico y su pueblo disfrutaría de prosperidad. ¿Qué más podía pedir? Ningún cortesano le disputaría el poder que su padre, viejo y achacoso, le había recortado.
Lieu Quan volvería a ser la concubina del rey y estaría de nuevo a su servicio sin inquietarlo nunca más. Aquel Bara Amón salvaría la vida porque, a la postre, había prestado un buen servicio por inútil que resultara, pero lo haría desterrar de Champa. Nagarajan sentía que el futuro le pertenecía.
Cuando el príncipe se hacía estas consideraciones placenteramente en el puesto de mando del castillo de popa, apareció Lieu. La miró de reojo y con displicencia. No le dijo nada y la muchacha permaneció en silencio a su lado.
De pronto, Nagarajan se volvió con rapidez sobresaltado.
—¿Qué es eso?
Lieu miró hacia atrás en la dirección que miraba el príncipe con los ojos muy abiertos y dijo:
—Son dos monos que debieron de embarcar cuando nos aprovisionamos la última vez. Ése de la izquierda, el viejo, está encariñado con Bara Amón.
Nagarajan se relajó aunque sin dejar de mirar al venerable e hierático mono cuya vejez era evidente. El príncipe se sentía contento y generoso, por eso, simplemente preguntó:
—¿Le ha puesto algún nombre?
—Sí, Bara Amón lo llama Mentó.