17

Empezó a llover a las cinco de la tarde. En el galeón nunca fue mejor recibida la lluvia, porque la tarea de baldear la cubierta era la más ingrata y peligrosa de todas. Estaba tan astillada por los balazos que caminar sobre ella conllevaba el riesgo de malherirse los pies. Limpiar con cepillos, aljofifas y alifafes los cuajarones y las manchas de sangre era tarea ardua y triste. La lluvia les daría un respiro a los exhaustos y alicaídos supervivientes.

Lo que más los angustiaba en aquellos momentos de la tarde gris y aciaga era la inminencia de la noche. Sufrirían un nuevo abordaje y otro ataque de los monos. Sería el definitivo. Por más que las miradas huidizas que dirigían al comandante y al comisionado tuvieran algunos destellos de esperanza, todos sabían que llevaban las de perder.

La reparación de la jarcia se estaba retrasando mucho, porque los marineros apenas tenían fuerzas ni ganas después de tantas horas en vela y con tanta muerte alrededor. Además, el viento apenas hacía tremolar las flácidas velas. El odioso junco y el siniestro navío continuaban en su sitio, seguramente esperando a que se cerniera la noche para reanudar con bríos sus nefandos propósitos. Aquél, seguramente, sería el último atardecer de sus vidas.

Ciento sesenta y cinco seres humanos más serían víctimas de la codicia y la crueldad. Se estaban cobrando caras sus vidas, porque habían muerto muchos piratas, pero aquello sólo significaba que no tendrían piedad con ellos.

Los mejores artilleros, con don Eleuterio a la cabeza, habían perecido. Los soldados que quedaban no darían abasto ni para usar la cuarta parte de los cañones. Además, ¿de qué utilidad se habían mostrado éstos durante la noche? No restaba más que confiar en el comandante, el comisionado y la suerte. Quizás en Dios, como continuamente decían los dos frailes que deambulaban como alma en pena de un lado a otro del galeón. La balandra, el lanchón y los chinchorros no eran suficientes para que todos abandonaran el barco y trataran de acercarse a tierra para salvar al menos la vida. América, para eso, seguía estando muy lejos. Muchos se durmieron al cobijo de los pañoles y los voladizos. Nadie quería guarecerse de la lluvia bajando a las infaustas bodegas.

Don Álvaro, el capitán Dávila, el padre Irigoyen, don Victoriano, Oliveira y el teniente Tejera se fueron juntando en el camarote del general sin convocarse unos a otros. Simplemente, estaba lloviendo.

Se sentaron indolentemente en silencio y don Álvaro se entretuvo en prender las velas de los dos candelabros que había sobre la mesa y algunos candiles que colgaban de las paredes. Cuando se sentó adquirió una actitud parecida a la de los demás.

El capitán Dávila fue el primero en hablar y lo hizo desganadamente.

—Según los marinos, en cuanto se levante el viento podremos partir. La jarcia, más o menos, está reparada. Ya sé que depende de la fuerza del viento, pero ¿cuánto tiempo calculan ustedes que tardaremos en llegar a San Ignacio?

El padre Irigoyen miró a don Álvaro y después le dijo al capitán:

—Si se levantara un viento medio y esos canallas nos dejaran navegar esta noche, llegaríamos mañana a cualquier hora del día.

—¿Qué sugiere, don Álvaro?

Don Álvaro de Soler miró al capitán Dávila con sus grandes ojos negros y contestó tras unos instantes:

—Que nos larguemos de aquí cuanto antes, qué voy a sugerir. Pero es posible que no nos ataquen esta noche.

—¿Que no nos ataquen esta noche? Pues eso es hacer el lila por parte de ellos.

Oliveira inició muy serio su labor de filástica. El teniente Tejera dio un cabezazo, se alzó y la cabeza se le fue cayendo de nuevo lentamente hasta que el mentón quedó cerca del pecho. Había entrado en un sueño profundo. El cirujano seguía con la mirada perdida ajeno a lo que se estaba diciendo allí. Irigoyen era el único que miraba alternativamente a don Álvaro y al comandante.

—Ellos han sufrido las mismas pérdidas que nosotros y estarán igual de cansados. También llevan todo el día trabajando. Piensan, con razón, que estamos a su merced, así que ¿para qué precipitarse? Igual les da un día más que menos. Además, puede que estén disputando.

—¿Disputando?

—Según me han dicho, parece que a los hindúes no les hizo mucha gracia que los otros abandonaran el abordaje para socorrer su barco.

—También ha llegado eso a mis oídos.

—Pues cansados y reñidos no creo que se animen a atacar.

—¿Y los monos?

La pregunta de don Victoriano sobrecogió a todos. Incluso Oliveira detuvo los dedos. Más que la pregunta en sí, había sido la voz trémula del cirujano lo que les encogió el alma al recordar que él había sido víctima y testigo del horror desencadenado por las alimañas en las bodegas.

Don Álvaro dijo comedido:

—La noche no es fría, quedamos pocos y estamos cansados. Entre los camarotes de los dos castillos y algunos lugares abrigados de la cubierta, quizá podamos dormir todos sin necesidad de que nadie baje a las bodegas.

—Ni hablar. —El capitán Dávila habló por primera vez con firmeza—. Cerraremos los tambuchos y nadie bajará a las bodegas, pero los turnos de guardia, el agrupamiento en quintas, la centinela en las cofas y el zafarrancho en general los organizo antes de que se vaya el sol. Aquí dormirá el que pueda, no el que quiera. ¡Teniente! Andando.

Oliveira rió entrecortadamente cuando el teniente Tejera se levantó aturdido y salió del camarote tras el capitán Dávila. Irigoyen suspiró, cogió sus cartas de navegación que había dejado en el suelo y las desplegó sobre la mesa.

—Estudiemos esto una vez más, don Álvaro.

El comisionado se colocó los anteojos. Oliveira continuó su labor. Don Victoriano Céspedes mantenía su mutismo ausente.

—Llevo demasiado tiempo peleando, Lieu. Matar y sobrevivir ha sido mi destino. Tú eres el único resplandor de mi siniestra alma.

Bara Amón y Lieu Quan estaban sentados al abrigo de dos toneles y de la noche oscura y húmeda. El junco no navegaba y los hombres principales estaban en el navío holandés. Sólo se oían llantos apagados, rumor de conversaciones y ronquidos.

—Eras el hombre más valiente y atractivo de los que rodeaban a mi padre. Después te convertiste en el amor y la pasión de mi vida. Ahora eres algo mucho más importante para mí: la esperanza y el futuro. Tu alma no es siniestra, sólo está enfangada y yo la limpiaré. No has sido tú quien te has echado el lodo, sino la perfidia humana y las tristes circunstancias provocadas por otros. Si morimos, descansaremos, si no, te juro, Bara, que serás el hombre más feliz del mundo. Ya no sólo deseo desatar las cuerdas de la esclavitud y dejar de inclinar mi espalda por ser concubina de alguien, sino vivir para amarte. Seremos libres, ricos también, porque eso forma parte de la libertad, pero, sobre todo, nuestro amor discurrirá como un río libre y ancho. Los ríos son los que moldean el paisaje, no al revés, y así viviremos en medio de los demás, alegrando la vida a todos con nuestra felicidad. Se acabarán las muertes y las peleas. Pronto, muy pronto, empezará nuestro futuro.

Bara Amón había escuchado impertérrito las palabras de consuelo de su amada Lieu y, aunque su ánimo continuaba conturbado, suspiró con cierto alivio.

El largo silencio en que se sumieron lo rompió él señalando con un gesto imperceptible al navío holandés y diciendo:

—Todos ésos deben de estar discutiendo a gritos.

—Sí. ¿Crees que nos conviene?

—Sus disputas siempre nos convienen. Ahora más, porque quien manda es el holandés. —Bara permaneció unos instantes en silencio y añadió—: El holandés es más listo que el imbécil de Nagarajan, pero menos arrojado. Intentará la negociación con los españoles.

—¿Negociación?

—Sí, Lieu, ya lo verás. Lo único que nos interesa a todos los que estamos en este mar es la riqueza del galeón y vivir para disfrutarla. La riqueza sigue ahí, los vivos son cada vez menos. Todos han visto lo que es morir acuchillado o trizado por las balas, nadie quiere ser el siguiente. Mejor es repartir la riqueza entre todos.

—¿Y nosotros?

—Nosotros sólo somos tú y yo. En este junco, con la plata de los chinos, hay ya riqueza suficiente para cumplir nuestro sueño. Lo único que hemos de hacer es seguir vivos hasta que nos apoderemos de él. Lo que discutan ésos nos importa poco. Ahora tenemos más poder en este junco que Nagarajan. Hay que dejar tiempo al tiempo. Vivamos, Lieu, eso es lo que importa.

—Vivamos, Bara.

El despertar de lo que quedaba de la tripulación del San Venancio fue dificultoso. Hasta los que hicieron de guardia en los castillos y los centinelas de las cofas cayeron rendidos por el cansancio.

El sol estaba muy alto cuando el capitán Dávila apareció en el puesto de mando aún desperezándose. Se había decidido no navegar por la noche, porque la reparación de la jarcia no satisfizo a ningún marinero. Cuando el comandante del galeón se percató de que el zafarrancho de combate que había dispuesto hasta sus más mínimos detalles no lo había respetado nadie, entró en cólera y gritó a los cuatro vientos.

Con tanta parsimonia y estupor fue saliendo la gente de su sueño profundo que el capitán sacó las dos pistolas que llevaba al cinto y las disparó al aire. Entonces sí que la gente se abalanzó al combés y a la cubierta superior alarmada y en actitud de combate.

El capitán Dávila empezó a dar órdenes a voz en grito y en unos minutos todos estaban dispuestos a continuar con los trabajos de reparación para disponer el barco a navegar. Los soldados se agruparon y los centinelas de las cofas fueron relevados. Los peroles empezaron a humear y los marineros a escalar la jarcia para tensar las velas.

La mañana era brillante y el viento soplaba hacia el sur. El capitán Dávila miraba los otros dos barcos cuando don Álvaro de Soler se unió a él.

—Buenos días, capitán.

—A las buenas. Llevaba usted razón, don Álvaro, esa gentuza debía de estar tan reventada como nosotros. Quizás ataquen de día esta vez, porque saben que de artilleros estamos escasos.

—¿Se podrá navegar pronto?

—Los marinos dicen que en un par de horas nos podremos ir de aquí.

—Bien. Hemos de llegar a San Ignacio cuanto antes. Sería bueno que entráramos en la ensenada que hemos elegido Irigoyen y yo antes de que se ponga el sol.

—Si la gente me hubiera hecho caso y se hubiese mantenido alerta, a estas horas estaríamos muy lejos de aquí. Gandules.

—No sea duro, capitán, son muchas las penalidades que llevamos acumuladas.

El capitán Dávila no contestó y continuó mirando adustamente el trajín que se desarrollaba en el galeón. A los pocos minutos, el vigía de la cofa del mesana alertó sobre una lancha que se dirigía hacia ellos por estribor proveniente del navío.

Todo el mundo a bordo detuvo su quehacer y las miradas se clavaron en la pequeña embarcación que se acercaba a remo a unas doscientas brazas. Iban en ella seis u ocho hombres y enarbolaban un mantelón blanco. El capitán Dávila y don Álvaro se mantuvieron en silencio, sorprendidos y pensando cada uno en lo que podía conllevar aquel acontecimiento.

Oliveira, el teniente Tejera y el padre Irigoyen llegaron casi a la vez al castillo y respetaron, manteniéndose apartados, la discreción con la que parecía hablar don Álvaro al comandante. Cuando éste hizo gestos firmes de asentimiento con la cabeza, supusieron que la conversación había terminado y se dispusieron a preguntar qué hacían ante la embajada pirata. Pero antes de hablar, oyeron que el capitán Dávila decía con resolución:

—Tejera, lo que voy a decirle hay que hacerlo bien y a la carrera, ¿está claro? ¡A la carrera! Coja a doce o catorce hombres; seis, bien armados, me los deja a mí, y con el resto se va usted a…

Ya no pudieron oír más, porque el comandante del galeón se apartaba rápidamente del puesto de mando con el teniente Tejera agarrado del brazo.

A los quince minutos, con todo el galeón a la expectativa, escalaron seis hombres hasta la cubierta del San Venancio. Dos más se quedaron en la lancha. Eran tres holandeses, dos chams y el armenio Skorka.

Todas las miradas mostraban curiosidad y odio. El capitán Dávila y don Álvaro se destacaron de un nutrido grupo. De entre los visitantes se distinguió un holandés alto y rubio. Tendría unos cuarenta años e iba relativamente bien vestido con casaca azul limpia.

—Me llamo Joseph van der Woude y soy el segundo oficial del navío Adriaanszoon de Ruyter, de su majestad holandesa. ¿Puedo hablar con el capitán de este buque?

El español con que había hablado el oficial pirata era correcto aunque horriblemente pronunciado. El capitán Dávila miró uno por uno a los seis hombres paseando ante ellos sin ninguna prisa. Cuando terminó su inquisidora revista en medio de un silencio sepulcral, se enfrentó al oficial holandés y le dijo escuetamente:

—Soy el comandante de la fuerza de este galeón. Diga lo que ha venido a decir.

El holandés parecía ser hombre que no se dejaba intimidar fácilmente, por lo que se expresó con firmeza a pesar de su mal español.

—Traigo la siguiente propuesta para ahorrar vidas y garantizar riquezas. La oficialidad de cada uno de los tres barcos designará a cuatro hombres. Los doce serán obedecidos por todos y supervisarán las tareas. Éstas no serán otras que negociar la carga del galeón con comerciantes que ya están prevenidos en cierto lugar. Las ganancias, en oro y plata, se dividirán entre tres independientemente del número de tripulantes de cada barco. El reparto interno se hará según decida el capitán de cada uno. Para garantizar el acuerdo, se trasladará a un número de hombres, determinado por los doce oficiales, de cada barco a los otros dos hasta que haya concluido toda la operación comercial.

La voz de Joseph van der Woude había sido clara y fuerte. La había alzado exageradamente para que todos se enteraran de su propuesta. Lo consiguió, porque los rumores se fueron extendiendo por el galeón. Don Álvaro había dudado si era prudente parlamentar con la delegación pirata a la vista y oídos de todos, pero conocía muy bien al capitán Dávila y sabía que a éste le gustaba hacer partícipe a sus subordinados de todo lo que ocurriera. Tenía tal seguridad en sus dotes de mando que no consideraba inconveniente que la gente opinara puesto que, en cualquier caso, le obedecería. Se hizo el silencio a bordo del galeón mientras se esperaba con ansiedad la respuesta del comandante don José Dávila.

Con la mirada clavada en el holandés de casaca azul, le dijo:

—Como segundo oficial de un navío armado, usted debe saber que tienen prohibida la navegación en estas aguas si no están autorizados por Real Cédula. Si no me la ha mostrado antes que nada, he de suponer que tal cédula no existe. Puesto que además nos han atacado y, personalmente usted, nos ha propuesto la comisión de un delito, considérense arrestados.

Muchas cejas se alzaron cuando se fue propagando el rumor de lo que había dicho el capitán Dávila con un aplomo absoluto. Los delegados piratas tardaron en reaccionar, porque no habían entendido bien salvo el segundo oficial y el hombre pequeño de pelo encrespado. Éstos, con actitudes muy distintas, empezaron a traducir a los demás. El holandés parecía seriamente alarmado, Skorka estaba muy excitado mientras hablaba con los dos chams. El capitán se volvió hacia sus hombres y les dijo:

—Sargento Suárez, proceda. Haga subir a los dos que se han quedado en la lancha y que engrillen a todos, salvo al oficial, en la base del mayor. Teniente, acompañe a este señor a las bodegas y, cuando las haya inspeccionado bien, lo deja en la lancha y que reme él solo hasta su barco para que les cuente a sus amigos de qué va esta guerrita que nos han declarado.

Cuando el capitán Dávila quiso dar por concluida su intervención y fue a alejarse de allí, se vio detenido por Skorka, que se plantó ante él preguntándole conminatoriamente:

—¿Prisionero? ¿Yo prisionero de españoles?

—Sí, tú prisionero.

Las conversaciones habían cesado en cubierta ante la actitud extraña del extraño hombre, en particular porque parecía satisfecho aunque suspicaz. La pregunta siguiente dejó pasmados a todos:

—¿Españoles romper culo de prisioneros? Decir tú: ¿romper culo?

El capitán Dávila puso los brazos en jarra. Con gesto ceñudo para contener las tímidas risas que se iban escuchando por el galeón, respondió al expectante Skorka:

—Los españoles no le rompemos el culo a nadie, y menos a los locos de atar.

—¡Ja! Yo prisionero de españoles. A mí me gusta. Yo, prisionero. ¡Ja!

Skorka se volvió hacia los chams y, para mayor estupor de todos, se puso a darles patadas en las espinillas hasta que los soldados lo agarraron por los brazos. El armenio se soltó muy bruscamente de ellos y se encaró de nuevo al capitán Dávila diciéndole:

—Yo, prisionero de españoles, bien, pero yo no grilletes, yo cirujano. ¿Dónde estar cirujano de galeón? Yo, con cirujano. ¡Ja!

El capitán miró a don Álvaro y éste acompañó su gesto de perplejidad con un encogimiento de hombros.

—Está bien, dejen que se vaya con don Victoriano, pero si hace algo raro o trata de huir, péguenle un tiro. ¡Marineros, hagan navegar este barco de una maldita vez!

En la inmensa sala de asamblea del navío holandés se escuchaba en silencio tenso el informe de Joseph van der Woude, que hablaba de pie ante la mesa y en escorzo para que lo oyeran los presentes. La presidían, exclusivamente, Piet van de Derck y Nagarajan sentados a la mesa. Tras ellos estaban de pie un marinero cham que trataba de traducir, con mucha incertidumbre y con más gestos que palabras, lo que estaba diciendo el hombre de la casaca azul. En los sillones y escañiles estaban sentados casi el mismo número de chams que de holandeses.

—… lo que vi en las bodegas acompañado por el teniente fue que estaban repletas de arcones, fardos, fardillos, toneles y cajones por doquier. Pero también, distribuidos estratégicamente por todos los rincones, había barriles de pólvora y barricas de aceite y brea conectados por mechas. Eso fue lo que con más detenimiento me mostró el teniente invitándome además, en una de las bodegas, a que inspeccionara cuanto quisiera las mechas y el estado de la pólvora. Así lo hice con dos barriles elegidos por mí al azar. La pólvora estaba en perfectas condiciones y las mechas muy bien empalmadas. Al comandante no lo volví a ver, porque no se dignó a decirme el mensaje que deseaba que les transmitiera a ustedes. Me lo dijo el teniente. No debemos soñar con apoderarnos de las mercancías del galeón. Si en un nuevo abordaje se ven en dificultades, el galeón arderá como una pira y se salvará quien pueda.

Los holandeses cruzaron entre sí muchas miradas graves. Los chams se removían inquietos en los asientos, porque no habían entendido lo que había dicho el oficial y, por la actitud de todos, debían de ser muy malas noticias. Piet ayudó como pudo al marinero cham hasta que Nagarajan dio muestras de haber entendido. Entonces habló en sánscrito a sus hombres y después el silencio se adueñó de nuevo de la sala.

Lo interrumpió un marinero que entró y dijo en holandés:

—Señor, el galeón navega de nuevo. Piet dijo con resolución:

—Señores, hagan navegar el navío y quédense sólo los que no sean necesarios en la cubierta.

Seis o siete holandeses se levantaron y cuando Nagarajan entendió lo que le dijo Piet, ordenó a otros chams que hicieran lo propio.

Sólo quedaron nueve hombres en la sala, entre ellos Bara Amón. Nagarajan se volvió a Piet van de Derck y, muy tranquilamente, le hizo ciertos gestos con las manos sobre la mesa. Piet quedó un rato pensativo mientras el príncipe lo miraba expectante. Finalmente, el holandés miró a los ojos al jefe cham y afirmó gravemente con la cabeza.

—Ahí vienen esos dos barcos, don Álvaro. No sé yo si la comedia esa que se ha inventado usted con los barriles de pólvora…

—Yo no esperaba que los piratas se largaran sin más, lo que sí espero es que la comedia, como la llama usted, los haya disuadido de atacarnos al abordaje.

—Quizá, porque por lo que me ha dicho, Tejera fue realmente convincente con el fulano ese de la casaca azul, así que no creo que se atrevan a abordar el galeón por miedo a volar por los aires o salir chamuscados. Lo que sí le aseguro es que esos canallas nos empiezan a bombardear ya mismo.

—Sin duda. La única esperanza que les queda es destrozarnos hasta tal punto que al final cedamos sin quemar el galeón. Incluso deben de suponer que tendremos disputas internas que, por cierto, podrían presentarse, ya que todos han oído la propuesta de ese oficial, la cual era razonable e incluso generosa.

—¡Bah! Estoy seguro de que ésos nos hubieran machacado al primer titubeo nuestro. No hubiéramos quedado ni uno. Yo creo que la gente lo entenderá así, o sea, que con piratas no se puede hacer trato alguno. Y si no…

Don Álvaro sonrió, porque las frases secas del capitán Dávila, sobre todo el final «y si no…», le dieron alas a su imaginación, que voló en aquella mañana transparente, batiendo sólo dos de esas alas: ilustración y despotismo. Hacía unos seis años que había leído en un libelo francés, atacándolo satíricamente, el concepto de «despotismo ilustrado». Desde entonces, don Álvaro había dedicado infinidad de horas a analizar aquellas dos palabras dispares. ¿Cómo se podía armonizar la idea bella de la ilustración con la fealdad del despotismo? ¿Puede ser déspota un ilustrado? El capitán era cualquier cosa menos ilustrado, o no, si de lo que se trataba era de asuntos de guerra. Lo que estaba haciendo en el galeón era contar con la gente, por eso la hacía partícipe de la situación en cada momento y escuchaba la opinión de quien se la quisiera exponer, pero ordenaba taxativamente y sin considerar la peregrina hipótesis de la desobediencia. ¿Era aquello poner en práctica lo del gobierno para el pueblo pero sin el pueblo?

Cuando don Álvaro de Soler empezaba a recrearse con sus ensoñaciones políticas, sonó el primer cañonazo que provenía del junco. Era el disparo que ajustaría el alza de puntería de todos los demás cañones.

La táctica establecida por los dos barcos piratas era sencilla pero contundente. Navegaban a unas cincuenta brazas del galeón, adelantados unas veinte y cada uno por un costado. El junco y el navío disparaban todos los cañones de la banda que daba al galeón, éste sólo lo hacía con tres cañones por banda. Los piratas supusieron que los españoles hacían aquello para ahorrar pólvora y no desmantelar el artificio que habían organizado en las bodegas. La realidad era que quedaban pocos soldados y marineros capaces de manejar las piezas de artillería con cierto tino. Además, el capitán Dávila y don Álvaro habían considerado más conveniente que la gente se protegiera del bombardeo en las bodegas y no exponerse en los pañoles.

Se habían organizado turnos de servidores de los cañones de forma que cada grupo sólo realizaba diez disparos. Al único timonel experto sobreviviente, Julián Santos, se le había protegido con barricadas y los pocos marineros necesarios para la navegación hacían sus tareas corriendo y con precisión. Los únicos hombres que permanecían a la fuerza en la cubierta eran los prisioneros chams y holandeses, los cuales gritaban cada vez que una bala impactaba cerca de ellos.

Muchas balas abrían agujeros en las velas, otras hacían restallar los cabos más tensos de la jarcia al romperlos, algunas corrían por la cubierta levantando una polvareda de astillas y fragmentos. Había proyectiles esféricos que quedaban incrustados en la madera del casco, otros que lo destrozaban e incluso alguno rebotaba en él. Los artilleros rezaban para que no entrara una bala por la porta del cañón que servían, porque eso sí que hubiera provocado una carnicería.

Las balas del galeón hacían más estragos en los barcos piratas al ser de mayor calibre. Además, los españoles tenían una buena provisión de proyectiles encadenados que destrozaban la jarcia y las velas. Las balas macizas las apuntaban a la línea de flotación de los barcos piratas con la esperanza de abrirles una vía de agua lo suficientemente grande como para obligarlos a detener la navegación. Pero eran pocos los disparos que acertaban en alguno de los barcos enemigos.

Aunque sólo dispararan tres cañones por banda, el capitán Dávila había dispuesto que todo el mundo aprendiera a manejar las piezas, la pólvora, las baquetas y las mechas; así, a cada turno se incorporaban varios hombres, incluso mujeres, que regresaban alborozados a las bodegas. Allí, la defensa contra un posible ataque de los monos se había organizado en dos círculos. A pesar de que los frailes se empeñaban con voces altisonantes y admonitorias en que la gente rezara un rosario tras otro, apenas lograban que unas pocas mujeres y hombres respondieran a sus avemarías, gloria Patri y letanías. Los jesuitas eran más discretos y eficientes en sus tareas de ayuda al gobierno del barco.

A las tres de la tarde cayeron los primeros muertos y heridos. Una bala disparada por el junco entró en un pañol con tan mala fortuna que, aparte de los estragos que provocó el impacto, se declaró un incendio que hizo explotar la pólvora acumulada allí. De los seis servidores del cañón, habían muerto tres y los otros tres estaban gravemente heridos.

Entonces fue la primera vez que don Victoriano Céspedes pudo comprobar fehacientemente que su extraño ayudante, Skorka, no sólo era cirujano, sino un buen cirujano. Hasta entonces sólo le había dejado ayudarlo en las curas de los heridos, pero entonces, aun con muchas reservas, le permitió amputar una pierna ante la insistencia pertinaz del armenio. La segunda amputación, en este caso de un brazo, se la cedió complacido.

El capitán Dávila se movía, prudente pero incesantemente, de un lado a otro y todos apreciaban su valor y aplomo. Visitaba los pañoles y daba ánimos o reconvenía alguna acción que no le hubiera agradado. Después hablaba con los marineros y el timonel interesándose por la navegación. Bajaba luego a las bodegas y pedía novedades. Se dirigía a la enfermería para comprobar el estado de los heridos recientes y los del abordaje, así como de los que aún quedaban enfermos de escorbuto. Al final, terminaba sus incansables rondas en el camarote del general, donde estaban don Álvaro y el padre Irigoyen manejando reglas y compases sobre las cartas de navegación.

A las cuatro y media de la tarde, los tres hombres estaban arrellanados en sus asientos. Se escuchaban los cañonazos propios y los impactos de los enemigos, pero llevaban ya tantas horas en aquella situación que apenas los sobresaltaban.

—¿Qué tal, capitán?

—Nos está cayendo una buena encima, pero por ahora se aguanta bien el chaparrón. Sólo gualdrapean cuatro velas; el resto, cada vez más hechas harapos, aún tiran del barco. A ellos les estamos haciendo poco daño y, como son barcos más rápidos, llevan desplegado poco trapo para ir a nuestra velocidad, así que apenas si les hacemos cosquillas. El navío se ha llevado seis buenos leñazos, y al junco le hemos hecho trizas la jarcia dos veces, pero ahí siguen. Y ustedes, ¿qué?

—Ya tenemos planeada la maniobra en San Ignacio. Ahí es donde nos la vamos a jugar de verdad. Aunque según don Javier estas cartas no son muy buenas, le vamos a explicar lo que hemos tramado. Observe.

Estuvieron diez minutos explicándole al capitán Dávila lo que habían planeado. Al cabo, el militar miró a don Álvaro y al sacerdote recio, y les dijo:

—Eso es meter a los tres barcos en la boca del lobo confiando en que nosotros, los más lentos y torpes, vayamos a salir antes de que la fiera la cierre y ellos queden atrapados en sus fauces. Magnífica idea.

—No capitán, tenemos dos armas a nuestro favor que ellos no tienen: la balandra de los jesuitas y las efemérides del observatorio de San Fernando de Cádiz.

—A ver.

—Don Javier y otro compañero suyo conocen la ensenada y sus alrededores palmo a palmo. Sólo tendremos que seguir a la balandra sin apartarnos ni un codo de ella. Con las efemérides hemos calculado la marea en esta zona. Tenemos que aguantar, como sea, hasta poco después de la puesta del sol. Con suerte, mucha suerte, puede que usted organice mañana un buen ejercicio de tiro al blanco. Sólo hay que confiar en que, como suele suceder, la brisa cambie a terral.

Piet van de Derck, Jan Valtener y seis oficiales más estaban en el castillo de popa del navío observando de vez en cuando al galeón con los catalejos y charlando sobre el desarrollo del bombardeo. Fue el veterano marinero el que puso la primera nota pesimista en los comentarios jocosos que hasta entonces habían hecho todos.

—¿No estamos quemando pólvora en salvas y acercándonos peligrosamente a las misiones del sur?

A los oficiales les molestaba la presencia del marinero en el castillo por más amigo que fuera del capitán y armador, por eso lo miraron circunspectos y con un punto de desprecio.

—No, Jan, estamos haciendo lo correcto. Hemos de detener la navegación del galeón y lo tenemos todo a nuestro favor para conseguirlo. Podemos terminar de destrozarles las velas que le quedan, inutilizar la jarcia, acabar con el timón, liquidar al capitán y oficiales prominentes, muchas cosas pueden acontecer en este bombardeo. Además, los chams se están mostrando como muy buenos artilleros. Con el galeón a la deriva, es cuestión de tiempo que sus tripulantes se rindan y acepten nuestras condiciones, que, por otra parte, no me importaría mantener. Si no hoy, mañana, y si no pasado o la próxima semana, pero el galeón caerá en nuestras manos. Esa gente debe de estar exhausta después de más de seis meses de penalidades. Se rendirán, porque así descansarán y, además, serán ricos.

—Si antes no nos descubre otro buque español.

—¿Ha visto usted aguas menos transitadas que éstas en todos los mares por lo que ha navegado?

—La verdad es que no.

—No se preocupe, Jan, estamos en muy buena situación. Esos españoles son duros, pero no locos ni suicidas.

En ese momento, una bala procedente del galeón entró por la porta de uno de los cañones y el griterío que provino de allí enfrió mucho los ánimos. Piet dijo entre dientes:

—Es la única ventaja que tienen esos desgraciados: cañones de mayor calibre y alcance que los nuestros. Pero para lo que les han de servir…

Nagarajan se desentendió de la batalla artillera cuando escuchó el grito de «Tierra a la vista». A pesar de que el sol declinaba ya por la parte opuesta a donde anunciaba el vigía, pudo distinguir una suave protuberancia más azulada que el cielo y más clara que el mar, porque además presentaba ribetes verdosos y térreos.

¿Qué pretendían los españoles? Si buscaban cobijo en una ensenada, estaban perdidos, porque quedarían a merced de los dos barcos. Para ellos era mucho más peligrosa la cercanía a la costa que el mar abierto. A menos que hubiera una fortaleza española por allí, pero el holandés le había mostrado muchas veces en las cartas, donde aparecían incluso simples misiones, y las primeras fortificaciones de aquella costa alargada e infinita estaban mucho más al sur. Además, según aseguró insistentemente Piet, sus cartas eran muy modernas y las había adquirido a precio de oro. Si el galeón no cambiaba pronto el rumbo y evitaba aquella costa, su acercamiento a tierra sólo podía significar… Nagarajan notó un sudor frío cuando llegó a su conclusión. Sí, los españoles no habían hablado en vano cuando dijeron que incendiarían el barco al verse perdidos. Aquella noche, en cuanto se acercaran a tierra, desembarcarían lo que pudieran, se internarían en tierra y quemarían el galeón. No serían ricos, pero salvarían la vida y frustrarían el proyecto de quienes habían causado sus desdichas. Nagarajan miró el navío holandés y supuso que sus oficiales estarían haciéndose las mismas consideraciones.

Los cañonazos de los tres barcos continuaban sonando cadenciosa y casi cansinamente. Ya quedaba poca luz. La jarcia y la mayoría de las velas del galeón estaban muy maltrechas. Los españoles sabían que otra jornada recibiendo cañonazos no la aguantarían, porque dejaría completamente inmóvil al galeón. Aquellos fanáticos eran capaces de hacer estallar su propio barco.

El príncipe cham, por primera vez desde que divisó el buque español en las Marianas, sintió respeto por sus tripulantes. Nunca estuvo de acuerdo con el holandés en cuanto a ofrecerles negociación, sobre todo porque entre los chams había mucho odio contra ellos por los daños y muertes que les habían infligido, y a aquellas alturas de la aventura, el deseo de todos era vengarse no dejando a ninguno con vida. Los holandeses se la hubieran perdonado, pero los chams no. Eso era lo que habían adivinado los españoles y actuaron en consecuencia. Jamás se rendirían. Estaban haciendo exactamente lo mismo que hubieran hecho ellos en sus circunstancias. Piet van de Derck era un buen marino y un valiente, pero también un ingenuo.

Nagarajan pensó en la cantidad de plata que albergaban sus bodegas y tomó una determinación. No iba a arriesgar aquella riqueza y lo que le quedaba de tripulación cayendo en ninguna otra trampa de los españoles. Porque éstos tratarían de hacerles pagar el hundimiento del galeón, quizás haciéndolo estallar con los asaltantes dentro.

Ayudaría al holandés en lo que fuera menester, salvo si sospechaba la más mínima treta de los que gobernaban el malhadado San Venancio. Entonces quedaría a la expectativa.

Mientras el príncipe reflexionaba, el sol se acercó a la linea del horizonte y el galeón a la costa.

Los últimos estampidos de los cañones sonaron casi a oscuras. La noche, sin luna, estaba iluminada sólo por las estrellas.

Desde que se puso el sol, los holandeses y los chams se sintieron aliviados, porque el galeón había puesto rumbo a alta mar alejándose de tierra, pero cuando el crepúsculo ya se había completado, de nuevo viraron hacia tierra. Aquélla era, una maniobra suicida o bien la última esperanza de salvar la vida desembarcando en tierra por la noche.

Piet van de Derck había decidido seguir al galeón hiciera lo que hiciera. Aquélla iba a ser la noche decisiva, sin duda. De los chams sólo esperaba que utilizaran sabiamente sus luminarias para no perder de vista su presa. Las estrellas, en alta mar, habrían sido suficientes, pero con el telón de fondo de la costa montañosa, quizás acantilada, era más fácil que el galeón se ocultara.

Efectivamente, una luminaria rasgó la noche y el galeón estaba allí, adentrándose parsimoniosamente en una ancha ensenada. Lo único que le extrañó e inquietó a los perseguidores fue que la balandra que hasta entonces habían remolcado había desplegado un foque y navegaba ante ellos. Aquello sólo podía indicar que iban a inspeccionar la costa y que utilizarían la pequeña embarcación para desembarcar lo que pudieran de la carga y a toda la tripulación a lo largo de la noche.

¿Harían estallar el galeón como habían amenazado? Piet estaba nervioso, pero con muchas esperanzas puestas en que los españoles no hicieran aquella locura. Después de las penalidades que habían pasado desde Manila hasta allí, quemar su futuro era un sinsentido.

A la una de la madrugada, después de que los chams hubieran lanzado tres luminarias más que habían mostrado que el galeón continuaba adentrándose en aquellos parajes que parecían estar formados por bahías unidas entre sí, Piet se alarmó seriamente. ¿Habría bajíos por allí? ¿Sabían los españoles por donde iban? Pidió las cartas y allí mismo donde se encontraba, en el castillo de popa, las estudió a la luz de un candil.

Sí, aquéllas no podían ser otras que las bahías de Sebastián Vizcaíno. Eran aguas estrechas y profundas. Si seguían al galeón a esa corta distancia, no tendrían problemas de fondos traidores; sin embargo, no estaría mal hacer lo que habían hecho los españoles: botar una chalupa que fuera comprobando los fondos delante del navío. Así se hizo.

A las dos y media de la madrugada, cuando se apagó el resplandor de la última luminaria cham, se encendieron dos fanales en el galeón. Tanto los chams como los holandeses pensaron que a los españoles les daba ya igual delatar su presencia, puesto que era inútil toda ocultación. La pausada y tensa navegación continuó.

Pero a las cuatro de la mañana se apagaron los fanales. A los diez minutos, el vigía cham decidió lanzar otra luminaria y entonces se desataron los gritos en los dos barcos piratas. El galeón había desaparecido. Ante ellos sólo estaba la balandra con todas las velas desplegadas aprovechando el viento terral para salir de aquellas ensenadas. A la luz de la última luminaria, Piet y muchos otros descubrieron que del palo mayor de la balandra colgaban dos fanales apagados.

Aquélla había sido la nueva treta de los españoles, se dijo Nagarajan, aquélla era la señal que esperaba para detener toda maniobra y dar por concluida su participación en el ataque al galeón. Hasta allí había llegado su imprudencia. Regresarían a Champa con plata suficiente para compensar las pérdidas y el viaje. Se acabó. Los españoles habían engañado una vez más a todos y esta vez de la manera más simple. Mientras la balandra arrastraba tras de sí al junco y al navío con los fanales, el galeón se había perdido en cualquiera de las otras bahías. No sería difícil descubrirlo a la mañana siguiente, pero Nagarajan sabía que los pérfidos españoles siempre tenían una carta escondida. Dio órdenes a Recán y se las hubo de repetir porque le causaron perplejidad. El junco abandonaba aquellos parajes y debía adentrarse de nuevo en el mar abierto. Allí se mantendrían al pairo hasta que el navío holandés y el galeón dieran señales de vida al amanecer. Plasta entonces, el príncipe se retiraba a dormir.

Piet van de Derck no pensó siquiera en irse a dormir. Estaba muy preocupado. ¿Por qué no lanzaban más luminarias los malditos chams? Con sus bengalas de señales apenas podían iluminar nada, porque llegaban muy altas, y si las lanzaban rasas casi no tenían efecto. Aun así, a las cinco de la mañana, muchas bengalas rojas se alzaron en la noche.

La conclusión a la que llegó Piet llevó su preocupación al extremo. Estaban solos en una ensenada estrecha y alargada. La balandra española, el junco y, por supuesto el galeón, se habían esfumado. Llamó a todos los oficiales y, tras muchas deliberaciones, decidieron detener la navegación y mantenerse al pairo hasta el amanecer. Aunque desde la chalupa y la cubierta se había comprobado que las aguas tenían más de cincuenta brazas de profundidad, la marea seguramente estaba bajando y era imprudente arriesgarse a embarrancar en cualquier bajío traicionero de aquellos parajes desconocidos.

En cuanto el sol clareó la ensenada al contraluz de las montañas del este, todos los oficiales apartaron casi a la vez los ojos de los catalejos y llegaron a la misma conclusión. La ensenada no tenía salida al norte, por lo que tenían que regresar al mar por la misma bocana por la que debían de haber entrado por la noche. El viento, aún terral, era fuerte. Las velas del navío se desplegaron y enfiló la salida hacia las otras bahías anchas para después internarse en el mar y buscar al galeón.

Pero antes de que el navío hubiera avanzado apenas cien brazas, el estupor se reflejó en todos los rostros holandeses. El galeón aparecía parsimoniosamente al fondo de la ensenada. Detrás de él, muy lejos, se divisaba el junco cham. La primera andanada del galeón no fue de tres cañones, sino de los veinte de la banda de estribor.

Los holandeses no salían de su perplejidad a pesar del trajín del zafarrancho de combate que organizaron con celeridad. Pero cuando de verdad se desató la angustia en el navío fue cuando todos sintieron un crujido portentoso seguido de un violento zarandeo.

Toda la tripulación, en cuanto se repuso del susto, se precipitó a las bordas y se les heló el corazón. Estaban en medio de un bosque de farallones que se entreveían a flor de aquellas aguas claras y transparentes. Los arrecifes eran de todas clases y sus cimas, redondeadas unas y puntiagudas otras, amenazaban el movimiento de barco en cualquier dirección. La vía de agua que se había producido no era muy importante, por el momento, pero la navegación era imposible hasta que no subiera la marea. Aquellos farallones de San Ignacio dejaron el navío holandés con las velas flácidas y a merced de la poderosa artillería del galeón. La suya era inútil, porque no alcanzaba la posición del barco español.

A las once y media de la mañana, tras la trigesimocuarta andanada del galeón y cuando ya la escora del navío era insostenible, Piet van de Derck dio la orden de abandonar el Adriaanszoon de Ruyter. El junco cham hacía ya rato que había desaparecido tras el horizonte.