Nagarajan y los ocho marineros chams que habían embarcado con él en el Adriaanszoon de Ruyter se sentían cohibidos. Quizá por eso mostraban gestos altaneros y distantes a los oficiales del navío holandés mientras Piet van de Derck los presentaba con todo respeto y casi ceremoniosamente.
El príncipe cham había accedido a realizar tan temeraria visita por dos razones. Por una parte, deseaba conocer directamente a sus aliados y comprobar el buen estado del navío holandés y de su tripulación. Por otra, la invitación de Piet le pareció sincera y llena de ansiedad por saludar a su gente y establecer rápidamente con ellos el plan de ataque al galeón. La única condición que puso Nagarajan fue que el resto de los holandeses permaneciera en el junco. También accedió a que Skorka los acompañara para servir de traductor.
El barco estaba limpio y en perfecto orden. Su porte era similar al del junco, pero a Nagarajan le causó muy grata impresión el contraste que mostraba el navío con su propio barco después de tan larga travesía. Apenas olía a nada y la disposición de fardos y utillaje a lo largo de toda la cubierta era esmerada. Las velas casi no presentaban composturas y ningún cabo de la jarcia tenía nudos de empalme.
Se fue fijando en los hombres que le estrechaban la mano y los consideró fuertes, altos y de cabeza pequeña. Le parecía que casi todos sus rasgos eran comunes, pero lo que más conturbaba al príncipe era que estaban bien vestidos en comparación con el aspecto andrajoso que presentaban él y sus marineros.
La ronda de saludos se inició una vez que Piet abrazó con efusión, dándose recias palmadas en la espalda, a seis o siete oficiales del barco. La cubierta estaba llena de gente curiosa mirando sonriente a la comitiva visitante.
El cielo no estaba despejado de nubes, pero las que lo surcaban eran blancas y majestuosas anunciando buen tiempo aunque no apacible. La navegación era rápida y sostenida. La mar estaba bien formada. El galeón español y la misteriosa e inquietante balandra que lo acompañaba como una rémora navegaban a unas doscientas brazas de ellos, y el junco a menos de treinta.
Nagarajan volvió a sorprenderse cuando entró en la sala de reunión de oficiales del navío. Era diáfana y mayor que algunas cámaras del junco donde dormían docenas de hombres, mujeres y niños. El techo estaba suavemente curvado y las paredes se veían cubiertas de cuadros y adornos. En el fondo, ante un enorme ventanal de vidrieras coloreadas, había una mesa bellamente labrada tras la que se disponían cuatro sillones. Ante la mesa, ocupando casi toda la superficie de la sala, estaban distribuidos regularmente varias sillas y escañiles, de modo que se podían acomodar unas veinte personas.
Piet invitó con deferencia a Nagarajan a sentarse tras la mesa. Él hizo lo propio así como dos oficiales que vestían casacas azules con ribetes rojos. El armenio, apesadumbrado como era habitual en él, se situó de pie tras el príncipe y Piet. La sala se llenó de oficiales y marineros chams que se fueron sentando con cierto revuelo. Cuando se hizo el silencio, Piet van de Derck se dirigió a la audiencia diciendo:
—Señores, en primer lugar deseo agradecerles el cumplimiento tan riguroso de la misión que nos habíamos propuesto hace más de un año. En segundo lugar, he de decirles que a pesar de los serios contratiempos que hemos sufrido desde Dai Viet hasta aquí, gracias a la bravura de nuestros aliados y al príncipe que los dirige —Piet señalaba a Nagarajan con la mano extendida mientras que el armenio se mantenía impertérrito, porque no entendía ni una palabra de lo que estaba, diciendo Piet en tan extraña lengua—, estamos en condiciones excelentes para llevar a cabo el ataque al galeón español. Sólo disponemos de dos barcos en lugar de la flotilla prevista, pero será más que suficiente. Sumamos sesenta y seis cañones y más de cuatrocientos hombres. El galeón tiene cuarenta cañones y apenas cuenta con trescientos hombres de los cuales pocos deben de tener experiencia militar. Aunque, eso sí, es de esperar una defensa encarnizada por parte de ellos y raro sería que se rindieran por más desesperada que se les torne la situación. Otro inconveniente es que ellos pueden disparar su artillería con intención de hundirnos y nosotros hemos de evitar que el galeón se vaya a pique. Nuestros disparos irán exclusivamente contra la cubierta, la arboladura y la jarcia. Hemos de confiar en el abordaje. Tenemos la ventaja esencial de que nuestros barcos son muy maniobrables y el galeón apenas tiene capacidad de evolución. El ataque, por otro lado, debe ser inmediato, porque más al sur puede haber algún tráfico de barcos y no nos interesa, en absoluto, que las autoridades tengan pronta noticia del ataque al galeón. Por todo ello, les propongo que el abordaje tenga lugar… —Piet hizo una pausa mirando a todos a los ojos y concluyó—: Esta noche.
Mientras los murmullos se extendían por la sala, Piet habló en español con el armenio, que fue traduciendo al príncipe Nagarajan.
—¿Sabe lo que le digo, don Álvaro? Que si yo fuera el capitán de esa gentuza, organizaba el abordaje a este galeón de noche. Además, esta misma noche.
—Llevo un rato pensando en lo mismo, capitán. Lo tenemos difícil, ¿cierto?
Don Álvaro y el capitán Dávila, así como casi toda la tripulación del San Venancio, no podían apartar la mirada del navío holandés. Lo más notable de él, sin duda, era el paralelismo perfecto de su cubierta con la superficie del mar. Era inusual aquella ausencia de castillos de proa y popa. Esa horizontalidad se veía acentuada porque el casco lo recorría a lo largo una franja ancha pintada de blanco. En esa grácil franja se abrirían las portillas de los cañones como siniestras bocas rectangulares negras que vomitarían hierro y fuego contra el galeón. ¿Cuántas serían? Unas quince por banda, no muchas más, pero suficientes para destrozar cualquier jarcia, quizá también la arboladura, y dejar al barco enemigo a merced de las olas. También destacaba del navío la longitud extrema del bauprés. De aquel portentoso palo inclinado podrían desplegarse muchas velas acuchilladas que le darían gran agilidad al barco. La inclinación de los tres palos de velas cuadras hacia proa también le daba originalidad al navío.
—Raro será que en el futuro podamos narrar el lance que se nos avecina, pero hemos de ponernos en lo contrario. ¿Llamamos a los demás? Apenas nos quedan ocho horas para que empiece el calvario, así que cuanto antes empecemos, mejor.
La frenética actividad que se desató en el galeón a lo largo de aquel día hizo olvidar a todos el miedo al abordaje que parecía que se les avecinaba. El capitán Dávila y los tenientes Tejera y Santamaría, así como los sargentos, estuvieron todo el tiempo dando órdenes e inspeccionando las tareas de defensa, pero los que trabajaban de verdad hasta quedar exhaustos eran las cuadrillas de hombres y muchachos que se habían puesto al servicio de los cuatro carpinteros. En particular, a causa de la navegación veloz y agitada que llevaban, los que más se cansaban eran los que trabajaban en las cofas de los tres palos y ante el timón.
Se estaban ampliando las plataformas de vigía de forma que, en lugar de dos o tres hombres a lo sumo, pudieran alojar a seis u ocho. El parapeto más formidable que se hizo fue ante el timón, pero otros en lugares considerados estratégicos, como los que protegerían seis pañoles por banda y los que se dispusieron ante las barandas de los dos castillos, costaron mucho esfuerzo y derroche de madera. Como la tablazón de repuesto almacenada junto a la sentina no era suficiente, hubieron de desmantelarse muchos mamparos de las bodegas.
Don Álvaro había desaparecido en su camarote con el sacerdote Javier Irigoyen. Sólo los interrumpía de vez en cuando el capitán Dávila, al que informaban de los planes que iban desarrollando.
La reunión en el navío holandés concluyó a la hora de haber empezado, pero en la gran sala permanecieron el príncipe Nagarajan con dos de sus ocho marineros de confianza, Piet van de Derck, Skorka y tres oficiales holandeses.
Conforme establecían los planes, Nagarajan iba tomando confianza con la situación, sobre todo porque Piet no había cambiado de actitud respecto a él a pesar de estar en su barco y no como rehén suyo en el junco. Lo trataba con la misma deferencia, sin halagos que pudieran hacerlo desconfiar. El esfuerzo continuo del jefe holandés por solicitar la opinión del príncipe cham era lo que más agradaba a éste.
De vez en cuando, algún oficial entraba en la sala e informaba a Piet al oído. Éste, inmediatamente, les contaba a los demás lo que le habían transmitido. Era siempre algo relativo a lo que observaban con los catalejos que estaban organizando los españoles en el galeón. En muchas ocasiones, sus palabras fueron seguidas de sonrisas; en otras, de miradas inquietas. El momento más embarazoso que pasó Nagarajan fue cuando le preguntaron qué se podía esperar de los infiltrados en el galeón cuyo jefe parecía ser el extranjero que llevaba a bordo el junco. El príncipe no supo qué responder y casi se sonrojó, pero Piet desvió inmediatamente la conversación. La última parte de la reunión estuvo dedicada a la luz, porque en un ataque nocturno era vital el buen empleo de fanales y luminarias, así como el uso adecuado de la luz de una luna en un cuarto reinando un cielo surcado de nubes aisladas pero abundantes.
El sol incendió el cielo de forma tan violenta que hasta el viento se calmó como para contemplar el atardecer. Don Álvaro y el capitán Dávila comían juntos masticando galletas duras y jamón rancio lentamente y en silencio. Antes de empezar a despellejar las frutas blandas y arrugadas que tenían, don Álvaro le preguntó al capitán:
—¿Cómo está la gente?
El capitán Dávila tomó aire en los pulmones y contestó:
—Los de ahí abajo están aterrorizados. Según me acaban de informar, conforme se van apostando, los enfermos tiemblan y los sanos se mean. No sé si ha sido acertado destinar a tanta gente en las bodegas. Los candiles no les pueden dar un aspecto más siniestro. Todos están bien situados, pero saben que los monos siguen ahí. Si esos piratas nos vencen en la cubierta y entran en las bodegas, ahí se organiza una escabechina.
—¿Qué otro destino podían tener los enfermos, las mujeres y los inútiles?
El capitán endureció el gesto al pensar en los que don Álvaro había tildado de inútiles y dijo entre dientes:
—Esos malditos oficiales de este maldito galeón tendrán su merecido. O no, pero le juro que si salimos de ésta, la denuncia que voy a hacer contra ellos habrá de discutirse en un consejo de guerra.
—No se irrite, capitán, recuerde que esto es un barco mercante.
—¿Que no me irrite? ¿Está bien que el zascandil ese que…? En fin. Lo que le digo es que si no amenazo en serio con ensartarlos, están todos como el vecino suyo que se ha enclaustrado con su mujer y sus hijos en el camarote.
—Hablando de niños, ¿dónde está Feliciano? ¿Y su madre?
El capitán sonrió y respondió:
—De doña Marta no hay que preocuparse. Hay por lo menos un teniente, Tejera, un sargento, tres soldados y no sé cuántos pasajeros enamorados de ella. Muy mal tienen que venir dadas para que a esa mujer la importune ningún pirata. Está tras el parapeto del timón. Y el muy mandria de su fámulo Feliciano se ha infiltrado en la cofa del mesana y dice que de allí no lo baja ni Dios. Se ufana diciendo que no hay nadie en el galeón, incluyéndome a mí explícitamente, no sé por qué, que cargue las pistolas más rápido que él. El malandrín se ha afanado veintidós de ellas, vaya usted a saber cómo, y allí anda con cuatro soldados que le ríen todas las gracias. Además, ya ni se marea ni nada. Buen zagal.
Don Álvaro no sonreía y el capitán Dávila lo miró de hurtadillas. Terminaron las bayas acidas y el capitán rompió de nuevo el silencio preguntando con cierta gravedad:
—¿Está seguro, don Álvaro, de que merece la pena el riesgo que va a correr usted esta noche?
Don Álvaro lo miró y sonrió, aunque con un punto de amargura.
—Sí, capitán, la jugada es arriesgada pero merece la pena intentarla. Esos curas son valientes y no deben tener muchos remilgos, pero su religión les puede restar decisión a la hora de matar en una lucha cuerpo a cuerpo. Por mi parte, recuerde que soy de los más viejos a bordo y que mi experiencia militar puede ser más ventajoso usarla con astucia que blandiendo la espada.
El capitán se mantuvo en silencio mirando cómo se ocultaba definitivamente el sol, hasta que sonrió y le dijo al comisionado real:
—¿Quién le iba a decir a usted que terminaría aliado con los curas y luchando con ellos codo a codo?
La risa del capitán le sonó extraña a don Álvaro, porque desde que lo conocía apenas la había oído.
—¿Participarás en el abordaje, Bara?
—Sí, Lieu, participaré.
—Será muy peligroso.
—Mucho. Esos españoles no se rendirán a menos que la única alternativa que les quede sea el suicidio.
—No vayas. Si mueres, estoy perdida.
Bara Amón permaneció en silencio y notó que la pequeña mano de Lieu le agarraba la suya. Bara la notó húmeda y se la apretó tratando de darle confianza. Dos marineros chams pasaron cerca de donde estaban y los miraron con desconfianza y rencor. Cuando se alejaron, Bara dijo:
—La guerra de toda esta gente no es la nuestra, pero los únicos aliados fieles que tenemos están en el vientre de ese galeón. He de hacerles ver que no los he abandonado, luchar con ellos y, quizá, sacarlos de allí. Ya te he dicho que estoy casi seguro de que los españoles los han descubierto y que están masacrándolos poco a poco.
—¿Lograrás entrar en las bodegas de ese monstruo? Y sobre todo, ¿lograrás salir con vida?
—Lo intentaré.
—Vuelve, Bara, vuelve.
La mano de Lieu Quan se entrelazó de nuevo con la de Bara. La noche ya era inminente.
El San Venancio navegaba a toda vela con el viento de estribor. La luna estaba oculta tras nubes de vagar incierto entre las que se vislumbraba un cielo claro y estrellado. Ninguna luz había prendida en la cubierta. Sólo se escuchaban algunas toses y murmullos apagados. Nadie dormía.
El capitán Dávila había incrustado sus órdenes en los cerebros de todos a fuerza de hacérselas repetir a los tenientes y los sargentos. El condestable, don Eleuterio Barea, calmaba a los artilleros de los seis pañoles protegidos y hacía correr la voz de sus propias instrucciones a los servidores de los demás cañones. Se esperaba que el junco los asaltara por una borda y el navío por la contraria. En cuanto los vislumbraran, debían disparar todos los cañones y abandonarlos para tomar posiciones en los castillos. Sólo continuarían disparando los doce cañones parapetados cuando los tres barcos estuvieran a tocapenoles.
En las cofas ampliadas, todas las miradas escrutaban la negrura de la noche tratando de entrever las velas de los bareos enemigos. Primero debían disparar sus armas apuntando con cuidado, pero en cuanto la cubierta estuviera llena de gente y humo, debían disparar a discreción desencadenando una lluvia incesante de plomo contra la cubierta. Nadie, bajo ningún concepto, debía abandonar su puesto y, mucho menos, adentrarse en la cubierta y el combés para luchar contra los piratas.
En el interior de las bodegas la situación parecía ser más segura pero también más angustiosa. Había casi cien personas apostadas en grupos entre fardos y toneles. Ya no había organización en quintas, porque el escorbuto y otras enfermedades las habían diezmado. La disposición se había decidido de acuerdo con las posibles líneas de tiro. La orden era protegerse de eventuales ataques de los monos y barrer con plomo los pasillos que desembocaban en las escaleras de las escotillas de entrada en las bodegas.
En una amura de babor estaba don Álvaro despidiéndose del capitán Dávila. Junto a ellos, amarrando una escala por la que descenderían hasta la balandra, estaban el padre Irigoyen, Oliveira, otros dos curas y un soldado. Uno de los sacerdotes era recio y tendría unos cincuenta años. Estaba casi calvo y el pelo que le quedaba era blanco como la nieve. El otro apenas sobrepasaba la treintena y era alto y espigado. El soldado no tendría ni veinte años. Era enteco y tenía los rasgos tagalos propios de un mestizaje antiguo. Mientras los demás empezaban a embarcar toda la impedimenta que llevaban y se iban acomodando en el pequeño barco, don Álvaro le dio un fuerte apretón de manos al capitán Dávila y bajó por la escala.
Piet van de Derck inspeccionaba con detenimiento, a la incierta luz de la luna y las estrellas, a los doscientos hombres del Adriaanszoon de Ruyter que participarían en el abordaje. No todos eran holandeses, porque la leva de gente se había hecho en varios puertos del norte de Europa, en Inglaterra y en Ciudad del Cabo. Casi nada tenían en común salvo la ambición. Ninguno tenía menos de treinta años y abundaban los que bisaban la cincuentena. Piet se fijó en sus rasgos, estremecedores en la mayoría de ellos, en su armamento y en la actitud ante el combate. Casi todos llevaban dos pistolas, dos o tres cuchillos, un sable y una carabina. De vez en cuando veía a algunos con hachas poderosas y, lo que más lo inquietó, muchos llevaban botes de hierro con una inconfundible mecha colgando. Un mal uso de aquellas bombas podía incendiar el galeón de manera inextinguible.
Tablones, escaleras, redes y decenas de cabos con garfios estaban perfectamente ordenados y dispuestos para trabar el navío al galeón dando paso al abordaje. Aunque no había prendida ninguna luz, muchos fanales estaban preparados para encenderse en el costado de estribor e iluminar la batalla que se avecinaba.
Piet no dejaba de estar atento a los vigías de las cofas. Sabían dónde estaba el galeón. Quizá su capitán intentara una maniobra desesperada de ocultación variando drásticamente el rumbo, pero las primeras luminarias del junco de Nagarajan debían de estar a punto de lanzarse. Entonces tendrían largos segundos para descubrir su posición. Comenzaría la aproximación y quizá no tuvieran que soportar ninguna andanada de los cañones del galeón hasta que los dos barcos estuvieran encima de él. Había que jugar con la audacia, la luna, las luminarias y la agilidad del junco y el navío. Correría la sangre, pero quizá la mañana siguiente fuera esplendorosa.
Lo que satisfaría plenamente a Piet van de Derck sería qué los españoles se rindieran en cuanto fueran conscientes de su inferioridad. Él tenía autoridad y hombres suficientes para exigir a Nagarajan que respetara sus vidas. No se detendría ante nada para cumplir su sueño, pero ahorrar muertes inútiles le doblaría el placer de la victoria.
El príncipe Nagarajan observaba la cubierta del junco desde el puesto de mando en el castillo de popa. Todos los hombres y mujeres estaban sentados, bebiendo y fumando.
La disolución de opio en aguardiente era la mejor arma cham porque convertía los espíritus en volcanes. Carabinas y sables para todos y espadones para los más fuertes harían el trabajo, pero la fuerza que impulsara esas armas era la mente enardecida.
Nagarajan miró al cielo y le complació vislumbrar pájaros entre las nubes. Qué mejor augurio que ése antes de una batalla. Escrutó el discurrir de las nubes y la posición de la luna. El viento era favorable para todo espíritu marinero. Sonrió para sí y buscó a sus hombres más cercanos. Cuando lo miraron, apenas tuvo que indicarles que prepararan la primera luminaria.
Una miríada de pavesas incandescentes rasgó el cielo formando un arco iris brillante y de colores inciertos aunque dominara el amarillo. Los pájaros entrevistos por el príncipe formaban una bandada portentosa a la que espantó el inusual fenómeno. Las velas del galeón se vieron nítidamente a menos de cien brazas. La increíble cercanía hizo exhalar un grito de júbilo a todos los piratas.
El timonel giró tan bruscamente su portentosa rueda que el bandazo que dio el junco hizo trastabillar a todos entre risas e imprecaciones. La suerte estaba echada.
Los gritos de los vigías de las cofas fueron casi unánimes e instantáneamente se les unió el de toda la tripulación del San Venancio al unísono. En un claro de luna se vieron de sopetón los inmensos velámenes de los dos barcos que se les echaban encima a menos de veinte brazas. El griterío lo enmudecieron arrolladoramente dos andanadas portentosas que provocaron una inmensa humareda. Se reanudaron los alaridos, pero ya unidos a los de cientos de gargantas que aullaban desde las cubiertas de los otros barcos.
El junco fue el primero que chocó, bastante violentamente, con el costado de estribor del San Venancio. Los postes que sostenían las redes se fueron quebrando como mondadientes y las demás protecciones contra el abordaje quedaron destrozadas. Inmediatamente después del impacto se encendieron los fanales y se empezaron a largar cabos, tablones y escalas para trabar el gran junco al galeón.
En cuanto se hizo la luz, los disparos de pistolas y fusiles se desencadenaron desde la jarcia, los puentes y las cofas. Y poco después, los seis cañones protegidos de aquella banda volvieron a vomitar fuego, ruido, hierro y humo.
Antes de que los españoles se repusieran del sobresalto y volvieran a cargar las armas, el galeón sufrió la embestida del navío holandés por babor. Los seis cañones de aquella banda descargaron de forma casi simultánea al contacto. Los penoles se tocaban y parte de las jarcias de los tres barcos se entrelazaron. Cientos de hombres invadieron la cubierta del galeón en menos de un minuto bajo una lluvia de balas y llenos de desconcierto. Nadie les salía al paso. Caían heridos y muertos alcanzados por proyectiles que les llegaban desde lo alto, pero muy pronto fueron encontrando resguardo y posiciones desde las que disparar. Y los españoles empezaron a sufrir pérdidas.
Cuando sonaron casi a la vez las terceras andanadas de los seis cañones de cada banda disparando a bocajarro a los barcos atacantes, los piratas se lanzaron con hachas unos y espadones otros contra los parapetos que protegían aquellos siniestros pañoles. A través de rendijas practicadas en ellos, les disparaban con pistolas, pero tras varias acometidas, durante las cuales los cañones sólo pudieron disparar una vez más, destruyeron los parapetos y masacraron a los artilleros. El humo cegaba a todos y nadie sabía a favor de quién se iba desarrollando la batalla.
Se lanzaron muchas escalas y tablones contra los puentes para asaltarlos. Las órdenes a gritos se confundían con los lamentos de los heridos. El castillo de proa cayó pronto en manos de los holandeses, que treparon ágilmente hasta él. Los que cayeron durante el ataque fueron sustituidos rápidamente por los que venían detrás. Allí estallaron muchas bombas de mano, aunque no se desató ningún incendio.
El castillo de popa, mucho mejor defendido por tener más gente y quizá porque el capitán Dávila no permitía desorden ni tumulto alguno en sus filas, rechazó al menos tres envites de los chams, dejando la cubierta repleta de muertos y heridos. La situación pareció estabilizarse, porque los disparos decrecieron en intensidad. La batalla se reanudó cuando se disipó algo el humo y cada cual averiguó las posiciones de los demás.
Bara Amón había desclavado uno de los tambuchos más angostos en pleno fragor de la batalla. Se dejó caer a través de la escotilla que tapaba y, antes de llegar al suelo, le dispararon al menos seis tiros. Rodó y se protegió tratando de averiguar si había sido herido. Comprobó que sí, pero era sólo una rozadura de bala en el costado izquierdo que le producía el escozor de una quemadura. No sangraba apenas.
El estruendo que provenía de cubierta sonaba bastante apagado. Bara se incorporó un poco y se deslizó en torno a un grupo de fardos antes de que quienes habían disparado pudiesen cargar de nuevo sus armas. Asomó la cabeza lentamente y vio que la bodega estaba iluminada muy tenuemente. Aunque se oían algunas voces quedas y toses lejanas, el silencio seguramente hubiera sido sepulcral si no fuera por la barahúnda de los disparos y los alaridos de la cubierta. ¿Cuánta gente había allí? Bien pudiera ser que los españoles hubieran destinado sus mejores hombres a proteger el tesoro del galeón. O quizás habían hecho lo contrario y allí sólo estaban los enfermos y los débiles. Nada le importó a Bara, porque él estaba decidido a hacer lo que se había propuesto.
Se acomodó un poco en la postura casi fetal en la que se encontraba y se llevó las manos a la boca. El estrépito de la cubierta pareció ceder un tanto y Bara Amón emitió un gruñido prolongado y agudo tan intenso que seguramente recorrió todos los recovecos de aquélla y quizás otras bodegas. Se escucharon algunas voces inquietas y llenas de miedo. Después volvió el silencio. El siguiente gruñido lastimero y penetrante fue contestado desde la lejanía. Se oyeron muchas voces alarmadas y tres tiros. Aquello fue el inicio, pausado al principio y vertiginoso después, de la parte más macabra del cruento abordaje que estaba sufriendo el San Venancio.
Los chams y, sobre todo, los holandeses, habían conseguido destrozar los cabos esenciales de la jarcia de manera que las velas del galeón colgaban inanes. Los pocos marineros que quedaban en el junco y el navío también habían detenido la navegación. El viento soplaba relativamente fuerte, pero sólo conseguía hacer gualdrapear el trapo. Los ánimos de atacantes y defensores estaban angustiados, porque parecía que las pérdidas estaban siendo cuantiosas para todos. El parapeto del timón no cedía, el castillo de popa parecía inexpugnable y los tiradores apostados en las cofas, aunque debían de haber muerto la mayoría de ellos, impedían que nadie pudiera caminar por la cubierta abandonando su refugio.
De repente, se escuchó un griterío apagado que provenía de las bodegas y muchos disparos sordos. Aquello animó tanto a los chams y los holandeses que se lanzaron de nuevo contra el parapeto del timón y el castillo que lo cubría. También concentraron el fuego allí los que estaban en el castillo de proa. Cuando la defensa era ya a espada, porque los primeros chams habían logrado escalarlo, se desató el infierno en el navío holandés.
Se oyeron tres estampidos seguidos de cuatro portentosas explosiones y después una grandiosa llamarada. Todos los hombres enmudecieron y quedaron paralizados. Aquel desastre se había producido en la borda de babor del barco holandés. El estremecimiento provocado por las deflagraciones lo habían sentido todos como si se hubiera desencadenado un terremoto. Las llamas llegaban hasta las primeras velas, que empezaban a arder. Un crujido lastimero de la tablazón que trababa al navío y el galeón hizo sospechar a muchos que el buque había sufrido una fuerte escora. Aquello no podía significar otra cosa que un peligro cierto de que se fuera a pique a causa de una inmensa vía de agua.
Tras el desconcierto que siguió a las explosiones y la llamarada, se oyeron varios silbatos. Casi todos los holandeses se dirigieron hacia su barco a la carrera mientras los chams gritaban descargando su odio contra ellos.
Aprovechando el desconcierto y el relativo silencio, las órdenes del capitán Dávila atronaron a través del cono metálico de los jesuitas. Los holandeses del castillo de proa sufrieron un embate a la bayoneta de quince o veinte soldados y optaron por seguir a sus compañeros hasta el navío. Los chams continuaron maldiciendo, pero se fueron reagrupando. De las cofas y el castillo de popa se reanudaron los disparos haciendo estragos en los grupos ya formados.
Otra sacudida vigorosa del navío holandés hizo temer a todos que si se hundía bien pudiera arrastrar con él a los otros dos barcos. La orden de retirada al junco se fue extendiendo entre los chams y lo hicieron ordenadamente sin cesar de aullar de indignación. Poco después se separaron lentamente los tres buques y la noche quedó sólo iluminada por el incendio del navío que se alejaba, porque la luna hacía mucho que había desaparecido entre nubes cada vez más espesas.
Nadie se había percatado de que Bara Amón, cuando embarcó en el junco, iba seguido por ágiles e inciertas sombras. Muy pocos vislumbraron en la noche a una pequeña balandra que se alejaba de los tres barcos.
—Ha sido una salvajada, don Álvaro.
—¡Qué masacre! Nunca creí que esto iba a llegar a los extremos a que ha llegado.
—Pues ahí lo tiene.
Don Álvaro y el capitán Dávila miraban consternados la cubierta del galeón desde lo que quedaba de baranda del castillo de popa. El amanecer estaba descubriendo el desastre que había azotado al galeón. Los llantos y lamentos no cesaban.
Diez o doce marineros se afanaban en la jarcia tratando de anudar y tensar cabos, obenques y estays para poder desplegar las velas. Doña Marta y Feliciano llevaban muchos minutos fundidos en un abrazo. De las bodegas continuaban sacando muertos acuchillados que los hombres que los portaban, jadeantes y exhaustos, iban amontonando junto a los cadáveres que ya llenaban todo el combés y los dos pasillos superiores. Los dos religiosos que quedaban vivos rezaban y bendecían a los muertos casi con desgana. Unos jesuítas ayudaban a los marineros y otros a los que alineaban cadáveres. El junco y el navío también estaban detenidos juntos a unas doscientas brazas del San Venancio. El cielo estaba tan turbio y gris como el mar.
El teniente Tejera subió con dificultad al castillo, porque la escalera estaba destrozada y tenía una pierna herida. Saludó al comandante y éste le devolvió el saludo en silencio dándole simplemente una palmada cariñosa en el brazo.
—¿Tiene idea aproximada de las pérdidas, Tejera?
—No, pero lo peor ya lo sé. Don Eleuterio Barea está muerto, el teniente Santamaría también y nos quedan catorce soldados sanos. Otros tres quizá se recuperen, pero el resto de los heridos, unos nueve, raro será que sobreviva, porque puede que el cirujano también esté medio listo. —Don Álvaro movía la cabeza apesadumbrado ante el nefasto informe del teniente—. Fían caído tantos marineros que ni se sabe cuántos. De la gente de las bodegas sabemos aún menos, pero ya han sacado de allí más de cincuenta cadáveres. Un desastre.
—¿Y los piratas?
—También se han llevado lo suyo. A muchos heridos se los han logrado llevar a rastras, pero ahí hay más de setenta muertos. Diez o doce aún colean, pero no creo que les quede mucho aliento. ¡Qué barbaridad!
—¿Se ha averiguado ya de dónde son?
—No. Los del junco son todos como los que hicimos prisioneros una vez, hindúes o de por ahí. Los rubios no son ingleses, porque los heridos se quejan en una jerga rara. Qué más da.
—Lleva usted razón, qué más da. —El capitán estaba amargado; quizá por eso, mientras continuaba el siniestro trajín de la cubierta, no informó al teniente de que los piratas eran holandeses, según recordaba de lo escrito en el parte del teniente Sotomayor de la isla de la Rota; lo que hizo fue cambiar de tema—. Cuéntenos su lance, don Álvaro, porque si no llega a ser por la que han liado usted, Oliveira y los curas en el navío, estamos todos como ésos.
—No fue difícil. Además, Irigoyen es fuerte y listo. Tuvimos suerte de que nadie nos viera aproximarnos al buque. Lo hicimos con sólo un foque desplegado. Irigoyen escaló hasta la cubierta y abrió después sigilosamente una porta. Por allí entramos Bernardo, el soldado, y yo. Oliveira y los otros jesuitas se quedaron en la balandra para ayudarnos en el embarque y tenerla dispuesta para salir de allí. Logramos embarcar toda la pólvora, la brea, los cabos y la estopa, aunque con mucho trabajo. Como la porta era estrecha, algunos barriles los hubimos de alzar hasta la cubierta. Menos mal que Irigoyen es un toro. Si hubiéramos estado más prestos quizás habríamos evitado muchas muertes, pero créanme que no pudimos ir más deprisa. Cargamos sólo tres cañones con pólvora abundante y tres balas cada uno, y los obstruimos como pudimos. Después fijamos los barriles de pólvora con los cabos buscando provocar una vía de agua. Luego derramamos brea por donde se nos ocurrió para facilitar el incendio. Conectamos las mechas y embarcamos. El resultado ya lo vieron. La treta funcionó en buena medida, porque abortó el abordaje, pero ni creo que la vía de agua que le hemos abierto al buque sea tan importante como para mandarlo al fondo del mar, ni el incendio desatado fue muy voraz, ni fuimos tan rápidos como para que… En fin, se hizo lo que se pudo. Ahí viene don Victoriano. Pobre hombre. Ayudémoslo a subir.
El cirujano llegó al castillo maltrecho y jadeante. Se apoyó en la baranda y permaneció en silencio mirando hacia la tétrica cubierta.
—¿Cómo está, don Victoriano?
El cirujano miró a don Álvaro con un rictus de amargura en los labios que mantenía pertinazmente apretados. Tras unos instantes en esa actitud, volvió la mirada de nuevo a la cubierta y dijo:
—Mis heridas sanarán.
—¿Dónde le han herido?
—Tengo un tiro en un hombro, una cuchillada en el otro y un hueso dislocado. Pero el tiro es limpio, la cuchillada poco profunda y la rodilla ya está en su sitio. El balazo me lo ha dado un enfermo sin querer, el corte me lo ha hecho un mono y el hueso me lo he maltratado yo solo. Me lo he curado ya todo, así que olvídense de mí.
Don Victoriano Céspedes había hablado muy agriamente y había concluido su relato de modo casi admonitorio.
—Cuéntenos lo que ha pasado ahí abajo, don Victoriano.
El cirujano se mantuvo hierático unos instantes y después dijo:
—Ha sido Ramón, yo lo vi claramente, el responsable de la masacre. Es a él a quien obedecen los monos. Los llamó con un gruñido que nos hizo temblar a todos. Se agruparon en torno a él y organizaron la carnicería en menos que canta un gallo. Fue un espanto. Había más de veinte monos. Atacaron cada rincón de las bodegas en jauría, como los lobos. Sobre cada grupo de hombres, mujeres y enfermos, caían diez o doce de ellos y los acuchillaban sin piedad y fulgurantemente. No creo que hayamos matado a más de cuatro o cinco de esos malditos simios. Sólo nos salvamos los que mantuvimos el temple y huimos en orden. Unos quince o veinte de casi ochenta. Ha sido la matanza fría y cruel más espantosa de las que yo tengo noticia. Un horror.
Las últimas palabras las susurró don Victoriano con los ojos anegados en lágrimas.
Se escuchó un llanto agudo y todos volvieron la mirada hacia allá. Un marinero surgía de la bodega con un niño en brazos que más que llorar chillaba. Tras él aparecieron otros dos hombres con una mujer en volandas. Estaba degollada. Don Álvaro y los demás se apesadumbraron mucho cuando reconocieron a la joven madre que cantaba en chabacano dulces canciones a su hijo y que alegró a todos en la fiesta de las señas. Tras suspirar, el capitán Dávila dijo con resolución:
—Bien, señores, aquí no hay otras faenas que hacer más que echar los muertos al mar, hacer navegar a este mastodonte y organizar a los vivos. Así que andando, teniente.
Las aletas de la nariz de Nagarajan se movían con la violencia de los ollares de un caballo después de una carrera. Habían muerto sesenta y seis chams, desaparecido nueve y más de treinta estaban heridos. Los destrozos del junco provocados por los cañonazos recibidos a corta distancia eran reparables gracias a la construcción estanca del barco, pero exigían mucho esfuerzo.
No eran las pérdidas lo que tenía enfurecido al príncipe, sino lo que consideraba deserción de los holandeses en pleno abordaje. A todos, incluido él mismo, sorprendió la explosión provocada por los españoles, pero de una batalla no se deserta sin consultar a los aliados por azarosa que se presente la situación. Aquella explosión no debió de impedir que se continuara la lucha, sobre todo porque ya estaba a punto de concluirse a favor de ellos. En cinco o diez minutos más, habrían tomado el galeón. Para colmo, Lieu le acababa de comunicar que la victoria del lacayo y sus hombres en el interior de las bodegas había sido total. Afortunadamente, los infiltrados aún seguían allí, por lo que en el próximo envite el galeón caería rápidamente. Con la ayuda de aquellos aliados, ¿para qué necesitaba a los holandeses? Para convertir las mercancías en oro y plata, exclusivamente para eso, por lo que, desde ese preciso instante, él tomaría el mando del ataque. Aquella misma noche caería el galeón, dijeran los holandeses lo que dijeran. Malditos cristianos.
Piet van de Derck seguía con más atención las operaciones de reparación del buque que las de recuento de hombres y asignación de tareas distintas a aquéllas. Ya sabía que sus hombres habían sufrido más de sesenta bajas, y lo lamentaba mucho, pero la navegabilidad del barco era lo que más le preocupaba. Los cañonazos recibidos a babor y la explosión en la banda de estribor, habían causado mucho daño. Tanto que era imposible desplegar las velas, porque la navegación sería peligrosa. Afortunadamente, el galeón tampoco parecía que pudiera partir fácilmente de aquel paraje.
El mar estaba relativamente en calma, pero el cielo continuaba nublado y quizá lloviera. Parecía que el viento no soplaría fuerte, pero en aquella época del año, casi verano, bien pudiera desatarse una tormenta en cuestión de horas, porque el barómetro marcaba presión baja. Como el junco estaba bastante cerca, Piet vio que Nagarajan tenía clavada su mirada en él. ¿Había hecho bien en abandonar el abordaje y tratar de salvar el barco? Sí, las explosiones fueron tremendas y, a la vista estaba entonces, bien hubieran podido echar a pique al navío. ¿Qué hubieran hecho sin barco? Incluso aunque se hubieran adueñado del galeón, no era viable llegar con él a Holanda. Además, consideraba que, aunque hubieran sufrido muchas pérdidas, todos sus hombres coincidían en que los españoles habían sufrido más. El galeón estaba maltrecho pero intacto en el casco; en cambio, su tripulación estaba destrozada. La defensa que habían organizado y el ataque subrepticio a su buque habían sido buenas jugadas, pero tanto su gente como los chams se habían portado bien y habían arrasado a los pocos soldados y los muchos civiles del galeón. Un nuevo abordaje liquidaría toda defensa. Aunque quizá…
Piet van de Derck miró de nuevo a Nagarajan y después al galeón. Aquellos desgraciados, después de tantos meses de travesía, se rendirían si supieran a ciencia cierta que se les iba a respetar la vida y… sí, incluso si se les ofreciera la oportunidad de obtener ganancias.
Los españoles sabían que si llegaban a Acapulco cada cual recibiría las ganancias correspondientes a sus boletas y las de los muertos irían para la Real Hacienda. Después de muchos años de pleitos, algunos familiares de los fallecidos quizá consiguieran alguna compensación por parte del virreinato, pero ¿no era mucho mejor para los vivos obtener más de lo que les correspondía y además salvar la vida?
En aquel galeón iba mucha gente pobre, por lo que la mayoría de los supervivientes seguro que salían ganando con un buen acuerdo. Los chams y ellos también habían tenido fuertes pérdidas en hombres, por lo que la misma razón apoyaba la posibilidad de negociación. Cada cual ganaría lo mismo o más de lo que habían esperado antes de la batalla si repartían con los españoles. La negociación era ventajosa para todos.
En cuanto amainara el dolor por la pérdida de compañeros y familiares, tanto en el junco como en el galeón, había que intentar llegar a un buen acuerdo con todos y acabar con aquella carnicería. Sería más difícil convencer a Nagarajan que a los españoles, pero entonces él era el hombre fuerte, no el príncipe, y por más que estuviera decidido a no traicionarlo, le impondría la negociación de grado o a la fuerza. Eran millones de pesos los que estaban en juego además de la vida.