La mañana siguiente a la fiesta de las señas se agrió para la tripulación del San Venancio. Se había matado a un mono y un marinero fue encontrado asesinado.
Una quinta completa de trasnochadores se dirigió de madrugada a la zona donde solía pernoctar. Procuraron ir silenciosos para no ganarse las imprecaciones de los que ya dormían. Tuvieron la buena fortuna de pasar muy cerca del lugar donde se profirió un grito ahogado de terror. Tras unos fardos descubrieron a la joven madre cantante que protegía con los brazos a su hijo mientras un mono se disponía a atacarla. La mujer, inquieta porque le pareció que su hijo estaba desasosegado mientras dormía, había encendido una cerilla y fue entonces cuando vio al mono blandiendo un cuchillo. La incierta luz y el grito apenas habían despabilado a los que dormían cerca de ella, pero los marineros parranderos reaccionaron fulgurantemente. Gracias al fanal que llevaban y a su resolución, atraparon al mono a pesar de la feroz resistencia que opuso. Se ensañaron con él hasta matarlo a patadas. La calma se recuperó en aquella zona de la segunda cubierta y el mono muerto fue echado al agua después de habérsele dado el parte al comandante y de que lo hubieran inspeccionado don Álvaro y el cirujano. Éste descubrió, entre las múltiples heridas que tenía, una ya cicatrizada en la espalda que seguramente fue la que le infligió el capitán Dávila con la espada cuando lo atacó en su camarote.
Pero a las primeras del día se descubrió degollado a uno de aquellos bravos trasnochadores. Los monos no habían actuado por envidia hacia las habilidades mostradas por alguien, sino por pura venganza. La conclusión tremenda de don Álvaro fue que los monos eran muchos y que vigilaban las acciones de los que atacaban.
Para exasperación de todos, el comandante Dávila junto con los oficiales, varios marineros y don Álvaro, no decidían el punto y la manera de desembarcar. Hasta bien pasado el mediodía no empezaron a dar las órdenes de anclar y botar el lanchón mayor. Lo hicieron frente a una playa extensa tras la que se divisaba una vegetación espesa.
El día era brillante y apacible. El junco se había detenido también quedando al pairo a más de trescientas brazas del galeón. Las olas apenas erizaban el mar. Las instrucciones del comandante, por más trabajo que supusiera su cumplimiento, fueron apreciándolas todos como prudentes. Desembarcarían únicamente cuatro marineros, un sargento y seis soldados elegidos todos por él mismo, nada de voluntarios. Los demás permanecerían a bordo, armados y organizados permanentemente en sus quintas. Todos los cañones estarían cargados, cebados y seis mechas continuamente prendidas. Los palos que mantenían tensas las redes contra el abordaje a lo largo del perímetro del barco serían reparados y apuntalados convenientemente. Cuatro quintas, al mando del teniente Santamaría, se dedicarían a buscar monos en las bodegas de manera ordenada. En tierra, los marineros se quedarían junto al lanchón y dos soldados se ocultarían en la primera línea de árboles con las armas prestas. El sargento y los cuatro soldados restantes explorarían el entorno en busca de habitantes, agua y fruta. No tenían que hacer acopio de nada, sólo explorar. Habían de tener la certeza de que si se producía un ataque por parte de los piratas o cualquier otro incidente que pusiera vidas en peligro, la obligación era embarcar en el lanchón inmediatamente y dirigirse al galeón. Los que quedasen en tierra tendrían que apañarse por su cuenta hasta que los pudieran socorrer desde el galeón organizadamente. Según lo que descubrieran los exploradores, al día siguiente se establecería una cabeza de playa para llevar a cabo el aprovisionamiento de agua y frutas si las hubiera. Si no, cambiarían de lugar de desembarco navegando a lo largo de la noche.
Muy poco después de que los marineros comenzaran a remar, el comandante los hizo regresar a voz en grito, porque el vigía de la cofa del mayor había divisado una leve columna de humo. Estaría a una legua aproximadamente, en el interior pero muy cerca de la playa hacia el sur. Las instrucciones del comandante no cambiaron salvo en el sentido de que los exploradores debían dirigirse hacia allá con todas las precauciones. Si se trataba de un poblado indígena, lo único que tenían que hacer era observarlo y regresar. Si era una misión, debían entrar en contacto con los misioneros y regresar también cuanto antes.
Don Álvaro había escuchado las órdenes y estuvo tentado de decirle al capitán Dávila que allí no había misión alguna. Recordaba una conversación que tuvo una vez con el marqués de la Ensenada en la que el ministro se quejó de que toda aquella parte de América estaba dejada de la mano de Dios. Los marineros y traficantes novohispanos calculaban que extensiones tan grandes como España apenas estaban habitadas por cien o doscientos mil indios. Eran tan pocos que la Iglesia había considerado que no merecía la pena fundar misiones tan lejanas para cristianizar a tan escasos infieles. A pesar de que las noticias que llegaban de aquellas tierras no podían ser más halagüeñas en cuanto a riqueza, fertilidad y belleza, los distintos gobiernos nunca se preocuparon de hacer una exploración concienzuda seguida de un plan de colonización y creación de poblados. Los únicos asentamientos que había, todos a lo largo de la costa interminable por encima de los 32° o 34°N, eran de traficantes en pieles, maderas preciosas y poco más. Los indios eran en general hostiles y el provecho que se podía obtener de ellos era escaso. Nunca se había dado noticia de que por allí pudiera haber oro o plata.
La expedición regresó poco antes del atardecer y las noticias que trajo fueron buenas: el humo provenía de un poblado indio. Los exploradores se adentraron en la arboleda y, mientras observaban el poblado, los indios comenzaron a rodearlos. Sin embargo, el sargento descubrió muy pronto que las armas de fuego los aterrorizaban. En cuanto vio que las miradas de los indios no se apartaban de mosquetes y pistolas, mantuvo el temple y se mostró autoritario mientras hablaba y señalaba hacia la playa. Los indios permanecieron impertérritos. Sus armas eran hachas y cuchillos toscos y ninguno llevaba arcos y flechas para tranquilidad de los soldados. El sargento eligió al que le parecía el jefe de aquel par de docenas de salvajes y, muy lentamente, echó mano a la bayoneta y la desenfundó. Era de hoja y empuñadura, no de pincho y argolla. Agarrada por la punta, se la extendió al indio con prudencia extrema. Éste quedó desconcertado hasta que se acercó muy desconfiadamente al sargento. Le arrebató la bayoneta tan bruscamente que uno de los soldados más jóvenes estuvo a punto de disparar a causa del sobresalto que le produjo. Se desencadenó un griterío tremendo, pero el sargento ordenó secamente aguantar firmes. Cuando se calmaron las disputas entre los indios, el sargento volvió a mostrar su autoridad hablando firmemente. Lo hizo con palabras soeces e insultos por medio, pero gesticulando hacia la playa. El pelotón, sin perderle la cara a los indios ni bajar un ápice los cañones de los mosquetes, empezó a caminar hacia la playa. Los indios los siguieron sin gritar pero hablando entre ellos con monosílabos.
Cuando llegaron a las últimas líneas de árboles antes de la playa donde estaba el galeón, los indios se ocultaron y observaron el grandioso barco. Los soldados embarcaron en el lanchón y en cuanto subieron al San Venancio informaron al comandante. Y por extensión a todo el mundo, porque al jefe militar le importaba un ardite que las noticias fueran de dominio público. La impresión del sargento, que después se mostró acertada, era que aquellos indios tenían experiencia con traficantes españoles. Se podría negociar con ellos un trueque de baratijas y cuchillos por el transporte de vituallas.
Piet van de Derk llevaba toda la mañana consultando sus cartas de navegación. El príncipe había organizado el desembarco de treinta hombres fuertemente armados para que buscaran fruta y agua.
Al mediodía, Jan Valtener se acercó a su patrón después de que éste hubiera medido la posición del sol.
—¿Estamos en buen lugar?
—Sí, Jan, estamos en muy buen lugar. —Piet había cambiado desde que embarcó. A pesar de que solía cuidar su aspecto recortándose la barba y los cabellos con cierta asiduidad, la expresión de su mirada se había hecho más profunda. Incluso multitud de pequeñas arrugas parecían haber surgido en torno a los ojos—. Durante mucho tiempo, mi mayor temor fue que la elección del lugar de espera del navío hubiese sido excesivamente al norte. Tienen un buen piloto, pero los llevará a la perdición. Mire. —Piet le mostraba una carta a Jan apuntando con un compás—. Estamos aquí, a poco más de treinta y cuatro grados, cerca de este poblado al que llaman Santa Bárbara. Las balandras y el navío están aquí, en el golfo de Santa Catalina. —En la carta se veían tres islas con sus nombres bellamente caligrafiados: San Clemente, Santa Catalina y San Nicolás—. Estoy casi seguro de que el galeón se alejará de tierra para navegar de noche sin sobresaltos. Pasará entre las islas. Aquí, frente al poblado de San Diego o poco más al sur, podrá comenzar el ataque.
—O sea que… al día siguiente, o dos a lo sumo, después de que salgamos de aquí…
—Efectivamente. Dentro de dos o tres días comenzará el final de nuestra aventura.
—¡Que alegría! Estoy deseando de encontrarme con nuestra gente y perder de vista a éstos.
Piet perdió la mirada hacia la playa. Después la dirigió al lejano galeón y no pudo evitar mover un poco la cabeza con gesto apesadumbrado. El marinero lo descubrió y le preguntó:
—¿Sigue sin ver que las tengamos todas con nosotros? Piet lo miró unos instantes y después dijo:
—Todavía me preocupan muchas cosas. El plan se ha cumplido sólo en parte. No porque hayamos perdido muchos hombres, sino porque yo contaba con atacar el galeón antes de que se aprovisionara. Se meterán en la trampa y nuestra fuerza será muy superior, pero los españoles tendrán la oportunidad de hacer aguada y provisión de frutas; eso aumentará su moral y estarán fuertes de salud. Incluso… podrían intentar algo. Ellos deben de saber que nuestro empecinamiento en la persecución, a pesar de los reveses que hemos sufrido, se debe a que esperamos ayuda.
—Sí, no hay que ser muy listo para concluir tal cosa, pero ¿qué pueden hacer? No hay ninguna ciudad grande con guarnición militar en esta parte de América. Los españoles no tienen más remedio que seguir el viaje hasta Acapulco.
—Podrían deducir que el refuerzo está en Santa Catalina y cambiar drásticamente de rumbo.
—Los vientos se les pondrían en contra. No creo que tengan ánimos, salud y ganas de andar navegando de bolina un par de meses más. Sobre todo teniendo ya tierra a la vista. ¿Cuánto se tardaría de aquí a Acapulco?
—Entre diez y quince días.
—Irán costeando y lo más rápido posible. Ya verá.
—Seguramente, pero…
Piet volvió a perder la mirada en la costa y quedó en silencio grave y preocupado. Jan deseaba conocer lo que le inquietaba a su patrón. Placía mucho tiempo que lo apreciaba como hombre justo y prudente. Como no se animaba a hablar, Jan le preguntó:
—¿Teme que los españoles hagan algo inesperado?
Piet miró al veterano marinero y se animó a hablar.
—Puede que ahí haya indios. —Jan alzó las cejas sorprendido mientras que Piet señalaba desganadamente la playa con una mano—. ¿Sabe cómo han conquistado tanto mundo los españoles siendo tan pocos? Azuzando a sus enemigos unos contra los otros.
Jan no salía de su asombro. ¿Qué quería decir Piet? ¿Los españoles iban a azuzar a los chams contra los holandeses, si seguramente no tenían idea de que los piratas fueran ni chams ni holandeses? ¿Iban a buscar indios por allí para que les ayudaran a atacarlos?
—Piet, no se me alcanza…
—A mí tampoco, Jan, y justo eso es lo que me inquieta.
Los indios tenían un sentido del tiempo muy distinto a los españoles. El capitán Dávila le había propuesto a don Álvaro que dirigiera el trueque, pero el comisionado rehusó amablemente, porque deseaba estar al tanto de los resultados de la cacería de monos y estudiar las cartas náuticas. El teniente Tejera fue el encargado de discutir con los indios acompañado de quince soldados. No fue buena elección, porque el militar no se distinguía por su paciencia, pero ayudó mucho un soldado novohispano mestizo, listo y simpático. A pesar de todo, en más de una hora lo único que habían entendido los indios era que aquellos navegantes querían agua y comida, pero no que era fruta lo que deseaban con más ansia y lo que podía suponer una buena ventaja para ellos en el trueque. De todas las cosas que llevaron los soldados para negociar, los indios sólo estuvieron interesados en las armas de fuego y en que les enseñaran a manejarlas.
Cuando la luna llena ya estaba plateada después de perder el mágico color rojizo que tuvo cerca del horizonte, los soldados desistieron y regresaron al galeón con la promesa, supuestamente entendida, de que al otro día continuarían discutiendo.
La gente en el galeón estaba de un humor variado. Las quintas de las bodegas sólo habían dado con tres escondrijos de monos, pero no habían cazado a ninguno. Afrontar otra noche con aquellas alimañas prestas a degollar a cualquiera, los llenaba de aprensión. Por otra parte, todos estaban deseando pisar tierra, pero la orden del comandante había sido tajante en el sentido contrario. Sin embargo, estas inquietudes y frustraciones se posaban en un ánimo sereno, porque todos sentían que el tremendo viaje estaba llegando a su fin. Al junco pirata se habían acostumbrado hacía mucho tiempo y, aunque cuando pensaban en él lo consideraban el mayor peligro que les acechaba, cada vez le prestaban menos atención. Quizá porque los deseos de fruta y agua, así como el miedo a los monos, era algo inmediato y los piratas se habían llevado su parte cada vez que intentaron algo en contra de ellos.
El capitán Dávila salió del castillo de popa y estiró todo el cuerpo con las manos apoyadas en los riñones. Después bostezó ostentosamente. Miró alrededor y observó a los corros de gente charlando y jugando a las cartas. Vio a don Álvaro apoyado en la borda de babor. Se fue hacia él y lo saludó. Don Álvaro le sonrió y quedaron ambos apoyados en la baranda por los codos.
—Bonita noche.
El capitán miró a don Álvaro como extrañado y no dijo nada sobre la noche.
—¿Qué opina de esa gente? —El capitán señalaba el junco con el mentón.
—Lo que le he dicho siempre: están esperando refuerzos. Creo que sé dónde se van a encontrar con sus compinches. Nos atacarán inmediatamente después.
—¿Dónde y cuándo será eso?
—Hay tres islas a dos días de aquí. Tendríamos que pasar entre ellas. Los barcos que nos estén esperando puede que lleven mucho tiempo patrullando el entorno. Nos divisarán. El ataque será inmediato, porque a varias singladuras más al sur empieza a haber misiones jesuíticas. Los jesuitas prefieren comunicarse con Nueva España en barco antes que hacerlo viajando por el interior. Es más rápido y seguro. Así que tengo entendido que son buenos marineros. Los piratas seguramente temen que los curas descubran el ataque y den aviso a las autoridades. A nosotros igual nos da, porque si tienen éxito estaremos en el fondo del mar o, con mucha suerte, refugiados en alguna de esas misiones; pero los piratas saben que si el gobernador tiene pronta noticia de un ataque a un barco español, enviará fuerzas contra ellos. Además, seguramente se les estropearía la venta del botín. Nos atacarán pronto, capitán.
El capitán Dávila miró la esplendorosa luna y preguntó:
—¿Hay manera de evitar esas islas?
—Razonablemente, no. El barco está en buenas condiciones después de los ataques, pero sigue siendo un mastodonte de escasa maniobrabilidad. Evitar esas islas significa adentrarse de nuevo en el océano con vientos en contra. El verano ya se aproxima y quizá nos tengamos que enfrentar a nuevas tormentas. Nos retrasaríamos más de un mes, quizá dos. ¿Cree usted que a estos indios les sacaremos vituallas para tanto tiempo? ¿Cree usted que la tripulación aceptará con buen ánimo prolongar el viaje?
—O sea, que pintan espadas de verdad.
Don Álvaro sonrió amargamente. Tras un rato en silencio, dijo lentamente:
—Deberíamos atacarlos aquí.
Para sorpresa de don Álvaro, el capitán repuso inmediatamente:
—Llevo todo el día pensando en eso, pero no lo veo claro. La última esperanza me la ha quitado el teniente Tejera hace un rato. Había pensado yo en negociar con los indios esos algo más que agua y fruta, pero el teniente dice que temen demasiado a las armas de fuego y no Saben usarlas. Aunque llegáramos a un acuerdo con ellos para atacar conjuntamente a los piratas de alguna forma, quizás en tierra, a la primera descarga de fusilería nos dejarían en la estacada. Por otra parte, Barea y su gente han demostrado manejar bien la artillería, así que prefiero contar con ella en alta mar. No olvide que, por más suerte que hayamos tenido hasta ahora, gente de verdad bragada y veterana en este jodido barco no llega al centenar. Ni de lejos. Y esos piratas tienen que tener la leche agria desde hace mucho tiempo. Pintan espadas.
—La única mano que se me ocurre jugar es intentar incendiar el junco de noche, pero lo considero excesivamente arriesgado.
—Eso es un suicidio y no estamos como para perder gente valiosa. Yo creo, don Álvaro, que no tenemos otra salida más que estar bien dispuestos para el ataque y confiar en que ese famoso Dios de los cristianos se ponga de nuestra parte. Al fin y al cabo estamos bautizados, ¿no?
Don Álvaro sonrió y ambos continuaron deleitándose con la luna y su reflejo en el agua.
A la mañana siguiente, el optimismo se adueñó del galeón. Los monos no habían matado a nadie y el teniente Tejera tardó menos de dos horas en llegar a un acuerdo con los indios. Se embarcaron a lo largo del día infinidad de bayas, extrañas frutas, catorce animales que bien podían calificarse de jabalíes, ochenta gallinas y agua, mucha agua.
Todos estaban preocupados en el junco, porque si bien el viento fuerte hacía que la navegación fuera rápida hasta para el galeón, las nubes cada vez más espesas amenazaban temporal. La visibilidad iría disminuyendo y la capacidad de ataque también. Piet van de Derck, a pesar de la inquietud que le provocaba que el galeón pasara entre las islas sin que las balandras pudieran ni siquiera hacerse a la mar, tan agitada estaba, se llenó de júbilo cuando comprobó que el barco español se alejaba de la costa después de pasar por el canal de Santa Bárbara. Se iban a meter en la trampa. Los españoles estaban jugando la baza de la posible tormenta. Mientras más altas fueran las olas, más violentos se presentaran los vientos y más arreciara la lluvia, mayor sería la probabilidad de que barcos enemigos no los divisaran. La artillería sería bastante inútil. Los españoles sabían que los piratas no podían dañar seriamente el barco a cañonazos por el riesgo que supondría hundirlo y perder la carga. Un abordaje en plena tormenta era más dificultoso para los atacantes que para los defensores. Sí, sin duda los españoles confiaban en que la tormenta los impulsara rápidamente hacia el sur. Si llegaban a la península de la Baja California, podían incluso confiar en descubrir un asentamiento militar en una ensenada donde hacerse fuertes con ayuda proveniente de tierra. Piet no apartaba el ojo derecho del catalejo buscando ansiosamente la vela de alguna balandra.
Bara Amón y Lieu Quan estaban agarrados de sendos cabos apoyándose de vez en cuando en unos fardos. Podían hablar a duras penas, porque el estruendo de las olas al chocar contra el casco y el ulular del viento entre la jarcia se lo impedían. Aún así, el hecho de que Nagarajan estuviera en su camarote y que los únicos marineros que estaban en cubierta se afanaran en la navegación, les daba confianza para estar juntos sin despertar suspicacias. Lieu le preguntó a Bara:
—Si crees que los españoles han descubierto a Mentó y los demás, ¿por qué no han huido del galeón y se han venido aquí por la noche cuando estábamos atracados?
—Mentó es fiel y sabe lo que tiene que hacer. Si no ha huido es porque cree que aún pueden atacar con éxito y sobrevivir la mayoría de sus subordinados. Lo único seguro es que él está vivo, si no, los demás sí hubieran escapado.
—Te veo triste.
—Lo estoy. Mentó y los suyos son los soldados más fieles y valientes que jamás he tenido bajo mis órdenes. Puede que los estén matando ferozmente. Ellos nunca matarían con crueldad.
Empezó a llover. Bara y Lieu se cubrieron en parte con las esteras sueltas de los fardos y notaron sus cuerpos. Se miraron y sonrieron amargamente. Ambos refrenaron los deseos de abrazarse y se mantuvieron en silencio. Lieu, para alejar la pesadumbre que los envolvía, continuó hablando de los monos.
—Ya no lanzan destellos.
—Si hiciera falta lo harían aunque les fuera la vida en ello. Pero Mentó sabe que con luna llena no es necesario arriesgarse.
—¿Por qué…? —La pregunta que iba a hacer Lieu quedó en el aire y dijo apresuradamente—: Vámonos Bara. Ahí está Nag.
El príncipe había aparecido en el castillo de popa y, después de mirar al mar embravecido, buscó al holandés que estaba a proa. Lo llamó a través de un marinero.
Cuando llevaban más de media hora en silencio, el príncipe vio que el holandés se erguía rápidamente sin dejar de mirar por el catalejo. Nagarajan trató de divisar algo pero las olas eran demasiado altas y la lluvia difuminaba el horizonte. Tras permanecer muchos minutos en aquella actitud expectante, el holandés se volvió hacia el príncipe y le gritó en su idioma. El príncipe comprendió que había descubierto al navío que lo esperaba y que le pedía que lanzara la luminaria más portentosa que tuviera. En realidad, lo que había descubierto Piet van de Derck no era su navío sino una balandra que bien pudiera ser de las que patrullaban aquellas aguas. Si era así, y Piet no lo ponía en duda, el hecho de que no hubieran cejado en su empeño a pesar del mal tiempo demostraba que su gente era disciplinada. No había otra prueba mayor para él de que la moral de los holandeses debía de ser muy alta a pesar de la incertidumbre y el tiempo que había pasado desde que elaboraron los planes de ataque al galeón español. Aquello lo embargó de regocijo y gratitud.
En cuanto se divisó la luminaria lanzada por el junco, don Álvaro le sugirió al capitán que reuniera a los que hacía ya mucho tiempo que se habían constituido como la verdadera oficialidad del galeón. Se reunieron a duras penas en el camarote del general, porque la tormenta iba aumentando su poder. La reunión de militares y marinos duró muy poco, porque todos estuvieron de acuerdo en que no había muchas alternativas. Ni pocas. No sabían cuántos barcos los atacarían, ni el poderío artillero de éstos, ni su dotación de gentes. Sólo quedaba mantenerse en la tormenta el mayor tiempo posible sin perder el rumbo al sur.
El zafarrancho de combate se declaraba en estado permanente y con pocas modalidades. Se apostarían vigías en las cofas en turnos de dos horas fuera cual fuese el estado de la mar.
Las quintas deberían estar apiñadas hasta para dormir. Todas las armas ligeras, pistolas, carabinas, fusiles y mosquetes deberían estar engrasadas, cargadas y a mano. La pólvora estaría seca en todo instante. Don Eleuterio Barea no tuvo que recibir instrucción alguna del comandante, porque era bien conocida por todos la eficiencia con la que el condestable organizaba la artillería y el trajín en los pañoles. En cuanto hubiera algo de calma en el mar, se revisarían las defensas contra el abordaje y se dispondría a todo el mundo, en la cubierta y la jarcia, para rechazar cualquier intento de los piratas en ese sentido. A la quinta que sufriera el ataque de un mono y no lo matara, se la castigaría destinándola a la jarcia, por ser el lugar más expuesto.
Al cabo de una hora de haberse lanzado la luminaria, se desataron los nervios a bordo del galeón cuando el vigía del trinquete alertó sobre una vela a babor. El oleaje y la lluvia eran portentosos en aquellos momentos. Los vigías gritaban de vez en cuando, pero en la cubierta apenas se entendía lo que decían. El capitán Dávila se lanzó hacia una escala del mesana y subió por ella con gran riesgo y dificultad. Las miradas estaban puestas en él. Se detuvo a medio camino aguzando el oído hasta que pareció comprender lo que decía el vigía. Estuvo unos instantes mirando hacia babor y después bajó. Con paso incierto se dirigió al alcázar y allí habló con los dos tenientes y con don Álvaro.
—Es una balandra, quizá desarmada, de veinticinco o treinta codos. Lleva cangreja y dos foques, todos desplegados a pesar de la tormenta. Trata de venir hacia nosotros. No parece que estén en apuros. Buenos marineros. Opinión, don Álvaro.
—Dejarlos venir. Seguramente han visto el junco, pero prefieren acercarse a nosotros y no a ellos. Nos han reconocido.
—Tejera, vaya a calmar a la gente. Que nadie dispare si se acerca la balandra. Usted, Santamaría, alerte a los marinos para que faciliten el acercamiento si es que pueden.
Cuando se fueron los tenientes, don Álvaro y el capitán Dávila permanecieron en silencio tratando de divisar, infructuosamente, las velas de la osada balandra.
Apareció casi de repente entre las olas y la cortina de agua. A pesar del estruendo provocado por las maderas, el oleaje y el viento, se escuchó un sonido insólito cuando el extraño barco se aproximó hasta unas veinte brazas del galeón. La gente, nerviosa y asustada, cesó en sus comentarios e interjecciones tratando de aguzar el oído para oír el timbre metálico que parecía provenir de la balandra. En la cubierta de ésta apenas se vislumbraban cinco o seis figuras trajinando con los foques y el timón. Las dos velas triangulares se estaban plegando y el sonido entrecortado y potente continuaba rasgando la tormenta.
—¡… Dios… nació! ¡Nació! ¡Por Dios y san Ignacio! ¡Ah del galeón!
Todos los tripulantes del San Venancio se miraron entre sí con estupor. Cuando la balandra estaba ya a unas diez brazas de la banda de babor, distinguieron a los seis hombres que la gobernaban con tino y riesgo.
—¡Ah del galeón! ¡Los ángeles… Santa Eugenia! ¿Acapulco, Acapulco?
Don Álvaro y el comandante, al igual que todos, observaban pasmados la balandra. El comisionado trataba, con todos sus sentidos alerta, de comprender de dónde salía tan potente sonido. El comandante alternaba su atención a la fantasmagórica balandra y al junco pirata, el cual no se veía por ningún lado. Don Álvaro creyó entender cuando vislumbró que uno de los tripulantes gritaba en un enorme cono de latón cuya base, de casi dos pies de diámetro, dirigía al galeón. Aquel artilugio era lo que amplificaba su voz. San Ignacio, Santa Eugenia… ¿estaban locos o…? Claro, dedujo don Álvaro, eran jesuitas que iban desde el poblado de Los Ángeles hasta algún otro llamado Santa Eugenia y preguntaban si el galeón era el de Manila a Acapulco. ¿Cuál otro podía ser?
La gente del galeón comenzó a agitar los brazos a modo de saludo a los intrépidos marineros que, con un barco tan pequeño, desafiaban la tormenta con tanta frescura. ¿Qué diablos estaban haciendo allí aquellos curas locos? Porque, para colmo, la gente veía que cuando dejaban entrever los dientes no era por muecas debidas al esfuerzo, sino que reían. Una vez plegados los foques, cuatro de ellos comenzaron a achicar agua con dos bombas de ingeniosa manufactura mientras otro se afanaba con el timón y el sexto tenía el cono metálico en la mano izquierda al tiempo que con la derecha manejaba los cabos de la vela.
—¿Ayuda, ayuda?
Cuando don Álvaro y el capitán entendieron que aquellos insensatos preguntaban si necesitaban ayuda, se miraron atónitos. En mitad de aquella tormenta, seis perturbados en una balandra ofrecían ayuda a un portentoso galeón armado de abundante artillería y con casi trescientas personas a bordo, muchos de ellos soldados. La gente empezó a gritar dándoles ánimos y vítores. Al fin y al cabo, eran las primeras personas distintas a ellos mismos que veían desde hacía medio año.
Para mayor estupefacción, el hombre del cono empezó a ceñirse un cabo por el cuerpo. Después, manteniendo a duras penas el equilibrio, se colocó dos extraños bulbos negros a la altura de los riñones atados a la cintura. Cuando estuvo satisfecho, cogió el extremo del cabo, de muchas varas de largo y, tras trastabillar y tambalearse varias veces, lo lanzó enérgicamente hacia el galeón. Cuando supuso, que no comprobó, que la gente del galeón había sujetado el cabo, se lanzó al agua sin dudarlo.
A los pocos minutos de jalar del cabo, en medio de dificultades insalvables para muchos hombres fuertes causadas sobre todo por las redes contra el abordaje, el hombre pisó la cubierta entre el aplauso de los que podían mantener el equilibrio en el galeón y los vítores de todos.
El hombre se fue abriendo paso saludando a todo el mundo con una ancha sonrisa y se dirigió al puesto de mando del castillo de popa.
—¡Javier Irigoyen Goicoechea Ibarburu Aguirre, sacerdote jesuita!
—José Dávila, capitán de dragones. ¡Rediós, cura, venga con nosotros adentro y séquese que va a agarrar un pasmo!
Sin necesidad de que se les convocara, los tenientes, don Eleuterio Barea, don Victoriano Céspedes y Oliveira como único marino porque los demás tenían mucha faena, entraron en el camarote del general siguiendo al comandante, al comisionado y al cura. Éste había llegado hasta allí con el cabo enrollado en el brazo izquierdo y sin haberse liberado todavía del atalaje y los dos balones de caucho u otra resina que hacían de flotadores. Le ofrecieron una manta y, para asombro de la concurrencia, el cura no sólo se liberó de las cuerdas, sino también de toda la ropa. Se envolvió con naturalidad en la manta, se sentó y mostró de nuevo su sonrisa.
Era un hombre de unos cuarenta años, de rostro cuadrado, complexión fuerte, pelo muy corto y casi cano, ojos hundidos en las cuencas y nariz recta y grandiosa. Rebosaba salud y simpatía. Los presentes le fueron dando la mano y, a la vez que decían su nombre, miraban el poderoso brazo que surgía de la manta cuando el padre Irigoyen devolvía los saludos.
Cuando estuvieron todos sentados, el capitán Dávila preguntó:
—¿Se puede saber qué diablos hacen ustedes aquí, en medio de esta tormenta?
A pesar de su brusquedad, no había irritación en el tono empleado por el capitán.
—¿Se puede saber qué diablos hacen ustedes aquí a estas alturas del año y de América?
Sonaron algunas risas comprensivas y hasta el adusto capitán hubo de sonreír ante la franqueza del recién llegado.
—Lleva usted razón. Éste es el galeón San Venancio que partió de Manila en diciembre. Lo hizo en tan desusada fecha porque anteriormente había regresado de arribada a causa de fuertes baguios que le impidieron el viaje.
—Y antes que perder ganancias prefieren arriesgarse a perder la vida.
—Exacto. Ahora cuéntenos por qué la arriesgan ustedes.
—Cuando la arriesgamos es por Dios y por san Ignacio. Por ahora, no es el caso.
La carcajada del padre Irigoyen que siguió a su respuesta reavivó el asombro de todos. Aquel hombre era muy fanfarrón, muy valiente o, inusualmente, ambas cosas a la vez, pero despertaba simpatía.
—Les explico. Estamos tratando de fundar una misión en Los Ángeles. La cosa está difícil por varias razones, pero en ésas andamos. Hace una semana, nos llegaron dos balandras con otros hermanos y víveres. Dieron aviso de haber divisado otras dos balandras y un navío en el golfo de Santa Catalina. Recibimos orden de ir hasta la misión de Santa Eugenia y dejar allí a tres de los hermanos que nos acompañan. Poco después de zarpar, preguntamos por el navío ese a unos pescadores mestizos y nos informaron de que era luterano y que llevaba varios meses por aquí. Decidimos denunciarlo en cuanto llegáramos a nuestro destino. Poco después nos topamos con la tormenta, con ustedes y con ese junco. Dedujimos que estaban ustedes en peligro. Tanto barco infiel por estas aguas prohibidas para ellos no puede entrañar más que piratería. Así que decidimos avisarles y aquí estamos. ¿Qué me dicen?
El silencio que siguió a las palabras del bravo cura estaba lleno de crujidos de maderas y retumbos del mar.
El capitán Dávila le preguntó afectuosamente:
—¿Quiere vino caliente o prefiere tuba?
—Vino caliente.
—¿Le importa, Oliveira?
El marinero veterano salió del camarote riendo entre dientes.
—¿Les informaron de las características de ese navío?
—Cubiertas corridas, o sea, sin puentes, y treinta y tantos cañones de calibre medio grueso. Quizá del veinticuatro.
Todos los presentes se miraron entre sí pero no dijeron palabra alguna. El sacerdote, al ver sus gestos, añadió:
—Parece que no les sorprende la noticia. ¿O es que creen que el asunto no es serio?
El capitán Dávila evaluaba militarmente la información que acababa de recibir. Don Álvaro carraspeó y le dijo al padre Irigoyen:
—Amigo mío, el asunto es más serio incluso de lo que usted cree.
El comisionado le hizo un resumen bastante detallado de la persecución pertinaz que habían sufrido desde Filipinas, las escaramuzas que ya habían tenido, la amenaza cruel y continua de los monos, así como la certeza que tenían de que los estaban esperando en América. Tras su relato, el cual había seguido con toda atención el jesuita, concluyó diciendo amargamente:
—Así pues, querido Irigoyen, le agradecemos infinitamente el gesto que han tenido de arriesgarse para avisarnos, pero lo mejor que pueden hacer ustedes es alejarse de nosotros y dar aviso cuanto antes a las autoridades que se encuentren. Al menos no debe quedar impune la barrabasada que nos inflija esta gente si tiene éxito en su empeño.
El silencio volvió al camarote. Lo interrumpió Oliveira trayendo un descomunal tarro humeante y un canasto lleno de cazos de un cuartillo. Distribuyó éstos y escanció vino rojo caliente para todos los presentes.
Bebieron con gestos ausentes hasta que, súbitamente, el padre Irigoyen lanzó una carcajada que dejó atónitos a todos.
—¡San Ignacio es grande! ¡San Ignacio es grande! ¡Brindemos por san Ignacio!
Oliveira rió muy feliz, porque al fin encontraba a alguien que estuviera tan desquiciado como muchos, no todos, consideraban que lo estaba él.