14

En el junco capitán se respiraba excitación y optimismo al amanecer. A pesar de los cuerpos magros y envueltos en harapos de las mujeres y los niños, a pesar de las miradas febriles de los enfermos, a pesar de las ojeras provocadas por la vigilia de la noche pasada, el choque del casco del buque contra un enorme tronco flotante a la deriva había alegrado a todos. Además, el temporal parecía haber pasado y entre las nubes se veía un cielo azul intenso. El galeón español estaba a la vista, pero de lo que no podía apartar nadie su mirada era del majestuoso tronco, con muchas hojas aún en sus ramas, que iba quedando atrás. La ansiada tierra podía estar aún lejos, pero de alguna manera ya la habían divisado.

Después de seis meses viviendo en el mar, aquella seña de que existía algo distinto a agua, viento y peces bajo el cielo era un bálsamo para todos los espíritus. Tras el pertinaz tedio rutinario, apenas alterado por pequeñas vicisitudes, algo inminente iba a ocurrir. Quizás incluso perder la vida o terminar con la carne desgarrada, pero sería algo distinto a las disputas por naderías, a la enfermedad lenta y triste, a la mala alimentación, a la dependencia de la voluntad inflexible de la naturaleza. Pronto desembarcarían, comerían, lucharían, dejarían de vivir bajo las pautas del viento, el mar y la escasez. Y, con suerte, regresarían a Champa dichosos, orgullosos y ricos. Para aquellos marineros audaces, niños curtidos y mujeres endurecidas, era mil veces preferibles el llanto, el dolor y la lucha que la navegación sempiterna y anodina.

A nadie le extrañó que el príncipe reuniera a los hombres más bravos y fieles e incluso que tras ellos, camino del camarote de Nagarajan, marchara el holandés grande y rubio seguido del menudo cirujano armenio. Eso era una seña más de que iban a ocurrir cosas.

A Piet van de Derck le sorprendió que en aquella asamblea estuvieran catorce marineros atiborrando el camarote en lugar de seis como en otras ocasiones. No tanto le sorprendió que no se hubiese llamado a los cortesanos del otro junco, pero no por ello le inquietó menos el hecho. Tampoco estaban Lieu Quan ni su temible servidor.

El príncipe no invitó a nadie a sentarse en la mullida alfombra que cubría buena parte del piso. Cuando cesaron los rumores de pisadas y cuerpos haciéndose sitio, Nagarajan habló y Skorka empezó a traducir a Piet van de Derck. Éste tenía que inclinarse y el cirujano erguirse para no hablar en tono demasiado fuerte.

—Extranjero —el príncipe miraba fijamente a Piet—, quiero que hables en presencia de mis hombres. La tierra puede estar cerca. Habla del navío que nos espera.

Piet asintió cuando el armenio terminó y, mirando francamente a Nagarajan, dijo:

—Tres balandras patrullan entre varias islas. No sé a qué distancia estamos, pero pasaremos por allí. Si aún quedan luminarias, pueden sernos de gran utilidad.

Cuando Skorka terminó de hablar en sánscrito, Nagarajan miró a algunos de sus hombres que afirmaron levemente con la cabeza.

—Continúa.

—Una vez que entremos en contacto con el navío, lo esencial será no perder de vista el galeón. Cualquier escapada entonces podría ser definitiva. No son frecuentes, pero tampoco raras, embarcaciones españolas navegando cerca de la costa. Hay que temerlas, porque pueden dar aviso y complicar las cosas, pero el único puerto importante es Acapulco y, antes de que alguien llegue allí y regrese con ayuda, habrá pasado más de un mes después del ataque.

Los rostros de todos los presentes mostraban idéntica expresión. Ojos negros bajo los turbantes, miradas serias y actitud tranquila, quizá desconfiada.

—Habla del ataque.

—Cuando las balandras avisen a mi navío, éste nos socorrerá con agua, frutas y buena comida. Sólo tendremos que decidir tú y yo cuándo es propicio el ataque al galeón. Debería ser antes de que los españoles recuperen fuerzas, o sea, no debemos permitir que desembarquen.

Cuando el armenio terminó de traducir, a Piet le complació descubrir ciertos gestos de asentimiento.

Nagarajan volvió a repetir impertérrito:

—Habla del ataque.

Piet lo miró fijamente y respondió:

—Sé que no te fías de mí y quieres tenerme como rehén, pero lo más conveniente sería que yo capitaneara el navío durante el cañoneo y el abordaje posterior. Las maniobras las decidiríamos antes tú y yo poniéndonos de acuerdo respecto a la comunicación con luminarias. ¿Serviría de algo mi juramento de que no te traicionaré?

Cuando Skorka calló, todas las miradas estaban clavadas en el príncipe. Éste lo notó y, pertinazmente, continuó con lo que le interesaba.

—Hemos de hablar del ataque. Los españoles tienen muchos cañones; tu navío y nosotros también. Si el galeón se hunde, la ruina es para todos. Los españoles son temibles en un abordaje. ¿Tus hombres son realmente bravos en la lucha?

Piet esperó a que Skorka concluyera e incluso entonces le hizo alguna pregunta para cerciorarse de que había entendido.

—Según cómo se desarrolle el cañoneo, quizá fuera conveniente negociar con los españoles. No me agradó la idea de aterrorizarlos con los chinos crucificados, porque eso cierra más puertas de las que abre. ¿Estarías dispuesto a perdonar vidas y renunciar a cierta parte de las ganancias?

Nagarajan sintió de nuevo las miradas fijas en él. Además, el holandés lo estaba confundiendo porque nunca había esperado de él actitudes como las que estaba mostrando. Tras meditar unos instantes, habló más por sentirse en la obligación que por expresar nada meditado con frialdad:

—Hemos tenido muchos muertos, no perdonaré vidas. Hemos tenido muchas pérdidas, no renunciaré a ganancias.

El silencio en el camarote era absoluto. Piet lo rompió diciendo:

—Habla tú ahora de la mujer y su secuaz. Habla tú ahora de los infiltrados en el galeón. Habla tú ahora de los cortesanos del rey.

Las aletas de la nariz de Nagarajan se ensancharon conforme el armenio fue traduciendo, pero las miradas de los marineros se clavaron de nuevo en él y lo notó.

—Nadie cuenta. Sólo tú y yo.

Tras un silencio que Piet quiso deliberadamente que fuera prolongado, repuso:

—Pues hablemos tú y yo a solas.

Nagarajan quería permanecer hierático, pero lo conseguía a duras penas. Quizá por eso dijo algo que podía parecer absurdo:

—Será difícil que lo hagamos sin ése. —El príncipe señalaba desganadamente a Skorka.

Piet continuó mirando seriamente a Nagarajan y, al rato, dijo:

—Intentémoslo.

El príncipe asintió lenta y dubitativamente.

El terror se había adueñado de nuevo del galeón. Había aparecido otra víctima degollada. Era la segunda mujer que habían asesinado inocuamente. Aquello alteró aún más el ánimo de todos no sólo porque era una mujer joven y agraciada, sino porque no se había apartado de su quinta más que unos instantes en las letrinas de la base del bauprés. La habían matado poco antes de amanecer.

Don Álvaro, el capitán Dávila y algunos oficiales inspeccionaron detenidamente la letrina. Los primeros se miraron gravemente al comprobar que sólo alguien pequeño podía ocultarse en los escasos escondrijos que había por allí. El soldado de la quinta a la que pertenecía la mujer estaba consternado y lloroso. Se sentía culpable. Además, parecía que se había enamorado de la muchacha y todos sabían que ella consentía la relación por más distante y recatada que ambos la mantuvieran a bordo.

Entre los interrogatorios que se llevaron a cabo, una cosa quedó incrustada en las mentes del capitán y don Álvaro: la distracción de la muchacha era hacer encaje de bolillos. Lo hacía casi permanentemente y con una habilidad pasmosa. Una pregunta que le hizo don Álvaro al soldado dejó extrañados a todos los militares presentes, pero aún les causó mayor sorpresa la respuesta de éste. Efectivamente, la muchacha se había lamentado los dos últimos días de que alguien le hubiera destrozado su tarea cuando ella estaba en los fogones. Le había echado la culpa a alguno de los niños más traviesos.

Después de las ceremonias fúnebres, cuando todo el mundo estaba distribuido en corros a media mañana dando rienda suelta a su rabia y temor, don Álvaro, el capitán Dávila, dos tenientes y el marinero Oliveira, formando un corro más a la vista de todos, urdieron la trampa a Bartolo o a uno de sus hipotéticos congéneres. A la hora de la siesta se organizó la arriesgada comedia.

La navegación era plácida. Mucha gente sesteaba en la propia cubierta, porque sólo los enfermos estaban en las cubiertas inferiores ocupando dos cámaras amplias habilitadas como enfermerías.

Oliveira se fue a hacer su filástica con la cintura apoyada en un tambucho situado a mitad del combés. Unas lonetas proporcionaban sombra al lugar, dos barricas y el costado de un lanchón lo limitaban por los lados, pero dejaban diáfanas la espalda y el frontal del sitio elegido por el astuto marinero. Los militares le habían advertido de que el asesino podía ser fulgurante en su acción de degüello, pero Oliveira respondió con una carcajada estridente.

El capitán, don Álvaro y los dos tenientes fueron tomando posiciones disimuladamente en lugares muy alejados de Oliveira. Habían discutido hasta la exasperación evitar o no el uso de armas de fuego, porque no querían alertar a los juncos y éstos se encontraban en aquellos momentos demasiado cerca. Uno de los tenientes dio con la solución más equilibrada. Utilizarían carabinas en lugar de mosquetes. Tendrían más precisión y harían menos ruido. La cuestión esencial no era acabar con el mono si aparecía por allí y mostraba intención de asesinar a Oliveira, sino corroborar la sospecha evitando que atacara al marinero y, sobre todo, teniendo cuidado de no herir a éste con los disparos.

Los minutos pasaron lentamente. A la media hora, que para los cinco hombres fue eterna, Bartolo se colocó sobre el tambucho a menos de un metro de la espalda de Oliveira. Había sido extraordinariamente sigiloso, según apreciaron los cuatro tiradores que apuntaron sus armas lentamente.

El teniente Tejera y don Álvaro se removieron inquietos en sus posiciones, porque las líneas de tiro se veían interceptadas por algunos obstáculos. Para intranquilidad y sorpresa de todos, Oliveira se volvió lentamente hacia el mono y le sonrió reanudando su tarea. ¿Cómo habría oído el viejo tan solapado movimiento a sus espaldas? ¿Cómo podía tener tal sangre fría sabiendo que podían intentar asesinarlo en pocos instantes? Su sonrisa había sido franca y tranquila. La reanudación de su hábil tarea no mostraba la más mínima alteración de su pulso.

Dos disparos casi simultáneos alteraron vivamente la amodorrada vida en la cubierta del galeón.

El griterío que se desató fue enmudeciendo conforme el gentío se fue acercando al tambucho del combés. Sobre la curvada superficie estaba extendido Bartolo con dos agujeros negros en el pecho del que manaban sendas cintas de sangre. Al lado de su mano derecha había un pequeño cuchillo tosco pero afilado en extremo, porque el borde de la hoja refulgía al sol.

Los tenientes, el capitán y don Álvaro se abrieron paso sin dificultad entre la muchedumbre enmudecida. Fue el comandante de la fuerza armada del galeón el que se subió al tambucho y habló a la multitud:

—Señores, ésta era la causa de nuestras desgracias. —El capitán Dávila señalaba al cuerpo inerte junto a sus pies—. Ha sido don Álvaro de Soler quien lo ha descubierto, pero atiendan… ¡Silencio! Puede haber a bordo un número indeterminado de monos asesinos. Desde este instante queda declarado el zafarrancho de combate. Los civiles habrán de prestar servicio a los soldados, cada cual en su quinta, sin rechistar ni tomar ninguna iniciativa. Cualquier insubordinación será castigada. Salvo los enfermos, el cirujano y sus ayudantes, toda la tripulación a bordo se ha de presentar en esta cubierta dentro de cinco minutos. Oficiales, quiero a toda la tropa formada y pertrechada para el combate en diez minutos. Hablen y comenten lo que les dé la gana, pero obedezcan. ¡Prestos!

La gente empezó a salir de su estupefacción a duras penas.

La luna creciente rielaba en el mar apacible. Muchas miradas se dirigían desde los dos juncos a la ancha estela luminosa que se estremecía entre ellos y el galeón.

Los chams estaban contentos, porque, al fin, el galeón había virado hacia el ecuador rumbo suroeste. América estaba cerca. La luna iluminaría las noches de muchos días, por lo que el galeón no se les escaparía. Era muy probable que el tiempo se mantuviera claro y sin nubes después de tantas singladuras bajo un cielo espesamente cubierto.

Las dos almas más alborotadas de los juncos eran las de Bara Amón y Ramayya. El primero había oído los dos disparos que se habían producido en el galeón a media tarde. El segundo no terminaba de convencer a los otros cortesanos de la necesidad de poner fin a la insensata aventura. Bara estaba casi convencido de que los españoles habían descubierto a sus fieles secuaces y sentía más pena por perderlos que miedo porque su misión quedara frustrada. Seguramente, ya habrían hecho bastante sus esforzados aliados. Pensó en Mentó, su viejo amigo, y su pecho se vio inundado de amistad y dolor. Él caería de los primeros, porque estaba ya demasiado anciano. La imagen del venerable mono con canas en muchos de sus cabellos, arrugas pronunciadas y dientes carcomidos, llevaba a Bara Amón casi al borde del llanto. Sus subordinados no se dejarían atrapar fácilmente y, en último extremo, nadarían hasta él, pero a ninguno le gustaba echarse al mar por temor a ser devorado por los tiburones. Aunque en aquellas aguas no abundaban, las de las islas de donde provenían Mentó y los suyos estaban infestadas de ellos y era a lo único que temían seriamente aquellos bravos guerreros. Entre otras cosas, porque ser lanzado a los tiburones era el castigo ancestral infligido por los clanes a los cobardes y a los que desobedecían las órdenes del jefe.

Ramayya seguía convencido de que los españoles no dejarían que nadie les arrebatara su tesoro. Él los conocía, porque su familia había traficado con ellos en Dai Viet, precisamente en el comercio de algunas de las mercancías que anualmente transportaba el galeón a América. Durante ocho o diez años, quizá los más felices de su vida, acompañó a su padre y varios tíos recorriendo el majestuoso Mekong en dos pequeños champanes. Compraban artesanías y sedas en los principales poblados ribereños llegando hasta Camboya. De regreso al delta, traficantes chinos y españoles se disputaban la compra de sus mercancías. Casi desde el primer año, el padre de Ramayya y sus hermanos prefirieron los cristianos a los budistas para hacer negocios. La amistad fundada en los negocios anuales entre los chams y aquellos españoles se intensificó hasta el punto de que, en dos ocasiones, cuatro de los aventureros blancos los acompañaron en la travesía fluvial para elegir ellos mismos las mercancías. En esos dos viajes fue cuando el joven Ramayya aprendió español. Y también aprendió otras cosas de los españoles, siendo su infinita soberbia la que más lo impresionó. En aquella infausta isla de las Marianas había tenido de nuevo confirmación de aquella apreciación juvenil. Los españoles podían ser generosos, miserables, huraños, simpáticos y todo lo que distinguía a cualquier persona incluidos el orgullo y la soberbia, pero cuando estos dos últimos sentimientos se manifestaban en ellos era difícil encontrar parangón en individuos de otras razas. Aquellos dos comerciantes dejaron claro en varias ocasiones que no permitirían que nadie robara sus mercancías. Así lo harían, por más que les pudiera ir la vida en ello, no por miedo a la pobreza, sino impelidos por el desprecio hacia los ladrones. Aquel teniente que lo hizo preso junto al holandés, hundió la goleta y mató a muchos de los suyos, hizo todo ello porque no admitió que una horda de seres que consideraba inferiores se inmiscuyera en sus asuntos. Los militares del galeón hundirían antes el barco que entregárselo a piratas desharrapados. Así se lo había hecho saber Ramayya al rey Jaya Campadhiraya antes de iniciar aquella aventura. Él estuvo de acuerdo, porque también conocía a los españoles, pero la empresa era demasiado tentadora ya que suponía, de tener éxito, cumplir el sueño de un monarca destronado y viejo: recuperar el reino de sus ancestros. Pero la orden que le dio fue clara en el sentido de forzar a Nagarajan a preservar el máximo número de barcos y vidas. El príncipe era impetuoso y de poco seso. Por ser su hijo, era quien debía mandar la flota cham, pero los cortesanos quizá tuvieran que poner freno a su también desatada soberbia. Debilitados como estaban, los chams serían presa fácil de los holandeses y de los españoles. Para colmo de razones que tenían decidido a Ramayya a evitar el enfrentamiento final, estaba el hecho de que la riqueza que habían capturado a aquellos chinos compensaba largamente muchas desdichas y pérdidas acumuladas. Pero ¿cómo disuadir a Nagarajan sin que corriera sangre entre los propios chams? Ése era el problema que tenía absorbido el seso a Ramayya.

La alegría se había desatado en el San Venancio durante toda la tarde. La causa principal del terror había sido el desconocimiento de la amenaza letal. En cuanto se supo que los monos eran los asesinos, el estupor dio paso al alivio. Y éste a las ganas bullangueras y fanfarronas de venganza.

Pero con la noche volvió a extenderse el manto del miedo. Tras arduas horas de búsqueda animosa y organizada en el portentoso vientre del barco, el resultado no podía ser más parco. Las quintas habían dado muerte a dos monos y habían descubierto la madriguera de otro o quizá de dos más.

Los simios eran extraordinariamente parecidos entre sí. Lo más perturbador de la madriguera hallada era su inaccesibilidad. Estaba en la cima de dos montones de fardos a unas cinco varas de altura. Pero no exactamente sobre los últimos fardos, sino en una oquedad practicada entre ellos de manera que apenas se distinguía aun situándose sobre ella. Se descubrieron dos cuchillos iguales a los utilizados por los asesinos, cáscaras de frutos secos, dos bolillos, varios naipes desgastados y muchos pelos recios, cortos y rubios. Nada más. Cuando se echó la noche, todos los tripulantes estaban desanimados.

En el camarote de don Luis Belloso se celebraba una nueva reunión a instancias de don Álvaro de Soler. Se encontraban, como en otras ocasiones, los marinos, los oficiales de la infantería de marina y el capitán Dávila. También estaba el condestable don Eleuterio Barea. Hablaba el teniente Tejera como prolegómeno a los asuntos que deseaba tratar el comisionado real.

—Pues sí, ya han vuelto a aparecer por cubierta los oficiales del galeón y los pasajeros de postín. Se les cae la cara de vergüenza cuando ven las sonrisas y miradas que les echan todos, pero alguna vez tendrían que respirar esos pusilánimes. Yo no sé cuánto tiempo se han llevado encerrados.

Don Álvaro quería ser condescendiente.

—Reconozca al menos que han sobrevivido todos.

—También hemos sobrevivido nosotros. Lo más increíble ha sido el enclaustramiento a cal y canto de la familia vecina suya. Esos niños tienen que haberse quedado tarados después de tan largo encierro.

—Tarado casi quedo yo, porque en demasiadas ocasiones me han molestado sus riñas y gritos. Pero vamos a lo nuestro, señores. —Don Álvaro hablaba resueltamente—. Esos monos aún nos pueden hacer mucho daño, pero lo que me preocupa ahora es lo siguiente: los piratas tienen muy bien planeada su empresa. Aunque la jugada de los monos es una maniobra maestra, no creo que sea su única baza. Nos ha costado mucho tiempo, víctimas y esfuerzo descubrirlos, pero confiar en que no lo íbamos a hacer en un espacio tan cerrado como es el galeón, es mucho confiar.

—También contaban con que llegaríamos a América enfermos y debilitados.

Don Álvaro miró al capitán Dávila y repuso con gesto escéptico:

—Sí, comandante, pero ellos estarán igual o peor que nosotros. Con monos o sin monos, si quieren atrapar el galeón han de hacer un abordaje. Sigo pensando que esperan ayuda en las costas americanas. Si es así, dependiendo del poderío de ese refuerzo, nuestro futuro es incierto. Según mis cálculos, aunque no hayamos divisado ninguna seña, no creo que estemos a más de cinco o seis singladuras de tierra. La principal intención de los piratas será, sin duda, evitar que desembarquemos para aprovisionarnos. Ésa puede ser la primera batalla seria que entablemos.

Don Álvaro quedó en silencio dando tiempo a todos para que fueran pensando sus intervenciones. Pero nadie dijo nada y por ello el capitán Dávila animó a don Álvaro a continuar.

—¿Qué sugiere que hagamos, aparte de liquidar a todos los monos que podamos?

—¡Leña al chinés!

Todos se sobresaltaron ante la extemporánea intervención de Oliveira. Algunos incluso sonrieron, pero los semblantes se tornaron serios cuando don Álvaro, asintiendo lentamente con la cabeza, dijo:

—Exactamente ésa es la propuesta que traigo para que debatamos su plausibilidad. Atacar ahora a los piratas.

El silencio se adueñó del amplio salón. Fue el timonel Julián Santos, antiguo misionero, quien habló primero.

—Una posibilidad de salvar la vida es lanzar, ostentosamente, toda la carga por la borda. El galeón ganaría en maniobrabilidad para una defensa a ultranza, incluso para un ataque, y los piratas se quedarían sin motivo por el que arriesgar el pellejo.

El nuevo silencio lo rompió don Álvaro.

—Es razonable lo que acaba de decir, Santos, pero mucho me temo que eso implicaría un motín a bordo. Quizá fuera peor el remedio que la enfermedad.

El teniente Santamaría, un hombre de unos treinta años, fornido y de rostro peludo que no había hablado hasta entonces, dijo:

—Éste es un galeón más de pobres que de ricos. En las bodegas están las esperanzas de mucha de esta gente. Los ricos quizá cederían parte de su riqueza con tal de salvar la vida, pero los pobres no. La mayoría de la gente de este galeón tiene como disyuntiva encarrilar su vida con comodidad gracias a las ganancias que esperan obtener en Acapulco o vivir en la miseria. Y la miseria la conocen bien. Antes que permitir que se tire al agua su esperanza, lucharán. Prefieren mil veces arriesgarse a morir peleando contra quien sea antes que ceder su futuro. No considere tal cosa, don Álvaro.

Don Álvaro puso un rictus de amargura recordando algunas frases que le había dicho su entrañable amigo el piloto Sebastián Quintero antes de partir.

La excitación de los chams aumentaba cada día. Bajo un cielo límpido y con un viento pertinaz y favorable, el descubrimiento de pájaros volando a cierta altura, troncos flotantes, aguavivas rayadas y majestuosas, así como delfines de lomo oscuro surcando raudos los costados de los juncos, les hacía escrutar continuamente el horizonte. En cualquier momento, el vigía del palo mayor gritaría en anuncio de tierra a la vista.

Al amanecer del quinto día, después de que se escucharan los tímidos disparos desde el galeón, tuvo lugar el anuncio.

Los chams fueron hacia la amura de babor en un silencio sepulcral. No se distinguía nada salvo, quizás, una suave alteración difuminada del color del mar y el cielo. Era como una tenue nube posada en el horizonte en la que ningún tono pardo ni verdoso se podía distinguir. Nadie dudó que allí estuviera América. Muchos ojos se bañaron en lágrimas. Pasaron varios minutos hasta que la gente empezó a comunicarse entre sí y la alegría se fue desbordando. Hubo abrazos, gritos y risas.

La primera comida, por pobre que fuera porque el arroz estaba ya carcomido, fue tumultuosa y dicharachera. La tierra empezó pronto a distinguirse con claridad. Aquel mismo día, si no al siguiente, podrían desembarcar y buscar fruta, agua y alimentos sabrosos y frescos. Lo harían independientemente de lo que hicieran los españoles. Ellos iban en dos barcos y tenían luminarias. Pronto, quizás antes de lo que preveían, divisarían al navío del holandés y comenzaría el fin del viaje y las penalidades. Todos los chams sabían cuáles eran los planes. Pero, de repente, todo se alteró en aquella alegre mañana.

Las miradas de los chams se dirigieron hacia el galeón español, que, como siempre durante aquellas últimas singladuras, no navegaba a más de trescientas brazas de los dos juncos.

El fragor de los disparos se escuchaba apagado por la lejanía, aunque a veces el viento lo aumentaba. A bordo del San Venancio se estaba disparando a discreción e intensamente. Aquellas trescientas brazas era demasiada distancia para saber qué estaba pasando allí incluso para Piet van de Derck, que era quien tenía el mejor catalejo. Las miradas se dirigieron hacia él y el príncipe Nagarajan. Bara Amón era quien presentaba la expresión más alarmada.

El holandés se fue al puente de mando y Nagarajan agradeció para sí mismo su presencia. Piet dijo algo en español ayudado por gestos. Tras dudar unos instantes, Nagarajan le gritó a Recán que se aproximara al galeón. Continuaron mirando por los catalejos temiendo que aquello fuera una treta de los españoles, porque pronto entrarían dentro del alcance eficaz de sus cañones. El otro junco estaba haciendo lo propio.

Cuando estaban a unas ciento cincuenta brazas, Nagarajan hizo una seña a Recán. No era prudente acercarse más.

Durante todo ese tiempo, los disparos habían pasado por varias etapas de diversa intensidad. Incluso durante largos minutos, no se oyó ninguno. Poco a poco, la sorpresa se fue apoderando de los chams. Y de quien más, de Piet van de Derck.

El galeón había detenido su marcha. Se había orientado de forma que las velas colgaban flácidas manteniéndose al pairo. Los disparos se reanudaron con vigor.

Nagarajan miró a Piet van de Derck y éste dijo algo sin apartar el ojo de su catalejo. El príncipe se puso nervioso y gritó hacia cubierta demandando al cirujano armenio. Mientras llegaba, Piet oyó a Nagarajan resoplar. Del otro junco habían botado una lancha que se dirigía ágilmente hacia ellos. Los malditos cortesanos estarían tan desconcertados como él, pero seguro que ya tenían decidido algo antes de escucharle. Los disparos parecían haber cesado, pero el galeón continuaba inmóvil.

La asamblea se celebraría en el castillo del junco y a la vista de todos. Lieu y Bara también acudieron y nadie desaprobó su intromisión.

En cuanto llegó, Ramayya espetó:

—Es una trampa. No nos dejemos engañar.

Nagarajan lo miró de hito en hito.

—¿Hasta cuándo sugieres que estemos aquí al pairo?

—Plasta que ellos reanuden la navegación. Si tardan mucho, que se vayan al infierno, desembarquemos hoy mismo y busquemos agua y comida.

De pronto, Piet van de Derck, que no había dejado de observar el galeón con su catalejo, gritó:

—¡Están tirando la carga por la borda!

Antes de que el armenio tradujera, se desencadenaron nuevas oleadas de disparos en el San Venancio. La agitación era patente en todos los ocupantes del castillo del junco. Fue Piet, ayudado a duras penas por un atolondrado Skorka, el que dio una explicación:

—Puede ser que haya un motín a bordo. Una parte quiere desembarcar y liberarse de nosotros tirando la carga al mar. Otro bando lucha para impedírselo. El conflicto debe de haber estado latente mucho tiempo. Se ha desatado en cuanto se ha divisado tierra. Acerquémonos más a ellos.

Todos empezaron a hablar a la vez. La tripulación en la cubierta también comentaba a gritos el incierto avatar. Nagarajan hubo de imponerse con un espeluznante grito. Se hizo un silencio relativo. Bara Amón cuchicheó algo a Lieu y ésta le dijo a Nagarajan:

—Uno de los juncos debe acercarse al barco español por popa. El viento es favorable. El galeón no tiene ningún cañón a popa. Si se confirma que los españoles están en guerra, es un buen momento para atacar.

Piet movió la cabeza negativamente. Los cortesanos también, pero más enérgicamente. Nagarajan dijo pensativo:

—Ellos están debilitados y enfermos, por lo que una buena maniobra es deshacerse de la carga. Llegarán pobres pero vivos. No podemos permitir que ganen los que mantienen esta actitud.

Pero Ramayya era pertinaz.

—También es una buena maniobra atacarnos justo ahora, cuando nosotros estamos casi tan débiles como ellos.

Los disparos habían cesado en el galeón y el lanzamiento de la carga también. El silencio sólo lo alteraban la brisa y las olas. Tras unos minutos tensos, la inquietud embargó de nuevo todos los ánimos. En la zona de popa del galeón surgió una intensa llamarada seguida de un humo espeso. No se oyó explosión alguna. Se había declarado un incendio a bordo. Aquello sí que podía acabar con todas las riquezas del galeón. Aquello sí que podía significar el fin y el fracaso total de la cacería.

—¿Pueden ser tus secuaces los que están provocando ese alboroto?

Todos dirigieron las miradas a Bara Amón. El hombre de ojos claros negó con la cabeza.

—Vosotros —el príncipe se dirigía a los cortesanos sin mirarlos—, embarcad en vuestro junco y acercaos por la popa dispuestos al abordaje. Nosotros permaneceremos alerta. Puede que ordene el abordaje con una luminaria. Recordad: traición en combate significa muerte cruel. Marchaos.

Ramayya apretó los dientes pero, tras unos instantes de duda, dio media vuelta y se marchó seguido de los otros cortesanos. Antes de embarcar en la lancha, oyeron cómo el príncipe ordenaba a sus hombres que se dispusieran para el abordaje. En el galeón, el humo no cesaba y los disparos se reanudaron.

En cuanto el junco de Ramayya desplegó las velas, una andanada de seis cañonazos por la banda de babor retumbó en la mañana. No acertaron, pero los surtidores de agua que provocaron las balas se izaron muy cerca del barco cham. Antes de que pudieran cargar de nuevo, el junco más pequeño se situó a popa del galeón. Algunas velas del mesana se hincharon al orientarlas a barlovento, pero el galeón apenas se movió. El comentario de Nagarajan a Piet fue más la expresión en alto de sus pensamientos:

—Parece que los que quieren continuar la navegación y presentar batalla están en popa. Los insurrectos en proa. Aquéllos están extinguiendo el fuego que les han provocado los otros. Éstos se disponen a continuar tirando la carga.

Skorka traducía a Piet. Bara Amón no desclavaba los ojos del galeón y, al igual que Lieu Quan, permanecía en silencio. Nagarajan los miró de reojo, porque se sentía inseguro y deseaba saber qué opinaban. Pero parecían estar igual de dubitativos que él mismo.

Durante quince largos minutos, nada cambió. El humo de popa del galeón se fue disipando. El junco de Ramayya permanecía detrás del barco español a bastante menos de cincuenta brazas. El junco capitán, a unas ciento cincuenta, mantenía su orientación al costado de babor del galeón.

Casi simultáneamente, el viento arreció un poco, se distinguió perfectamente que por la amura de proa algunos hombres reanudaron el desprendimiento de fardos y se desataron nuevos disparos de fusiles y pistolas.

Nagarajan no pudo aguantar más la situación e, indicando con gesto fiero el lanzamiento de la luminaria roja, aulló más que gritó la orden de abordaje.

Las velas se desplegaron rápidamente y se sintió un tirón enérgico en todo el junco. A la vez, los chams emitieron alaridos enardecidos de guerra. El junco pequeño también obedeció la orden y, desplegando sólo su vela de trinquete como un abanico vigoroso, se dirigió lo más lentamente que pudo al galeón sin perderle la popa. Ramayya trataba de darle tiempo a Nagarajan para que el abordaje fuera simultáneo a babor y estribor. El príncipe, con buen criterio, estaba haciendo un arco para aproximarse al galeón por la proa evitando así los cañones de babor.

Pero antes de que el junco capitán se aproximara a las cien brazas, las ocho velas principales del galeón se hincharon orientadas por cabos jalados por infinidad de brazos. El galeón giró en torno a sí majestuosamente y, antes de que Ramayya saliera del pasmo que le provocó la inesperada maniobra y tratara de huir, se vio a merced de los veinte cañones de los pañoles de estribor. La borda de ese mismo costado se vio erizada por muchas decenas de figuras humanas fusil en ristre. Y el vendaval de hierro y fuego se desencadenó sobre el junco de los cortesanos a menos de treinta brazas.

Nagarajan abrió desmesuradamente los ojos. El galeón ocultaba al junco de Ramayya y no podía calcular los destrozos producidos por el ataque de los españoles, pero le quedaron claras dos cosas: que había habido añagaza y que el otro junco, por lo menos, estaba desarbolado cuando no hundido.

Antes de que pudiera reaccionar, del costado de babor del galeón largaron una nueva andanada dirigida a ellos. Seis proyectiles le alcanzaron produciendo daños variados, aunque uno había barrido buena parte de la cubierta provocando una explosión de astillas y fragmentos de todo tipo, incluidos de carne humana.

Antes de que Piet y Bara Amón lo conminaran a desistir del ataque, Nagarajan ordenó a Recán un cambio de rumbo que lo alejara del funesto galeón. Aún tuvo que soportar una andanada más, aunque no le produjo casi ningún daño, antes de salir del alcance de los cañones españoles.

El galeón, después de largarle tres andanadas más al junco que estaba a su merced, continuó la navegación y los chams sólo pudieron acercarse al desafortunado barco de Ramayya para rescatar a los supervivientes y ver cómo se hundía parsimoniosamente.

Aquélla era la noche más apropiada para celebrar la fiesta de las señas a bordo del San Venancio. El viento era un terral apacible y cálido, la luna estaría casi llena, al otro día desembarcarían y, en tierra, buscarían alivio a los enfermos y a sus angustias. El comandante organizaría el desembarco de forma segura, hicieran lo que hicieran los piratas. Éstos habían sufrido una derrota importante gracias a la añagaza ideada por el comisionado real y organizada por el comandante y el condestable don Eleuterio Barea, pero el papel desempeñado por todos había sido fundamental. ¿Qué más se podía pedir para tener el alma de fiesta?

Excepto los veinte o treinta tripulantes que durante toda la tarde se dedicaron a preparar la celebración, capitaneados por los estudiantes y algunos de los presidiarios, la cubierta estaba llena de corros ruidosos que rememoraban hasta la extenuación el comportamiento de cada uno durante la batalla. El simulacro de motín lo habían desempeñado a conciencia, pero el ataque al junco pirata era lo que los exaltaba por más que la mayoría hubiera disparado sus fusiles al bulto, las retiradas de las líneas de tiradores hubieran sido tumultuosas, las disputas e imprecaciones entre las quintas casi llegan a obligar a los soldados a usar la violencia contra los civiles y muchos más desbarajustes que se produjeron, pero allí estaba el resultado: de los dos barcos piratas no quedaba más que uno. De los cuatro juncos que comenzaron la aventura, dos los habían hundido ellos y otro el junco chino. A bordo había poco más de cincuenta soldados, por lo que casi todo el mérito estaba distribuido entre los civiles, según la reiterada apreciación de estos mismos. Los piratas ya no contaban como un peligro cierto. Quedaban los monos, de los cuales casi nadie se acordaba aquella tarde, y los pocos que hablaban de ellos mostraban su seguridad de que era cuestión de tiempo no dejar vivo ninguno de esos malditos bichos.

En cuanto acabó la cena, animada y bullanguera por más podredumbre que presentaran galletas y salazones, comenzó la representación ante el mamparo del castillo de popa. La joven madre que deleitó una vez a don Álvaro cantándole una canción de cuna a su hijo, entonó una melodía, también en chabacano, acompañada por una guitarra, una mandolina y un tamboril. La voz de la joven mestiza enterneció a todos, porque era realmente dulce a la vez que vigorosa. Los aplausos y halagos fueron copiosos cuando acabó la sonrojada muchacha.

Se encendieron unas toscas candilejas en el suelo, para preocupación de algunos marineros veteranos, y un estudiante hizo las veces de maestro de ceremonia. Tras un recital poético ingenioso y lleno de mordacidades, dio paso a una representación teatral. Cuatro actores vestidos de la manera más increíble, pues a nadie podían parecerse, simularon ser crueles piratas. Un joven y menudo español apareció lloroso ante ellos. Tras maltratarlo mientras gritaban en una jerga incomprensible gesticulando espantosamente, el bravo españolito se sintió ofendido y luchó denodadamente contra los cuatro. Terminaron por los suelos y el joven victorioso dio gracias a Dios y al rey de España.

Tras el tosco sainete, comenzó el Juicio Final. Ésa era la parte esperada por todos por ser la tradicional en todas las fiestas de las señas. El estudiante presentador dio paso a los jueces, al acusador y al defensor. Todos con mucha prosopopeya, embutidos en ropajes grotescos y pintarrajeados en extremo, dieron comienzo a la función.

El primer acusado que compareció ante el tribunal fue el capitán Dávila, para regocijo tumultuoso de todo el mundo. Era el estudiante más alto de todos que vestía medias blancas, calzón pardo oscuro y camisa inmaculada. A lo largo de sus correajes terciados e iguales a los que usaba el comandante de la fuerza, colgaban cartuchos, cuernas y bolsas de balas. De su cinto pendía una espada. Cuando el acusado habló se desataron las risas, porque imitó a la perfección el acento sevillano del comandante así como su tono seco y cortante.

El cargo contra él fue haber hecho trabajar mucho a la gente. La defensa, animada por todos, se basaba en que gracias a él estaban venciendo a los piratas. Fue condenado para indignación general. El castigo consistió en sufrir un manteo. Pero uno de los jueces, el más magnánimo, invitó al verdadero comandante a salvar al actor. Si acertaba a darle un tiro a una escudilla que colocarían en el otro castillo, el reo quedaba exonerado de culpa. El comandante aceptó, se organizó el tiro al blanco, acertó y se desató de nuevo la algarabía.

Los dos siguientes juicios fueron también muy celebrados. Al capitán le siguió don Álvaro como reo. Los estudiantes, realmente, se habían esforzado mucho en preparar aquella parte de la comedia. Tan bien caracterizado estaba el actor que nadie supo adivinar cuál de los estudiantes era en realidad. Iba vestido de negro y su abundante ropa imitaba a la perfección la corpulencia de don Álvaro. Tenía las cejas tiznadas algo exageradamente de negro y los pelos mostraban las mismas vetas plateadas que tenía el comisionado. Sólo habían dejado prendida una candileja y, a la luz de ella y de la luna, deambulaba el cómico en actitud pensativa por el angosto espacio escénico. De pronto, sigilosamente a sus espaldas y para regocijo general, surgió Feliciano con las manos a la espalda ocultando algo. Seguía los pasos del comisionado sin que la concentración de éste le permitiera percatarse de ello. El joven, dando muestras de una inesperada habilidad histriónica, empezó a hacerle burlas y morisquetas a sus espaldas para jolgorio de la gente. Cuando el falso comisionado se volvió de repente y vio al zagal, éste le mostró bruscamente un pescado y un pizarrón para congraciarse con él. El comisionado hizo gestos admonitorios exagerados y continuó su deambular meditabundo.

El cargo contra don Álvaro fue haber tardado mucho en dar con los asesinos. El castigo consistió en salir a escena y continuar meditando. Don Álvaro lo hizo imitando al actor y se ganó un fuerte aplauso.

La siguiente fue la representación más elaborada y aparatosa. El loco Oliveira imitó muy burdamente al condestable don Eleuterio Barea, pero lo que desató la euforia fue que encendió bengalas e hizo explotar petardos que el propio artillero le había preparado para la ocasión. Cuando acabaron los sorprendentes estruendos y llamaradas, la alegría fue incontenible. El cargo contra don Eleuterio fue haber ensordecido a la tripulación. El castigo consistió en hacerle cantar una canción bonita y armoniosa acompañado sólo por un pífano. El condestable cantó rematadamente mal, pero los aplausos y vítores que cosechó al concluir fueron tan intensos como los anteriores o más.

La representación se aguó cuando los estudiantes comenzaron a imitar y zaherir a los oficiales y pasajeros de postín del galeón. Muchos desaparecieron y ninguno accedió a participar en la broma. Los abucheos e insultos llegaron a dividir a la gente, porque a muchos les parecieron excesivos y quisieron cortarlos. Hubo que dar paso a otros entretenimientos sin llegarse a juzgar a los clérigos tal como estaba previsto.

La noche continuó con canciones, competiciones de cuerda y muchos otros juegos que la gente añoraba de los primeros meses de navegación.

La consternación y el desconsuelo se desataron entre los chams cuando los supervivientes del ataque del galeón terminaron de subir al junco capitán. Habían muerto veintiún marineros, entre los cuales había seis holandeses. De los dieciséis heridos, tres no sobrevivirían y otros cuatro tenían un futuro incierto. El cirujano armenio se aprestó a utilizar todo su saber en amputar miembros y cauterizar heridas de astillas y balas. La rabia y la tristeza se dibujaban en todos los rostros. En el puesto de mando, Nagarajan mantenía una actitud hierática ajeno a lo que acontecía en cubierta. Su mirada estaba fija en el galeón.

Un ligero tumulto le hizo dirigir la mirada a la base del castillo. Ramayya, uno de los dos cortesanos que habían sobrevivido, subía la escalera hacia el puesto de mando con pasos inciertos. Nagarajan vio que estaba herido de bala en un hombro. Muchas voces se acallaron temiendo que se fuera a desatar una fuerte disputa entre el cortesano y el príncipe.

Ramayya apoyó la espalda en la baranda, jadeante después del esfuerzo que había hecho para subir la escalera, y se quedó mirando a Nagarajan mientras se agarraba la herida. Éste lo miró displicentemente.

—¿Sabes qué te digo ante todos? —El silencio se extendió por la cubierta esperando las palabras de Ramayya—. Que tu actitud y falta de juicio…

Como un relámpago, la espada del príncipe surgió de su vaina y surcó el aire. Con el rostro desencajado por la furia, asestó tan violento tajo al cortesano que hizo exhalar un gemido a todos. El alfanje había hendido la carne desde la base del cuello hasta la mitad del pecho. Nagarajan puso un pie en la cintura del tambaleante Ramayya y extrajo la espada de un fuerte tirón. El cortesano cayó primero de rodillas y después se derrumbó a los pies del príncipe. Éste, sin dudarlo, se separó unos pasos rápidamente y asestó un nuevo tajo hacia el suelo. Toda la tripulación estaba sobrecogida, y aún más se espantó cuando vieron al príncipe erguirse con la cabeza del cortesano agarrada por los pelos en la mano izquierda y con la derecha enarbolando la espada sangrante. La expresión de su rostro era de una fiereza inaudita. Su voz sonó lenta y trémula de ira:

—¡Juro por Brahma que éste será el fin de quien me desafíe! ¡Juro por Brahma que éste será el fin de los españoles! ¡Por Brahma!

El último grito desgarrado del príncipe lo exhaló a la vez que lanzaba con todas sus fuerzas la cabeza de Ramayya hacia el mar. Pero lo hizo con tan poco tino que chocó contra uno de los cabos de la jarcia. La cabeza terminó rebotando sordamente sobre la cubierta. Muchos se apartaron del despojo, algunos incluso riendo, y cuando la cabeza cayó al mar empujada con espadas y palos, las miradas se volvieron hacia el castillo. Pero el príncipe Nagarajan ya había desaparecido.