13

Dos días más tarde, don Álvaro y su fámulo Feliciano se habían sentado, justo después del Ángelus Domini del mediodía, en la cureña de un cañón de los primeros pañoles de proa. Se había nublado y el viento arreciaba. Feliciano se encontraba a gusto con él, porque aquel señor tan adusto era muy respetado y casi nadie le hablaba, más que nada por timidez. En cambio, él sabía que le toleraba con agrado sus impertinencias. Feliciano, una vez que se le había pasado en parte el espanto causado por los crucificados y la reaparición de los piratas, volvía a disfrutar mortificándolo con su escepticismo en cuanto a las cosas que le enseñaba.

—Debería darte un buen capón, Feliciano, pero eso me desagrada y además no tengo ánimos.

—Pero, don Álvaro, es que se me escapa la utilidad de saber las cosas que usted quiere que aprenda. ¿Para qué me ha de servir saber las principales ciudades de los virreinatos? Aprender de memoria versos de Lope de Vega, ya me dirá. Y lo de las cónicas, es el remate del tomate. Si le doy un tajo a un cono al bies, sale una elipse. Muy bien. Si el tajo no es oblicuo sino que, por casualidad, le da bien dado al eje del cono, sale un círculo. Fantástico. Y ya para colmo, si el viaje pilla la base del cono, zas, tenemos una hipérbola. Ea, pues ahora dígame qué provecho le saco yo a todo eso.

—Un capón es lo que te mereces por no hacer los ejercicios que te mando. Pero al menos veo que lo de las cónicas lo has aprendido. En fin…

—Don Álvaro…

—A ver.

—Usted ha estado en muchas guerras, ¿verdad?

—¿Y qué?

—Pues que me cuente cosas de la guerra. Al fin y al cabo, con esos piratas estamos en guerra, ¿no? Esos asuntos son los que me pueden ser útiles.

—Mira, Feliciano, se te alcance o no su utilidad, las cosas que trato de enseñarte son las que más te convienen.

—Pues mire usted, don Álvaro, aquí lo único que hay es hambre, enfermedad y canguelo. Con Lima, capital del Perú, La Dama Boba y la hipérbola, hacemos un buen apaño a los tres asuntos.

—¡Cangüendiez, zagal! Anda y lárgate por ahí que no estoy de humor.

Pero Feliciano no se fue, porque estaba arrepentido de haberle faltado a su protector.

—Perdone, don Álvaro. Mi madre le da las gracias por la melaza contra el escorbuto.

—Dile que no hay de qué. ¿Tú te tomas las dos cucharadas diarias que te dije?

—Sí, de verdad.

—Bien.

Quedaron los dos en silencio hasta que el muchacho lo rompió tímidamente.

—Está usted enfadado porque no da con los asesinos, ¿no?

Don Álvaro miró a Feliciano y apreció su rostro y compostura. Su madre lo tenía siempre limpio y con el pelo muy corto. A pesar de los harapos que vestía, tenía buen aspecto. En su rostro aniñado sólo destacaban los ojos negros, grandes, brillantes e inquietos. Su mirada era de una franqueza inusual que a don Álvaro le complacía mucho.

—¿Por qué sabes tú que ando detrás de los asesinos?

—Porque todo el mundo lo dice. Aquí todos dan ideas de quiénes son y cómo pillarlos. Todo el mundo gallea sobre los piratas. Pero al final, dice mi madre, y yo lo noto, que en los únicos en quienes confían es en usted y el sevillano.

—¿El sevillano? Ah, el capitán Dávila.

—Es comandante, no capitán.

—Tienes razón. El comandante Dávila.

—¡Ése sí que es bueno! Tris, tras, zas y sanseacabó. —Feliciano mostraba su entusiasmo dando mandobles al aire. Se calmó y añadió apaciguador—: Mejorando lo presente, claro.

—Al comandante es a quien te gustaría tener como maestro, ¿no, zascandil?

—Hombre, claro… Perdone. —La excusa de Feliciano había sonado deliberadamente cansina—. Ya no lo importuno más, don Álvaro. ¿Me puedo ir?

—Sí, ve a brujulear que es lo que haces a todas horas, pero no pierdas de vista en ningún momento tu quinta. —Por consejo del capitán Dávila, doña Marta y Feliciano se habían reintegrado a sus quintas—. El tiempo se está poniendo malo, así que, si vas a pescar, abrígate.

—Ya he pescado esta mañana. Mi madre le está preparando a usted un bonito que se va a chupar los dedos.

Feliciano ya estaba de pie cuando se volvió hacia don Álvaro con la intención de decirle algo pero dudando.

—¿Qué te pasa ahora?

—No quiero zaherirlo más, don Álvaro, pero, en realidad, el bonito no lo he pescado yo, sino… adivine quién.

—¿Quién?

—El mono Bartolo.

—¿El mono Bartolo?

—Sí, señor, Bartolo es quien ha pescado el bonito que se va a manducar usted después. ¿Y quién le ha enseñado a pescar? Pues yo. Eso es enseñar cosas útiles. ¡Adiós, don Álvaro!

—Adiós, bribón.

Don Álvaro estuvo unos instantes con la sonrisa en los labios y después se levantó dispuesto a enclaustrarse de nuevo en su camarote.

Deambulando por la cubierta observó a la gente en sus quehaceres y entretenimientos. El galeón navegaba un tanto escorado y con buena marcha. Los estudiantes hablaban quedamente en corro, unas mujeres se afanaban ya en los peroles sobre los fogones, otras desplumaban las últimas gallinas, algunos marineros baldeaban y otros tensaban cabos y velas, los soldados patrullaban armados e indolentes.

Todos los rostros estaban serios y macilentos por la vigilia y el ayuno. El estado de los enfermos menos graves se adivinaba por su mirada perdida y enrojecida. Los más graves estaban en las bodegas atendidos por el cirujano, los dos médicos y varios hombres y mujeres como ayudantes voluntarios.

Empezó a llover y muchos se refugiaron en los pañoles. Don Álvaro apretó el paso y, estando ya cerca del castillo de popa, vio a Oliveira sentado sobre unas cordadas de maromas bajo el voladizo del timón que manejaba Julián Santos. Como siempre, el veterano marino estaba entretenido en su filástica. Don Álvaro fue a saludarlo, pero la lluvia arreció, por lo que se quedó donde estaba observando al marinero y esperando a que amainara un poco la lluvia.

A don Álvaro le llamó la atención que detrás de Oliveira, a una altura un poco superior, se encontrara Bartolo. Don Álvaro sonrió recordando lo que le había dicho Feliciano del mono. La sonrisa se le acentuó cuando descubrió que Bartolo trataba de imitar a Oliveira en su quehacer. El marinero movía sus dedos ajados y ágiles entrelazando las mechas de cabos viejos dando forma regular a una nueva cuerda. El mono, tras mirar durante unos instantes con una fijeza absoluta la faena de Oliveira, se concentró en sus mechas y trató de hacer lo mismo, pero el resultado fue desastroso. Don Álvaro volvió a mirar la lluvia. Arreció aún más. Se relajó y continuó observando a Oliveira y a su extraño pupilo. Bartolo no conseguía trenzar apropiadamente las hilachas de cáñamo viejo por más que se esforzaba.

La lluvia se fue haciendo más suave y don Álvaro decidió irse a su camarote. Pero en ese instante, lo detuvo la extraña actitud del mono Bartolo. Compuso una mueca insólita y, en silencio, abrió la boca como para gritar mientras alzaba las manos al cielo. Enseñando los dientes, lo que hacía aún más horrible su mueca, trató de destrozar su burda tarea de filástica. La dejó caer después y, acercando las manos a su cabeza, agarró sus propios pelos y se tiró fuertemente de ellos. Después, se quedó mirando fijamente la nuca de Oliveira. Tenía los ojos enrojecidos. Don Álvaro, tras la sorpresa que le causó la actitud irascible del mono, sonrió de nuevo y se fue a su cuarto.

Piet van de Derck se encontraba junto al piloto Recán, que entonces, a media tarde, estaba manejando el timón. El temporal arreciaba y la navegación era complicada. Por una parte tenían que capearlo de la manera adecuada, y por otra no podían alejarse en exceso del galeón español. De vez en cuando, Recán le cedía el timón al holandés.

Piet estaba animado después de haber pasado mucho tiempo temiendo por su empresa y por su vida. Que el príncipe Nagarajan se hubiera impuesto a los cortesanos y que hubiera aparecido el galeón le había alegrado mucho. La crucifixión de cadáveres y la construcción de las burdas balsas donde clavaron las cruces, con maderos provenientes del junco chino le habían consternado, pero empezaba a olvidar el incidente.

Había hecho cálculos de la posición y consideraba que pronto habrían de enfilar las crujías hacia el ecuador. Si el viento continuaba siendo tan portentoso y favorable, verían tierra californiana pronto a pesar de la lentitud del galeón. Desde hacía ya quince días, tres balandras con marinos holandeses y novohispanos, camuflados de pescadores, debían de estar patrullando el mar de las islas esparcidas entre el poblado de Los Ángeles y el de San Diego. Por allí, ciertamente, habría de pasar el galeón. El navío estaría al abrigo de cualquier ensenada esperando noticias de las balandras sobre el avistamiento de los juncos y el barco español.

El ataque se llevaría a cabo, seguramente, antes de llegar al cabo Falso, remate de la península de la Baja California. Un par de días de persecución antes de la batalla serían suficientes para que los chams y ellos mismos recobraran fuerzas con buenos alimentos y agua fresca. Muchas cosas podían fallar, pero el esmero con que Piet había preparado aquella aventura y el hecho de que seguramente lo más difícil se había llevado a cabo según sus planes, lo llenaban de optimismo. Había perdido la goleta y algunos de sus hombres en las Marianas, pero allí estaban después de cinco meses de proceloso viaje en compañía de aquellos temibles piratas.

Piet no podía evitar soltar la rienda de sus sueños en los momentos más aciagos del viaje, porque le ayudaba a superar las incertidumbres, miedos e incomodidades. La navegación en el navío de regreso desde América hasta Holanda, rodeado de los suyos, sería el viaje más feliz y placentero que hubiera realizado en su ya larga vida marinera. Recordaba a los fieles amigos y navegantes que le esperaban en California y sentía vaharadas de alegría, en menos de diez días estaría la empresa concluida y, muy pocos días más tarde, las bodegas del navío estarían repletas de oro y plata. En Holanda se convertiría en un hombre mucho más rico de lo que le correspondía por cuna y esto ya era mucho. Aquello no sería más que el comienzo de una nueva vida.

Empezaría erigiendo una de las más bellas mansiones de Amberes y se dedicaría al excitante quehacer de multiplicar su fortuna. Haría los fletes y consignaciones más osados de la marina mercante holandesa. Quizá comprara unos astilleros que construirían barcos diseñados por él mismo para la navegación por placer. Sus yaghts serían famosos en el mundo entero. Y después, cuando su fortuna fuera incalculable y la vejez inminente, se adentraría en el también excitante quehacer político. Sí, aquello estaba siendo el punto de partida de una aventura mucho más rica y apasionante que la que había vivido hasta entonces. Piet sonrió para sí mismo concluyendo que arriesgar la vida y su no magra fortuna como las estaba arriesgando, merecía la pena.

Cuando Piet llevaba ya un buen rato disfrutando de la navegación agitada enfilando el junco a portentosas olas de cuatro o cinco varas, vio que Jan Valtener trataba de llamar discretamente su atención. A Piet lo molestó aquella interrupción, pero, después de unos minutos, le cedió el puesto a Recán con un gesto de agradecimiento.

—¿Qué pasa, Jan?

La actitud del veterano marino holandés era intranquila e insegura.

—No lo sé, pero estoy preocupado. Hace un rato, cuando estuvimos navegando bastante cerca del otro junco, dos de los nuestros que van en él nos hicieron unas señas inquietantes.

—¿Señas inquietantes? ¿Qué creen ustedes que les querían decir? ¿No los vieron los chams?

—Creo que no, y eso fue lo que más nos inquietó. Trataban de disimular y que sólo nosotros, tres hombres que andábamos por la amura más cercana a ellos, nos diéramos cuenta de lo que querían decirnos. Los tres entendimos que nos indicaban que en el otro junco hay jaleo.

—¿Jaleo? ¿Un motín o algo así?

—Algo así.

Piet quedó meditabundo y, al cabo, dijo:

—¿Sabe usted si algún cortesano se quedó aquí después de la asamblea?

—Los cinco embarcaron en el otro junco. Usted estuvo en la asamblea, ¿cree que los cortesanos están planeando algo contra el príncipe?

—Podría ser. Pero sólo lo harían si estuvieran muy seguros de que la mayoría de los piratas se les uniría. Ellos saben mejor que nadie cómo se las gasta Nagarajan. No creo que estén tramando una rebelión. Aunque, por otra parte…

—¿Qué?

—No sé… Ramayya parece muy seguro de contar con la aquiescencia del rey de Champa. Hay que estar alerta. Dígales a todos que estén listos y que, al primer atisbo de motín, la consigna es ponerse a favor de Nagarajan sin dilaciones ni ambages. ¿Entendido?

—Entendido.

Don Álvaro se encontraba de nuevo abatido. Había pasado toda la tarde repasando sus pliegos, tablas e indicios y no encontraba nada que le hiciera ver la más débil luz acerca de los asesinos. La única solución al misterio era que la banda organizada estuviera bien juramentada y fuera numerosa. Seguramente había quintas completas implicadas. A dilucidar eso era a lo que había dedicado el mayor esfuerzo.

Las quintas las había organizado el capitán Dávila sobre bases inciertas. En realidad, lo que hizo fue aprobar las listas ya elaboradas. Los tenientes y suboficiales fueron los que distribuyeron a la gente. Y lo hicieron con los únicos criterios de que en cada quinta hubiera un soldado y no más de una mujer o niño. Al resto los fueron eligiendo por motivo de servicio de los marineros, de vecindad desde el embarque e incluso de afinidades personales. De esa manera, ¿cómo diablos iban a caer juntos grupos de facinerosos? El caso es que don Álvaro estuvo repasando todas las tablas de las quintas y sólo encontró dos de ellas, formadas por mestizos tagalos, susceptibles de contener confabuladores. Sin embargo, don Álvaro estaba casi seguro de que ninguno de ellos era rubio.

Apagó el candil y la bujía y se tumbó en el camastro. Por el ventanuco entraba la pálida luz grisácea de aquella tarde borrascosa. Las maderas del galeón crujían lastimeramente. Hacía calor y el incesante movimiento lo acentuaba. Don Álvaro quiso dormir. Pensaba que era un buen remedio cuando la mente se le bloqueaba, pero sabía que si se dormía a aquellas horas la noche sería larga, porque lo apresaría el insomnio.

A los quince o veinte minutos de permanecer en un aturdido duermevela, don Álvaro abrió de repente los ojos. Desmesuradamente. A continuación respiró agitadamente y exhaló un grito ronco que lo ahogaba. Se incorporó en la cama con la mirada enloquecida. Un movimiento brusco del barco lo tumbó de nuevo en el camastro y a continuación se incorporó trastabillando. La oscuridad ya era casi absoluta en el camarote. Don Álvaro se sentó agarrado al tablero de trabajo y continuó completamente ido.

En un momento dado, después de estar en aquella actitud muchos minutos, tomó consciencia de su estado y se esforzó en relajarse. Podría ser, podría ser. Se tapó la cara con las dos manos mientras susurraba casi imperceptiblemente:

—Monos, monos…

Aquélla, sin duda, era la idea más grotesca de todas las que se le habían ocurrido, salvo… que todo podía encajar. Conforme pensaba, presa de la más ardiente excitación, don Álvaro tenía incrustada en el cerebro la imagen de Bartolo. Pesaría entre dos y media y tres arrobas, lo que le daba fuerza suficiente para muchas cosas. Y una agilidad extrema. En la cabeza destacaban la mandíbula prominente y el cráneo huido hacia atrás, así como unos ojillos verdes rojizos. Su expresión era sempiternamente adusta. Tenía bigotes y cejas coloreadas tendiendo al azulado, pero el cuerpo lo tenía cubierto de un pelo corto, algo crespo y en algunas zonas era… rubio. Don Álvaro recordaba algunos monos africanos y muchos americanos, pero Bartolo no se parecía a ninguno por más que tuviera cierto aire parecido a aquéllos. ¿Cuántas especies de monos habría en Asia?

El náufrago Ramón había introducido en las Marianas un número indeterminado de monos durante el nuevo arrumaje de la carga del galeón. Allí fue donde apareció Bartolo. Tuvo buen cuidado el extraño personaje de dejarlo al descubierto. Nadie se extrañaría de ver a un mono, por muchos que fueran los embarcados. Se parecerían entre sí y nadie distinguiría claramente a unos de otros. Sólo tenían que cuidarse de ir solos, nunca acompañados. ¿Cuántos serían? Don Álvaro no pudo evitar un estremecimiento al pensar que en aquel laberíntico galeón bien pudieran ser muchos los monos infiltrados.

Eran capaces de comer cualquier cosa, incluso ratas o insectos. Al principio, cuando Ramón aún estaba a bordo, las víctimas las elegía él y se lo indicaba por señas a los monos. Los pequeños cuchillos encontrados bien pudieran ser manejados por manos como las suyas.

Cuando Ramón huyó, los monos siguieron asesinando a su libre albedrío. ¿O tenían algún criterio? ¿Seguirían una pauta? Habría que investigarlo. Los monos denunciaban la presencia del galeón encendiendo luminarias rojas por la noche desde el extremo del último mastelero del palo mayor. Tenían agilidad para ello, incluso para escapar con celeridad trepando por los estays y los obenques como escapó el que él mismo descubrió. Pero los destellos sólo duraban unos segundos. ¿Vigilaban desde los juncos toda la noche el horizonte completo esperando distinguir el destello? Eso era muy improbable.

Pero don Álvaro no podía imaginar que los monos llegaran a tener noción clara del tiempo ni forma con qué medirlo. Su inteligencia, o al menos su capacidad de aprendizaje, podría ser muy grande, pescar no era tarea difícil pero tampoco trivial y Bartolo había aprendido, pero de ahí a saber a qué hora debían emitir el destello había un trecho. Y mantener organizada una banda era aún más difícil. Aunque don Álvaro recordaba haber leído que los monos vivían en comunidades muy jerarquizadas. Podría ser, podría ser.

El capitán Dávila hirió a uno de ellos y éste fue sustituido por otros. Podían estar escondidos en cualquier rincón de los infinitos recovecos de la carga del galeón. Podían salir por la noche a tomar el aire y buscar agua y comida.

Los chinos del junco necesitado reconocieron a uno de los monos. Don Álvaro, ya en completa oscuridad, empezó a sudar cuando recordó el incidente de los chinos. Supieron instantáneamente que el galeón iba infestado de monos como aquél y que por ello la tripulación estaba irremisiblemente perdida. Temieron más que aquellos espantosos seres pudieran pasar a su junco que a las consecuencias del problema por el que pedían ayuda. O sea que los monos seguramente sabían nadar. Don Álvaro pensó que aquellos chinos consideraron inútil tratar de advertirles del peligro que llevaban a bordo. Quizá lo hicieron, pero nadie los entendió cuando gritaron despavoridos. Salvo aquel marinero que comprendió la palabra «asesino».

Don Álvaro se fue calmando poco a poco. Encendió el candil con manos temblorosas, se abrochó la camisa y se calzó. Tenía que hablar con el capitán Dávila. Alguien tan escéptico, realista y pragmático como él podía mostrarle claramente lo descabellado de su sospecha.

Lieu estaba expectante junto a la baranda de popa. Bara Amón se hallaba muy cerca de ella, pero oculto entre dos barricas de agua. La noche no era demasiado oscura debido a las nubes espesas que se deslizaban veloces a causa del fuerte viento. Con frecuencia regular, la luz débil de una luna en cuarto creciente se dejaba entrever, pero tan escasa visibilidad no permitía distinguir la mole del galeón. Según Bara, pronto debería verse un destello rojo. Si no se veía, la situación sería grave.

El hombre y la mujer estaban en silencio. Había muchos ruidos en el junco, porque la navegación agitada y forzadamente lenta para no separarse del galeón exigía muchas maniobras desacostumbradas. Por ello, además de los ruidos propios del barco, se escuchaban voces y ajetreo en la cubierta superior y el puente de mando.

El destello se produjo. El galeón estaba donde se esperaba que estuviese, a barlovento y separado de los juncos no más de cien brazas. Lieu se relajó a la vez que oyó un suspiro de alivio a su lado.

—¿Temías que no se produjera el destello?

A Bara siempre le agradaba que Lieu hablara en su viet materno. Para él era un idioma casi tan extranjero como el sánscrito, pero aquella lengua le hacía recordar tierras y tiempos mejores.

—Sí, lo temía.

—¿Porqué?

—Anoche, tras el destello, se encendieron luces en el galeón. Nada sucede sin causa, quizá descubrieron a Mentó o a algún otro.

—Se hubieran escuchado disparos.

—El galeón estaba demasiado lejos.

—En cualquier caso, ya has visto que siguen enviando señales. Y tan puntuales como siempre. Cuando tú estabas en el galeón era muy fácil para mí observar, porque siempre ordenabas lanzar un destello a la misma hora. ¿Cómo lo hacen cuando tú no estás?

Lieu oyó que Bara se movía entre los toneles. De pronto, la menuda mujer tuvo un estremecimiento de pies a cabeza. Había notado la mano de Bara Amón en su tobillo. Era tan fuerte y tan suave… Cuando aquella mano fue subiendo y le envolvió la pantorrilla, Lieu cerró los ojos. Oyó un susurro a sus pies.

—Es muy fácil. —La mano seguía acariciándole la pierna bajo la tosca falda—. Hace mucho tiempo que Mentó y yo acordamos cuándo debíamos comunicarnos. —La cara interna del muslo de Lieu tremoló como bandera al viento y sus manos se aferraron crispadas a la baranda—. El sol nunca se pone a la misma hora, pero siempre se oculta. —La mano fue empapándose de jugo cálido—. Uno, cinco, dos. —La voz de Bara era queda, lenta y sibilante—. Y uno, cinco, dos. —Lieu se agitó convulsivamente mientras jadeaba sordamente—. Mentó y yo contamos las horas desde que se pone el sol de la misma forma con dos relojes de arena iguales. Una, cinco, dos… horas después del ocaso.

Lieu se iba calmando apoyada sobre los codos en la baranda y cabizbaja. No se había enterado de lo que le había dicho Bara, sólo había oído su suave voz y se había dejado llevar del frenesí provocado por su caricia. Tras permanecer en aquella actitud unos minutos, alzó la cabeza y dijo:

—Dime que tendremos éxito, Bara. Dime que seremos libres. Ya he cabalgado en las tormentas, ya he matado algunos tiburones en mar abierto, ¿cuándo desataré las cuerdas de la esclavitud? ¿Cuándo dejaré de inclinar la espalda por ser la concubina de alguien?

Bara quedó en silencio, sobrecogido por la rememoración del poema tradicional viet. Después, le dijo con firmeza:

—Pronto, princesa, pronto. Te juré que ningún tiburón estaría a salvo de nosotros. Te juré que ningún nudo quedaría por desatar. ¿Qué juramento he dejado de cumplir?

—Te amo, Bara. Lo único que he de agradecer a los dioses es que no hayan permitido que me seque. Tanto he padecido y es tanto lo que odio, que raro es que aún tenga capacidad de amar. Sólo te amo a ti, a nadie ni a nada más. Por eso, la orden principal que te doy es que vivas. Si tú mueres, mis únicas fuerzas no las emplearé en vengarte, sino en matarme. Vive, Bara.

Lieu desapareció de la popa con presteza. Tenía que comunicarle a Recán la posición del galeón.

Los ojos verdes del capitán Dávila refulgían a la incierta luz del candil en el camarote de don Álvaro. Éste le explicaba sus sospechas sobre los monos sentado en el borde de la cama. El capitán estaba sentado en la silla con un antebrazo apoyado en un muslo y una mano en la cintura. Tenía el torso adelantado y no prestaba atención al fuerte movimiento del barco. Cuando don Álvaro terminó su relato, el capitán se mantuvo exactamente en la misma actitud grave y hosca que había tenido mientras escuchaba. Al rato, dijo:

—¿No es un dislate, don Álvaro?

—Lo es. Pero puede ser un dislate real.

—Cierta lógica podría tener, pero… ¿Cómo diablos se le ha ocurrido a usted semejante idea?

Don Álvaro no se sentía incómodo por las dudas del capitán, bien al contrario, eran esas dudas las que estaba deseando que alguien le planteara.

—Se me ocurrió, porque la expresión de Bartolo ante su fracaso con la filástica fue de frustración, pero la mirada que le dirigió a Oliveira después fue de odio primitivo y puro. Creo que Oliveira está en peligro cierto y deberíamos hacer algo.

—Por lo que sé, Oliveira se ha pasado toda la vida en peligro cierto. Ya nos preocuparemos de eso más tarde. Lo que dice usted de los monos puede ser un disparate o no, ya se verá. El asunto es qué hacer ahora o, mejor, mañana, porque la noche no está para mucha más faena que no irnos a pique. Cargarnos al mono ése a las primeras del alba, no sé por qué, me parece mala idea.

A don Álvaro siempre le sorprendía gratamente que las intuiciones del capitán fueran en la misma dirección que las suyas.

—Efectivamente, capitán. Es una mala idea por varias razones. Las prioridades ahora son asegurarnos de que los monos son los asesinos, tratar de averiguar cómo actúan y, sobre todo, saber cuántos hay en el barco.

—A ver cómo se hace eso. Para lo último, tenga en cuenta que registrar las bodegas, aunque lo hemos empezado a hacer, ya le he dicho que es tarea ardua si no imposible.

—Concentrémonos en comprobar que son ellos los causantes de las muertes. Por muy listos que sean, si a estas alturas no somos capaces de superar a los monos en inteligencia, es que la humanidad se va irremisiblemente al garete. ¿Han podido hacer sus oficiales las indagaciones que le pedí sobre las víctimas?

—Sí, bueno… algunas. Aquí traigo estos pliegos. —El capitán sacaba de su camisa unos papeles con actitud un tanto avergonzada—. Tenga en cuenta que son militares, no escribanos ni… En fin, esto es lo que han hecho.

Don Álvaro se encajó los anteojos en la nariz y las orejas y se acercó al candil leyendo con atención las hojas en octavo que le había dado el capitán. Cada octavilla estaba dedicada a una víctima. Había muchos datos como la edad, el lugar de nacimiento, la raza, la ocupación, las características físicas, la fecha del asesinato, el lugar donde se encontró su cuerpo, las heridas… Don Álvaro fue pasando lentamente las hojas. El capitán esperaba sin alterar su gesto adusto.

De pronto, don Álvaro empezó a pasar las hojas con rapidez buscando algo febrilmente. El capitán le clavó la mirada y don Álvaro, al cabo, dejó las octavillas sobre el tablero y miró al infinito. No parpadeaba. Al capitán se le dibujó un rictus de fastidio y tamborileó imperceptiblemente con los dedos en el borde de la cama.

—Podría ser, podría ser.

—¿Qué diablos podría ser?

Don Álvaro miró al capitán como si acabara de entrar en el camarote.

—Usted y sus hombres han hecho exactamente lo que le pedí. Muchas gracias.

El refunfuño que rezongó el capitán lo notó don Álvaro y, después de disculparse, dijo con la mirada aún perdida:

—Tocar el laúd, bordar, tallar figuritas… y yo añadiría, pescar, hacer filástica, malabares con las cartas…

—¿Acabaremos, don Álvaro?

—Sí, capitán. Fíjese. —Don Álvaro cogió de nuevo las hojas—. Sus oficiales, muy acertadamente, han apuntado lo que solían hacer las víctimas. La señora Aguialda se pasaba el día bordando. El estudiante tocaba muy bien el laúd, el marinero Tabares se entretenía tallando figuritas de madera con un cuchillo. Remontándonos a mucho antes, recuerdo que el señor Sepúlveda mataba el tedio haciendo juegos de prestidigitación con los naipes. Y la filástica de Oliveira y la pesca de Feliciano. Hablando del infortunado Sepúlveda, posiblemente fue el único que vio a su verdugo antes de ser asesinado, por eso antes de morir estaba pasmado en lugar de aterrado.

—¿Cómo dice usted?

—Ya no es importante, capitán, pero es otra pieza más que encaja en este rompecabezas.

Don Álvaro volvió a su mutismo con la mirada perdida y brillante. El capitán Dávila dio otro resoplido. Don Álvaro lo miró y trató de explicar lo que le tenía absorbido el cerebro.

—Capitán, puede que sea otro dislate aún mayor que el que le he dicho, pero usted no vio la expresión de Bartolo cuando se desesperó al no poder imitar a Oliveira. La hipótesis es que el náufrago Ramón indicaba a los monos con señas cuál debía ser la víctima. Gente toda principal para el gobierno del galeón según su criterio: el general, el predicador al que seguía la mayoría en sus ritos y oficios religiosos, el timonel mayor, etc. Cuando Ramón huyó, los monos sabían que debían matar, pero sin saber a quién. Sólo podían tener un criterio: a quien les fuera fácil. Pero muchos monos, hasta donde yo sé y es poco, siempre han tenido la afición de imitar a los hombres. Estos monos deben de ser muy listos para hacer lo que están haciendo. O simplemente están muy bien entrenados. En cuanto se han visto sin su jefe, han comenzado a actuar guiados por su libre albedrío sujetos sólo al atavismo… La envidia…

—Don Álvaro, sin ánimo de molestar, ¿me quiere explicar sencillamente cuáles son sus temores?

—Sí, capitán. Estos monos saben que han de matar a gente principal. Pero sin nadie que se lo indique, ellos eligen. No tienen más criterio que considerar superior a aquel que es capaz de hacer cosas que a ellos les parecen superiores. Observan que jalar de cabos, baldear, extender velas, cocinar, etcétera, lo podrían hacer ellos sin dificultad. Quien sólo hace eso no es principal. Entonces observan que hay quienes hacen cosas que a ellos les parecen muy difíciles. Para asegurarse, lo intentan. Tocar el laúd, bordar, tallar… Se les hace imposible. Los que hacen esas cosas con facilidad son gente superior. A ellos son a los que hay que matar.

Los dos hombres quedaron en silencio mirándose fijamente. El capitán suspiró sonoramente y se relajó apoyándose en la cama.

—Ya sé, capitán, que todo esto le sigue pareciendo un desatino, pero a mí, en las circunstancias en las que estamos, se me da una higa hacer el ridículo. Si mañana organizamos una trifulca con Bartolo y una caza de monos, el peligro no es la chanza general, sino que los asesinos reales se replieguen y ataquen de nuevo en circunstancias más desfavorables para nosotros.

—En plena batalla contra esos piratas y los refuerzos que sin duda esperan.

—Exactamente. Así pues, hemos de asegurarnos de todo y tenderles después una trampa.

—¿Una trampa?

—Sí, capitán. Por lo pronto, mañana les dice usted a los oficiales que han hecho estas octavillas que pregunten a los amigos de los finados, con prudencia y disimulo, si Bartolo husmeaba en torno a ellos cuando bordaban, tallaban o tocaban el laúd. Si se confirma este extremo, urdiremos una trampa con algo de teatro. Quizá mañana por la tarde se inicie la cacería más dificultosa y extraña en las que usted, yo y cualquiera, hayamos participado jamás. Además, hay que pensar en cómo mantener viva la esperanza de esos astutos piratas.

El capitán continuó mirando a don Álvaro ceñudamente unos instantes hasta que, moviendo la cabeza de un lado a otro, dijo casi conmiserativamente:

—Buenas noches, don Álvaro de Soler y Fuendetodos.

—Buenas noches, capitán Dávila.