12

La luminaria anaranjada que brilló en el cielo de la mañana hizo enmudecer a los tripulantes de los cuatro juncos.

Nagarajan miraba ansiosamente la popa del galeón, que se alejaba, y al junco destrozado y humeante que tenía ante sí a menos de cincuenta brazas. A los otros dos juncos los ignoraba, porque sabía que los cortesanos no osarían desafiar la máxima pirata de muerte cruel a quien desobedeciera en plena batalla. La luminaria naranja era una orden clara: alto el fuego y atención.

Nagarajan consideraba que el galeón español, la presa codiciada por la que habían pagado ya un alto precio, podría ser suyo en menos de un mes. Pero allí estaba aquel junco, grande y extraño, cuya segura captura al abordaje prometía riquezas, pero también una lucha cruenta. Los chinos sabían que ellos no tendrían piedad con los sobrevivientes, y cualquier hombre trata de hacer pagar cara su vida si no tiene más esperanza que el horror y la ignominia. En el mar no hay cuartel, porque hacer prisioneros no tiene sentido alguno.

Por un lado, aquellos chinos estaban necesitados de la ayuda que seguramente pidieron a los españoles y éstos les negaron, tal vez estuviesen muy debilitados por enfermedades o faltos de agua y comida. Por otro lado, los infiltrados de Bara Amón continuaban en el galeón y bien podrían delatar su situación a los juncos antes de llegar a América. Si tenía suerte, Nagarajan podría hacer de aquélla la aventura más prodigiosa de su vida: apresar un gran junco chino y un galeón español.

El príncipe dejó de alternar la mirada de un barco a otro y, más tranquilo, la paseó por la cubierta del suyo. Descubrió a los trece holandeses cuchicheando entre sí y atendiendo a su jefe, el hombre rubio y grande. Estaban bien armados y parecían dispuestos a participar en el abordaje, aunque también podrían estar planeando la defensa común si la batalla se mostraba incierta en su resultado. No eran de fiar. Y aún menos fiable le pareció Bara Amón al príncipe cuando lo vio junto a Lieu Quan. Aquellas fieras sólo pensaban en ellos mismos y en el galeón español. Ya les llegaría su hora.

Al continuar observando la cubierta de su barco, en el rostro de Nagarajan se fue dibujando una sonrisa torva. Los dos centenares de hombres y mujeres apenas hablaban entre sí, pero sus actitudes eran enardecidas. Afilaban con esmero puñales y sables, comprobaban el estado de las pistolas y las carabinas y, al menos ocho parejas, fornicaban sin pudor.

El príncipe cham miró al cielo y palpó el viento con todo su ser. Miró después a sus quince o veinte hombres más fieles que no habían apartado la mirada de él y, tras suspirar hondo, hizo una seña a uno de ellos.

En cuanto la luminaria multicolor surcó el cielo, en los tres juncos chams se desató la euforia en forma de alaridos. Todas a una, las velas se desplegaron con la rapidez inusitada que les permitían sus nervios de bambú. Inmediatamente, se desencadenaron dos portentosas andanadas en las bandas del maltrecho barco chino. Para pasmo de todos los piratas, el junco cham más pequeño de los tres estalló en mil fragmentos. Los chinos habían alcanzado el cubículo de la pólvora que hacía de santabárbara. Sin duda, pensaron todos, aquellos canallas empleaban proyectiles con pólvora incendiaria. Además, estaban viendo los efectos en sus propios barcos. Aquella arma propia de chinos era temible en el mar, porque los incendios que provocaban eran difícilmente extinguibles.

Nagarajan dio un alarido incontenible y los dos juncos se aproximaron como una exhalación al navío chino. Antes de que los infortunados tripulantes pudieran cargar los cañones, el gran junco se vio invadido por las hordas chams.

La batalla, para estupor de los piratas, duró menos de un minuto. Todos los chinos, sin excepción según se comprobó poco más tarde, hicieron lo mismo: disparar contra los piratas y suicidarse después. La razón se hizo evidente conforme los chams ilesos fueron recorriendo el barco inspeccionándolo. La mayoría de los chinos estaban flacos y seguramente enfermos. Este extremo se fue confirmando porque muchos de ellos tenían el cuerpo cubierto de bubas pútridas.

Jan Valtener y Piet van de Derck concluyeron que los chinos habían contraído en Nueva España una enfermedad típicamente occidental contra la que su medicina, por ancestral y eficaz que fuera, nada podía hacer. Por eso, seguramente, quisieron pedir ayuda a los médicos y cirujanos españoles del galeón.

Los holandeses se dispusieron a advertir a Nagarajan de un posible contagio, pero la euforia se iba apoderando de los chams conforme descubrían el botín apresado. Los chinos, sin duda, eran contrabandistas que, burlando las órdenes españolas, traficaban con Nueva España compitiendo con el galeón oficial. A pesar de que había arcones diseminados por la cubierta, seguramente porque los chinos habían tratado de tirar muchos al agua antes de que cayeran en manos piratas, en la bodega había más de cien de ellos repletos de plata. No era una riqueza comparable a la que podían obtener del galeón, pero suponía una fracción muy significativa.

El júbilo y el dolor se entremezclaron en los chams porque, a la vez que la plata, descubrían que las víctimas del abordaje habían sido cuantiosas entre sus filas. Los chinos habían cobrado cara su fatalidad. Aquella riqueza compensaba con creces las desdichas pasadas en el proceloso viaje, pero los barcos perdidos así como los muertos y heridos habían sido demasiados. Sólo quedaban dos juncos y bastante menos de trescientos piratas vivos contando a los heridos de diversa gravedad.

Entre la euforia y los llantos, Piet van de Derck logró que Nagarajan lo escuchara con ayuda del atemorizado armenio. Su consejo era que debían cargar la plata cuanto antes y abandonar el barco para no contraer la enfermedad que había abatido a los chinos. El holandés quedó atónito cuando un enigmático príncipe, con Lieu Quan a su lado, dio ciertas órdenes que el armenio le tradujo apesadumbrado. Conminaba a sus súbditos a cargar en el junco capitán, además de la plata, todos los cadáveres de los chinos que no presentaran síntomas de la enfermedad.

El galeón era el centro de una nube transparente y hedionda que se deslizaba a ras del mar. El terror, como la peste que emanaba de la sentina e inundaba los infinitos recovecos de las cubiertas, se había adueñado de los tripulantes. Con intervalo de una hora, se habían encontrado degollados a un hombre y una mujer. Los habían matado en pleno día. Poco duró la alegría de haber dejado atrás la siniestra cohorte de piratas que durante varios meses los había seguido.

Don Álvaro llevaba buena parte de la tarde encerrado en su camarote trazando en las cartas náuticas posibles derrotas que aceptaban los marinos expertos. Por el ventanuco entraba el rumor de las honras fúnebres que se estaban oficiando fuera. Los crujidos del maderamen sonaban tenues porque la navegación era tranquila.

La recomendación de Jerónimo Gálvez, si la longitud estimada era la correcta, consistía en mantenerse en los 40° Norte el máximo tiempo posible. Hasta casi llegar a América, al contrario de lo que se hacía tradicionalmente. Las ventajas eran dos. Si se buscaban los treinta prematuramente, los vientos podían ser inciertos, incluso favorables, pero las corrientes se mostraban invariablemente contrarias. Mantenerse en los cuarenta aseguraba viento en popa y corrientes suavemente a favor. El riesgo de verse azotado por vendavales en aquella época del año era mayor, pero si había premura, incluso esto favorecía las singladuras. La otra ventaja era evitar la subida de temperatura que conllevaba disminuir la latitud. Todos los alimentos, en mayor o menor grado, estaban podridos. El escorbuto ya había hecho presa en cuarenta y dos tripulantes. Según el señor Céspedes, el número de enfermos, no sólo de escorbuto sino de las más diversas enfermedades que atacaban a los más debilitados, aumentaría cada día que transcurriera. Los enfermos podrían sanar si comían pronto frutas y verduras, pero irían muriendo cada día que pasara después de un cierto límite. Sí, concluía don Álvaro, la recomendación de Calvez era la más apropiada para llegar cuanto antes y evitar la podredumbre: mantenerse en los cuarenta hasta tener señas claras de la proximidad a América.

Pero quedaba el segundo problema grave. ¿Habían renunciado los piratas a la caza del galeón y se habían conformado con las posibles riquezas obtenidas de los infelices chinos? Si era así, ¿por qué los infiltrados continuaban aterrorizando al galeón? No, seguramente los piratas tratarían de encontrarlos de nuevo y, entonces, ¿no sería mejor trastocar la lógica de las recomendaciones de Gálvez? ¿Tendrían aquellos canallas tanta experiencia marinera como el bravo piloto cartagenero? No, seguir la ruta aconsejada por el antiguo piloto era lo más seguro dadas las circunstancias.

Al oír don Álvaro el chapoteo del primer cuerpo arrojado al mar, levantó la cabeza del tablero y quedó meditabundo. Cuando se escuchó el golpe sordo del segundo contra las olas, don Álvaro ocultó el rostro entre las manos.

La habitación del príncipe Nagarajan se fue llenando de gente. El movimiento del junco era suave y acompasado. Conforme iban entrando, el interés de cada pirata se centraba en escrutar a los demás. Saber quiénes habían sido convocados por el príncipe era un dato esencial sobre cómo se podría desarrollar aquella asamblea. La inquietud se fue adueñando de todos. Los cinco cortesanos que quedaban vivos, entre ellos Ramayya, así como Piet van de Derk, se miraron gravemente porque, por primera vez, el príncipe se veía rodeado por seis de sus marineros más fieros. Y allí, uno al lado del otro, también estaba la enigmática pareja formada por la menuda Lieu Quan y su secuaz Bara Amón. Cuando terminaron de acomodarse y las miradas se dirigieron hacia el príncipe, éste habló con firmeza:

—Desde que partimos de Champa, hemos perdido tres barcos, contando la goleta holandesa, y ochenta y seis personas. Hemos capturado muchos miles de yuans en plata. Tenemos treinta y dos heridos y cada día que pasa enferma más gente a bordo. Llevamos agua suficiente para mucho tiempo, pero la necesidad de comida fresca va a ser imperiosa pronto. No podemos regresar a Champa sin tocar antes tierra y aprovisionarnos bien. Podríamos buscar el galeón español, pero, sin alimentarnos adecuadamente, será difícil atacarlo con éxito, a menos que el navío holandés nos ayude tal como estaba previsto. En cualquier caso, perseguir al barco español nos llevará más tiempo que ir directamente a América. Según Recán y el holandés, podríamos llegar en diez o quince días. Antes de decidir, deseo escucharos.

El silencio se hizo espeso en la atiborrada estancia. Ramayya lúe quien lo rompió con palabras afiladas:

—¿Cuántos de los ochenta y seis muertos nos han hecho los españoles?

Nagarajan lo miraba como un águila y se mantuvo pertinazmente callado durante unos largos segundos antes de responder:

—Tú lo debes de saber mejor que yo, puesto que los españoles te han derrotado dos veces y a mí ninguna.

Ramayya encajó el golpe pero, tras apretar los labios, continuó hablando.

—Los españoles nos han derrotado dos veces causándonos muchas pérdidas, mientras que ellos apenas han sufrido por nuestra persecución. —Skorka cuchicheaba al oído del holandés y Bara Amón sintió, más que vio, la furtiva mirada que le dirigió Lieu—. Con sólo dos juncos, diezmados, hambrientos y enfermos, los españoles nos derrotarán irremisiblemente si nos enfrentamos al galeón. Vayamos a tierra cuanto antes, busquemos alimentos y agua, y regresemos a Champa.

Los rostros seguían siendo inexpresivos, aunque en los cortesanos se adivinaba la aprobación a la propuesta de Ramayya. Nagarajan le dijo:

—Habla de los holandeses y del pacto que acordaron con mi padre el rey.

Ramayya asintió grave y lentamente antes de decir:

—Los holandeses se quedarán en tierra. Que busquen su navío y se marchen a su país.

—Eso no fue lo que ordenó el rey.

Los cortesanos se movieron casi imperceptiblemente, pero todos adivinaron la inquietud que les embargaba. Ramayya se tomó su tiempo antes de decir:

—El rey dio muchas órdenes. Creo que…

—A mí sólo me dio una.

—Creo que cuando regresemos entenderá las razones por las que abandonamos la persecución y captura del galeón. El botín apresado a los chinos compensa nuestros sufrimientos.

—¿Así pensáis todos? —preguntó Nagarajan mirando uno a uno a los otros cuatro cortesanos.

Cuando éstos empezaron a asentir con la cabeza, Piet van de Derck carraspeó tratando de llamar la atención sobre él. Los ojos del armenio mostraron alarma.

—Señores, los españoles están igual o más debilitados que nosotros. —Skorka comenzó a traducir al sánscrito—. Seguimos siendo trescientos combatientes. Con la ayuda de nuestro navío, el galeón será presa fácil. Todos vamos hacia tierra. —El armenio le pidió tiempo a Piet—. Si continuamos en la derrota lógica de los galeones, lo encontraremos y no tardaremos más en avituallarnos. —Hizo una nueva pausa para Skorka—. El trato con el rey sigue en pie por nuestra parte con la ventaja para ustedes de que el botín de los chinos les pertenece, aunque creo que es poco. Lo que obtendrán del galeón sí que les compensará por sus pérdidas.

Nagarajan miró a Lieu Quan. Ésta, manteniendo su actitud hierática, hizo un leve gesto de asentimiento. El príncipe dijo:

—Los infiltrados que tenemos en el galeón continuarán debilitando a los españoles.

Los cortesanos intercambiaron miradas entre sí. Ramayya dijo entre dientes:

—No nos fiamos de los holandeses. Para ellos sería fácil, después de derrotar al galeón con nuestra ayuda, atacarnos a nosotros y quedarse con el botín de los españoles y el de los chinos. Estamos en condiciones mucho peores de lo que se preveía cuando el rey hizo el trato con el holandés. De la concubina, su amante y esos infiltrados suyos, nos fiamos aún menos que de los cristianos.

—¿Cómo has dicho?

—Lo has escuchado.

A Nagarajan le empezaron a temblar los labios de rabia. Lo que había temido siempre, que Lieu y el extranjero fueran amantes secretos, por más que no hubieran dado prueba alguna de ello, lo llenó de odio al oírselo decir a Ramayya. Se le incendió el pecho por la afrenta que suponía que aquel cortesano hubiera osado insultarlo. No había sido suficiente para Ramayya poner continuamente en cuestión su autoridad dando a entender de mil maneras que el rey lo amparaba, sino que además lo afrentaba en público. Lo único que había hecho hasta entonces aquel altivo cortesano había sido caer estúpidamente derrotado por los españoles en las islas de los Ladrones y por el galeón en su propio junco.

Los marineros que estaban alrededor del príncipe se pusieron en tensión y a la expectativa de lo que pudiera ordenar. Éste, para sorpresa y alivio de todos, apretó los labios para evitar el temblor y, tras unos instantes en esa actitud, dijo con voz trémula de ira:

—Os haré saber mi decisión. La asamblea ha terminado.

Pero Ramayya debía de estar demasiado seguro de su posición, porque aún se atrevió a preguntar:

—¿Podemos saber cuál es tu intención con los cadáveres de los chinos que tienes amontonados en…?

—¡Fuera!

La orden final de Nagarajan sonó como un alfanje hendiendo el aire.

El camarote del finado general, don Luis Belloso, era el lugar más apropiado para celebrar reuniones. Alrededor de aquella gran mesa donde tan disipadas veladas de juego y bromas habían tenido lugar al principio de la travesía, estaban don Álvaro de Soler, el cirujano don Victoriano Céspedes, el capitán Dávila, los tenientes Tejera y Santamaría y cuatro marineros, entre ellos el loco Oliveira. Todos estaban cariacontecidos aquella primera noche que navegarían sin estar rodeados de piratas. Don Álvaro ya había expuesto las ventajas de mantenerse en los 40° Norte. El más veterano de los marinos fue quien primero habló:

—Pronto, muy pronto, tendría que haber fiesta. Pero no la habrá.

Por más que don Álvaro apreciaba a Oliveira, no podía evitar que sus aparentes desvaríos lo sacaran de quicio. En tono cansino, le dijo:

—Explíquese, Oliveira.

Salvo los marineros expertos como los que estaban allí, en el galeón casi nadie se explicaba el respeto que sentía el comisionado real por aquel chalado. Antes de que el extravagante cincuentón entonara su risa traviesa y planteara un nuevo enigma, un marinero de rostro cuadrado dijo:

—Oliveira se refiere a la fiesta de las señas. Cuando el galeón se acerca a América, las primeras señas que se tienen de ello son troncos de árboles flotando a la deriva, algunos pájaros grandes de vuelos altos, ciertos tipos de aguamarinas y peces, cosas así. Esa misma noche o la siguiente a más tardar, se organiza lo que se llama la «fiesta de las señas». Se canta y se bebe, pero lo que la caracteriza es el teatro, los premios y las penas. Los más jocosos entre la marinería y el pasaje se disfrazan de oficiales y de otros hombres de mando y los imitan ridiculizándolos. A los que el veredicto popular aclama como personas buenas y eficientes, los premian. A los que sentencian entre burlas, les imponen penas de lo más osado y diverso. Ha habido fiestas de las señas memorables. Oliveira quiere decir que pronto veremos las primeras señas y que no está el patio para fiestas.

El hombre que había hablado se llamaba Julián Santos y era un timonel muy respetado. La causa de ello era su gran cultura y parsimonia pues, según se contaba, había sido misionero antes que marino.

—¿Cuánto cree usted que falta para divisar las primeras señas y desde entonces hasta tierra?

Don Álvaro se había dirigido de nuevo a Oliveira, que antes de concluir la pregunta respondió con celeridad:

—Dos medias lunas. Total: un menstruo completo.

La risa estridente de Oliveira hizo sonreír a todos menos a don Álvaro, que dio nuevas muestras de irritación.

—¿Quiere decir dos semanas para las señas y otras dos para ver tierra americana?

Pero Oliveira no paraba de reír su propia gracia. Los demás marineros mostraron algún escepticismo con los labios pero aceptando con las manos que bien pudiera ser una buena estimación.

—Está bien. Comandante —don Álvaro se dirigía siempre así al capitán Dávila en presencia de otras personas—, usted es quien mejor debe apreciar si los piratas han renunciado a perseguirnos y atacarnos. ¿Qué le parece?

El capitán Dávila miró un momento a todos y, tras dar un sonoro resoplido, respondió:

—Esos piratas no cejarán en su empeño. Meterse en una aventura como ésta demuestra que son gente tenaz. La única pérdida que han sufrido, que sepamos nosotros, fue el junco que hundimos, y se debió a la suerte que tuvimos al vernos arrastrados hacia él, no a su impericia o cobardía. No pueden volver a su tierra sin avituallarse en América. Siguen teniendo intacta la trama traidora que nos está machacando aquí dentro. Y según usted, puede que otro navío de porte les esté esperando en América. ¿Por qué iban a renunciar a perseguirnos? ¡Nuestra única escapatoria es que no nos encuentren! Por eso no estoy seguro de que su plan de seguir la ruta más rápida sea el más conveniente.

—Perdone, comandante. —Las miradas se volvieron hacia el cirujano—. ¿Está usted familiarizado con el escorbuto?

El capitán Dávila lo miró francamente y le respondió:

—La mayoría de mis servicios en la infantería de marina se desarrollaron en el Mediterráneo. Pocos casos presencié allí. De Cádiz a Manila tuvimos algunos enfermos mientras la fragata en que íbamos cruzó el cabo de Hornos, lo que le costó cincuenta días. Pero todos se recuperaron. No sé otra cosa de esa enfermedad.

—Permítame que le explique algo más, porque lo que se ha desencadenado hasta ahora a bordo puede no ser nada en comparación con lo que se nos viene encima. Habrá visto usted que los enfermos se encuentran cansados y con fiebre. Algunos ya presentan hemorragias en la piel y en las encías. Pero todos hablan e incluso se encuentran algo animados. Conforme pasen los días, irán apareciendo nuevos casos con una celeridad que nos agobiará a todos. Y los que ya están afectados, empezarán a sangrar por cualquier rozadura que se hagan. A unos se les escaparán los dientes de las encías mientras que a otros se les hincharán éstas hasta hacer desaparecer la dentadura imposibilitándose comer nada. La fiebre y la extenuación de sus miembros y articulaciones los dejarán postrados como fardos. Vaya haciéndose a la idea de encontrarse cuerpos yacientes y quejumbrosos, si no ya cadáveres, por todos los rincones de las cubiertas, entre los fardos…, por doquier. La hediondez que nos acompaña y es cada vez más insoportable se centuplicará con el hedor de los muertos corrompiéndose y tendremos cada vez menos gente con fuerzas para encontrarlos y echarlos al mar.

—¡Lindo panorama! —Al capitán Dávila lo había incomodado, más que preocupado, la tétrica explicación del cirujano—. O sea, que, según usted, debemos dirigirnos a tierra cuanto antes, hagan lo que hagan los piratas. Muy bien, pero si tenemos que presentar batalla, ya me dirá cómo carajo…

—Comandante. —La voz de don Álvaro sonó tranquila y todos agradecieron que se fuera a hablar de otra cosa distinta a los lúgubres augurios del cirujano—. En mi opinión, tenemos dos asuntos perentorios antes que preocuparnos de los piratas. Descubrir a los asesinos y pisar tierra para buscar fruta y agua. Empecemos por esto último. ¿Creen ustedes que la ruta que propuse antes es realmente la más corta para llegar a América?

Los marineros asintieron. Uno de ellos, joven mestizo español y tagalo, dijo animosamente:

—Me huelo que mañana cambiará el tiempo a malo. Si aprovechamos bien el temporal, navegaremos deprisa.

Don Álvaro miró a los otros marineros, pero el único que dio muestras de aprobación, además exageradas, fue Oliveira.

—Bien. Hablemos ahora de los crímenes. Lamento decirles que no he avanzado apenas en mis investigaciones. Sólo sé que los asesinos son al menos dos, y que su astucia y falta de escrúpulos son formidables. Las primeras víctimas tenían una cierta lógica, porque fueron gente considerada, en algunos casos con razón, fundamental para la navegación y el mando del galeón. Pero la elección de las últimas no obedece a causa alguna que sea evidente para mí. El cambio bien pudiera estar relacionado con la fuga del náufrago que rescatamos en el mar de las Marianas. Quizá fuera él quien elegía a las víctimas. Ahora puede que simplemente maten a quien les sea fácil con el único objetivo de aterrorizarnos y debilitarnos. Si el escorbuto sigue haciendo estragos, la actuación de los asesinos será más sencilla y pródiga. Les propongo lo siguiente. Comandante, la organización por quintas debería ser cada vez más estricta. Que nadie se rebele contra nadie y que ninguna persona pierda de vista a los otros cuatro miembros de su quinta en ningún instante, por azarosa que sea la navegación si hay temporal o por malas que vengan dadas. Me deberían trasladar, continuamente, toda información que pueda estar relacionada con las últimas victimas o cualquier indicio raro que se encuentren en el fondo de las bodegas de las cubiertas.

—¿A qué se refiere?

La pregunta del capitán Dávila fue seguida de un silencio expectante en todos. Don Álvaro se sentía inseguro, por lo que respondió con voz algo consternada:

—No lo sé. Quisiera saber todo lo posible sobre ese hombre y esa mujer a los que han matado hoy. Todo. Y… si hay nuevas víctimas, por favor les pido que quien las conozca me cuente con detalle cómo eran y a qué se dedicaban. Los infantes, o las quintas, como usted tenga a bien organizar, deberían registrar el galeón palmo a palmo y transmitirme con celeridad cualquier hallazgo sospechoso.

—Registrar este galeón palmo a palmo puede llevar un mes.

Don Álvaro dio rienda suelta a su irritación diciendo:

—¡Ya lo sé, comandante, pero…! —Inmediatamente suspiró y, abatido y sosegado, repuso—: Lo sé, comandante, pero hay que intentarlo. Desearía darles alguna esperanza, pero la única que se me ocurre es la siguiente: este problema presenta muchas incógnitas, pero no más que otros en los que me he visto envuelto. La intuición, basada en la experiencia, me indica que la solución del enigma surgirá de forma espontánea y por donde menos se espera. A pesar del desconcierto en que estoy sumido, sé que los asesinos están a punto de delatarse. Este galeón, con su impresionante carga repartida de forma que habilita mil recovecos y escondrijos, es algo limitado. Quiero decir que de aquí no puede escapar nadie. No sé cómo ni cuánto daño más nos harán, señores, pero les aseguro que, más pronto que tarde, los asesinos caerán en la trampa que les tenderemos en cuanto los identifiquemos. No puedo decirles más. Lo lamento.

El capitán Dávila dio por concluida la reunión, para alivio de todos los asistentes.

Lieu Quan miraba fijamente a Nagarajan sin expresar temor ni desafío. Él la miraba a ella con destellos de odio mientras iba apagando con los dedos las llamas de las bujías orientado por el calor que desprendían. El camarote quedó en una penumbra incierta a la luz de dos velas. Fue Lieu la primera en hablar y lo hizo con tono firme:

—Tú eres el hombre a quien amo. Bara Amón es un fiel servidor que nos está siendo muy útil y, como verás, aún nos rendirá muchos servicios. Son los cortesanos quienes te van a traicionar, no nosotros. Te doy y te daré siempre pruebas de amor imposibles de simular. Bara te dará una prueba de su utilidad a lo largo de esta noche. Ven a la cubierta cuando él diga y lo verás con tus propios ojos.

—¿Qué veré?

—El galeón español.

Los destellos de odio de Nagarajan se apagaron un tanto.

—¿Nos mostrarán su posición los infiltrados de tu lacayo?

—Sí.

—¿Cuándo?

—Ya te lo he dicho: cuando él diga.

Nagarajan no desclavaba la mirada de Lieu y ella no apartaba la vista de él, pero su actitud era sumisa y tranquila. Estaban los dos de pie y el príncipe empezó a caminar muy lentamente en torno a ella. Cuando ya había dado media vuelta en torno suyo, le preguntó:

—¿De quién fue la idea de los cadáveres chinos, tuya o de ése?

—Mía.

—Mañana olerán insoportablemente.

—Mañana no estarán a bordo.

—¿Crees que es conveniente aterrorizar a los españoles? Un hombre aterrorizado lucha más bravamente que el que tiene esperanza de salvar la vida.

Lieu no contestó. Nagarajan ya estaba tras ella. Lieu no se había vuelto hacia él, porque quería demostrarle que no estaba atemorizada.

—¿Sabes que si me traicionas te mataré lentamente junto a tu perro fiel?

—No me matarás. Y a Bara Amón, tampoco. Seguramente me colmarás de honores cuando seas dueño de las riquezas del galeón y regresemos a Champa. Eres generoso y sabrás apreciar mi amor y mi fidelidad. También recompensarás a Bara Amón. Son los cortesanos los que han de temer tu ira, no yo.

Nagarajan envolvió lentamente con sus manos el cuello de Lieu a su espalda. Ella cerró los ojos pero permaneció inmóvil. Las manos se fueron cerrando apretando el cuello y ella continuó imperturbable. En un momento dado, cuando ya enrojecía el rostro de Lieu, la presión cedió y la mujer se concentró en evitar que sonara el suspiro de alivio que iba a exhalar. Entonces, oyó a sus espaldas:

—¿Cuándo nos avisará Bara?

—Sólo él lo sabe. Pero no será hasta bien entrada la madrugada.

Las manos de Nagarajan se habían separado del cuello de Lieu y continuó andando en torno a ella. De nuevo se encontraron sus ojos y Lieu, mirándolo intensamente, susurró:

—Tenemos tiempo, Nag. Permite que te ame y decide después si mi amor es sincero o falso. Sólo te pido que me dejes hacer a mí.

Unas horas después se escucharon unos golpes quedos en la puerta del camarote. Nagarajan sacudió la cabeza para despejarse y ocultó parte de su desnudez envolviéndose la cintura con ropaje. Habló unos segundos con quien había llamado. Se volvió hacia Lieu y le dijo:

—Vistámonos. Bara ha dicho que pronto divisaremos al galeón.

La noche era oscura. El viento soplaba del este haciendo la navegación plácida y veloz. Cuando Lieu y Nagarajan llegaron a cubierta, vieron que en el puente había entre quince y veinte hombres, Bara entre ellos, en silencio y con gestos adustos.

—¿Hacia dónde hemos de mirar?

—Hacia todas partes. —Lieu apenas había mirado a Bara Amón—. Dispón a tus hombres de forma que entre todos cubran completamente el horizonte, porque no tenemos la menor idea de dónde puede estar el galeón. Han de estar atentos a un destello rojo que quizá sea muy débil. Además, durará sólo unos instantes.

Nagarajan, a pesar de que todos habían oído a Lieu, transmitió la orden con energía. Cuando los hombres estuvieron dispuestos, el príncipe preguntó:

—¿Cuándo se producirá el destello?

—Nunca se sabe con exactitud. Hay que tener paciencia. Se producirá.

A los quince minutos de una espera tensa e impaciente, uno de los marineros gritó:

—¡Allí, allí!

Todos dirigieron las miradas a donde indicaba aquel hombre y, efectivamente, durante unos breves instantes, un tímido fulgor rojo se distinguió a unas mil quinientas o dos mil brazas.

Cuando se fueron apagando los gritos de júbilo y Nagarajan se disponía a dar órdenes para que se le transmitieran al piloto Recán, sorprendió a todos la actitud y el gesto enérgico de Bara Amón. Observaron que el extranjero miraba con los brazos alzados en postura de atención extrema hacia el lugar donde se había visto el destello. Todos distinguieron que se estaban encendiendo más luces, aunque no rojizas sino amarillentas. A nadie le cupo duda de que aquellas luces provenían del galeón, por lo que su alegría se acentuó. Menos en Bara Amón, que no podía desfruncir el entrecejo, presa de la mayor preocupación.

El príncipe no prestó atención al extranjero y dio órdenes perentorias. Unos hombres mostraron regocijo, otros inquietud y la mayoría asombro. Al poco tiempo, nadie dormía en el junco capitán y todos estaban afanados en distintas tareas, algunas de ellas muy macabras.

Don Álvaro recordaba insistentemente una conversación que había tenido con don Victoriano Céspedes. Según el cirujano, no había situación más plácida para el ser humano que la del embrión en la placenta de la madre. La única manera de alcanzar tal bienestar para un adulto era estando un poco bebido y sobre el camastro de un barco navegando a viento medio. Así se encontraba él aquella noche pero, por más que adoptaba la postura fetal, no conseguía sosegar su ánimo. Don Álvaro había hecho un cálculo de las botellas de vino que le quedaban de las veinticuatro que embarcó y, por prescripción del médico, las estaba ingiriendo poco a poco. La melaza contra el escorbuto que le había preparado su amigo don Facundo, el boticario principal de Manila, la estaba compartiendo con el fámulo Feliciano y su madre doña Marta. El vino no era mal antídoto contra la terrible enfermedad que se estaba adueñando del galeón.

Pero don Álvaro tenía el ánimo demasiado conturbado aquella noche. No daba con ninguna pista que le pudiera llevar a identificar a los asesinos. No sabía ni cuántos podían ser sino que, cómo mínimo, eran dos y rubios. ¿Cómo estaban burlando a las quintas? Aunque estuvieran ya libres de ellos, ¿cómo habían avisado por la noche a los piratas cuando navegaban cerca del galeón? A don Álvaro y a todos los tripulantes, aunque desistieron de intentar despistar a los piratas cambiando de rumbo por la noche, siempre les sorprendía divisar cada amanecer aquellos malditos juncos. ¿Quiénes eran esos malvados? ¿Cómo elegían a sus víctimas? ¿Era su proyecto simplemente acabar con todos poco a poco antes de llegar a América? Si era así, ¿por qué no infestaban el agua, o la comida y nadaban hacia los juncos de sus amigos para apoderarse después del galeón? Cierto era que la santabárbara, el agua y la comida estaban vigiladas con especial celo por el capitán Dávila y su disciplinada tropa, pero aquellos canallas eran demasiado crueles y astutos como para no haberlo intentado ni una sola vez.

Don Álvaro decidió que, definitivamente, no podía conciliar el sueño. Además, tenía calor. Se incorporó en la cama y pensó en qué hacer. Encendió uno de los candiles, se vistió y cuando iba a salir a cubierta para respirar aire fresco, desistió y fue hacia su arcón. Sacó una de sus pistolas cortas, de dos cañones, y la cargó cuidadosamente. Después la amartilló y salió con el arma en la mano.

Cuando se enfrentó a la noche, lo primero que percibió fueron vaharadas de hedor provenientes de las cubiertas inferiores. Pero el viento era vivo y sus pulmones agradecieron las rachas de aire limpio. No había luz alguna y la masa del galeón se vislumbraba apenas a la luz de las estrellas y de su reflejo en las olas. Se escuchaba el gualdrapeo de las velas y el batir del mar contra la proa. También se podían distinguir toses y pasos. La guardia estaba alerta y el sueño era intranquilo.

Don Álvaro apoyó la espalda en el mamparo del castillo de popa y trató de distinguir algunas constelaciones entre el velamen.

De repente, se irguió sin poder apartar la mirada de un punto incierto que bien pudiera ser el extremo del palo mayor. La jarcia y las velas le ocultaban lo que le había parecido un reverbero de luz rojiza. ¿Qué fenómeno extraño era aquél? Don Álvaro tenía noticia de la luz fatua de San Telmo, pero ni había pasado tormenta alguna ni aquél era el color azulado verdoso que caracterizaba al inusual prodigio. De repente estalló una idea en su cabeza y, sin pensarlo un instante, alzó la pistola y apuntó a la incierta luz.

Tras los dos disparos que sonaron en la noche y los gritos de alerta que dio don Álvaro, se desató la algarabía por todos los rincones del galeón. A los pocos instantes, cientos de rostros alarmados y aturdidos se dirigían al mastelero del mayor tratando de divisar algo en la oscuridad de la noche a casi setenta varas de altura. Los rumores se habían propagado como la pólvora, porque don Álvaro no había tenido recato alguno en comunicar la razón de los disparos al suboficial de guardia en presencia de un nutrido corro de curiosos.

El capitán Dávila no tardó más de tres minutos en aparecer. Ya venía informado y las órdenes que dio fueron claras. Que se apagaran de inmediato las luces que se habían encendido para tratar, inútilmente, de distinguir al causante de la luz que don Álvaro decía haber visto. Después pidió marineros voluntarios para que treparan por el palo mayor, al menos hasta la cofa, para detener al traidor.

Siete marineros armados de pistolas y cuchillos se dispusieron con gesto fiero a subir por la jarcia. El capitán Dávila, al ver sus armas, los animó diciéndoles que dispararan y acuchillaran sin recato ni cuidado, que ya tendrían tiempo de saciar la curiosidad. Sólo tenían que evitar herirse entre ellos mismos, porque habrían de subir a oscuras.

Durante interminables minutos no se oyeron desde la cubierta disparos ni rumor de pelea alguna. Sólo llegaban, quedas, las voces de los siete marineros a los que nadie veía. Regresaron poco a poco a la base del grueso mástil jadeantes y con gestos de decepción. Tres marineros se habían quedado en la cofa y los otros cuatro habían trepado por el mastelero de gavia. Uno de ellos llegó hasta el mastelero de juanete consiguiendo distinguir el remate del palo. No habían visto a nadie. La incursión a lo largo del portentoso mástil sólo había proporcionado algo que los marineros de la cofa mostraron con escepticismo.

Hasta don Álvaro llegó una burda tabla con un palo clavado en su centro perpendicular a ella. Lo examinó y vio que la cara opuesta al palo estaba renegrida y gastada. Don Álvaro dedujo que en aquella tabla era donde ponían la pólvora que hacía de luminaria. La misión de la tabla, aparte de proteger las manos de quien manipulara el fuego, era apantallar en parte la luz para que no se viera desde la cubierta. El traidor, al sentirse descubierto, tiró la tabla que cayó a la cofa y huyó desesperadamente descolgándose por los obenques, los estays y las decenas de cabos que apuntalaban el mástil a la cubierta o a los otros palos. Hasta el trinquete e incluso al bauprés había podido llegar si era ágil. Sentirse descubierto y perdido le había dado alas al felón.

Cuando los corros de gentes se empezaban a disgregar por la cubierta entre comentarios apesadumbrados, se oyeron gritos que provenían de la base del mesana. Varios infantes de marina habían descubierto a un compañero degollado tan limpiamente como lo habían sido muchas víctimas anteriores.

Lo que quedaba de noche transcurrió pesadamente. La cubierta superior quedó atiborrada de gente. Nadie bajó a las bodegas a pesar de que hacía frío a aquellas alturas de mayo. Las trescientas almas del galeón se sentían arropadas y protegidas en compañía. Todos sabían que los asesinos podían ser cualesquiera de los que le rodeaban, pero querían tener la certeza de que cercados de prójimos no atacarían. Apenas se establecían conversaciones y la actitud de todos era de un duermevela lleno de malos presagios. Suspiros y toses eran los únicos sonidos humanos que se destacaban de los que hacían el viento y las olas.

Al alba, la anonadada tripulación despejó su modorra al grito del primer vigía de turno.

—¡Señas! ¡Obstáculos! ¡Señas, señas!

Apáticamente, algunos soldados, marineros y pasajeros fueron asomándose por las bordas. Al cabo de los minutos, un griterío aterrador se desató a bordo del galeón. Todos se abalanzaron a las amuras de proa y quedaron con los gritos ahogados en las gargantas. El galeón surcaba un campo de crucificados. En toscas andas se hallaban erigidas cruces de palos y tablones en los que estaban clavados cuerpos humanos por las extremidades. Hasta treinta se llegaron a contar. Muchas cruces estaban tumbadas y había que adivinar a la incierta luz del amanecer las facciones del cuerpo sumergido, pero muchas otras se mantenían de pie flotando y balanceándose con el vaivén de las olas. Todos aquellos desgraciados estaban desnudos y sus cuerpos cerúleos se destacaban del gris oscuro del mar, de manera que nadie podía apartar la vista de ellos. Empezó a extenderse el rumor de que parecían chinos, pero antes de que se desataran las elucubraciones sobre tan siniestro hallazgo, la voz del vigía hizo enmudecer a todos.

—¡Barco a la vista! ¡En la crujía! ¡Dos velas a sotavento!

La desesperación se adueñó del galeón cuando sus tripulantes distinguieron en la lejanía las velas trapezoidales de los juncos piratas.