—Terminará gustándonos el tiburón.
—Mientras no tengamos que cogerle el gusto a las cucarachas y las ratas…
Piet van de Derk no hizo caso al comentario de Jan Valtener y continuó concentrado en colocar una rodaja de carne blanquecina con vetas pardas en la piedra caliente. El humo que emanaban la escudilla de arroz y el filete se disipaba rápidamente, porque la brisa de nordeste contrapuesta al vendaval era suave pero persistente. La navegación estaba al fin siendo plácida y con viento en popa. Los dos holandeses se encontraban sentados en la cubierta, casi en mitad del combés, rodeados de grupos de chams en la misma actitud que ellos: comiendo y concentrados en sus tribulaciones.
Tras dar una vuelta al trozo de tiburón que le había tocado en el reparto que se hizo de la fiera cazada, Piet le dijo al marinero:
—He calculado que en poco más de un mes podemos avistar California.
—Tiempo va siendo ya de que avistemos nuestro barco. Cada vez me fío menos de éstos.
El sol comenzaba a declinar y no hacía frío.
—Nos pueden venir tan mal dadas que quizá tengamos que nadar o remar hasta el galeón.
Jan dejó de masticar y miró a su patrón. Piet se arrepintió de haber expresado un temor que durante mucho tiempo había reservado sólo para él. Comió un rato en silencio y después le dijo ajan:
—La tensión en estos juncos está siendo cada vez mayor. Una rebelión no sería extraña y esta gente es cruel.
—Pero… ¿cuáles son sus temores?
Piet no era hombre que tratara de ahuyentar sus miedos compartiéndolos con otros. Su pasión por la navegación, la aventura y la riqueza le habían hecho superar muchas restricciones impuestas por la severa instrucción recibida de preceptores y familiares, pero seguían ahí. Aquel tosco marinero era hombre de pocos escrúpulos y parca educación, pero fiel. Esa fidelidad era lo que más necesitaba Piet en el junco en que llevaba casi cuatro meses sin ser dueño de su destino.
—La situación en esta flotilla se ha complicado desde que embarcaron Bara Amón y Ramayya. Lieu Quan ama a Bara, pero ella sigue entregada a Nagarajan. Aquél es hombre astuto y valiente. Ramayya odia a todos y estoy seguro de que, a pesar de sus desdichas, continúa teniendo ascendiente sobre los cortesanos. Sin duda, porque el rey le ha conferido más potestad que a su propio hijo. A veces temo que estemos navegando en un barril de pólvora.
Jan Valtener, por su parte, añadió mientras masticaba:
—La gente está cada vez más taciturna. El único entretenimiento que tienen es el opio. Ya no juegan a nada y ni siquiera hay disputas por las mujeres. Hay nueve enfermos. ¿Barrunta usted tempestad tras esta calma?
—Sí. Bara Amón es el hombre más inquietante de todos éstos. Quizá sólo le gane Lieu Quan.
—Por cierto, Piet, aún no le he dicho que anoche nuestros hombres la vieron observando otra vez al galeón y que del mastelero del mayor del barco español se vio otro destello rojo. Después, como siempre, se fue al camarote del príncipe.
—Ah, ¿sí? ¿Estaba Bara Amón con ella?
—Estaba en cubierta, pero a proa, muy separado de ella.
—Se siguen comunicando de alguna forma con los infiltrados de Bara.
—Sí, pero desde que se escaparon los cautivos sólo hemos tenido noticia de cuatro destellos. Y de eso hace más de dos semanas.
Piet continuó comiendo y, tras ingerir con cierta dificultad su bocado, dijo:
—Bara Amón y Lieu Quan tienen planes que nos los conoce ni Nagarajan ni nadie.
—¿Por qué dijo antes que a lo peor tenemos que nadar hasta el galeón?
—A nosotros, siempre que decidan continuar con la aventura, nos respetarán la vida, porque somos la única garantía que tienen para obtener ayuda en América. Pero si hay rebelión, nos matarán sin dudarlo. Entonces será el momento de pedir cuartel a los españoles. Éstos han demostrado que se andan con pocos remilgos, pero que no son crueles ni matan por matar.
—En realidad, estos chams tampoco han matado por gusto ni he visto yo que sean especialmente crueles. Quitando el castigo a la viuda y al marinero faltón…
—Son crueles, Jan, yo lo sé. Antes de embarcarme en esta aventura aprendí que los piratas del antiguo Champa son gente sin sentido de la piedad.
—O sea que…
—Que nada. Dígales a los demás que si ven en peligro nuestras vidas en este junco, buscar refugio en el galeón quizá sea la única salida.
Jan Valtener colocó su trozo de tiburón sobre el arroz y lo observó cabizbajo. Había perdido el apetito.
En el galeón habían matado a cuatro hombres más desde los disturbios ocasionados por los marineros de Ochotorena nueve fechas atrás.
Don Álvaro llevaba muchos días sin dormir más de dos horas seguidas y su rostro lo reflejaba. Un aspecto parecido, macilento y ojeroso, presentaba también toda la tripulación y el pasaje del San Venancio. Al menos los que estaban sanos, porque aquéllos en los que el escorbuto se estaba cebando tenían mucha peor apariencia.
Don Álvaro pasaba todo el tiempo observando sólo dos de sus muchas tablas y los cuadernos del piloto Jerónimo Gálvez. Uno de los pliegos era el de los posibles autores de los crímenes con las señas que a él le parecían más significativas. La otra tabla era la de las víctimas junto con los indicios y circunstancias que habían envuelto su asesinato. Eran ocho los nombres que se alineaban verticalmente en el pliego. Don Álvaro los tenía separados de cuatro en cuatro por una línea que indicaba el antes y el después de la huida de Ramón y los piratas cautivos. El general don Luis Belloso, el fraile don Esteban Miralles, el piloto don Felipe Carreño y José, el timonel mayor, eran víctimas hasta cierto punto comprensibles si se deseaba perjudicar al galeón. El intento de matar al capitán Dávila iba en ese sentido, incluso más acertadamente. Pero matar como habían hecho al oficial maestro de raciones, al jugador don Antonio Sepúlveda, a un soldado de veinte años con sólo medio de servicio y a un marinero sin enemigos ni cometido especial en la navegación, ¿qué ventajas podía conllevar para los piratas? Generar terror en el galeón, sin duda, pero ¿pensaban con fundamento que ese terror llevaría a la tripulación a rendírseles?
En realidad, habían muerto dos personas más, pero se mataron entre ellas en una grandiosa trifulca ocasionada por acusaciones mutuas durante una de las noches trágicas. ¿Era eso lo que pretendían los piratas infiltrados? ¿Generar tal terror entre la gente que, unido a la desesperación por las enfermedades y las penalidades del viaje en su última etapa, se mataran entre sí? ¿O tenían la esperanza de irlos matando a todos uno a uno?
Quizá la muerte que más se sintió a bordo del galeón fue la de don Antonio Sepúlveda. Su simpatía y don de gentes se habían adueñado de todos los corazones de una forma u otra, pero además su muerte fue la más horrible. Había muerto por dos puñaladas certeras y profundas en los ojos.
En el galeón hacía ya mucho tiempo que no había peleas de gallos, que nadie jugaba a nada, que las conversaciones eran en voz queda, que no se dormía. Las quintas funcionaban en todo momento, porque ningún soldado se separaba de las cuatro personas asignadas a él, pero aun así los asesinos no habían encontrado seria dificultad para degollar a sus víctimas. ¿Tantos y tan felinos eran los traidores? Y allí estaban, viviendo con ellos, comiendo con los demás, asistiendo con gestos contritos a las misas, presentando el mismo aspecto lúgubre y con las miradas torvas y huidizas que todos sin excepción lanzaban a diestro y siniestro.
Tres días después del ataque al capitán Dávila, don Álvaro, el cirujano, los oficiales y suboficiales de la tropa y finalmente todos los soldados desistieron en su búsqueda de alguien herido por arma blanca. El capitán, a pesar de todo, seguía convencido de que el sablazo que le dio a su agresor le debía de haber producido una herida profunda. La única explicación que encontraban don Álvaro y los demás era que no todos los piratas huyeron, sino que alguno o varios lograron esconderse después del altercado y, tras atacar al capitán, se habían lanzado al agua de noche en busca de los juncos. Confusa explicación, pero la seguridad de que nadie a bordo estaba herido de consideración ni ocultaba un tajo hondo se había hecho concluyente.
Los indicios y circunstancias de los crímenes los había estudiado don Álvaro hasta la extenuación. Sólo el degüello limpio de madrugada, con la excepción de don Antonio y del fraile don Esteban Miralles, era común a todos.
Don Antonio Sepúlveda era el único que había luchado con su asesino, aunque la lucha fue sin duda rápida y sin consecuencias para el agresor. Debió de despertarse al sentirse amenazado y vio al asesino, porque, según el cirujano, los párpados no fueron afectados por las puñaladas. Don Antonio fue presa del pánico y los ojos los debía de haber tenido muy abiertos cuando lo hirieron mortalmente en ellos. Además, en su estancia había prendida una vela. Aunque compartía camarote con otros tres pasajeros, un estudiante y dos comerciantes, éstos tardaron en regresar después de la cena.
Seguramente igual que en otras ocasiones, el asesino estaba ya escondido en la habitación esperando el momento oportuno para atacar a alguno de sus ocupantes. Y le tocó al pobre don Antonio. Cuando el estudiante abrió la puerta y descubrió el cadáver, escapó despavorido y pidiendo auxilio a gritos. Debió de ser entonces cuando el criminal huyó. Un espanto.
Cuando don Álvaro trataba de dormir y no lo conseguía, se concentraba en los escritos del piloto Jerónimo Gálvez. Buscaba en ellos consejos para acortar el viaje. Las descripciones eran tan precisas y detalladas que don Álvaro se atrevió a trazar una nueva derrota distinta a la que habían seguido los últimos galeones. Esa misma mañana la había puesto en consideración del capitán Dávila, el primer oficial y cuatro marineros incluido Oliveira.
La propuesta fue aceptada sin entusiasmo. Tenía la ventaja adicional de que si los piratas esperaban ayuda en las costas de California, al llegar el galeón a la península más al sur de lo habitual quizá lograran esquivarlos y alcanzar Acapulco antes de que los descubrieran. Don Álvaro no ocultó que, según los escritos de Gálvez, en aquella época del año, cuando los vientos dominantes del norte hacia el este se enfrentaran a los del ecuador en dirección oeste, se podrían presentar más tempestades. Pero urgía más avistar tierra que evitar temporales.
A media tarde de un día gris y lluvioso, don Álvaro oyó que llamaban a su puerta. Alzó la mirada cansada de sus pliegos y pensó que sería Feliciano. Había acordado con doña Marta, su madre, que Feliciano dormiría con él en su camarote para estar más seguro. Ella lo haría en la estancia de los oficiales de infantería de marina. En aquellas circunstancias no había pudor ni temor a habladurías. El capitán Dávila había dado permiso para que ambos fueran relevados de sus quintas.
Pero al abrir la puerta apareció bajo el dintel el cirujano señor Céspedes.
—Buenas tardes, don Victoriano. Pase, por favor. Siéntese aquí en el camastro. ¿Desea beber algo?
—No, don Álvaro, gracias. —El cirujano se acomodó como pudo entre pliegos y cartas náuticas—. Venía a comentar con usted algunos hallazgos que he hecho.
El cirujano hacía mucho tiempo que sabía que don Álvaro era la única persona que estaba realmente investigando los crímenes. El fiscal, los oidores y los oficiales del galeón dieron algunas muestras de firmeza en el mando e interés en las pesquisas, pero tras el asesinato de don Antonio Sepúlveda, el penúltimo acontecido, se habían enclaustrado en sus camarotes y apenas abrían para recibir la comida de sus pajes y criados. Hasta mal olor se esparcía por el pasillo inferior del castillo de popa proveniente de los bacines.
La amistad entre don Álvaro y don Victoriano se estaba estrechando a causa de las indagaciones complementarias que ambos estaban haciendo.
—Dígame, maese.
—El asesino de don Antonio puede que haya sido el mismo que atacó al comandante Dávila. El finado logró agarrar por los pelos a su atacante y extraje de sus uñas varios cabellos que me ha costado mucho examinar. Son rubios también, recios y del mismo tamaño que los de la espada del comandante.
—¿Está usted seguro?
—No. Los tengo aquí. Comparémoslos con los suyos y observémoslos con su artilugio.
Don Álvaro había quedado tan fascinado con el invento de su amigo don Facundo, el boticario de Manila, que hacía mucho tiempo que había empezado a tratar de imitarlo. Con lentes de catalejos en desuso, las de sus propios anteojos, algunas varillas y tiras de cuero ennegrecido había conseguido un aumentador de visión, o microscopio como le llamaba don Facundo a su invento, que sin ser de la misma calidad permitía aumentar considerablemente la imagen. Tras el ataque al capitán Dávila, don Álvaro, que había lavado cuidadosamente los pelos adheridos a la espada por la sangre de la herida que le causó al asesino, los observó y concluyó que eran cabellos recios, cortos y rubios.
Los dos hombres estuvieron mucho tiempo afanados con el artefacto de don Álvaro. Acercaron todas las bujías, candiles y torcidas que pudieron al cristalito en que depositaron los pelos que cada uno había conseguido del asesino. Discutieron detalles poco claros que observaban con extraordinaria dificultad y no llegaron a ninguna conclusión. Los cabellos en poder del cirujano y los del comisionado podían ser de la misma persona o no.
Don Álvaro propuso una prueba de azar tras una hora de observaciones y discusiones. Entre él y el cirujano tenían dieciséis pelos. En los cuatro cristalitos de que disponían, colocarían cuatro cabellos mezclados y en un papelito pegado escribirían una secuencia de aes y uves que correspondieran al orden en que se dispondrían los cabellos. Las aes para los de don Álvaro, las uves para los de don Victoriano. Una vez preparados todos los cristalitos, los barajarían de alguna forma y los observaría cada uno con las lentes. Sin decir nada al otro, cada cual elaboraría una tabla de aes y uves y después las compararían.
El resultado, tras una hora más de observaciones en silencio, dejó satisfechos a los dos amigos. Excepto por una transposición, las dos tablas eran idénticas: salvo por casualidad, había dos asesinos distintos con pelos rubios, recios y cortos.
—Esto merece una tuba, don Victoriano. ¿Hace?
—Place.
Mientras los dos hombres bebían en silencio, la luz que entraba por el ventanuco anunciaba una atardecida nubosa.
—Esto complica aún más las cosas.
Don Victoriano miró asombrado a don Álvaro, porque esperaba más entusiasmo del comisionado ante el hallazgo.
—¿No las facilita?
—Quizá, don Victoriano, pero… —Tras suspirar, don Álvaro dio rienda suelta a su preocupación—. Llevo casi dos semanas observando a todo el mundo. He hecho una tabla con todos los miembros de la tripulación a quienes podría pertenecer un pelo de éstos. Son seis. Ninguno está herido.
Uno es un soldado de confianza y otro, un marinero, es casi imposible que este conchabado con nadie por diversas razones. Los oíros cuatro son uno de los estudiantes, dos pajes y un pasajero mayor. Y ahora concluimos que los rubios de pelo corto son dos y no uno. —Don Álvaro observó la expresión decepcionada del cirujano y añadió con tono más animado—: Pero en una investigación, don Victoriano, un dato es un asidero aunque abra más incógnitas que las que despeja. Dijo usted antes que eran varios los hallazgos que había hecho.
El cirujano alzó las cejas con algo de pudor y, tras carraspear, dijo:
—Yo he servido en el ejército casi toda mi vida, aunque también he ejercido la medicina civil. —A don Álvaro le satisfacía considerar que aquella introducción del cirujano era para prevenirlo de sus limitaciones profesionales—. Quiero decir que mi experiencia no es, digamos que muy… académica. En fin, don Álvaro, después de examinar las heridas y los cuerpos de los finados, creo que los asesinos no son hombres corpulentos y que don Antonio Sepúlveda estaba más asombrado que aterrorizado cuando lo mataron.
—¿Podría explicarme esto último?
Don Victoriano Céspedes estaba francamente incómodo y don Álvaro no salía de su asombro ante tal actitud.
Era un hombre que podría tener su misma edad, más de cincuenta, de carácter sosegado y bastante seguro de sí mismo. No era alegre ni taciturno.
—Yo, don Álvaro, estudié en…
—Vamos, don Victoriano, cuénteme sin preámbulos.
El tono amable de don Álvaro acompañado con una leve palmada en el muslo le infundió al cirujano la seguridad que le flaqueaba. Suspiró y dijo resueltamente:
—Los humores de las vísceras de don Antonio sabían y olían a un hombre que murió más asombrado que aterrorizado.
—¿Cómo dice usted? —Don Álvaro no salía de su pasmo, lo cual le produjo un fuerte azoramiento al médico—. ¿Quiere decir que… ha indagado en las entrañas del difunto?
Don Victoriano se puso serio y dijo con bastante aplomo:
—Lo que voy a confesarle me podría acarrear vicisitudes muy inconvenientes para mí. De hecho, he tenido problemas con la Inquisición en dos ocasiones, las cuales no son ajenas a mi destino actual en este galeón.
—Puede usted confiar en mí.
Don Victoriano asintió con gravedad y se explicó:
—Alguna vez será grato para mí hablar con usted de mis actividades en la medicina y la cirugía. Por ahora, le puedo decir que hurgo secretamente en los cadáveres desde hace mucho tiempo. Una de las muchas cosas que he aprendido con esa actividad, que usted considerará macabra, es que el terror genera humores con olor y sabor. ¿Me cree? —Don Álvaro meditó unos instantes y después asintió lentamente con la cabeza—. Don Antonio no segregó esos humores. Antes de morir no sintió espanto sino sorpresa.
El amanecer fue frío y límpido. Desde la alborada, la tensión en el junco capitán hacía que el silencio a bordo, a pesar de estar todo el mundo asomado a las bordas, fuera tan absoluto que sólo se oían el viento y las olas. Todos estaban pendientes del príncipe Nagarajan, y quien más, el piloto Recán.
Bara Amón, Lieu Quan y Piet van de Derck, cada uno en puntos distintos del junco, pensaban en torbellino. Todos los demás no desclavaban las miradas del mismo punto del horizonte. Hacía ya casi media hora que se había avistado un velamen rojo y lejano. Fue el holandés quien primero descubrió que era un junco chino de buen porte. El galeón estaba a estribor de los tres juncos que parecían escoltarlo y el intruso apareció a sotavento. Así, si el junco rojo se dirigía hacia ellos, se aproximaría por la borda de babor antes a los piratas chams que al galeón. ¿Lo debían atacar? Ésa era la pregunta que se hacían todos.
Nagarajan se sentía aturdido, porque eran demasiadas las incógnitas que planteaba aquel barco. ¿Qué hacía allí? Era muy raro que un barco chino se aventurara hasta América, a menos que… A menos que fuera una embajada imperial o de un contrabandista extraordinariamente rico. Sólo en esos casos lo respetarían los españoles o los aventureros novohispanos. Ambas posibilidades, sobre todo la segunda, anunciaba riqueza en sus bodegas. Como parecía venir de Nueva España, esa riqueza no podía tener otra forma que plata contante y sonante. Pero aquélla no era la derrota de la tornavuelta a Asia; ¿estaría perdido? Todo era demasiado raro.
¿Sería presa fácil aquel junco o una lucha contra él los terminaría debilitando tanto que el principal objetivo, el galeón, se les escapara definitivamente? Era harto probable que, si la batalla se prolongaba, el galeón se esfumara en el océano y fuera muy difícil volver a dar con él. El viento era bueno y se navegaba a buena marcha. Nagarajan sabía que debía reunir a los cortesanos y deliberar conjuntamente, pero…
Como si esta última idea se les hubiera ocurrido a todos, Nagarajan vio que el holandés, Lieu y Bara Amón se encaminaban hacia él y de los otros dos juncos se botaban las dos lanchas. Aquella simultaneidad enfureció a Nagarajan hasta tal punto que sintió que la sangre le hervía. Él era el príncipe y de nadie necesitaba consejo si no lo pedía. Se agarró a la baranda y gritó desgarradamente:
—¡A las armas, todos a las armas! ¡Recán, al encuentro! ¡Al encuentro! ¡Cañones preparados! ¡A las armas, a las armas! ¡Luminarias rojas de combate! ¡Atentos todos a mis órdenes!
El frenesí se desató a bordo del junco.
En el San Venancio sólo se escuchaban los pasos firmes de don Eleuterio Barea, el condestable, yendo de pañol en pañol revisando los preparativos artilleros y dando consejos y ánimos a los servidores de cada cañón. Las cuarenta portas ya estaban abiertas, las piezas cargadas y las mechas encendidas. Los infantes de marina se comunicaban en voz queda con los civiles a su mando y las casi cien personas que llenaban la cubierta estaban dispuestas en formación regular. Los rostros mostraban más ansiedad que temor. El miedo pasado durante las últimas dos semanas al sentirse amenazados por un enemigo invisible había cedido ante la posibilidad de una batalla abierta y quizá definitiva. Aquel siniestro junco rojo era la ayuda que los piratas habían estado esperando para atacar al galeón. Ya estaba todo claro. Entre el rencor y la incertidumbre acumulados por los tripulantes del galeón estaba aflorando la animosidad contra todos aquellos piratas que les estaban haciendo tan amarga la travesía. Morirían muchos, pero los que se salvaran proseguirían el viaje en paz.
Los oficiales y suboficiales de la tropa miraban de vez en cuando hacia el comandante. Éste se encontraba en el alcázar junto a don Álvaro de Soler. Los demás oficiales del galeón y varios de los pasajeros de postín estaban ausentes, seguramente encerrados en sus camarotes. El capitán Dávila no desclavaba la mirada del aún lejano junco rojo. A su lado, don Álvaro apartó el catalejo y dijo:
—No está claro, capitán. No está claro.
La mirada ceñuda del comandante militar se fijó en don Álvaro. Éste fue más explícito en sus dudas.
—Ese barco está tratando de escapar o de acercarse a nosotros.
—A ver si nos aclaramos.
Don Álvaro no hizo caso al comentario seco del capitán Dávila y volvió a llevarse el catalejo al ojo derecho. Al rato dijo en el mismo tono dubitativo:
—Está haciendo la maniobra más dificultosa que le permite el viento. Creo que desea evitar a los juncos piratas.
—¿No está conchabado con ellos?
—Pudiera ser, pero es muy raro. Los juncos también se han dispuesto para el combate.
—¿Y aun así no cree usted que la cosa vaya de cuatro contra uno?
—No lo sé capitán, pero extraño sería que esta jugada la tengan tan bien preparada desde hace tantos meses para no considerar necesario ni un intercambio de opiniones antes de lanzarse contra nosotros.
—A lo mejor lo hacen.
—Ni los piratas se hubieran dispuesto tan prestos al combate ni ese junco rojo llevaría el rumbo que está intentando llevar.
Los dos hombres quedaron en silencio, don Álvaro sin despegar el ojo del catalejo y el capitán Dávila sin dejar de observar a la tripulación. Había mujeres que retorcían sus delantales; pajes, grumetes y sirvientes que revisaban nerviosamente las armas, balas y saquetes de pólvora que colgaban de improvisados correajes terciados; la expresión común de angustia de los marineros y los soldados difuminaba su variedad de mestizaje. Tras una de esas ojeadas, el capitán le hizo una seña a uno de los tenientes. Mientras éste se encaminaba con paso vivo al castillo de popa, el capitán le dijo a don Álvaro:
—En cualquier caso, está prohibido navegar en estas aguas a cualquier barco que no sea español.
—No si es una embajada comercial o política de China o de otro país amigo de Asia.
El teniente llegó al alcázar.
—¿Cómo está la gente, Santamaría?
—Con ánimos, mi comandante. Todo el mundo está confesado y comulgado, así que los curas ya han dejado de enredar.
—Bien. Que nadie haga ninguna memez y que sigan todos como están ahora: calladitos y pendientes. ¿Están todas las armas cargadas?
—Todas. Y no creo que se forme la carajera que se ha formado otras veces.
—Procúrenlo. Las instrucciones que di sobre posible traición en el barco durante el combate son de estricto cumplimiento.
—La brea, la estopa y todo lo que se pueda utilizar para provocar un incendio está bajo custodia de seis soldados de confianza. La santabárbara igual, y además cerrada; sólo tenemos llaves don Eleuterio, el sargento Medina y yo. También hemos corrido la voz de que, al primer atisbo de traición, primero se ejecuta al traidor y después se aclara el hecho. ¿Desea alguna cosa más, mi comandante?
—Sí; que se reparta tuba, aguardiente y vino con tranquilidad y sin excesos.
—A sus órdenes.
Cuando el teniente abandonó el puesto de mando, el capitán Dávila oyó decir a don Álvaro:
—Ese barco viene hacia nosotros en son de paz. Al menos eso aparenta.
—¿Por qué?
—Están mostrando todos los paños blancos que tienen a bordo.
—¿No habrá añagaza?
—Puede que sí. Pero también pudiera ser que necesiten ayuda y hayan reconocido que esos tres juncos son piratas.
—¿Cree que es conveniente intentar cambiar de rumbo para eludir cualquier lucha?
Don Álvaro tardó unos instantes en responder:
—Todos esos juncos nos pueden alcanzar vayamos adonde vayamos.
—Bien. Al menos tenemos el viento a favor.
—¿Qué opina, Piet?
Piet van de Derck apartó el catalejo de la cara y, después de pestañear para equilibrar la vista, miró a Jan Valtener que había llegado hasta él al pie del bauprés.
—Opino que esto puede dar al traste con nuestros planes. Ese junco es imperial y nos ha reconocido como piratas. Va al encuentro del galeón y su patrón es igual de diestro o más que nuestro Recán. Si se alían contra nosotros y el estúpido de Nagarajan persiste en el ataque, estamos perdidos. Bara Amón y la mujer desean el combate, mientras que los cortesanos andan que trinan contra el príncipe. ¿Cómo está la tripulación?
—¿La tripulación? ¡Santo Dios!
—¿Qué ocurre?
—Están todos enloquecidos. Han preparado dos mejunjes en cantidad. Uno es a base de agua y ajo, contra los tiros. El otro es una mezcla bien macerada de pólvora y aguardiente. Si después de beberse eso alguien consigue comerse el corazón de un chino, se hace invencible y por ello inmortal.
—¿Cómo se ha enterado usted de todo eso?
—Por señas. Y todos los holandeses hemos coincidido en la interpretación. No sé qué es más peligroso para ellos, si el enemigo o la indigestión.
Piet acercó de nuevo el objetivo de su catalejo al ojo derecho. Tras mirar un rato en dirección al junco rojo, dijo casi sin entonación:
—Ha burlado al junco de Nocarian y se acerca al galeón. Ya está al alcance de sus cañones, por lo que ninguno de nosotros podrá impedir que parlamenten. O se destruyan.
Al llegar el junco rojo a unas ciento cincuenta brazas del galeón, hizo una maniobra extraña que sorprendió a todos salvo a don Álvaro. Viró y plegó todas las velas, salvo la equivalente a la gavia en los barcos españoles. Perdió así velocidad y esperó al galeón. Éste continuó su rumbo y cuando estuvo a cien brazas del junco se escuchó el estruendo de uno de los cañones de estribor al disparar una salva. El estampido sobrecogió a todos, pero al despejarse el humo comprendieron que la advertencia había sido bien interpretada por los tripulantes del junco. Los trapos que enarbolaban como banderas blancas se agitaron más vivamente. Los juncos piratas habían plegado trapo también manteniéndose fuera del alcance efectivo de la artillería de los otros dos barcos.
El capitán Dávila, después de intercambiar unos gestos con don Álvaro, dio orden de recoger algunas velas.
La ansiedad que iba aumentando entre la tripulación dio paso a la curiosidad cuando vieron que en el misterioso junco se arriaba una lancha. Subieron ocho personas a bordo y seis de ellos bogaron briosamente al encuentro del buque español. Uno de los dos que iban de pie llevaba los brazos alzados y el otro un paño blanco de buen tamaño. El comandante extendió los brazos llamando a la calma.
Cuando el bote desapareció de la vista de casi todos, porque debía de estar bajo la cubierta y junto al casco del galeón, varios marineros lanzaron escalas a una indicación del comandante. Éste se dirigió hacia el punto por donde iban a subir los visitantes y don Álvaro lo siguió. Tras ellos se arremolinaron muchas personas, aunque la mirada adusta del capitán Dávila hizo que los soldados contuvieran a la gente y los persuadieran de que volvieran a sus puestos.
Por la borda aparecieron los dos tripulantes de la lancha. Cuando adquirieron compostura tras la escalada, todos vieron que los parlamentarios eran dos prohombres chinos. En particular, el primero iba vestido con calzones negros y camisón de seda primorosamente bordada en una infinidad de colores. Su rostro era apacible y noble a pesar de su expresión de desconcierto por no saber a quién dirigirse. El otro era, seguramente, un militar de alto rango. Aunque difícilmente se asemejara su vestimenta a la de los militares españoles, se podía adivinar tal extremo aunque iba completamente desarmado. Quizá fuera por su aplomo y mirada fría.
El viento había amainado un tanto y la navegación era lenta. Cuando don Álvaro y el capitán Dávila se encaminaron hacia ellos, ocurrió algo tan inesperado que todos quedaron sobrecogidos y confusos. Al militar se le alteró el gesto y abrió desmesuradamente sus pequeños ojos. Lanzó un grito desgarrador y después dijo algo agarrando fuertemente por el brazo al emisario principal. Éste quedó desconcertado, miró hacia donde parecía señalar el militar y dio dos pasos atrás presa del pánico. Los dos hombres se volvieron apresuradamente y trataron de aferrarse de nuevo a las escalas. Fue tanta su precipitación que se oyó, para pasmo de todos, el inconfundible chapoteo de un hombre que ha caído al agua.
Se escucharon gritos ininteligibles y cuando todos los curiosos del galeón lograron asomarse a la borda, vieron que los de la lancha, después de haber recogido del agua al emisario que huyó más atolondradamente, remaban hacia el junco con mayor brío que antes.
En el galeón nadie salía de su estupor. ¿Qué había aterrorizado a esos dos chinos?
Cuando el bote estaba ya muy cerca del junco, se empezaron a oír los rumores a bordo del galeón. Todos trataban de descubrir algo extraño en la dirección hacia la que miraron los chinos, pero nadie se explicaba la causa de su pavor. Incluso se empezaron a oír algunas risas y bromas soeces, pero nadie se explicaba la extraña reacción de los chinos. Cuando vieron que el junco estaba desplegando todas sus velas con disposición clara de alejarse de allí, la tripulación del San Venancio escuchó la voz clara y fuerte del comandante Dávila, que estaba de nuevo en el alcázar.
—¡Silencio! ¿Alguien a bordo ha entendido alguna de las palabras que han dicho los chinos?
Cesaron los comentarios a bordo y una mano se alzó tímidamente cerca de la base del palo mayor.
—¡Venga aquí, marinero!
El hombre que había alzado la mano se acercó hacia el castillo de popa mientras que a su alrededor le preguntaban todos lo que había entendido. Pero el hombre, joven y algo desgarbado, estaba muy sonrojado y avanzaba en silencio mirando al suelo. Cuando llegó a donde estaba el comandante del galeón junto con el señor amigo suyo, el marinero se presentó.
—Me llamo Pablo María, señor, soy hijo de sangley cristiano y española.
—¿Ha entendido lo que han dicho esos chinos? —No, señor.
El capitán Dávila puso gesto de fastidio. Al muchacho se le acentuó el sonrojo y, mirando al suelo, dijo:
—Sólo he entendido la palabra «asesino», porque la han dicho varias veces y ésa la conozco. Es chino mandarín.
—¿Asesino? ¿Y nada más?
—No he entendido nada más, señor.
—Pero ¿está seguro de que han dicho «asesino»?
—Seguro no, pero casi.
—Está bien marinero, vuelva a su puesto. Y gracias. —Cuando el joven atribulado se alejó, el capitán Dávila, con el entrecejo tan fruncido que amenazaba borrasca, le espetó a don Álvaro—: ¿Y ahora, qué? ¿Qué me dice del lance?
—Pues que estoy tan pasmado como usted y todos los demás. —Don Álvaro empezó a pensar en voz alta mientras que el capitán lo escuchaba sin distender el ceño—. Esos chinos se la han jugado, y bien, al venir a nuestro encuentro. O sea, que nos necesitaban. Deseaban obtener de nosotros orientación, cirujano, agua, víveres… algo importante. Nada más llegar, reaccionan como si descubrieran que el galeón estuviera apestado. El miedo que les provoca su descubrimiento supera la necesidad que tienen de nosotros. Temen que nuestra ponzoña les haga más daño que las ventajas que conllevara nuestro favor hacia ellos… Pero ¿qué diablos…?
Don Álvaro entró en un mutismo pertinaz que, al rato, hizo al capitán tronar:
—¡Desplegad todo el trapo! ¡Se mantiene el zafarrancho de combate!
Tras el desahogo que le produjeron los gritos que lanzó a la muchedumbre, el capitán resopló y quedó tan silencioso como don Álvaro. La gente se fue desperdigando en cubierta aunque no amainaban los rumores y las risas nerviosas.
—Don Álvaro —el tono del capitán era bastante mesurado para lo excitado que había estado poco antes—, ¿no habrá cosa religiosa por medio? ¿Fanatismo chino o algo así? A lo mejor los han asustado los frailes y los curas esos con sus sayos y sus manteos.
Don Álvaro aguzó la mirada y respondió en un susurro:
—Pudiera ser… pudiera ser… —Con más firmeza, añadió—: Pero está lo de «asesino» que ha entendido ese muchacho. Imagínese que… Suponga que los facinerosos que llevamos a bordo forman parte de una secta asesina que ellos han reconocido por algún indicio común que a nosotros se nos escapa…
—¿Y por qué han huido y no los han denunciado? Los hubiéramos reducido y después les habríamos ayudado a ellos. No cuadra.
—Cierto, no cuadra, a menos que ellos temieran que se infiltraran a su vez en su junco.
—Eso cuadra todavía menos.
—Lleva usted razón, capitán. Todo esto es muy confuso, porque lo único que se me ocurre es… ¡Dios!
—¡Dios, qué!
—Que los asesinos sean… muchos. Muchos más de los que nos creemos y más crueles y listos de como se han mostrado hasta ahora. Yo sé que hay sectas secretas de asesinos juramentados por lazos religiosos y de sangre que…
—Quite allá, don Álvaro. Si alguna patulea es numerosa en este barco es de desgraciados. —La voz del capitán no sonaba muy convincente, pero ahuyentó sus dudas con un manotazo al aire y añadió—: Bueno, el caso es que el junco ese no parece que nos amenace y eso ya me alegra el día. Esperemos que se largue y continuemos nosotros con la reata de piratas esta que llevamos a cuestas hasta América. Y allí, Dios dirá.
—Sí, capitán, pero no relaje las quintas y la vigilancia más estricta. Pudiera ser, como le dije, que la pócima que llevemos a bordo sea aún más letal de lo que nos parecía hasta ahora.
—Oído.
El príncipe Nagarajan, rodeado en todo momento de sus doce o quince marinos chams más fieles, conminaron con amenazas a Ramayya y a los demás cortesanos para que regresaran a sus juncos y se aprestaran a atacar al junco rojo. Sin embargo, no obedecieron y siguieron acercándose al junco capitán para abordarlo y forzar una asamblea, con lo cual las amenazas se convirtieron en disparos de intimidación hechos con carabinas y pistolas apuntando muy cerca de las lanchas. Éstas regresaron sin más a sus barcos, pero el rencor crispaba los rostros de los cortesanos.
En cuanto Nagarajan vio que todos estaban en sus puestos, observó que el junco chino desplegaba las velas y se alejaba del galeón. ¿Por qué había sido tan breve la visita? ¿Se habían negado los españoles a tratar con ellos asunto alguno? ¿Estaban conchabados de antemano y sólo se habían intercambiado la confirmación de sus planes?
Nagarajan era más hombre de acción que de reflexión y su decisión estaba ya tomada. Ordenó a gritos destemplados que se desplegaran todas las velas para navegar al encuentro del junco intruso. Toda la tripulación expresó a gritos su júbilo.
Piet van de Derck ordenaba a la docena escasa de holandeses, a través dejan Valtener, que se aprestaran a la batalla manteniéndose todo lo agrupados que pudieran. Su única obsesión era perder de vista el galeón español, circunstancia que sin duda ocurriría si el viento continuaba siendo igual de favorable y aquel junco presentaba más resistencia de la que Nagarajan suponía.
Bara Amón había intercambiado frases rápidas con Lieu Quan, lo cual llegó pronto a oídos del príncipe. Tras ellos, Bara aprestó sus armas, que consistían en varios puñales y una espada. No portaba ninguna arma de fuego, a diferencia de todos los tripulantes del junco, que cargaban carabinas cortas y bebían los primeros tragos de mejunjes a la vez que gritaban dándose ánimos.
En poco más de diez minutos, los tres juncos piratas rodearon al junco rojo quedando todos fuera del alcance de los cañones del galeón. Entonces fue cuando se desencadenó la tormenta de fuego y metralla en la límpida mañana.
—¡Rediós, don Álvaro! ¿Qué hacemos? Los malditos piratas van a acabar con ese junco que, en principio, es amigo. —El capitán Dávila miraba a los barcos febrilmente y agarrando con las dos manos la baranda del alcázar—. Quizá sea ésta nuestra oportunidad de librarnos de ellos de una vez por todas uniéndonos a los chinos. Pero también es la ocasión de quitarnos de en medio, cambiar de rumbo y perder de vista a esos canallas. ¿Qué hacemos?
—Además, en ese junco rojo tienen la clave del misterio de los asesinatos que sufrimos. Opino que debemos entrar en batalla, el caso es si se puede.
—¿Se refiere?
—A que hacer virar a este mastodonte y navegar de bolina hacia el encuentro puede ser azaroso. Llame a los marinos principales y que opinen.
Mientras el capitán daba órdenes a los tenientes para que subieran al castillo ocho marinos, el estruendo de cañonazos arreció a barlovento.
El capitán Dávila estaba cada vez más impaciente y, cuando subieron en tropel los hombres a los que se había convocado, demandó su opinión perentoriamente.
Aunque confusamente, se concluyó que la maniobrabilidad del galeón para una acción ofensiva era tan pobre que los juncos piratas los burlarían con facilidad. Simplemente se alejarían y atacarían al otro junco cuando les fuera propicio. Aquello podría durar días si los piratas se empeñaban.
El capitán, después de escuchar las embarulladas pero unánimes opiniones de los marinos, los despidió diciéndoles que estuvieran atentos a sus órdenes y que las cumplieran sin rechistar.
En cuanto quedaron solos de nuevo, don Álvaro dijo:
—Capitán, pudiera ser que ese junco chino, en cuanto se las vea negras, navegue buscando nuestro cobijo. Quizás el miedo que nos tienen por lo que llevamos a bordo se vea superado en una situación desesperada. Deberíamos quedar a la capa durante un tiempo.
—¿Perdiendo así la oportunidad de escapar de los piratas?
—Sí. Por un tiempo.
El capitán quedó meditabundo e indeciso, pero en un momento en que vio que las descargas de dos de los juncos barrían certeramente la cubierta del junco rojo, ordenó a voz en grito:
—¡Detención de la navegación! ¡Velas tendidas! ¡Al pairo, al pairo!
Los rumores se desencadenaron entre la multitud que atiborraba la cubierta. Todos eran conscientes de las alternativas que se les presentaban y las discusiones se entablaban a grito pelado. Don Álvaro y el capitán Dávila vieron que varios oficiales, tres de los pasajeros de más fuste y algunos marineros se acercaban a ellos con paso resuelto.
El capitán Dávila los miró furioso y su reacción fue fulminante: desenvainó la espada y llamó a los tenientes. No todas las velas se desinflaron. Don Álvaro se desentendió por unos instantes de la borrasca que se avecinaba al castillo de popa y observó que el junco rojo ponía proa a ellos en medio del fragor artillero que no cesaba.
Cuando comenzaron a invadir el castillo los que sin duda iban a protestar enérgicamente por la detención del galeón, don Álvaro extendió las manos y todos miraron hacia el junco rojo. Una descarga lo había desarbolado completamente. Hasta allí llegaron, aun apagados por la distancia, los gritos de júbilo de los piratas chams. Don Álvaro posó la mano sobre el brazo del capitán Dávila y le dijo lacónicamente:
—Será muy difícil prestar ayuda a esos desgraciados, capitán.
Éste, con una furia sin límites, gritó a cubierta:
—¡A toda vela! —Miró seguidamente al tropel que se le había acercado para protestar y blandió la espada ante ellos diciendo en tono acerado—: Si en situación de zafarrancho de combate como en la que nos hallamos vuelven ustedes a desobedecer mis órdenes o entreveo el más mínimo atisbo de protesta, dense por muertos. ¡¡Fuera de aquí!!