Los estudiantes habían desenmascarado al preso que sabía español. La comedia que urdieron fue tan verosímil que muchos pasajeros y tripulantes creyeron, estupefactos y horrorizados, que iban a aplicarles hierros candentes en los ojos. Tanto así que algunos fueron a alertar al comandante militar, otros increparon a los soldados y estudiantes que iban a cometer tal tropelía e incluso no faltó quienes los alentaron. Como los preparativos para la tortura se hicieron de forma que los prisioneros no los veían sino que sólo escuchaban lo que se decía acerca de ellos, el único que mostró inquietud evidente fue Ramayya.
Pero de poco valió la treta, porque a todos los interrogatorios a que lo sometieron respondió con un mutismo absoluto. A los pocos días, el capitán Dávila y don Álvaro desistieron de sacar de él nada provechoso, pero la certeza de que aquel hombre podía decirles muchas cosas que ellos debían saber los desasosegaba continuamente.
A media mañana, después de sus últimas elucubraciones en torno al asunto, don Álvaro departía con su fámulo Feliciano. Estaban sentados cerca del timón, bajo el alerón del castillo de popa, a cubierto de la lluvia que azotaba al galeón. El mar estaba bastante agitado y hacía frío, pero el muchacho había tomado el mejunje de don Álvaro contra el mareo y los dos estaban bien abrigados.
Al real comisionado en excedencia le distraían de sus obsesiones las clases que impartía a Feliciano. El mozalbete le agradaba sobremanera, a pesar de que lo irritara con frecuencia. Por una parte era listo, ocurrente y se expresaba muy bien, pero por otra le atraían demasiado infinidad de cosas del barco, como jugar al escondite con sus amigos, pescar, espiar las letrinas, departir con Oliveira, atender a los ensayos de los músicos y los comediantes, aprender toda clase de trucos y artimañas de don Antonio Sepúlveda, adiestrarse con los marinos en muchas de sus faenas, escuchar las bravuconadas y conversaciones obscenas de los soldados y llevar a cabo escaramuzas para colarse en las colas de los fogones. Todo ello le dejaba poco tiempo y escasos ánimos para enfrentarse a las tareas impuestas por su patrón, pero éste era inflexible y si Feliciano quería un sobresueldo, no tenía más remedio que hacerlas. Estas tareas consistían en una hora de atención a sus lecciones orales y en rellenar una hoja de redacción y otra de ejercicios matemáticos.
—Pues sí, amigo Feliciano, aunque te parezca mentira, hay una gran diferencia entre cero y un número cualquiera por muy pequeño que sea.
—A ver…
—Tú mismo podrías poner ejemplos de grandes diferencias entre algo muy pequeño y nada en absoluto.
Feliciano era de mediana constitución pero fuerte y ágil. Su rostro, moreno y de pelo negro, tenía unos rasgos más infantiles de lo que debían representar para la edad que tenía.
—Pues… un gran guiso es muy distinto si tiene un pequeño gusano que si no lo tiene.
—Estás obsesionado con los bichos.
—Claro, si me paso más tiempo apartando bichos de la comida que preparándola.
—Bien. El ejemplo no es malo, pero puede ser mucho mejor. Piensa.
Tras un rato, más distraído con lo que acontecía en el combés que pensando en su problema, dijo:
—Una bala es muy pequeña, pero si te da…
Don Álvaro empezaba ya a irritarse.
—No andas descaminado, pero estás hablando más de grandes efectos ocasionados por pequeñas causas y ni siquiera eso. Me refiero a lo siguiente. Imagínate que naufragamos… ¡Eso es una superstición y nada hay que me desagrade más! —Feliciano había abierto los dedos índice y meñique de cada mano y con los cuatro tocaba perentoriamente la madera del suelo—. Imagínate que naufragamos y que tú eres el único superviviente del galeón. Llevas muchos meses en una isla que crees que está desierta. Te apañas y te organizas bien, y cuando ya estás acostumbrado a tu soledad, descubres una huella de pie humano en la playa. ¿Qué pasa?
—¿Yo estoy seguro de haber sido el único superviviente?
Feliciano ya estaba concentrado en el problema.
—Con toda certeza. ¿Qué pasa?
—Que me cago vivo… con excusas.
Don Álvaro movió la cabeza con abatimiento.
—Quiero decir, Feliciano, que la playa, el paisaje, todo, es prácticamente igual con esa huella que sin ella. Al fin y al cabo no es más que una pequeñísima deformación de una pequeñísima cantidad de arena. Sin embargo, para ti, la isla y tu vida han cambiado totalmente. ¿Estás de acuerdo?
—Sí, pero ¿eso no es otra vez lo de pequeñas causas y grandes efectos?
—Pues… Voy a lo siguiente. El cero es un gran invento de la humanidad, porque…
—¿Lo dice en serio?
—¡Pues claro!
—¿Dice en serio que alguien inventó el cero pelotero, o sea, nada? ¿Y que, para colmo, el invento fue útil para algo? Vamos, don Álvaro…
A don Álvaro le agradaba la desfachatez de Feliciano, porque no estaba reñida con el respeto y el cariño que le tenía.
—Mira, Feliciano. Toma un número cualquiera y divídelo por otros cada vez más pequeños. El resultado es un número cada vez más grande, ¿cierto?
—Esto… Sí, claro. Veinte entre cinco, cuatro; entre cuatro, cinco; entre dos, diez; entre uno… veinte.
—Sigue.
—No hay número más chico que el uno si evitamos el cero, que es a donde usted quiere llegar, ¿no?
—¡Cómo que no! ¡Llevas dos semanas haciendo quebrados y aún no sabes que hay infinitos números entre el cero y el uno!
—¡Ah! Los decimales; bueno… sigo. Veinte entre cero coma uno… doscientos; entre cero coma cero uno, dos mil; entre…
—Está bien, está bien. ¿Lo ves?
—¿El que?
—Que el resultado es cada vez más grande. Ahora divide el veinte por cero.
—Pues… no sale.
—Exacto. Ya cambió todo. Al dividir un número por cero te sale cualquier cosa y no un número grande. ¿Qué te parece?
Feliciano se quedó mirando a don Álvaro muy fijamente y éste empezó a componer un gesto que, de esperanza, iba tornando al alborozo. Pero Feliciano contestó:
—No me parece absolutamente nada. O sea, cero.
Don Álvaro se enfadó y concluyó la lección diciendo:
—Pues mañana a esta misma hora quiero ver la plana de quebrados que te puse antes bien resuelta, con letra clara y sin borrones ni tachaduras. ¡Fíala! Ya te puedes largar.
—¡Hasta luego, don Al varo! Le prometo que hoy no dejo ni un mal bicho en el guiso.
Don Álvaro se quedó mirando el cielo y la lluvia caer. A su espalda escuchó una voz ronca y de fuerte acento gallego:
—Es duro el rapaz, ¿eh?
Don Álvaro miró al timonel del que apenas vislumbraba el rostro en la penumbra de la toldilla.
—No crea, José, sería un buen discípulo si yo fuera un buen maestro.
—¡Bah!
Don Álvaro sabía que aquel hombre era de muy pocas palabras, por lo que la conversación no iría mucho más allá.
Tras estar un rato en la misma actitud taciturna, se levantó y, embozándose en un sobretodo, salió en busca del capitán Dávila.
Subió por una escalera y avanzó por el pasillo de estribor. Desde allí miró a la base del mayor y le agradó comprobar que los presos estaban guarecidos de la lluvia por una vela vieja apuntalada por varios bicheros. Sólo había al descubierto dos o tres marineros, porque el resto de la tripulación debía de estar en las bodegas y los camarotes. Un oficial, el patrón y otros pocos marineros se entreveían en algunos recovecos y en los pañoles de la primera batería de cañones.
Don Álvaro entró en el castillo de proa sacudiéndose la lluvia. Mientras trataba de orientarse en la oscuridad del pasillo principal se desequilibró y estuvo a punto de caer al suelo. El embate que dio el barco había empezado lentamente, pero su persistencia llegó a tal punto que lo despidió contra el mamparo más cercano que evitó su caída. Apoyado en la pared, escuchó el crujido del casco como un portentoso lamento. Un golpe de mar, dedujo don Álvaro, pero el barco seguía tan escorado que apenas le permitía despegarse de la pared.
Don Álvaro escuchó voces lejanas a sus espaldas y retrocedió dando tumbos. Cuando consiguió salir al exterior, comprobó que la lluvia era aún más intensa y que algunos hombres corrían hacia popa. Miró hacia arriba y vio que los mástiles estaban realmente inclinados. El galeón se hallaba a merced de las olas que lo golpeaban por el mismo costado. Los gritos aumentaron expresando más angustia que alarma.
Antes de llegar don Álvaro al castillo de popa, el galeón comenzó a enderezarse mientras variaba de rumbo. Bajó la escalera por la que había subido hacía menos de tres minutos y lo que vio lo dejó paralizado. Un grupo de hombres trataba de atender al timón a la vez que a un desfallecido timonel. Cuando don Álvaro se unió a ellos vio con espanto que José, el timonel mayor, había sido degollado tan limpiamente como don Luis Belloso, el general del San Venancio.
Por Jan Valtener y los otros holandeses, Piet sabía que los chams andaban revueltos. Les parecía que del odio a los españoles por el hundimiento del junco y la tristeza por haber perdido compañeros y familiares habían pasado a la desconfianza en la autoridad de los cortesanos y del príncipe. Desde el ataque del galeón habían surgido tres disputas violentas sin que a nadie refrenara el recuerdo de los crueles castigos infligidos por las mismas causas. Cuando Nagarajan tuvo noticias de los desórdenes, reaccionó de forma que a Piet le pareció sensata. En lugar de dictar penas, mandó reunir a todo el mundo en cubierta sin importarle que la lluvia fuera muy intensa.
A Piet le parecía que el príncipe, aun sin ahorrarse tremendas amenazas, trataba de dar consuelo y ánimo. Su figura y rostro azotados por la lluvia en el lugar más prominente del castillo de popa, quizá más que sus palabras, eran lo que lo engrandecía. Tras sus últimas frases, Piet apreció que los chams estaban más tranquilos y se fueron disolviendo en silencio.
Cuando Piet iba a hacer lo propio, le sorprendió que Nagarajan le llamase por su nombre a la vez que le hacía gestos para que buscara al armenio.
El cirujano estaba curando a algunos de los heridos y se negó a abandonar la enfermería hasta que no terminara. Piet llamó a la puerta del camarote del príncipe casi media hora más tarde.
El holandés quedó pasmado. Lieu Quan estaba vestida de mujer y lucía una belleza resplandeciente. Su mirada al holandés estaba llena de destellos difíciles de descifrar.
Skorka quedó mucho más impresionado que Piet van de Derck. Tanto, que cuando se repuso un poco su gesto atónito fue tornándose en compungido. Piet se percató de ello y sintió lástima una vez más por el pequeño cirujano. Era un hombre de estudios y seguramente de paz y orden. Su azarosa vida era exactamente la contraria a la que él siempre había deseado vivir. Cualquier perturbación del orden natural de las cosas lo conturbaba fuertemente. Por eso, desde que se enteró por sus tareas de traductor de que el muchacho polizón era una muchacha, su continuo desasosiego se acentuó, pero cuando la vio allí irradiando belleza e inteligencia, previo disturbios mucho más agudos de los que había vivido hasta entonces, por si éstos hubieran sido escasos.
Nagarajan hizo sentarse en el suelo a los visitantes y le alargó una taza de té humeante al holandés ignorando a Skorka y a Lieu. Piet hizo una inclinación de agradecimiento. Tras beber ambos unos sorbos, Piet clavó la mirada en Lieu Quan.
Hasta entonces sólo la había visto con un calzón basto y raído que le llegaba poco más abajo de las rodillas, una tosca camisa muy amplia del mismo color claro indefinido y, a veces, un chaleco negro que también le quedaba ancho. Sus pelos, relativamente cortos, estaban siempre encrespados y sucios. En cambio, allí estaba, sentada en el suelo con unos pantalones rojos limpios atados a la cintura con un cordón muy grueso de color negro, quizá de seda china. La cintura la tenía desnuda dejando ver un abdomen terso a pesar de la postura que tenía. El ombligo era un óvalo que permitía adivinar una redondez perfecta cuando estuviera erguida. La camisa que lucía Lieu Quan era de madrás celeste muy ceñida a los pechos y hombros. En los límites de las mangas cortas, el escote y la cintura, tenía bordados de motivos chinescos: aves fénix, flores coloridas y árboles variados.
El rostro de la mujer era lo que había experimentado una metamorfosis más acentuada respecto al del muchacho polizón. Tenía limpio el pelo, por lo que su color negro era tan brillante como la antracita. Lo llevaba recogido en una coca que hacía que el óvalo de la cara se mostrara en todo su esplendor. Los labios, sensuales y entreabiertos, los llevaba pintados de carmesí; las mejillas, con la textura de la porcelana, parecían brillar; los ojos le daban una vida intensa, pero, si se superaba la inquietud que producían sus destellos al mirarlos, su belleza provocaba un deleite excitante. Eso le estaba pasando a Piet van de Derck y sus ojos verdes también empezaron a irradiar fulgores de desconcierto y deseo.
Al percatarse de que su silencio podría ser embarazoso, el holandés desclavó la mirada de Lieu, quien se la había mantenido todo el tiempo, y preguntó:
—¿Se ve nuestra empresa modificada por alguna causa?
Skorka hubo de preguntar a Piet el significado correcto de la pregunta. Cuando se lo tradujo a Nagarajan, éste respondió con firmeza:
—No, sólo favorecida. Te he llamado para decirte que el plan sigue siendo el mismo. Atacaremos al galeón cuando nos pueda ayudar tu nave. Pero entonces su tripulación estará mucho más debilitada de lo que esperábamos.
—¿Cuántos aliados tenemos en el galeón?
Nagarajan dudó unos instantes, porque Lieu siempre se había mostrado renuente a darle tal información, pero al cabo respondió:
—Siete. Supongo que los españoles han matado a todos los nuestros que capturaron en el junco, pero si sólo los han torturado y aún queda alguno vivo, nuestros aliados los liberarán en su momento y entre todos le harán aún mayor daño al galeón.
Ninguno de los tres hombres se percató de los cambios en los destellos de la mirada de Lieu.
—Confías en que los españoles no los descubran. ¿Quién manda a esos aliados?
Nagarajan guardó silencio con los labios un tanto apretados. Miró fugazmente a Lieu y después dijo:
—Un hombre de confianza.
—¿Lo conoces?
Cuando el armenio terminó de traducir, los labios de Nagarajan se hundieron aún más en su boca.
—Ahora ya sabes lo que debes saber. Hemos terminado.
Piet quedó pensativo con la taza humeante en las manos. Dudaba entre marcharse, como era el deseo del príncipe, o quedarse y exigir que Lieu confesara todo lo que sabía. Tenía la sensación de que aquella enigmática mujer escondía mucha información a Nagarajan y que sus intenciones eran más complejas de lo que aparentaban. Además, era sin duda una mujer de extraordinaria inteligencia y valentía. Se había embarcado de polizón, había urdido una trama peligrosa en extremo; en la Rota había desempeñado un papel en solitario con sus amigos de la balandra; por las noches desafiaba las guardias y la ira de Nagarajan para observar los destellos provenientes del galeón. ¿Quién era Lieu Quan? Cualquier cosa menos una mujer tan perdidamente enamorada del príncipe que trataba de ayudarlo en su aventura.
El holandés fue consciente de que otra vez su silencio estaba siendo excesivamente prolongado y que no había apartado la mirada de Lieu Quan. ¡Qué hermosa era aquella endiablada mujer!
—Perdón, majestad. Gracias por el té. Buenas tardes.
Don Álvaro de Soler estaba absorto en las páginas que había escrito. Su camarote, apenas iluminado por un quinqué, estaba lleno de pliegos esparcidos por la cama, el suelo, el arcón grande y el tablero que le servía de escritorio. Hacía tiempo que obraban en su poder muchos datos del galeón. Los había recabado de los distintos oficiales para que les sirvieran de entretenimiento, pero entonces los estaba utilizando profesionalmente.
En su método de investigación, don Álvaro anteponía cada vez más la información a la acción. Él sabía que no era una cuestión de edad, sino que con frecuencia se mostraba más fructífera la deducción de hechos entresacados de los datos que de las circunstancias e indicios de los crímenes. De las listas de suministradores de todas las vituallas del galeón, de milicia embarcada, de marineros, de pasajeros, de remitentes y destinatarios de las cartas, de las correspondencias de fardos con las boletas y sus propietarios, de los intermediarios previstos por escrito por los que pasarían todas las mercancías, de todas esas listas tan meticulosamente elaboradas por la profusa burocracia del imperio español, don Álvaro componía tablas con agrupamientos de datos a veces insólitos. Personas que tuvieran en común la raza, la zona de procedencia, el destino, su edad, quinta a la que pertenecían, zona del galeón en que dormían, riqueza que llevaran en las bodegas. Después trazaba círculos cruzados por líneas que conectaban grupos de datos.
Don Álvaro detenía la mirada de vez en cuando en la única hoja que tenía clavada en el mamparo encima del escritorio. Era la tabla de posibles sospechosos de los crímenes, sus motivos y los indicios en los que se basaba la sospecha. Sólo tenía escrito en ella el encabezamiento, el resto del pliego continuaba en blanco impoluto. A pesar de ello, don Álvaro se sentía satisfecho, porque estaba tomando un conocimiento del galeón como si lo estuviera mirando a través del ingenioso artilugio de don Facundo al que llamaba microscopio.
Don Álvaro, desde que supo que el galeón guardaba en sus entrañas una riqueza personal que nunca en su vida había tenido, se conturbaba al pensar en ella. Entonces, cuando comprobaba en algunas de las tablas referidas a las boletas que el regalo de su entrañable Blanca Mendoza del Estal era realmente valioso, le sorprendía albergar un nuevo sentimiento. ¿Era avaricioso? Nunca lo había sido, pero la vida le había dado muy pocas oportunidades de excitar su ambición por la riqueza. En tiempos de guerra, la paga nunca le fue escasa. En América, sus destinos le habían proporcionado estipendios generosos. De vuelta a España, su situación en la secretaría de Estado dependiente del ministro Ensenada conllevó un buen sueldo. En Filipinas, como comisionado real, también había sido larga su recompensa. Pero en cuanto llegara a Nueva España la situación habría cambiado. Sin embargo, su fortuna sería más de treinta mil pesos. El capitán Dávila tampoco saldría malparado, porque fácilmente se haría con seis o siete mil pesos.
Aunque a don Álvaro no fue la carga del galeón lo que más le interesó, no pudo por menos que dedicarle mucho tiempo porque le pareció fascinante. Las sedas que transportaba procedían fundamentalmente de Cantón y tenían diferente grado de elaboración; desde delicadas gasas a piezas crudas, desde las floreadas «primaveras» hasta tafetanes o los damascos finos llamados «noblezas». Y chitas, zarazas y gorgoranes. El galeón también llevaba los más ricos brocados bordados con figuras fantásticas hechos de hilos de oro y plata, así como prendas de vestir: cincuenta mil pares de medias de seda y dos mil corpiños y jubones de terciopelo; y capas, túnicas, tapices y colchas además de pañuelos, manteles y servillas. Don Álvaro sabía que todas las iglesias y conventos, desde Sonora hasta Chile, tenían vestimentas para sus servicios elaboradas en China y transportadas por el galeón anual. También tenía noticia de que, debido a las continuas protestas del consulado de Andalucía en Nueva España, las autoridades alentaban la sustitución de las sedas por otras manufacturas de venta fácil. Así, desde hacía algunos años, se embarcaban también decenas de miles de peines para damas, abanicos con varillas de marfil o de madera de sándalo; crótalos de teca y marfil, escupideras de cobre y cascabeles de latón con adornos de jade y jaspes. Anteojos y dedales; globos de papel, fruteros de plata y oro; escritorios y cajas de taraceas finas; jarrones de loza, tibores y toda clase de porcelanas que por su finura estaban inundando las casas ricas europeas.
A don Álvaro le había sido más difícil recabar información sobre las mercancías prohibidas que llevaba el galeón, pero lo había conseguido en parte, al menos en cuanto a las joyas, porque era tan conocido ese contrabando que se hacía de poco tapadillo. No había galeón que no llevara cientos, incluso miles, de anillos engarzados de diamantes y rubíes; brazaletes, pendientes, colgantes, collares e infinidad de objetos de devoción, como crucifijos, relicarios y rosarios de la más bella artesanía joyera. Empuñaduras de espadas de rica pedrería engastada, pájaros chinescos de oro, piedras preciosas sin tallar y perlas, muchas perlas. De todo esto había abundancia en el vientre de aquel zarrapastroso San Venancio.
Cuando más enfrascado estaba don Álvaro en los pliegos, oyó que llamaban a la puerta con los nudillos. Era el capitán Dávila.
—Buenas, don Álvaro. Es tarde, pero he visto luz a través de su ventana.
Don Álvaro despejó la cama de documentos haciéndole un sitio al capitán. En la penumbra del camarote y con el acompañamiento de los crujidos de la madera y el fuerte vaivén del barco, el capitán y don Álvaro se veían apesadumbrados.
Tras el asesinato del timonel, los oficiales del galeón habían cuestionado la autoridad del comandante militar y planteaban sus exigencias borrascosamente. Éstas consistían en que el segundo oficial tomara el mando efectivo del barco y el comandante ordenara a la mitad de los soldados que protegieran a los oficiales y pasajeros de postín, o sea, los que se alojaban en los dos castillos, y al resto los destacara en las bodegas, especialmente durante la noche, para velar por las vidas de los demás tripulantes. El oidor y el fiscal se encargarían de las investigaciones para descubrir a los asesinos.
Por su parte, Ignacio Ochotorena encabezaba un grupo de marineros y pasajeros que cada vez era más nutrido. Su intención era dar muerte a Ramón y a los demás prisioneros o, al menos, echarlos al agua. Las conspiraciones del corpulento marinero y sus aliados aún no se habían manifestado abiertamente, pero el capitán intuía que pronto lo harían. Estas intrigas, además, presentaban el aspecto inquietante del intento de alianza con los oficiales. En ellas habían surgido asuntos de contrabando y ganancias.
—¿Saca algo en claro de todo esto?
El capitán señalaba indolentemente los papeles que había por doquier.
—Muchas cosas, capitán, pero ninguna que nos interese en este momento.
—Pues hora va siendo de averiguar quién anda detrás de los crímenes.
—¿Van a peor las cosas con los oficiales y los bestias de Ochotorena?
—Van a peor. ¿Cree usted que ésos tienen razón en algo? Porque si es así…
—No, capitán. La postura de usted es la correcta. Estamos en una situación peligrosa con enemigos rodeándonos y dentro del barco. El mando debe ser militar. Ni los oficiales tienen capacidad para mantener el orden ni hay motivo para pensar que la vigilancia que ellos proponen sea la acertada. Los prisioneros están donde y como deben. Algunos de ellos tienen información que para nosotros bien pudiera ser vital. Dudo que se la podamos extraer, pero lo cierto es que si los perdemos nos quedamos definitivamente sin ella. Y no debe haber privilegios en cuanto a la protección; por ello, le sugiero que intensifique su organización en quintas.
—¿Se refiere?
—A que la organización que usted ha ideado para el combate la considere permanente. Cada soldado debe estar constantemente rodeado o a la vista de sus cuatro auxiliares civiles, incluso para dormir, aliviarse en las letrinas o acompañando en sus faenas a los que sean marineros. En un estado de vigilancia continua de todos a todos surgirán problemas y disputas, pero estarán bajo control, sobre todo si los únicos que están armados son los soldados. Y las centinelas e imaginarias nocturnas que las hagan también los civiles. ¿Le parece acertado?
—Me parece complicado, pero se hará. Los primeros días funcionará, pero a la larga… ¿Cuánto cree usted que nos queda de viaje?
—He estimado nuestra posición y la he contrastado con don Felipe Carreño. Llevamos muchas singladuras con viento favorable.
—Sí. ¿Y…?
—Es previsible que en menos de tres meses avistemos la California.
El capitán afirmaba lentamente con la cabeza mientras musitaba:
—A la larga…
Tras un rato en silencio, don Álvaro preguntó prudentemente:
—¿Teme usted un motín?
Los ojos verdes del capitán Dávila se fijaron en los de don Álvaro. Tras unos instantes en aquella actitud, el militar se relajó y dijo distraídamente:
—Quizá. Si lo hay no será difícil sofocarlo, porque los posibles sediciosos no valen mucho, pero saldríamos debilitados todos, y eso sería grave con los piratas al acecho y los asesinos dentro.
—¿Cómo está la gente en general aparte de Ochotorena y los oficiales? Me he pasado todo el día aquí encerrado.
—La gente está triste y con miedo. Sepúlveda hace lo que puede, pero no logra animar a nadie ni con las apuestas ni con los cómicos. La noche va a ser larga. ¿Ha visto usted dónde se duerme en las bodegas?
—No, aunque me lo imagino, porque de día sí las he visitado.
—Las montañas de fardos forman laberintos y en todos los recovecos hay gente. Se han acostumbrado a ellos y los aprecian como más cómodos que los coys. Pero no hay más de una vara cuadrada diáfana. Teniendo en cuenta cómo han sido algunos de los asesinatos, el del timonel casi a la vista suya, matar de noche ahí abajo es tarea fácil. La gente lo sabe.
El silencio que abrieron los dos hombres fue largo hasta que el capitán preguntó resueltamente:
—¿Tiene alguna sospecha fundada?
—Fundada, ninguna. La intuición me lleva a creer que hay una banda organizada, como le he dicho otras veces.
El capitán Dávila no era hombre que se abatiera fácilmente, por eso se apresuró a despedirse.
—Está bien, don Álvaro. Buenas noches.
El capitán hizo ademán de levantarse para marcharse, pero don Álvaro lo detuvo diciéndole:
—La intuición también me dice que debe andar con cuidado.
Los dos hombres se miraron unos instantes y el capitán se despidió definitivamente asintiendo con la cabeza.
La noche, tal como había predicho el capitán Dávila, fue interminable en el San Venancio. Las toses y el roce incesante de los cuerpos contra la arpillera áspera de los fardos evidenciaban la vela en las bodegas. Los pasos quedos de las patrullas de guardia en el piso de la cubierta no tranquilizaban a nadie. El familiar quejido del maderamen se mostraba con inauditos timbres y secuencias. El contacto físico de manos contra cuerpos cercanos no era rechazado por pudor alguno.
Nadie en el galeón, al alba, podía asegurar si había conciliado el sueño en algún momento de la aciaga noche. Las primeras luces de la mañana que se filtraron por el enrejado de algunas escotillas inundaron de sosiego los espíritus. Pero el apacible duermevela en que se sumió el gentío de las bodegas se disipó bruscamente antes de que saliera el sol.
Los gritos y las carreras por la cubierta resonaban en la bodega superior atenazando el ánimo de los que se incorporaban con los ojos desorbitados. El rumor de los primeros saltos desde los fardos inundaron también la bodega inferior y en pocos minutos, con pasos inciertos y el anonadamiento dibujando los rostros, la multitud salió al aire libre. La noticia causó estupor instantáneo: don Felipe Carreño, el piloto del galeón, había sido asesinado en su camarote. Degollado.
La mayoría de la gente estaba agolpada en la puerta del castillo de popa esperando noticias del interior. Dentro estaban el comandante, el cirujano, el oidor, el segundo oficial, un sacerdote jesuita, don Álvaro de Soler y algunos prohombres más del galeón. La entrada al castillo, como en la ocasión en que asesinaron al general, estaba custodiada por un teniente y cuatro soldados con gestos ceñudos y las manos en el pomo de la espada y la culata de una pistola. Las personas, todas ojerosas, alargaban los cuellos en un intento inútil de ver algún indicio que indicara lo que había pasado en el interior del castillo.
Todas las cabezas se giraron al oírse un fuerte tumulto a sus espaldas. Eran algunos gritos y carreras que pronto se descubrió que eran de lucha. En torno a la base del palo mayor, Ochotorena y unos veinte hombres estaban atacando despiadadamente a los piratas prisioneros. Les daban sablazos y navajazos. Los cautivos trataban de esquivar como podían los desordenados pero letales golpes.
De pronto, en medio de la confusión, Ramón surgió de detrás del mástil armado con un cuchillo en cada mano. Saltó felinamente entre el enredo de cuerpos y propinó dos estremecedores cuchilladas a Ochotorena, una en mitad del pecho y la otra en el cuello. Por unos instantes, los mismos que tardó el marinero en caer pesadamente al suelo con los ojos desorbitados por el espanto de la muerte, cesó la lucha. Esos instantes fueron mortales para dos marineros más que Ramón degolló limpiamente con movimientos fulgurantes.
De entre los cuerpos de los prisioneros, dos de ellos se levantaron liberados de sus ataduras. Estaban armados con cuchillos iguales a los de Ramón. Entonces se escucharon los dos primeros disparos de fusil. Provenían del castillo de proa, donde dos soldados tiraban con poca precisión hacia el tumulto. Una bala alcanzó a uno de los prisioneros y la otra a un marinero de los sublevados. La lucha se reanudó y la gente se dirigió al lugar de la reyerta. Ramón peleaba como una fiera, porque había logrado hacerse con una espada y, después de entregarle uno de sus cuchillos a otro cautivo, se batía ferozmente con dos o tres marineros simultáneamente. Su destreza en la lucha tenía asombrados a todos.
Se oyeron nuevos disparos y carreras de soldados que se abalanzaban con sus fusiles en ristre con la bayoneta calada.
Del castillo de popa salieron el comandante y algunos de sus acompañantes. En esos momentos, mientras trataban de abrirse paso entre la multitud, por el galeón se extendió un grito de angustia. Los prisioneros habían logrado liberarse completamente y, siguiendo las órdenes del que todos sabían que hablaba español, se desplazaban agrupados hacia la borda de babor mientras Ramón y varios presos más, que se habían armado con las espadas de los marineros caídos, los protegían de los ataques de los soldados y los compañeros de Ochotorena.
Más soldados dispararon desde el castillo de proa, pero lo hicieron con cuidado para no herir a los suyos en la confusión de la lucha; quizá por eso no acertaron a nadie. En cuanto los primeros chams alcanzaron la borda se lanzaron sin titubeos al mar de oleaje encrespado.
El capitán Dávila se unió a la incierta lucha cuando sólo quedaban cuatro chams armados, además de Ramón, protegiendo el salto de no más de diez cautivos.
Más soldados corrían hacia babor para disparar contra los que ya habían saltado, pero el fuerte movimiento del barco impedía que afinaran su puntería.
El capitán Dávila se enfrentó a Ramón. Antes de cruzar los aceros lo hicieron sus miradas. Entre los fulgores que despedían los ojos de sorpresa, odio y temor, a ninguno se les escapó el del aprecio que se tenían entre sí. Pero eso no evitó que las espadas entrechocaran estremecedoramente durante unos eternos segundos. Los dos hombres sabían manejar bien el arma, pero cuando todos pensaron que una fulgurante estocada del comandante alcanzaba al falaz náufrago, su espada se vio desviada por la del jefe cham. Antes de reponerse el capitán, los dos hombres, Ramayya y Bara Amón, saltaron por la borda. Habían dejado tras ellos a seis compañeros muertos y cuatro heridos que estaban siendo cruelmente rematados en el suelo por los enardecidos marineros de Ochotorena. Entre éstos, además del incitador del desmán, yacían muertos cuatro, y tres más estaban siendo atendidos de sus heridas.
Pronto dejaron de oírse los disparos de los soldados hacia el mar. Habían comprobado desesperadamente que los prisioneros eran buenos nadadores y estaban cada vez más lejos.
Piet van de Derck fue de los primeros que se armó de su catalejo en cuanto se escuchó el primer estampido lejano. Aquello, inconfundiblemente, eran disparos de fusiles y pistolas que procedían del galeón español. Nagarajan había reaccionado igual que él e intercambiaron miradas de gravedad. Al lado del príncipe estaba Lieu Quan sin disimular su ansiedad. Los demás chams miraban sorprendidos al galeón y a la insólita mujer alternativamente. Los tres pensaban que los españoles habían descubierto a los infiltrados y los estaban ejecutando.
Jan Valtener y dos holandeses jóvenes se acercaron a su patrón sin decir palabra alguna.
Piet apartó el ojo del catalejo y murmuró:
—Puede ser… puede ser…
—¿Qué pasa, patrón?
—Del galeón han saltado ocho o diez hombres y nadan hacia aquí. Pudiera ser… que los infiltrados hayan logrado huir al ser descubiertos. Hay que ayudarlos. —Dirigiéndose ajan, añadió—: Llama al armenio.
Sólo nueve hombres fueron rescatados de las turbulentas aguas, que, junto con los tiburones, habían dado cuenta de varios de los fugados. La alegría y el desconcierto inundaron el junco. Las mujeres e hijos de algunos de ellos manifestaron su alegría con risas, gritos y lágrimas.
Lieu Quan, al ver subir por la escala a Bara Amón se sintió desfallecer de emoción, gesto que descubrió Nagarajan. La turbación que le produjo se la disipó la inquietud de ver a Ramayya sano y salvo.
Tras la primera media hora de alegría y sorpresa, entre los chams se abrieron paso las murmuraciones sobre los enigmas. ¿Quién era aquel extranjero tan fuerte y atractivo? ¿Quién era la bella mujer que acompañaba al príncipe? Tendrían que esperar para satisfacer su curiosidad, porque el extranjero, el cortesano Ramayya, el jefe holandés, la bella mujer y el príncipe se habían encerrado en el camarote de éste.
Piet van de Derck, al solicitar la ayuda de Skorka, fue respondido con un gesto autoritario del príncipe que interpretó como de denegación. Bara Amón y Ramayya estaban aún empapados y el cansancio se reflejaba en sus rostros. Quien primero empezó a temblar de frío, quizás ayudado por la indignación, fue el cortesano. El príncipe, señalando con un movimiento de cabeza a Bara Amón, le preguntó a Ramayya:
—¿Qué sabes de ése?
—¿Qué hace aquí ésa?
—Contesta, Ramayya, que devolverte al mar me cuesta poco.
El silencio tenso que se abrió tras la amenaza de Nagarajan lo relajó Lieu Quan al levantarse y darles sendas mantas a los dos hombres. Las aceptaron y se envolvieron en ellas.
—No sé quién es este hombre. Estaba en el galeón cuando fuimos apresados. No sé si era prisionero de los españoles, aunque no es uno de ellos. Hemos escapado gracias a él.
Nagarajan se sintió satisfecho y miró a Bara.
—¿Hablas nuestro idioma?
El hombre permaneció impertérrito y Nagarajan, sin sentirse ofendido, miró a Lieu Quan. Ésta, tras dudar unos instantes, movió afirmativamente la cabeza de forma muy lenta.
—¿Qué quieres saber?
La voz de Bara era clara y fuerte. Su sánscrito tenía un acento extranjero mucho más pronunciado que el de Lieu y también distinto.
Piet observó al hombre con admiración. Aquél debía de ser el marino de la balandra que había llegado a las Marianas desde algún sitio que forzosamente tenía que ser lejano. Era un marinero hábil e intrépido. Aquel hombre se había metido en el galeón español, un reducto de trescientos enemigos. Era valiente. Había organizado una conspiración al mando de unos pocos hombres. Era inteligente y astuto. Aquellos hombres debían de estar bien pagados o se jugaban la vida por algún vínculo que los unía a él. Era un buen jefe y probablemente rico. Había liberado a una parte de los prisioneros chams. Era un buen luchador. Era amante de Lieu, según las palabras del temible teniente de la Rota, y quizás ese amor era lo que le había impulsado a arriesgar temerariamente su vida. Era un hombre que podía albergar sentimientos profundos.
El holandés contemplaba cada vez más admirado a Bara Amón, pero no podía evitar que le produjera una gran inquietud. ¿Las intenciones de él y su amante Lieu Quan eran realmente ayudar en la captura del galeón? ¿Entraba en sus planes la posibilidad de engañarle a él y a la tripulación del navío que esperaba en América quedándose con todo el tesoro del galeón? Sería muy difícil conquistar a ese enigmático hombre como aliado, pero lo debía intentar, porque aunque no tuviera el poder de Ramayya, y menos el de Nagarajan, era mucho más fuerte que los dos juntos. De alguna manera, ese hombre estaba en circunstancias parecidas a las de él mismo.
—¿De dónde eres?
—De Java.
—¿De qué conoces a Lieu Quan?
—Yo era alférez de la guardia de su padre.
Ramayya y Piet miraban al hombre sin pestañear. El holandés lamentaba no entender la literalidad de lo que estaban diciendo, pero no le cupo duda de que el príncipe trataba de contrastar lo que le había dicho Lieu Quan del desconocido. Y le parecía que Bara Amón estaba saliendo bien librado del interrogatorio.
—¿La amas?
—Mis sentimientos hacia Lieu Quan no cuentan. —La mirada de Nagarajan se endureció un tanto—. La ayudo porque me lo pidió. Tengo juramentada la obediencia a ella.
—Tú, igual que ella, me obedecerás sólo a mí. ¿Cómo llegaste hasta las Marianas?
Piet se convencía cada vez más de que las respuestas de Bara Amón coincidían con la versión de Lieu. Ramayya continuaba sin perderse el más mínimo matiz de la conversación.
—¿Qué habéis hecho hasta ahora de provecho en el galeón?
—¿Aparte de descubriros su posición?
—Sí.
—Hemos matado al general, al fraile más importante, al timonel principal y al patrón. Esta mañana, en la lucha por liberarnos, han caído algunos españoles más.
Ramayya no pudo mantener el silencio, como se había propuesto, y preguntó con asombro:
—¿El galeón está sin general ni patrón?
Nagarajan hizo un gesto brusco a Ramayya ordenándole silencio. Éste apretó los labios pero obedeció. Bara Amón afirmaba con la cabeza a la pregunta del cortesano. Y además, añadió:
—Pronto caerá también su jefe militar.
Piet no había entendido nada, pero había comprendido que Bara Amón y los suyos le debían de haber hecho mucho daño al galeón, porque Ramayya y el príncipe mostraban entusiasmo.
—Dime, extranjero, ¿por qué al fraile?
—Era, seguramente, quien más ascendencia tenía sobre los hombres del galeón. Todos seguían sus ritos religiosos con respeto y sumisión.
Tras un largo silencio en que los dos hombres trataban de digerir la información que les acababa de dar Bara, el príncipe preguntó:
—¿Y cuáles son tus planes para el futuro?
—Yo no deseaba escapar, pero iban a matar a tus hombres, quizá también a mí, y no vi otra salida. Así pues, mis planes son inciertos.
—¿Qué órdenes tienen tus hombres?
—Mis amigos, a partir de ahora, tendrán que actuar por su cuenta. Lo harán bien.
—¿Quiénes son esos amigos?
—Gente fiel, valiente y astuta.
—¿Cuántos son?
Sin alterar apenas el tono ni el gesto, Bara respondió:
—Ya no diré nada más. No es necesario. Te he dado pruebas suficientes de mi lealtad.
A Nagarajan se le encendió la mirada de indignación y Ramayya miró afiladamente a Bara, pero la actitud serena de éste y las buenas noticias que les había dado contrarrestaron la acritud del cortesano y el príncipe.
Piet miró a Lieu a hurtadillas. Tenía, como siempre había tenido en presencia de Bara, su mirada fija en él tratando de no emitir sentimiento alguno, pero Piet, quizá por haber estado relativamente ausente de la conversación, había descubierto en varias ocasiones que Lieu estaba conmovida y apasionadamente feliz.
—Sé bienvenido a este barco, extranjero. Dispondrás de las comodidades de patrones y cortesanos. —Nagarajan se enfrentó a Ramayya—. Ahora, habla tú.
Aquel tono imperativo ofendió al cortesano, pero se tragó el enfado y respondió con otra pregunta:
—¿Qué quieres saber?
—Todo lo que has visto en el galeón desde que te apresaron.
—Como sabrás, fue la mala suerte la que nos puso en el camino del barco español…
—Tú, adonde vas, llevas la mala suerte contigo.
Piet atendía a la conversación tratando de evaluar cuál era exactamente la fuerza de cada hombre. Sabía que Ramayya llevaba poderes e instrucciones del rey de Champa, quien, sin duda, se fiaba más de él que de su propio hijo. Seguramente, Nagarajan lo sabía. Al principio, Piet consideró que el poder del cortesano era mayor que el del príncipe y que, desde luego, su capacidad militar y política era infinitamente superior. Entonces ya no estaba tan convencido de que esa apreciación hubiera sido correcta. De lo que empezaba a tener certeza era de que Bara empequeñecía la talla de ambos a pesar de que su poder fuera nulo. Al menos aparentemente. Ramayya cedió ante el príncipe.
—En el galeón español, quien manda de verdad es el jefe militar. Pero su mando es sobre los soldados. No son muchos, he tratado de contarlos y no creo que lleguen a cincuenta. Hay marinos y otros tripulantes que no lo aprecian y conspiran contra él. Si, como dice éste, el jefe muere, la situación será muy conveniente para nosotros. Hay mucha gente débil en el galeón. Mujeres, niños, pasajeros ociosos que…
—… que disparan organizadamente, matan a muchos de los nuestros, hunden nuestros barcos y se permiten el lujo de no liquidar a todos los que capturaron prisioneros.
Ramayya tragó saliva con alguna dificultad tratando de ignorar la ironía de Nagarajan. Quiso concluir su información diciendo:
—Y muchos de ellos no son españoles.
—¿Qué quieres decir? ¿No son españoles?
—Hay infinidad de mestizos de todas clases. Incluso entre los soldados.
Nagarajan, tras unos instantes pensativo, preguntó:
—¿Has visto las riquezas del galeón?
—No. Nos han tenido siempre en la cubierta.
—Está bien. —Nagarajan concluyó la reunión resueltamente—: Tú, embarcarás en el junco de Nocarian y tú, extranjero, te instalarás aquí, en el castillo. Marchaos.
Aquella misa de difuntos estaba siendo la más breve y lúgubre de todas las que se habían celebrado en el galeón. La brevedad la impusieron la lluvia y la furia del mar. El atardecer sólo se intuía, porque durante muchas horas las nubes le dieron el mismo color gris apagado a la tarde. No se podía adivinar dónde estaba el sol. Los cánticos y oraciones de los curas y frailes apenas eran atendidos por la multitud, porque todos trataban de asirse a algún agarradero y protegerse de la lluvia. Los pañoles de los cañones estaban atiborrados de gente y en la parte diáfana de la cubierta sólo había grupos de hombres cubiertos de velas y alifafes. La comunión se suspendió, porque en el momento litúrgico correspondiente la lluvia arreció inmisericorde.
Cuando los cuerpos de los muertos fueron arrojados al agua, la gente se desperdigó sin esperar al Ite misa est.
El galeón clavaba el bauprés en las olas más altas emergiendo como un cíclope en los estertores de su derrota. Los marineros hacían trabajar las bombas de achique con energía y sin descanso, porque las olas habían empezado a correr por la cubierta y el combés.
Aquella noche se cenaría jamón, queso y salazón que se distribuirían azarosamente. Quizá no hubiera disputas, porque los ánimos estaban apesadumbrados. Aunque, curiosamente, todos en el galeón sentían que el incidente de la mañana podía conllevar ventajas. Los asesinos habían sido Ramón y seguramente algunos de los prisioneros. A partir de entonces no habría que temer, porque todos habían desaparecido. Se los habría tragado el mar o los más afortunados estarían en los juncos. Sin embargo, el galeón había sufrido una grave pérdida con la muerte de don Felipe Carreño. ¿Quién gobernaría el barco? Era hora de comer y tratar de dormir en medio de la tormenta. Si el miedo había provocado la vela de la noche anterior, los crujidos y el espantoso balanceo del galeón impedirían conciliar un sueño apacible durante aquella noche.
Don Álvaro estaba sentado en su camarote tratando de mantener el equilibrio. Aunque miraba fijamente los dos cuchillos que tenía colocados en la mesa, su mente estaba ocupada por los recuerdos de su amigo don Felipe Carreño, el piloto cuya meta en Acapulco era su prometida y su aspiración era dejar la marina mercante y embarcarse en la científica. Un hombre más que perdía la Ilustración. Un joven más que se llevaban la ambición y la ignominia. Una mujer más que lloraría por mucho tiempo.
El galeón estaba sin piloto, pero había otra gente que sabría llevar el barco a América. El segundo oficial, un pilotín, dos marineros e incluso él mismo, sabían la suficiente cartografía como para no perderse en el océano. Y la navegación estaba relativamente asegurada por muchos marineros expertos. El timonel don José había sido una pérdida muy importante, pero allí, en esos momentos, había más de veinte marineros luchando contra el temporal sin dar muestras de incertidumbre ni desánimo. Entre ellos, el loco Oliveira gritaba como un poseso, pero todos le prestaban oídos y nadie se reía de él.
¡Pobre amigo Carreño! Allí estaban los cuchillos asesinos. En cuanto cesó el fuerte altercado entre los seguidores de Ochotorena y los prisioneros, seguido por el que organizaron éstos con los soldados, lo primero que hizo don Álvaro fue recoger de la cubierta los dos puñales que había utilizado Ramón. Le costó bastante esfuerzo encontrarlos en la grandiosa confusión que no cesaba a pesar de la huida de los presos, pero al final lo consiguió. Don Álvaro fue a mostrárselos inmediatamente al cirujano. El señor Céspedes estuvo de acuerdo en que aquellos puñales bien pudieron ser las armas asesinas del general, el timonel y el patrón. Y sin duda, por la profundidad y ancho de las heridas, uno de esos puñales fue el que hirió mortal y salvajemente al fraile don Esteban Miralles. El porqué de la diferencia de esta muerte respecto a las otras tres lo tenía claro don Álvaro. El fraile dormía con otros cinco religiosos en el mismo camarote. Degollarlo limpiamente de noche era difícil. Lo habían esperado en la letrina y quizás un movimiento del barco, más pronunciado en la base del bauprés que en las zonas centrales, lo puso en alerta y trató de defenderse o huir. Y entonces se le vino encima la furia del asesino cosiéndolo a puñaladas. El caso del timonel fue semejante a los otros dos, porque estaba en la penumbra y absorto en el pilotaje de la nave. El criminal esperó pacientemente escondido entre toneles de agua a que don Álvaro y Feliciano desaparecieran del cobertizo del timón, y entonces pilló por sorpresa a don José, a quien no le dio tiempo más que a exhalar su último suspiro.
Los cuchillos eran muy notables y pequeños. Se podían esconder en cualquier pliegue de la ropa, gorra o turbante e incluso entre el pelo a poco abundante y largo que fuera éste. El mango era de una madera dura, casi negra y bien torneada. La hoja, en las zonas en que no estaba pardusca por la sangre seca, brillaba a la luz del quinqué. Brillaba tanto que sus fulgores amarillentos y blancos tenían como hechizado al comisionado. Su geometría era también original. Un triángulo isósceles perfecto, de base poco más ancha que un dedo y bastante menos que un palmo de altura. El doble filo se acanalaba alabeado desde el engaste en la empuñadura hasta confluir con simetría perfecta en la punta. Don Álvaro había comprobado con una hoja de papel que el puñal estaba afilado de una forma inverosímil, porque sajó el pliego sin ejercer apenas presión sobre él. Al señor Céspedes le harían buen servicio como escalpelos.
¿Qué incógnitas guardaban aquellos cuchillos? Muchas, según don Álvaro. Por cierto tenía que Ramón era el asesino o el jefe de los asesinos. En realidad, ¿habría más de uno? El náufrago era un luchador ciertamente bravo. Pero ¿cómo había burlado la vigilancia a la que lo tenían sometido? Llevaba demasiado tiempo en el galeón y sin duda tal custodia se había relajado, por más que le dijeran los soldados al capitán Dávila que no había sido así. Además, ¿cómo…?
—Adelante.
Habían llamado con los nudillos. Era el capitán Dávila. Don Álvaro le hizo un ademán invitándolo a sentarse.
El capitán estuvo a punto de caer de tan fuerte como era el movimiento del barco en aquellos momentos. Los embates del mar en el casco se escuchaban sordos y contundentes. Los crujidos de las maderas eran unas veces estridentemente prolongados y otras, secos como estampidos.
El capitán, cuando recuperó el equilibrio, dijo:
—Vaya noche que nos espera.
Después miró los cuchillos. Éstos estaban sobre el tablero asegurados por dos libros que, a su vez, estaban pinzados en la tabla con otro invento de don Álvaro.
El capitán, después de examinar someramente las dagas, añadió:
—Al final, parece que el tal Ramón era el asesino. Yo sigo sin creérmelo del todo.
—O sea, que sigue fiándose de sus soldados y cree que de verdad no lo dejaron ni un minuto libre durante casi dos meses.
El capitán miró seriamente a don Álvaro y respondió lacónicamente y sin acritud:
—Sí.
Don Álvaro asintió y repuso:
—Pues si es así, hemos de aceptar que la banda de Ramón sigue intacta.
—Pero sin jefe.
—Ya. También, en esta partida que estamos jugando los juncos y nosotros, hemos perdido una ventaja. Ellos tienen ahora información sobre nosotros que antes no poseían.
—Sí, ahora saben lo temibles que somos.
La media sonrisa burlona del capitán irritó un tanto a don Álvaro. Los piratas también tenían mujeres y niños y no había constancia de que fueran buenos luchadores; en cambio, en el galeón, la gente se había comportado bien en los entrenamientos y en la batalla. Pero don Álvaro no quiso discutir con el capitán, porque él también era veterano de muchas guerras y sabía perfectamente de qué estaba hablando el militar profesional.
—Capitán, en la documentación he descubierto algunas cosas que pueden ser relevantes. —El capitán Dávila miró fijamente a don Álvaro y casi dejó de respirar—. Los soldados son de fiar. Si quiere le explico con detalle cómo he llegado a esta conclusión, pero por sus anteriores destinos, razas, procedencias, tiempo que llevan juntos y muchos indicios más, me parece imposible que hayan podido organizar plan alguno de ataque al galeón. Para hacer estragos no hace falta mucha preparación, pero para obtener beneficio de ello es necesario tiempo, confianza en quien compra servicios, garantía de pagos y respeto a sus vidas, establecimiento de vínculos de lealtad y varías cosas más.
—Me alegran sus palabras.
—Lo sé, por eso se las he dicho. Si podemos contar sin titubeos con la infantería de marina, por escuálida que sea ésta, tenemos una buena baza a nuestro favor. He estudiado todo lo que he podido la posible coincidencia de la raza de los piratas que capturamos con la gente que llevamos a bordo. Creo que aquéllos son hindúes aunque de una zona de la India poco poblada, porque se distinguen de la mayoría.
—¿Cómo lo sabe?
La pregunta del capitán estaba tan llena de curiosidad que don Álvaro sonrió.
—Tengo muchos años, capitán, mucho mundo recorrido y, sobre todo, muchos libros franceses. Tengo incluso una enciclopedia.
—¿Una qué?
—Un nuevo invento francés maravilloso. Es un libro que, de forma sucinta, contiene todo el saber humano. —A don Álvaro le brillaban los ojos y al capitán le sorprendía ver tan rejuvenecido al comisionado—. Nada se aprende a fondo en él, pero quien lo lee adquiere el conocimiento de su grado de ignorancia y eso es mucho aprender.
—Y ahí ha aprendido usted que sobre los indios sabe poco.
Ya había caído don Álvaro otra vez en las redes en las que lo envolvía su escasa capacidad pedagógica, pero entonces no con Feliciano, sino nada menos que con el capitán Dávila. Por eso se irritó más que con el muchacho:
—Pues sí, muy poco es lo que sé de ellos, pero lo suficiente como para asegurarle que aquí no hay ningún hindú ni medio pariente de esos piratas.
El capitán estaba regocijado, porque era la segunda, quizá la tercera vez que descubría en don Álvaro el alborozo y azoro juvenil que le producía exteriorizar su amor por las luces y la ilustración. Cosas que a él se le daban una higa, aunque una vez, estando en la cárcel de Sevilla, sumó a las personas que en su vida le habían importado y le salieron más las que eran de ese bando que las del contrario. Una curiosidad más.
Un embate más portentoso del galeón interrumpió las cuitas de los dos hombres y, cuando recuperaron el equilibrio y el sosiego, el capitán retomó la conversación diciendo sin ningún énfasis:
—Ramón tampoco es hindú.
—Tampoco hay nadie aquí de la tierra de Ramón.
El capitán se encogió de hombros y sentenció casi despectivamente:
—La ambición y el valor no son propios de las tierras, sino de los hombres.
—Lleva usted razón. Se puede reclutar gente brava y ambiciosa sin atender a razas, credos ni amistades, pero… hay que indagar entre los marinos reclutados en Manila diecinueve días antes de la partida del galeón, y en ello estoy.
—¿Por qué?
—Antes de esa fecha, todo eran rumores sobre la partida del San Venancio. El gobernador dio la autorización con escasa antelación. Una infiltración no se planea en base a especulaciones. Quitando una semana, como mínimo, para planear la aventura y suponiendo que detrás de todo esto haya alguien poderoso con capacidad para organizar una recluta entre los hindúes, e incluso un viaje previo a América para fletar un navío grande y bien armado que ayude a esos desgraciados, nos quedan los días que le dije.
—¿Cuántos se enrolaron en ese tiempo?
Don Álvaro eludió la mirada del capitán antes de contestar:
—Ochenta y cuatro.
—Magnífico.
—Pero he hecho algunas eliminaciones y me quedan… sesenta y nueve.
El capitán afirmaba lentamente con la cabeza mientras don Álvaro lo miraba con un punto de apocamiento.
—Muy bien, don Álvaro. Continúe estudiando sus tablas y quebrándose la cabeza. Cuando reduzca un poco la lista de sospechosos, idee una trampa para ver si enganchamos a uno de ésos y, entonces sí, le aseguro que hablará. Buenas noches.
—Adiós, capitán. Buenas noches.
El capitán recorrió tambaleándose el largo pasillo del castillo. Junto a la puerta de cada camarote del pasaje de lujo crepitaba la llama de una torcida protegida por una sucia ampolla de cristal. Del interior del camarote del comerciante que viajaba con la familia surgía el llanto apagado de un niño y la voz de su madre consolándolo. El movimiento de la popa era tremendo. Al capitán le costó bastante trabajo bajar las escaleras. Allí el silencio era absoluto, seguramente porque los oficiales estaban tratando de dormir ayudados por alguna bebida fuerte.
Abrió la puerta de su camarote y entró. La dejó abierta para encontrar el quinqué a la débil luz que entraba desde el pasillo. Entre fuertes camballadas, consiguió encender una cerilla y prender la mecha. Fijó la lámpara a su base en una estantería y cerró la puerta. Instintivamente, llevó su mirada a todos los rincones del camarote.
Se despojó de los correajes de los que pendían el sable, un puñal, una pistola, una bolsa de balas de pistola y otra de fusil, una más de cartuchos, un cuerno de pólvora, dos bolsitas de cerillas y otra de tacos. Dejó todo en el suelo junto al camastro. Se sentó en él y se descalzó quitándose después las medias. Se desabrochó el calzón y se abrió la camisa dos botones más desde el cuello. Se levantó y apagó el quinqué de un soplido enérgico. Se orientó hacia la cama en la oscuridad después de dar dos traspiés y volvió a sentarse en ella.
Cuando iba a tenderse, se detuvo en seco y puso todos sus sentidos en alerta. Trató de escuchar entre los crujidos de las maderas del galeón; escrutó en la oscuridad más absoluta; sin pensar en nada, el capitán buscó febrilmente el puño de su espada, la desenvainó con celeridad y, sin solución de continuidad, estando ya de pie, rasgó el aire de la habitación con mandobles, molinetes, estocadas, cornadas y tajos mientras trataba de acercarse a la puerta. Los silbidos de la hoja en el aire los interrumpían a menudo golpes secos y fuertes cuando el hierro encontraba el suelo, los mamparos o los muebles, pero el capitán no le daba descanso a la espada aunque pusiera más empeño en mantener el equilibrio incierto, a causa del temporal, que en precisar su ataque a no sabía qué objetivo.
Cuando ya presumía que estaba cercano a la puerta, la espada golpeó algo que exaltó al capitán. Al sonido tan distinto del que producían las maderas y la ropa de cama al ser batidos por el sable siguió un gruñido de dolor. Entonces sí que comenzó a gritar el capitán la voz de alerta. Y a la vez, sin dejar de rasgar el aire del camarote con la espada, apoyó la mano izquierda en el pomo de la puerta. «¡Alerta, alerta!», gritaba ya estentóreamente el capitán.
El sable seguía hendiendo el aire cuando la llave giró y sonaron los resortes de la cerradura. A la vez que se abrió la puerta, un fuerte movimiento del galeón tumbó estrepitosamente al capitán, que, en cuanto compuso mínimamente la postura, continuó dando sablazos desde el suelo reanudando los gritos de alarma. La puerta chocaba con el marco de vez en vez y la luz del pasillo entraba fantasmagóricamente de forma oscilante.
El capitán logró ponerse de pie y salir al pasillo. Sólo vio dos puertas entreabiertas tras las que se vislumbraba el rostro del segundo oficial y el del maestro de la plata. Estaban tan aterrorizados que, cuando el capitán Dávila los conminó a que salieran, se encerraron de nuevo en los camarotes. El capitán se apoyó en el mamparo, bajo una torcida, más para recuperar el aliento que para mantener el equilibrio. Estaba indignado con aquellos cobardes.
Volvió a entrar en su camarote y, con más dificultad que la vez anterior a causa del cansancio y la excitación, consiguió encender de nuevo el quinqué. Tras examinar los destrozos que había ocasionado su ciego combate y comprobar minuciosamente que estaba solo, se sentó en la cama por tercera vez y quedó sumido en cierto abatimiento. Pero le duró muy poco, porque con decisión se volvió a calzar y, con sólo la espada y la llave en las manos, se dirigió al camarote de don Álvaro.
Cuando el comisionado abrió la puerta quedó asombrado.
—¿Qué ha pasado, capitán?
—Si tiene tuba o algo fuerte, deme un trago.
El capitán se sentó y apoyó cuidadosamente la espada en los muslos casi a la altura de las rodillas. Se quedó observándola mientras don Álvaro hurgaba a tientas debajo del camastro. Se irguió con una botella y dos vasos.
A pesar de que la actitud del capitán, sudoroso, a medio vestir y mirando atentamente la espada, le causaba gran curiosidad, escanció en silencio licor en los dos vasos y le extendió uno al militar. Éste se lo bebió de un trago y, tras recomponer el gesto que le había torcido la bebida, dijo:
—Acabo de herir a un asesino. Ésta es su sangre y algunos de sus cabellos. No le he visto.
Don Álvaro se sentó junto al capitán y observó la espada. El último tercio, hasta la punta, estaba manchado de sangre y siete u ocho pelos poco enmarañados estaban adheridos a la hoja.
—Haga el esfuerzo de recordar todos los detalles de lo que ha ocurrido. Hágalo ahora, capitán. El capitán tomó aire y dijo:
—El asesino estaba dentro de mi camarote. Me debía de estar esperando escondido tras el capote…
—¿Por qué lo sabe si no lo vio?
—Porque es el único lugar que no inspeccioné. En el armario no cabe un hombre. —¿Y tras el capote, sí?
—Será un tipo bajo.
—Continúe.
—Debí de oír algo entre los crujidos del barco, desenvainé la espada y luché a ciegas. En uno de los tiros en tajo diagonal, le di. En un hombro o en un muslo.
—¿Cómo lo sabe?
—Lo sé. El tipo se quejó y…
—¿Cómo se quejó? ¿Gritó, maldijo?
—No dijo nada, solo se quejó. Di la alerta. Cuando logré abrir la puerta, el balanceo del barco me hizo caer. Entonces huyó el criminal. No conseguí verlo. En el pasillo sólo estaban asomados dos oficiales. Seguramente estaban borrachos, cagados de miedo o las dos cosas. Quizás hayan visto al asesino. O no.
Don Álvaro quedó pensativo unos instantes. Después dijo resueltamente:
—Mañana los interrogaremos. Que el asesino esté herido es una pista excelente, porque su herida lo delatará.
—Haré formar a todo bicho viviente en la cubierta del galeón, esté el mar como esté.
—No es prudente.
—¿Que no es prudente? ¿Qué insinúa?
—Tras la huida de Ramón y los piratas prisioneros, la gente está más confiada. Si aireamos que los asesinos siguen entre nosotros y activos, cundirá el pánico.
—Que cunda.
—No sé, capitán. Podemos indagar por nuestra cuenta.
—¿Observar a casi trescientas personas para ver si hay algún herido? Tarea ardua para hacerla entre dos. Además, ¿quién le dice que esos dos petimetres de oficiales no contarán lo ocurrido a todo el mundo?
—A esos dos será a quienes antes interroguemos. Ahora incluso, si usted lo aprueba.
—Lo apruebo. Tengo ganas de hablar con ellos. Si están borrachos, le juro que los despejo a bofetones.
—Tranquilícese, capitán. Déjeme su espada y beba otro vaso de tuba.
—A más tuba, más bofetones se llevan esos dos, así que mejor no bebo más.
—Está bien. ¿Puedo limpiarla?
El capitán miró con curiosidad a don Álvaro y después se encogió de hombros. El comisionado se afanó en la espada limpiándola con esmero extremado. Utilizó para ello dos hojas de papel en blanco que después fijó con pequeños clavos al tablero junto a los cuchillos de Ramón. Cuando quedó satisfecho, le dijo al capitán:
—Tome su espada. Vamos a hablar con los dos oficiales.
—Vamos. Cierre bien la puerta después de salir.