9

En la sala del general sólo estaban prendidas la mitad de las velas de uno de los candelabros de la mesa, por lo que la oscuridad de las maderas y el granate desvaído de las cretonas le daban un aspecto lúgubre a la estancia. Como no había asientos para todos, los trece hombres convocados habían preferido celebrar la reunión de pie. La luz de las velas les llegaba a los rostros desde un plano inferior convirtiéndolos en espectros.

El primer oficial, aunque un tanto aturdido por ser hombre de palabra dificultosa, se vio en la obligación de comenzar la reunión.

—Esto… señores. El comandante Dávila ha creído oportuno reunimos… Yo he estado de acuerdo. El caso es que han matado a don Luis y… en fin, que esto es una complicación. ¿Qué les parece?

La desastrosa introducción del primer oficial hizo que el capitán Dávila intercambiara una brevísima mirada con don Álvaro. Éste observó a los presentes. El primer oficial tendría unos treinta y cinco años y sólo destacaban en su rostro unos incisivos que los labios no ocultaban a menos que se les obligara a ello. Prematuramente calvo, el segundo hombre al mando del galeón tenía unos ojos ahuevados y saltones que mostraban llamativamente su inseguridad.

—El caso, don Juan, es que nos debemos reorganizar. —Quien tomó la iniciativa, el maestre de la plata, era un hombre de unos cuarenta años y de cabeza bien formada aunque desproporcionadamente grande en relación a su pequeña estatura—. A pesar de que no conozco bien la Real Ordenanza que regula la travesía, es obvio que usted debe tomar el mando del galeón. Distinto es el asunto de sus atribuciones.

La última frase la dijo el maestre perdiendo la mirada sobre el tablero de la mesa.

—¿Se refiere usted…?

La vaga pregunta que dejó don Juan en el aire hizo que todos se volvieran de nuevo hacia el maestre de la plata.

—Pues… como usted sabe, las ochenta boletas del general tienen dos precios, uno en Manila y otro en Acapulco. Estamos entre medias…

El silencio fue espeso hasta que uno de los dos juristas carraspeó. Era hombre de expresión y gesto engolados.

—Señores, quizá por mi oficio, oidor, he de llamarles la atención sobre dos aspectos del problema que debatimos. Uno el mercantil y el otro el criminal. No olviden que a don Luis lo han asesinado.

—Pero eso es cosa del comandante, nosotros para lo que estamos aquí es para dejar sentadas las consecuencias de la muerte de don Luis. —Hablaba el maestro de raciones, que era un hombre más bien grueso y cuya cabellera le surgía del rostro poco más arriba de las cejas—. Éstas son muchas. No deben olvidar que es de educación en el juego ofrecer la revancha. En un viaje tan largo, esta norma de urbanidad hace que las ganancias y pérdidas de los jugadores habituales se equilibren. Don Luis iba ganando una considerable fortuna a costa de algunos de nosotros. Justo sería que consideráramos un reparto equitativo de esas ganancias ahora que el pobre general…

—Oiga, don Cipriano, aquí hay cosas más importantes que discernir. —Quien interrumpió al jugador fue el fiscal, que era hombre adusto y de rostro redondo—. El cargo de general exigió la inversión de una cantidad de dinero muy notable. Así, en Acapulco, además de sus boletas están las prebendas que debiera recibir por…

—Arreglemos primero lo primero: las ganancias del juego…

—¡Pero usted piensa que…!

El capitán Dávila miró con extrema gravedad a don Álvaro de Soler, el cual le devolvió la mirada. El comisionado observó después a todos los demás. El piloto, don Felipe Carreño, estaba casi pasmado; el contador y el veedor, hombres parecidos entre sí porque contaban ambos unos cuarenta años y rasgos cetrinos, tenían una actitud pasiva; el contramaestre y el alguacil del agua estaban tan lejos de la luz que apenas se les distinguían los rostros, pero sus posturas indolentes mostraban que tenían poco interés en la reunión.

En medio de una discusión en la que se interrumpían continuamente, el capitán Dávila dio tan fuerte palmada en la mesa que todos enmudecieron a la vez que tremolaban las llamas de las velas:

—¡Señores! Rodeados de piratas y con un asesinato a bordo, asumo el mando del barco. Considérense en zafarrancho permanente de combate. Arreglen como les venga en gana los aspectos administrativos y judiciales que, en cualquier caso, se rematarán en la Audiencia de Acapulco; pero mientras tanto, no lo olviden, están todos sometidos a las Reales Ordenanzas Militares. ¡Buenas noches!

El capitán Dávila había hablado tan contundentemente que ninguno de los presentes se atrevió a interrumpirle, pero cuando se fue con paso firme hacia la puerta se desataron las protestas iracundas del primer oficial y los juristas. Don Álvaro, lo más discretamente que pudo, salió también de la asfixiante sala.

La noche era relativamente clara y don Álvaro, tras pasear la mirada por la cubierta, quiso comprobar si se había levantado viento. Verificó que las velas continuaban tan nacidas como durante toda la tarde. Se asomó por la borda y trató de percibir algún movimiento en el galeón. No apreció el más mínimo. Escudriñó el horizonte buscando el junco al que según Oliveira se aproximaban y no dio con él. Don Álvaro seguía intrigado con la extraña predicción del marino veterano y excéntrico. Observó entonces los corros de gente que había en cubierta. A pesar de ser tan tarde, casi las diez de la noche, la animación era grande aunque el bullicio escaso. Don Antonio Sepúlveda trataba de animar a los presos músicos y a los estudiantes actores para que perfilaran algunos proyectos. También había algunos grupos jugando a las cartas, pero la apreciación de don Álvaro fue que la gente tenía el ánimo mustio.

El capitán Dávila estaba unas doce varas separado de él con la espalda apoyada en una de las escalas de la cofa del mayor. Don Álvaro decidió dejarlo solo con sus tribulaciones. Él decidiría cuándo buscaría su consejo.

La noche estaba calurosa e invitaba a meditar. Mirando en vertical el mar, como tratando de escudriñar los abismos marinos que se abrían bajo el galeón, don Álvaro permaneció mucho tiempo concentrado en sus pensamientos.

Los interrumpió la salida tumultuosa de todos los oficiales del castillo de popa. Los miró e incluso quiso saludarlos, pero el único que le sonrió fue el piloto don Felipe Carreño. Se encaminaron casi todos al castillo de proa y enmudecieron al pasar cerca del capitán Dávila. Dos de ellos se destacaron del grupo y se dirigieron hacia él. El capitán, simplemente, se alejó de donde estaba sin darles la menor oportunidad de hablarle. Se marcharon coléricos y el capitán se apoyó en la borda junto a don Álvaro.

Los dos hombres sabían que podían estar por tiempo indefinido en silencio uno junto al otro sin que ello les turbara el ánimo. Al cabo de unos minutos en aquella actitud, don Álvaro dijo:

—El asunto del crimen es más complicado de lo que parecía.

El capitán, sin mirar a don Álvaro, asintió lentamente. Después, dijo:

—La mayoría de esos memos adoran el dinero, pero ninguno es capaz de matar por ello. Además, parece que allí no falta nada. ¿Encontró usted algo interesante esta tarde en las estancias del general?

—Precisamente eso, que hay incluso más dinero del que se descubrió esta mañana. Y apenas oculto, o sea que el posible móvil del robo hay que desecharlo. Estoy de acuerdo con usted en que ninguno de los oficiales es sospechoso. Al menos por ahora. Pensaba yo, capitán… —El tono dubitativo de don Álvaro hizo que su amigo girara el cuerpo para mirarlo—. Pensaba yo que un asesino entre los cientos de personas que viajan a bordo es raro que actúe en solitario.

—¿Quiere usted decir que hay varios?

—O tenemos un loco en el barco o… bien pudiéramos llevar una banda organizada. —Don Álvaro descubrió la alarma reflejada en la mirada del capitán y se apresuró a decir—: No haga demasiado caso a mis divagaciones, porque no tengo el más mínimo indicio de certeza, pero estos juncos que nos siguen tienen un plan preconcebido con respecto a nosotros. Ya le hice saber mi temor de que nos ataquen cuando estemos a punto de arribar a América, seguramente ayudados por algún otro barco. Pero quizá no sólo confíen en que lleguemos extenuados y diezmados por el escorbuto, sino que es posible que hayan planeado algo más contundente y seguro.

—¿Eliminarnos poco a poco?

El capitán no daba crédito a lo que le decía don Álvaro, pero sabía que era hombre que jamás hablaba para mostrar alarmismo.

—Insisto, capitán, en que son especulaciones que no nos deben ofuscar, pero hemos de imaginar el siguiente escenario. Un grupo de hombres, bien comprados y bien bragados, se enrolan en este incierto galeón. Inician un sabotaje cuando estemos lejos de toda posible ayuda, es decir, bastante más allá de las Marianas. Con asesinatos bien planeados y echando a perder el agua, las vituallas y la pólvora, dejan el galeón a merced de los tripulantes de esos juncos. En cuatro o cinco meses que nos faltan para llegar a América, tienen tiempo de sobra para encontrar momentos oportunos.

—¡Dios!

Tras unos instantes en silencio, don Álvaro siguió dando rienda suelta a sus temores.

—Esos traidores, si existen y no son sólo producto de mi imaginación, es probable que sean todos extranjeros. Al menos, el jefe de ellos lo es. Que, por cierto, bien pudiera ser el náufrago, por muy vigilado que esté.

—¿Cómo dice usted?

—Si tienen intención de hacernos daño sin hacer peligrar el galeón con su carga y sí su navegación y gobierno, la víctima que han elegido no es la apropiada. Usted, el patrón, el condestable y siete u ocho marineros serían víctimas más adecuadas para un sabotaje. Quien ha elegido al general sabe que es la máxima autoridad del galeón pero no que en realidad pintaba poco. Estoy pensando en un grupo de marineros pobres, quizás incluso soldados, aunque esto sea menos probable, enrolados a última hora y que no sean españoles ni mestizos. ¿Cuántos hombres con ese perfil estima usted que hay en la tripulación?

El capitán Dávila suspiró antes de manifestar su preocupación:

—Entre cien y ciento cincuenta. —Don Álvaro alzó las cejas—. ¿Y cómo puede ordenar Ramón nada en su situación?

Don Álvaro se encogió de hombros diciendo casi distraídamente:

—Eso no es difícil. Unos gestos acordados, unas señas discretas y alguna que otra mirada pueden ser suficientes si tienen un plan simple y bien determinado. Pero no dejaré de insistir, capitán, en que todo esto son especulaciones. Lo único que debemos hacer respecto a lo que le acabo de decir es no echarlo en saco roto, pero no es lo que debe guiar nuestros pasos, porque nos puede apartar de otros derroteros que nos lleven al asesino. Derroteros quizá más expeditos y menos truculentos. He de decirle también que su decisión de tomar el mando del galeón es la correcta y que está amparada por muchas leyes.

Tras otro buen rato en silencio, el militar alzó la mirada y dijo:

—Ya va siendo maldita la hora de que sople algo de viento.

Aquello lo entendió don Álvaro como una despedida. Le dio las buenas noches al capitán y se dirigió a su camarote. Por el camino se cruzó, teniéndole que ceder el paso, con el grupo de marineros que se había enfrentado al capitán Dávila caminando hacia el castillo de proa con paso firme y gestos fieros.

La ansiedad en el junco capitán era total. Aunque Piet y Nagarajan quisieron que no cundiera la alarma en el barco, no pudieron evitar que ésta se propagara rápidamente. Los tres tipos de luminarias que habían lanzado tenían un significado claro para todos, aunque no supieran cuál era la naturaleza del peligro que anunciaban ni a cuáles de los otros juncos iban dirigidas. Nagarajan, a través del prudente Recán, comunicó a todos el peligro que amenazaba al junco de Ramayya. Esta circunstancia llenaba de preocupación a Piet van de Derck y de regocijo a Lieu Quan. Tanto mayor era el deseo del holandés de que el junco escapara de la corriente que arrastraba inexorablemente al galeón a su vecindad, cuanto más grande era la expectativa de la concubina del rey de que el cortesano principal, el junco y su tripulación perecieran a manos de los españoles.

Todos estaban asomados a la borda de estribor casi en silencio y mirando hacia la misma dirección en la oscuridad de la noche. Nadie podía distinguir el galeón, cuanto menos al junco más lejano. Las miradas iban de la oscuridad a las velas tratando de observar el más mínimo abultamiento en ellas. Pero el aire se mantenía pertinazmente inmóvil. La brisa más suave apartaría al ágil junco del pesado galeón. Sin embargo, si éste aparecía al amanecer a menos de cien brazas del barco cham, a nadie le cabía ninguna duda de que los españoles abrirían fuego con toda su artillería hasta dejar el junco hecho astillas. Casi todos los hombres a bordo recordaban, aterrorizados, cómo con sólo seis cañones hicieron estallar la goleta holandesa con sus tripulantes dentro en la isla de la Rota.

Nagarajan era quien más excitado estaba, porque las dos personas en las que apoyaba sus decisiones se contradecían continuamente. Lieu Quan mantenía que no había que preocuparse, porque en el junco amenazado ya se habrían percatado del peligro gracias a las luminarias. Además, ¿cuándo se había visto una calma tan prolongada en el océano? En cualquier caso, ¿tan seguro estaba el holandés de que el galeón se movía? Piet, en cambio, siempre aconsejó a Nagarajan, a través de un Skorka cada vez más inquieto, que se arriaran todos los lanchones para apartar a remo el junco del curso de la corriente superficial que arrastraba al galeón. Entre muchos temores y discusiones, a las dos de la madrugada partieron cuarenta hombres en los lanchones en busca del barco de Ramayya.

En varios momentos de las polémicas, Piet van de Derk estuvo tentado de desenmascarar a la mujer polizón al ver que tenía gran ascendiente sobre el príncipe. Sin embargo, controló el deseo, pues justo aquella noche era la menos apropiada para entablar una disputa con Nagarajan.

Don Álvaro no podía dormir aquella noche, lo cual le sorprendía porque era la primera vez en dos meses que no había crujidos ni movimiento alguno. Era tal el silencio en su estancia que podía distinguir los pasos de las discretas rondas de soldados en cubierta y el trajín de las chinches en su entorno. Además, no hacía calor, las cucarachas estaban definitivamente hibernando y a los demás bichos los mantenían bien a raya los cubiletes y canales de agua así como los velos que cubrían la cama. Pero don Álvaro no podía dormir. Cuando le expuso al capitán Dávila su temor a una posible conspiración de traidores, se fue asombrando a sí mismo al formularlo. Le dijo al capitán que lo había meditado, pero en realidad no era así porque le fue saliendo del magín como agua que se desborda de un cauce sin control. Entonces, en el letargo del insomnio, la posible partida de traidores en el galeón se fue abriendo paso en sus detalles. Imaginaba a los conspiradores reuniéndose entre vericuetos de fardos para fijar sus próximos objetivos y los planes de acción. Rememoraba infinidad de rostros de tripulantes y trataba de distinguir entre ellos a los más taimados. Rostros de hombres falaces hasta el extremo de convivir con sus futuras víctimas sin que se les quebrantara el ánimo.

A las tres de la madrugada, en un momento en que la mente de don Álvaro pareció flaquear y rendirse al sueño con la única imagen del loco Oliveira moviendo los dedos y mirándolo picadamente, oyó en la lejanía una sucesión de alaridos de angustia creciente que lo hizo incorporarse vivamente. Se enredó con el velo contra las chinches y supuso que era víctima de una pesadilla, pero al alarido le siguieron muchos pasos firmes y apresurados por la cubierta.

Cuando logró salir a cubierta, le pareció distinguir a quince o veinte personas en la base del bauprés. Llegó justo cuando cuatro soldados, con dificultad y rostros asqueados, izaban un cuerpo desde las letrinas. Con los ánimos sobrecogidos, los presentes distinguieron en la penumbra el rostro que sobresalía del informe revuelo de ropaje y el estado del cuerpo que éste ocultaba: el franciscano don Esteban Miralles estaba cosido a puñaladas.

El corro se abrió para dejar paso al cirujano, don Victoriano Céspedes, cuando todos tenían absoluta certeza de que el muerto lo era sin remisión.

Don Álvaro observó los rostros de los hombres que estaban allí y de los que se iban aproximando. El asesino no debía de andar muy lejos y bien pudiera estar entre ellos. Distinguió entre seis y ocho soldados, dos de los estudiantes, tres pasajeros pobres de los alojados en el castillo de proa y unos cinco marineros. Entre los que llegaban con expresión aturdida o atónita estaban el capitán Dávila, el comerciante vecino suyo y el coronel de intendencia, así como algunos marineros más. Don Álvaro eliminó fugazmente a los que le pareció que era imposible que fueran asesinos y trató de vislumbrar en los demás algún signo que los delatara. Pero el abigarramiento del nutrido grupo y la oscuridad impedían cualquier observación detenida. Se apartó del lugar y caminó meditabundo a lo largo de la cubierta. El capitán Dávila se le unió y lo conminó con más diligencia que alarma.

—Opinión, don Álvaro.

—Sería precipitada cualquier opinión. Hay algo que me preocupa mucho en este momento. Casi más que el crimen reciente. Por favor, haga venir al patrón. Enseguida le explico mis temores.

El capitán Dávila miró alrededor y llamó a un soldado dándole el encargo que le había hecho don Álvaro. Mientras llegaba don Felipe Carreño, don Álvaro pensaba con celeridad con la mirada febrilmente perdida en la oscuridad de la noche. El capitán Dávila mostraba su impaciencia tamborileando con los dedos sobre el maderamen de la borda.

Don Felipe llegó a medio vestir y con el rostro demudado. Antes de que pudiera balbucear frase alguna, don Álvaro le preguntó:

—Patrón, ¿hay alguna posibilidad de que nos estemos moviendo imperceptiblemente impulsados por alguna corriente de agua?

—¿Cómo dice usted?

Al capitán Dávila le había irritado la pregunta de don Álvaro, pero fijó su ceñuda mirada en don Felipe.

—Lo dicho, don Felipe, ¿puede haber corrientes que empujen al galeón y no a los juncos?

—Sí, claro. La superficie del mar está surcada por infinidad de riachuelos, incluso ríos. Fluyen a causa de diferente salinidad, temperatura, que sé yo. Van incluso del fondo a la superficie. Son hasta más oscuras…

—¿Impulsan lo que flote sobre ella como cualquier río?

—Naturalmente, pero no se me alcanza…

—Capitán, es posible que estemos muy cerca de uno de los juncos. Al fraile puede que lo hayan matado gente venida a remo desde ese barco. Al amanecer descubriremos a qué distancia estamos de él. ¿Qué recomendaría usted si el caso fuera que estuviera a tiro?

El capitán Dávila meditó muy poco su respuesta:

—Disparar.

—Bien, pero de forma que hiciéramos prisioneros, porque podríamos recabar una información preciosa de ellos. ¿Está de acuerdo?

La mirada del capitán refulgía en la oscuridad. Don Felipe continuaba atónito.

—¿Qué hora es, don Álvaro?

Don Álvaro sacó su reloj y respondió:

—Casi las tres y media.

El capitán quedó unos instantes meditabundo y después se alejó del lugar sin despedirse.

Mucho antes de que la vista de la mayoría de las personas pudiera abrirse paso en el tímido clarear de la mañana, la agitación se extendió en el junco. Los de visión más aguda comunicaron, primero a media voz y después a gritos, que el galeón español estaba a menos de treinta brazas del junco del cortesano Ramayya y sus cincuenta tripulantes. Uno de los que primero lo vieron fue Piet van de Derck ayudado por el catalejo. Su respiración se ralentizó hasta el mínimo vital al ver que los esfuerzos de los remeros de los cuatro lanchones que jalaban del junco eran infructuosos. Seguramente habrían desplazado el barco muchas brazas con tiempo suficiente, pero el incipiente amanecer estaba haciendo inútil su esfuerzo titánico. A treinta brazas, los cañones del galeón echarían a pique el junco tras pocas andanadas por desfavorable que fuera la posición de sus costados respecto al enemigo. Los catorce cañones del pequeño barco cham, de calibre muy inferior al de los españoles, apenas le causarían daño al mastodonte de carga.

Piet observaba alternativamente la cubierta del galeón y la del junco. En ambas se veían movimientos de gentes, pero no podía distinguir si eran agitación caótica o desplazamientos ordenados.

Justo antes de que el sol surgiera por el horizonte, Piet distinguió la humareda que se levantó en el costado del galeón que daba al junco. Cuando aún no se había disipado, se levantó otra. Y otra más. Entonces le llegó el sonido de la primera descarga, porque el holandés dedujo instantáneamente que eran eso, descargas de fusiles y pistolas, no andanadas artilleras. Algo más de tiempo le costó imaginar lo que estaba sucediendo a bordo del galeón.

Por la intensidad de cada salva y la viveza del ritmo de éstas, Piet coligió que sus tripulantes intervenían ordenadamente disparando un grupo y retirándose de la borda para dejar paso al siguiente. La ausencia de viento debía hacer que la humareda impidiera a los tiradores apuntar con tino además de asfixiarlos. La distancia que les separaba del junco era suficiente para que la efectividad de esos disparos fuera muy incierta.

¿Qué pretendía quien mandara aquella extraña maniobra? Cuando Piet lo dedujo tuvo que apartar su ojo del catalejo a causa de la sorpresa. En medio de los gritos de angustia y rabia que inundaban el junco, el holandés se dijo a sí mismo que lo que hacía la tripulación del galeón bien pudiera ser un ejercicio de tiro y combate más que una batalla real. Por otra parte, tal contundencia de disparos impedía que desde el junco se les respondiera, porque todos sus tripulantes debían de estar a cubierto para no ser barridos. ¿Se contentaría con eso el capitán del galeón?

Piet volvió a escudriñar con el catalejo haciendo caso omiso a las imprecaciones de impotencia de Nagarajan y de todos los hombres, mujeres y niños que llenaban la cubierta. Al enfocar de nuevo a los dos barcos, distinguió dos cosas que de nuevo le frenaron la respiración y soliviantaron su corazón. En el costado del junco más enfrentado al galeón, a pesar de estar oblicuo a él, se abrieron las siete portillas de los cañones. Piet pensó que si disparaban, el galeón los destruiría. ¿No había adivinado Ramayya que el capitán español sólo quería intimidarlos y entrenar a su tropa? Pero a continuación observó que en medio de las descargas de fusilería, .los dos esquifes del galeón se habían botado y, unidos a la base del bauprés por dos cabos, los remeros trataban de hacer girar al enorme barco. La maniobra era clara: enfrentar uno de los costados del galeón hacia el junco. En cuanto los cañones pudieran hacer puntería, dispararían hundiendo el barco cham.

Quien primero disparó fue el junco. Aquello desató la insensata euforia de los tripulantes de los otros juncos testigos del ataque. Todas las voces enmudecieron cuando, de repente, del costado del galeón surgió una llamarada alargada. Su efecto, casi instantáneo, fue desarbolar de cuajo el junco y enviar toda su jarcia y aparejo a más de treinta brazas en un vendaval de cabos y velas que quedaron flotando enmarañados en la superficie plácida y ya muy clara del mar. Antes de que el portentoso estruendo alcanzara sus oídos, Piet dedujo que se trataba de una andanada con balas encadenadas que, al abrirse sus fragmentos unidos, provocaban grandes destrozos. El griterío a bordo del junco de Nagarajan se reanudó con más fiereza y angustia.

La mañana fue larga y triste para los chams. Durante las tres horas que siguieron al tremebundo amanecer, se sucedieron una serie de hechos de fácil comprensión para el holandés que fue interpretando en voz alta, con la sempiterna ayuda del cirujano armenio, a un anonadado príncipe Nagarajan y una excitada Lieu Quan. Ramayya se había rendido para evitar que los españoles destruyeran su junco con toda la gente dentro tal como los de la Rota destruyeron la goleta holandesa.

Las órdenes del capitán del galeón debían de haber sido que toda la tripulación cham fuera embarcando por grupos que no sobrepasaran en ningún momento la capacidad de uno de los lanchones. Cuando todos los piratas fueron capturados, los esquifes y los lanchones, repletos de soldados, abordaron al desdichado junco. El saqueo del barco duró dos horas trasladándose al buque de carga todo lo que se consideró de provecho. Luego, los lanchones se separaron de nuevo del galeón, pero esta vez dirigiéndose al junco capitán. Pronto comprobaron, primero Piet y luego todos los demás, que los españoles habían liberado a las mujeres, algunos heridos y los niños. Antes de llegar los lanchones hasta ellos, todas las voces enmudecieron al abrir el galeón fuego inmisericorde contra el desmochado junco. A la cuarta andanada, el barco desapareció del mar.

A pesar de los cuatro cadáveres que yacían envueltos en sudarios toscos en un rincón de la cubierta, la agitación y euforia en el galeón eran extremas. Los muertos eran el fraile asesinado a puñaladas y tres piratas, dos destrozados por las astillas levantadas por las andanadas artilleras y uno con un balazo casualmente certero en la cabeza. Seis chams heridos levemente estaban siendo atendidos en la enfermería, porque los más graves habían sido enviados al junco mayor.

Entre los tripulantes del galeón, cuatro sufrieron contusiones y uno quedó medio cegado. Todo el daño se lo habían inferido a sí mismos en el desordenado ejercicio de tiro que ordenó el comandante. Aunque ahora todos lo comentaban como una gran hazaña, el hecho fue que las descargas de fusiles y pistolas habían sido un desastre en opinión de los militares profesionales. Pero hasta éstos empezaban a reconocer que, a pesar del caos, la organización por quintas había funcionado. Consideraban que los cuatro civiles asignados a cada soldado habían obedecido sus órdenes, por más nerviosismo y aturrullamiento que hubieran mostrado, y que milagroso fue que no se produjeran más percances. Las armas se cargaron con cierta rapidez y apropiadamente, y sólo hubo que lamentar seis disparos fortuitos que terminaron en el aire o en la cubierta del galeón. El avance y las retiradas de las filas se hicieron en medio de empellones e imprecaciones, pero se hicieron. Y entonces, un balance tan positivo como haber hundido un barco pirata, haber capturado a la parte más importante de su dotación con la participación de todos en la batalla y contar sólo con cuatro muertos, hizo que la euforia se desatara. Los comentarios y exageraciones inundaban el barco y era la primera vez que las colas ante los fogones estaban alegres. Para colmo de felicidad, una tímida brisa se levantó y fue saludada con vítores enardecidos.

Mientras comían los soldados, siempre los primeros, multitud de pasajeros y marinos observaban con curiosidad a los piratas encadenados que formaban como una roseta en torno a la base del palo mayor. En cuanto los enemigos dejaron de ser producto de la imaginación y se presentaron con sus rostros y figuras, encima cautivos, el miedo se disipó en todos. La angustia con la que habían vivido, especialmente durante las oscuras noches de pesada vela figurándose rostros terribles de crueles piratas que les harían sufrir las más inimaginables torturas, se estaba convirtiendo en exaltación de todos los ánimos. Allí estaban, tan de carne y hueso como ellos. No eran más fuertes ni más ágiles. Ni siquiera presentaban un aspecto temible, porque más bien se les veía asustados y desalentados. Algunos marineros los insultaban soezmente, pero muchos pasajeros les afearon el mal gesto imponiéndose las chanzas y burlas. Pronto incluso se les permitió beber y después se les ofreció comida.

A Ramón, el náufrago, no se le mezcló con los prisioneros chams. Por una parte, llevaba ya mucho tiempo embarcado y nadie le achacaba realmente el asesinato del general y mucho menos el del fraile. Por otra, las dudas sobre su complicidad con los piratas se estaban acentuando, porque a la vista estaba que Ramón no era como ellos. Se comentaba que las diferencias faciales entre el náufrago y los chams eran mucho mayores que entre los españoles y los ingleses, sin ir más lejos. Era improbable que estuvieran conchabados porque, además, aunque hubieran sido pocas las frases que les habían escuchado al uno y a los otros, parecía que hablaban idiomas muy distintos. Por eso todos veían natural que el comandante hubiera permitido que Ramón no estuviera encadenado con los piratas, aunque una pareja de soldados continuara sin apartarse de él.

La figura del comandante sevillano antipático y parco en palabras se había engrandecido para todos. El sentimiento que despertaba había pasado del respeto a la admiración, porque todos sabían que sin sus exasperantes medidas posiblemente ya hubieran perecido. Y quizás aquel amigo suyo, con quien departía con tanta frecuencia, no era ajeno a las acciones del militar, dejando aparte que su grotesco comportamiento en Masbate había sido decisivo para desencallar el galeón.

Precisamente en aquellos momentos de alegría general, se veían a las dos dispares figuras hablando tan tranquila y seriamente como era habitual en ellos.

—Parece que reanudamos el viaje, don Álvaro.

—Sí, capitán, esta brisilla es una alegría. Además, fíjese en aquellas nubes que apuntan por el horizonte. La colla se reanuda. Esperemos que lo que vengan sean vientos favorables, porque otro temporal sería desagradable. ¿Cuál es su opinión de los hechos?

El capitán Dávila miró de reojo a don Álvaro y torció el gesto antes de decir:

—Si se refiere a los asesinatos, estamos igual que antes o peor…

—¿Peor?

Don Álvaro sonrió al comprobar que su antiguo ayudante se estaba acostumbrando a analizar los acontecimientos de la misma manera que él.

—Peor, porque tengo certeza de que al fraile no lo mataron ésos. —El capitán señalaba lánguidamente a la base del mayor—. Seguro que se han pasado la noche tratando de largarse de donde estaban sin preocuparse de liquidar a un fraile.

—Por cierto, es curioso que supieran que nos echábamos encima de ellos.

—Serán buenos marinos.

—Sin duda. —Tras unos instantes de silencio, don Álvaro añadió—: Estoy de acuerdo con usted en que seguimos tan en Babia como antes respecto a los asesinos de don Luis y don Esteban; si es que son más de uno. Al menos estará usted contento con el comportamiento de la gente durante la batalla, ¿no?

—¿La batalla? ¿Llama usted batalla a lo de esta mañana? ¡Virgen Santa! —Don Álvaro volvió a sonreír y, al darse cuenta el capitán, condescendió en su apreciación—. La verdad es que la gente se ha portado bien dadas las circunstancias y su inexperiencia. Me ha gustado en particular don Eleuterio, el condestable, en cuanto a la formación artillera que le ha dado a un montón de marineros y soldados. Y, de estos últimos, me agrada que se hayan ganado el favor de muchos pasajeros. Sin embargo, si va a haber batallas de verdad con esos juncos o, como usted teme, con otros barcos cuando estemos llegando a América, es mucho todavía lo que hay que hacer para establecer una defensa eficaz.

—Sí, pero tenemos buena base. —El capitán se encogió de hombros—. ¿Qué piensa hacer con los prisioneros?

El capitán Dávila se apoyó con los codos en la borda y quedó unos instantes en silencio hasta que respondió:

—Habría que interrogarlos, pero puede que ninguno hable español u otra lengua de las que podamos entender aquí. Además, me temo que ésta es gente decidida que no confesará así como así; y las torturas me desagradan. —Don Álvaro sintió una de las muchas corrientes de simpatía hacia el capitán que le embargaban de vez en cuando desde que lo conocía—. Lo apropiado, si no se les puede sacar nada de provecho, es dejarlos inútiles para el combate y devolvérselos al jefe de los piratas.

—¿Cómo?

—Pues cegándolos o mutilándolos.

La corriente de simpatía se congeló de repente.

—¿Lo dice en serio?

—Que es lo apropiado lo digo en serio, pero hace mucho tiempo que tengo por convicción que eso no se le hace a un hombre. A un enemigo, si te va la vida en ello, se le mata, y para ti paz y para el muerto gloria.

A don Álvaro se le notó el suspiro de alivio y el capitán Dávila sonrió.

—¿Sabe qué le digo, capitán? Que entre los tripulantes de todos los juncos hay algunos que hablan español, porque alguien ha de tratar con piratas o comerciantes novohispanos. Suerte tendríamos si entre éstos hubiera uno de ellos.

—¿Y cómo lo averiguamos?

—Pues… cegándolos y mutilándolos.

—A ver en qué quedamos…

Entonces fue don Álvaro el que sonrió al ver la expresión de irritación del capitán.

—Una buena salida exige teatro y en eso no hay nadie más apropiado a bordo que los estudiantes. Ellos podrían organizar una comedia para que si alguno de los prisioneros entiende español, se delate aunque sea sólo por miradas de terror o inquietud.

—Ya veo la jugada. ¿Habla usted con los estudiantes o lo hago yo?

—Lo haré yo. Si lo conseguimos, nos concentraremos en ese hipotético prisionero.

—¿Y los demás?

—De su junco hemos traído mucha comida de la que les gusta. Llevar rehenes no nos viene mal.

El capitán Dávila se encogió de hombros a la vez que alzaba la mirada para observar las velas. Todas iban bien henchidas.

El atardecer de aquel día fue tan memorable para la tripulación del galeón San Venancio como lo habían sido la madrugada y la mañana. Las honras fúnebres por el fraile don Esteban y los chams muertos duraron relativamente poco a pesar de que se combinaron extrañamente con un Te Deum Laudamus y que la comunión fue muy nutrida.

Apenas se tranquilizaron las aguas tras la inmersión de los difuntos, la gente empezó a animarse en cubierta. Las nubes grises e irregulares le dieron un aspecto sucio a la puesta del sol, lo cual no empañó el ánimo de nadie.

Don Antonio Sepúlveda estaba a sus anchas organizando la previsible noche festiva. Había conseguido autorización del capitán Dávila para consumir dos barriles de tuba, y la noticia de licor autorizado y gratis acrecentó la alegría. Muy pronto se escucharon las primeras canciones acompañadas por los dos músicos presidiarios y se dieron algunos atisbos de bailes. Los primeros danzantes fueron, para regocijo de todos, dos parejas de marineros, pero uno de los dos tenientes de la infantería de marina del galeón, donjuán Tejera, le echó valor y le solicitó un baile a doña Marta. Ella, viuda reciente y mujer tímida, se resistió, pero la galanura, la extremada educación del teniente Tejera y la gran expectativa generada, hicieron que aceptara, bien que roja como un tomate. Los primeros pasos de baile de la pareja fueron recibidos con una fortísima ovación.

Se formaron algunas parejas mixtas más aunque algunas fueran de padres e hijas, madres e hijos y de hombres y mujeres de figuras y edades dispares. Ello hizo que los músicos afinaran mejor su conjunción y que aumentaran los bríos con que cantaban y tocaban.

El primer entretenimiento propuesto por don Antonio, que pronto prometió tener un futuro esplendoroso, era el de la cuerda. Se trataba simplemente de trazar una línea en cubierta y jalar de los extremos de una maroma dos equipos de diez hombres hasta que el primero de ellos pisara más allá de la línea. En el primer ensayo, a los Leones de León los hicieron rodar por el suelo los Tiburones del Caribe, jalando al son de una enérgica saloma. Aquello hacía prever buenas apuestas, por lo que enseguida se formaron nuevos equipos con estrategias astutas y contundentes para derrotar a lobos, leones, tigres y tiburones.

Don Álvaro de Soler departía en el castillo de proa con el grupo de estudiantes actores que cada vez tenían una actitud más jocosa. La gente los miraba de vez en cuando suponiendo que tramaban algún espectáculo teatral que seguramente haría las delicias de todos.

En el momento en que se desató un nuevo aplauso dedicado a los músicos se oyó un tumulto en la base del palo mayor y casi todas las miradas se dirigieron a donde estaban los prisioneros. Un grupo de marineros, sin duda borrachos, la había emprendido a palos con los cautivos indefensos y encadenados. Éstos no sabían cómo protegerse del ensañamiento con que estaban siendo vapuleados.

Antes de que la gente saliera de su estupor y comenzara a protestar tímidamente, el capitán Dávila apareció espada en ristre y le dio de plano un golpe tan fuerte en la espalda desnuda a uno de los energúmenos que el chasquido que produjo hizo enmudecer a todos. El hombre, tras lanzar un alarido y erguirse tanto que su torso se curvó hacia atrás, se dio la vuelta y se enfrentó al capitán blandiendo su garrote. Tenía los ojos desencajados de dolor y rabia. Cuando vio que quien le había cruzado la espalda había sido el comandante, quedó un instante paralizado, pero inmediatamente lanzó otro grito y se dispuso a atacar al capitán. Éste dio apenas medio paso atrás y, en el silencio que se había extendido por la cubierta, se escuchó el silbido de la espada al subir con celeridad inusitada desde el suelo hasta la garganta del marinero. Hubo un rumor de sobresalto tras el cual se oyó la gélida voz del capitán:

—Es la segunda vez que te enfrentas a mí, marinero. Decide si es ahora cuando quieres morir o si prefieres esperar a la tercera.

Los otros marineros continuaron mudos, aunque mantenían enhiestos los palos. El mono Bartolo estaba entre ellos colgado de una driza y haciendo muecas. De la garganta del marinero amenazado salía un hilo de sangre y la rabia no desaparecía del rostro demudado y los ojos inyectados en sangre. Uno de sus compañeros, muy lentamente, se acercó a él y le dijo suavemente:

—Déjalo, Ignacio.

El hombre dudó, pero la espada del capitán no cedía ni un ápice la presión de la punta contra la garganta. Su voz, además, seguía sonando con un tono casi metálico:

—Ignacio ¿qué?

El marinero que había salido al quite apretó los labios y después dijo entre dientes:

—Ignacio Ochotorena, se llama. Basta ya, ¿no?

—Yo decido cuándo basta. Tú, Ignacio Ochotorena, estás ya bien advertido. Los demás, tomad buena nota: los prisioneros están, como todos ustedes, bajo la jurisdicción militar; a quien contravenga la más mínima ordenanza, la conozca o no, le será aplicada la ley sumariamente. ¡Retírense!

El capitán Dávila no se había percatado de que tras él estaban el teniente danzarín, un sargento y dos soldados con un par de pistolas amartilladas cada uno. El grupo de marineros se fue deshaciendo lentamente y una nueva canción silenció los murmullos. El comandante toleró aquella noche que hubiera luz a bordo, aunque la guardia siguió siendo estricta.

Desde los barcos chams y los lanchones con los cortesanos que se dirigían hacia el junco capitán se escuchaban los gritos del galeón español. Todos los rostros estaban crispados de ira e inquietud. En las mentes se formaban imágenes de crueles torturas infligidas a los que habían caído prisioneros. Torturas análogas a las que habrían sometido ellos a los cautivos españoles si hubiera sido el caso.

Los lanchones rodeaban exageradamente al galeón para atender la llamada de asamblea que había hecho Nagarajan. No querían dar pie, aunque fuera a aquella hora de la tarde en que la semioscuridad haría incierta la puntería, a que los exaltados españoles abrieran fuego contra ellos por pura diversión.

Aquel griterío de cuyo fondo se destacaba una voz coreada al son por otras voces recias, sólo podían indicar que estaban colgando a sus compañeros de los penoles. ¿Los atarían también ellos de las manos por la espalda después de haber sido salvajemente golpeados? Los piratas les ponían caras a los que sufrían el suplicio y eran las de maridos, padres, amigos y conocidos.

El dormitorio de Nagarajan se vio invadido por doce personas que terminaron sentadas en el suelo en torno a las alfombras que hacían de lecho. El príncipe, seis cortesanos, los tres patrones, Lieu Quan, Piet van de Derck y el cirujano armenio mostraban sus expresiones más graves.

Nagarajan habló sibilantemente:

—Hoy hemos sufrido una tremenda derrota, pero…

—La segunda derrota.

Nagarajan miró afiladamente a quien había osado interrumpirle. Había sido Sampreyara, el cortesano más fiel aliado de Ramayya.

—La segunda batalla que Ramayya ha entablado con los españoles.

—La primera fue ordenada por ti, y la segunda ha sido fruto de la mala fortuna. —Si te atreves a…

—Majestad. —La voz de Piet van de Derck dejó flotando en el aire una terrible amenaza—. Majestad, hemos de tomar decisiones. Nuestras disputas son regalos a los españoles.

Skorka se llevó un codazo, porque permaneció con su usual gesto bobalicón. Cuando terminó de traducir al sánscrito cham, Nagarajan se relajó un tanto, pero Sampreyara debía de sentirse bien respaldado por la mayoría de los presentes.

—¿Por qué están aquí los extranjeros?

Piet cortó la incipiente traducción del armenio, porque había comprendido la pregunta. Miró a Nagarajan y éste respondió:

—Los extranjeros están aquí porque lo mando yo.

Piet, antes de que Sampreyara añadiese más tensión a la reunión, habló mesuradamente:

—Se han perdido dos barcos; uno era mío. Se han perdido hombres; muchos eran míos. Os jugáis la vida en esta empresa; yo también. Y mi fortuna está en ella. ¿No tengo derecho a opinar?

Cuando Skorka terminó de traducir, se hizo un silencio tenso que cortó Nagarajan sin desclavar la mirada del cortesano altanero.

—Sólo hay tres posibilidades. Abandonar la persecución y regresar a Champa; atacar al galeón para vengar las ofensas que nos han inferido; continuar como hasta ahora en la esperanza de que esos españoles pagarán cara su crueldad. Tomaré mi decisión después de haberos escuchado. Hablad.

El debate fue tenso y con divagaciones que se dispersaban en odios más que en planes. Apenas hizo falta que se completara una ronda de intervenciones para que quedara claro que nadie deseaba regresar derrotado a Champa. Piet se mantuvo en silencio y a la expectativa, sin hacer traducir apenas al armenio.

En menos de una hora de discusión, Piet concluyó que la autoridad de Nagarajan estaba siendo aceptada por los cortesanos más renuentes y que sin duda daban por perdido a Ramayya. No habría ataque y el plan continuaba siendo el mismo pero extremando la prudencia. Cuando abordaran al galeón con la ayuda del navío holandés no habría piedad con los españoles. A los dioses brahmanes les complacía la paciencia y ésta era una gran madre de virtudes, pero también de la venganza.

Cuando todos abandonaron la habitación del príncipe, éste salió a cubierta seguido de Piet, Skorka y Lieu Quan. La concubina del rey no había abierto la boca durante la reunión. Apoyados en la baranda del castillo de popa, los cuatro vieron en silencio cómo se separaban los lanchones del junco. El galeón estaba bien visible, porque por primera vez desde que dejaron las islas Marianas, del galeón surgían luces y sonidos en la noche. Cuando Nagarajan hizo ademán de regresar a su habitación, Piet le tocó suavemente el brazo tratando de retenerlo. El príncipe miró altivamente la mano que se apoyaba en su antebrazo y escuchó que el holandés hablaba al cirujano.

—Dile al príncipe que deseo hablar con él a solas.

Cuando Nagarajan terminó de atender al armenio, dirigió vivamente su mirada hacia Piet, pero éste se la devolvió tranquila y afirmando suavemente con la cabeza y señalando después a Lieu Quan. El príncipe quedó desconcertado unos instantes y después emitió un gruñido con el que le ordenaba a Lieu que se marchara. El aparente muchacho miró con odio sin contener al holandés y no se movió. Entonces, Nagarajan dio rienda suelta a su cólera y echó a Lieu amenazándola con la mano derecha crispada. Skorka dijo después muy alarmado:

—Príncipe decir qué importante tú decir. No importante y tú… problemas.

—Cirujano, te va la vida en lo que vas a escuchar, porque si se lo dices a alguien, tú… muchos problemas. —El armenio hizo mohines que Piet temió que fueran preludio de llanto—. Dile que sé que ese muchacho es una mujer. —Los mohines dieron paso a la estupefacción—. ¡Díselo!

Nagarajan, cuando escuchó al armenio, compuso una expresión de cólera, pero Piet le dijo inmediatamente a Skorka:

—Y dile que también sé que la mujer se comunica de noche con gente del galeón. ¡Díselo rápido y bien!

El armenio balbuceó al hablar en sánscrito y la expresión de Nagarajan fue suficientemente perpleja como para convencer a Piet de que en aquella posible trama entre la muchacha y los infiltrados en el galeón él no tenía parte.

El holandés tuvo que explicar con detalle cómo sus hombres y él habían descubierto que Lieti Quan esperaba destellos de madrugada emitidos desde el galeón a una hora convenida.

En la memoria de Nagarajan se fueron rasgando velos, abriéndose paso las veces que Lieu lo sorprendió con predicciones inexplicablemente acertadas. Piet, por su parte, también le expuso su sospecha de que Lieu se hubiera entrevistado en la Rota con los ocupantes de la misteriosa balandra, aunque omitiendo el detalle de que también hubiera hecho el amor con uno de ellos.

Piet se maldijo a sí mismo cuando Nagarajan dejó con la palabra en la boca al armenio y se adentró como una tromba en el castillo de popa. Temía haber cometido una seria imprudencia. Él, lo que pretendía al poner a Nagarajan sobre aviso de cuanto sabía acerca de la mujer que lo acompañaba, era confirmar su ignorancia y buscar la alianza con el príncipe una vez que Ramayya, su único aliado real, había quedado fuera de combate. Pero la intemperancia de Nagarajan bien pudiera ser mayor inconveniente que haberse guardado el secreto.

La habitación de Nagarajan estaba iluminada apenas por una pábila cuando entró como una exhalación. Sin decir palabra, pero jadeante de rabia, buscó por todos los rincones. En una esquina vislumbró la figura encogida de Lieu Quan. Se fue hacia ella gritando y ella se encogió aún más. La agarró por la camisa y, a la vez que se la desgarraba, arrastró a la muchacha hasta el centro del camarote. Ella no gritaba y sólo se aferraba al brazo del príncipe con las dos manos. Él la agarró por los pelos y, sin dejar de gritar, le dio una fuerte bofetada. Cayó desmadejada y Nagarajan la agarró de nuevo por los jirones de la camisa. Éstos cedieron completamente y la muchacha cayó de nuevo. Entonces la enganchó el hombre por los calzones y se los quitó de varios tirones. Lieu seguía defendiéndose como podía pero sin exhalar ningún grito. Nagarajan estaba dando rienda suelta a toda la frustración y odio acumulados a lo largo del día. Él sí que continuaba dando alaridos guturales. Cuando Lieu estuvo postrada y desnuda a sus pies, enmudeció un instante y, reanudando sus gritos, le dio varias patadas por todo el cuerpo que sonaron como chasquidos apagados. El menudo y flexible cuerpo de la mujer se contorsionaba de dolor a la vez que trataba de protegerse la barriga y la cabeza. Nagarajan la agarró de los pelos y la izó unos palmos del suelo. Le dio un puñetazo que le alcanzó en el rostro, aunque impactó con la mano que lo ocultaba. La muchacha cayó pesadamente y continuó retorciéndose tratando de huir hacia el rincón en que había estado. Entonces enmudeció Nagarajan y la observó alejarse gateando sobre la alfombra. La excitación de la paliza se había encauzado hacia un perentorio deseo. Al percatarse de ello se asombró y la mueca de cólera que había desdibujado su rostro hasta entonces dio paso a una sonrisa torva.

Con furia renovada se fue despojando del chaleco, la camisa y los calzones. Cuando estuvo desnudo, se abalanzó hacia el rincón y agarró a Lieu por los pelos y un brazo. La arrastró de nuevo hasta el centro de la alfombra y la colocó con movimientos bruscos de rodillas ante él dando nuevos alaridos. Ella empezó a arañar la alfombra con las uñas tratando de asirse a algún agarradero al adivinar las intenciones de su forzador. Nagarajan se dejó caer de rodillas tras ella y, por unos instantes, enmudeció. Al notar ella las dos manos que parecían querer abrirle las carnes, cerró los ojos y apretó los dientes, pero cuando se sintió hincada por el más prieto canal de su ser, no pudo evitar dar rienda suelta al aullido que se formó en todo su interior.

Tras no más de cuatro violentos empellones, a cual más doloroso, oyó más que sintió que Nagarajan se derrumbaba a sus espaldas. Aunque de nada se sintió liberada, porque el sufrimiento la seguía atenazando, se arrastró una vez más hasta su rincón.

Allí, respirando entrecortadamente, trató de limpiarse los muslos y las nalgas con las manos. Se las miró a la débil luz y observó la mezcolanza pegajosa de sangre y semen que las impregnaba. Lieu no lloraba, pero sentía en todo su ser la humillación y el odio. Nagarajan continuaba jadeando en el centro de la habitación. De fuera sólo se oía cómo el junco surcaba las aguas. El balanceo del barco era suave.

Tras varios minutos de silencio pesado, se escuchó la voz ronca y trémula de Nagarajan:

—¿Por qué me has mentido?

Lieu no dijo nada. Nagarajan se movió y del rincón surgió una voz distorsionada por muchas emociones:

—Nunca te he mentido.

Nagarajan se movió otra vez pero se mantuvo en silencio. Después afinó su pregunta:

—¿Qué sabes del galeón español que no me hayas dicho?

La voz del rincón sonó con rabia contenida:

—Que jamás lo apresaréis sin mi ayuda.

Nagarajan quedó sentado en el suelo mirando afiladamente hacia el rincón.

—¡Habla!

Lieu guardó silencio, pero cuando oyó que Nagarajan se movía de nuevo, dijo con un hálito de voz:

—Tenemos amigos en el galeón.

—¿Cuántos, quiénes y con qué intenciones?

—Los suficientes, no los conoces y sus intenciones son hacer posible el apresamiento que de otra forma no conseguirás.

Nagarajan se mantuvo unos instantes en silencio tratando de digerir la asombrosa noticia. De repente se levantó y se fue corriendo hasta el rincón. Aunque Lieu se acurrucó, no pudo evitar que el hombre la arrastrara de nuevo hasta el centro de la habitación.

—¡Habla! Habla o te juro por todos los dioses que cuelgas del palo mayor hasta que mueras.

Lieu se incorporó lentamente hasta quedar sentada sobre sus talones. Tenía el rostro tumefacto, pero sus ojos bellos y almendrados irradiaban multitud de destellos inauditos en su actitud abatida.

—Cuando supe tus planes, consideré que era imposible llevarlos a cabo. Morirías en el empeño, porque tú y todos tus hombres sois demasiado valientes como para desistir por mal que os fueran las cosas. Yo no quería perderte, porque te amo demasiado. —La voz de Lieu iba tomando cierta firmeza y su acento extranjero le estaba haciendo más mella a Nagarajan que lo que le estaba diciendo—. Pensé en Bara Amón…

—¿En quién?

—En Bara Amón, el más valiente y fiel alférez de mi padre.

—Bara Amón… Ese nombre no es viet, ¿de dónde es?

—De Java. Desde su adolescencia sirvió a mi padre como esclavo y llegó a ser, con veinte años, el jefe de su guardia. Aunque defendió a mi padre con valor extremo, no pudo evitar su muerte. Protegió a mi hermano hasta donde le fue posible y siempre se mantuvo en contacto conmigo, porque su juramento de fidelidad a mi padre se extendía a toda su familia. Yo soy la única que queda de tan desgraciada y noble estirpe. —En ese punto la voz de Lieu se quebró, pero se recuperó casi instantáneamente—. Le conté vuestros planes y consideró, igual que yo, que eran dementes e ingenuos. Si por casualidad lograbais atrapar el galeón, esos holandeses jamás os pagarían. —Nagarajan se movió pero Lieu no se arredró en esta ocasión, porque entrevió que el asombro estaba venciendo a la ira en el espíritu del hombre. Le dije que no quería que tú murieras y que tu deseo fuera mi deseo. Bara me dijo que hablaría contigo y se ofrecería a ayudarte. Yo le respondí que tú jamás aceptarías la ayuda de otro extranjero aparte de la del holandés y que, por sus orígenes, lo considerarías un traidor. Se le ocurrió que, puesto que era mi deseo, te ayudaría y protegería sin que lo supieras. Él trazó el plan de reclutar a varios hombres, enrolarse en el galeón y debilitar a los españoles desde dentro lo suficiente como para que cuando lo atacarais fuera presa fácil. Por eso…

—Espera, espera. —En la voz de Nagarajan estaba ausente todo tono de ira—. ¿Cómo pudo ir desde Champa hasta Manila antes de que partiera el galeón?

Lieu pensaba rápidamente, aunque su mirada estaba apagándose mostrando una actitud sumisa.

—No se enrolaron en Manila sino en Guam. Llegaron hasta allí en una balandra muy rápida que…

—¿De dónde sacó la balandra?

—Él guarda para mí buena parte de la fortuna de mi padre. La balandra la compró en Dai Viet.

—¿En una simple balandra navegaron desde Dai Viet hasta las Marianas y sobrevivieron a tormentas y huracanes?

—Así es. Son tan bravos y buenos marineros como vosotros.

—¿Y admitieron los españoles a ese Bara Amón y sus hombres?

—Los españoles habían tenido varias bajas desde Manila a las Marianas y algunas deserciones en Guam. Necesitaban buenos marinos y gran parte de la tripulación es extranjera, por lo que no pusieron muchos inconvenientes a admitir algunos más. Estarán guiados por el más valiente y fiel de los jefes.

Nagarajan quedó un buen rato meditabundo y al cabo preguntó atropelladamente:

—¿Amas a Amón? ¿Por qué embarcaste tú?

—Te amo a ti. A Bara lo quiero y admiro. Embarqué para servir de enlace entre él y tú. Él me da los avisos más importantes. Por eso te hice descubrir el galeón cuando ya lo dabais por perdido en medio del océano.

—Pero… ¿por qué no me dijiste nada?

—Porque temía que compartieras el secreto, como buen jefe militar que eres, con los cortesanos e incluso con el holandés. Si confiáis demasiado en la ayuda de dentro del galeón, vuestro ardor se puede debilitar. Nuestro plan es ayudaros de manera que podamos apresar el galeón sin necesidad del barco holandés. Las condiciones a tratar con ellos en Nueva España serán distintas a las pactadas. Condiciones que Bara y yo estamos seguros de que no cumplirían.

—Pero… pero ¿cómo?

—Bara y los suyos perjudicarán al galeón de manera que un mes antes de llegar a América caerá en nuestro poder como fruta madura desprendida del árbol. Matarán a los hombres de mando, pudrirán el agua y la comida. Los españoles suplicarán que los abordemos para salvar la vida.

—¿Y no los descubrirán y matarán con facilidad?

—No conoces a Bara.

—¿Le amas?

—Otra vez. Bara era un hombre cuando yo era una niña. Te amo a ti.

Nagarajan estaba sentado desnudo en el suelo con la mirada perdida tratando de ordenar en su mente el nuevo rumbo que tomaba su aventura. Tras permanecer unos minutos enmudecido, miró a Lieu. Ella estaba cabizbaja y en actitud ausente. Él, impulsivamente, se abalanzó hacia ella y la abrazó diciendo alborozadamente:

—Perdóname, Lieu, perdóname. Te amo, te amo…

Ella aceptó las caricias muy pasivamente al principio, pero uno de sus brazos se levantó cerca de la espalda de Nagararajan. Quedó suspendido separado de él y, tras unos instantes inmóvil, la mano se apoyó suavemente en el hombro del ingenuo príncipe. Los ojos de Lieu eran entonces pavesas en la penumbra.