El San Venancio navegó durante siete días acompañado de su siniestra cohorte y sufriendo una colla larga, el temporal del suroeste con fuerza varia y alternativas de chubascos violentos, recalmones y prolongadas lluvias característicos de aquellas aguas en invierno. La mayor inquietud del patrón en cuanto al comportamiento del barco con el nuevo lastre y la distinta disposición de la carga se disipó pronto, porque se mostró estable durante la tormenta, pero la escasa agilidad en las maniobras seguía siendo la misma.
Don Felipe Carreño quedó fascinado cuando observó que mientras él tenía que poner el galeón a la capa en cuanto las olas sobrepasaban las seis o siete varas de altura, los juncos surcaban el mar a través del oleaje con una rapidez y estabilidad pasmosas. En dos ocasiones, dos de los juncos más pequeños pasaron con tal osadía y a tan corta distancia de la proa del galeón que a las pocas personas que estaban sobre la cubierta se les heló la sangre. Pudieron distinguir perfectamente los rasgos de los piratas y escuchar sus alaridos de júbilo y desafío.
Todas las cuadernas, baos y tablazón del galeón crujían en la tormenta de manera que hacía estremecer el alma; sin embargo, los únicos sonidos que emitían los juncos eran el del viento en las velas y el batir del casco contra las olas. Muchos comentaron aterrados tan insólito hecho durante la provocación.
La ventaja del vendaval del suroeste fue que, salvo cuando era excesivamente violento, hacía navegar al galeón a buena velocidad. Así, la ascensión que estaba haciendo en busca de los 40° Norte la efectuaba a más de diez nudos durante largas horas.
Pero en las collas largas eran frecuentes las calmas absolutas. Entonces salían todas las personas de sus estancias interiores y trataban de recuperar la confianza viéndose unos a otros. Se organizaban las colas y las disputas para cocinar en los peroles, pero en demasiadas ocasiones la lluvia apagaba los fogones y el ánimo de la gente se abatía de nuevo. Aun así, nadie desaparecía de la cubierta ni apartaba la mirada de los cuatro siniestros barcos que rodeaban al galeón.
Entre la tripulación se había extendido la idea de que iban a viajar durante bastante tiempo en compañía de los piratas. Para mantener alta la moral, las tres personas más activas en el galeón eran don Antonio Sepúlveda, el enardecido fraile franciscano que trató de conjurar la primera tormenta colgado de un cabo y el capitán Dávila.
Don Antonio Sepúlveda estaba mostrando sus dotes políticas y su capacidad lúdica de manera eficaz. Una de sus iniciativas, que despertó el entusiasmo entre los estudiantes, consistía en hacer representaciones teatrales para apartar de la gente las malas ideas que provocaba la lúgubre escolta pirata. Contrató al carpintero para que hiciera mamparos que limitaran el teatro, así como los paneles de decoración de distintas escenas.
El franciscano don Esteban Miralles no cejaba en su continua labor pastoral. Organizaba a los demás frailes y curas para celebrar los cultos religiosos más variados aparte de la misa diaria. Novenas, triduos, Vía Crucis, Te Deum Laudamus y demás los tenía planificados a casi un mes vista. Sólo el mal tiempo alborotaba sus planes, pero al término de cada singladura, cuando estaba el sol en su cenit, don Esteban, rodeado de pajes haciendo en esa ocasión de monaguillos, conseguía arrodillar a casi todo el mundo para rezar el Ángelus. Nadie entendió la razón de aquella extravagancia del fraile, pues todos estaban acostumbrados a rezar esa oración a la caída de la tarde. Las confesiones y comuniones aumentaron mucho desde que se avistó la flota pirata y se hizo presente la colla larga, pero conforme los juegos y entretenimientos de don Antonio Sepúlveda se abrían paso, la fuerza de las manifestaciones de la fe se iba atenuando.
Por su parte, el capitán Dávila, de forma discreta pero tenaz, había dispuesto con los dos tenientes y los suboficiales una serie de medidas de continuo y estricto cumplimiento. Cada soldado era el responsable de cuatro civiles. Éstos podían ser pasajeros, marineros o grumetes. Las mujeres quedaban incluidas en la militarización del buque. Los soldados enseñaban a los civiles a cargar y disparar las pistolas y los fusiles. Una vez hecho un exhaustivo inventario de las armas de fuego, se concluyó que en el galeón había más de seiscientas, lo que significaba que, aparte de las tres reglamentarias de cada soldado, un fusil y dos pistolas, había más de un arma por persona. No era mucho, pero si los más inexpertos pudieran al menos cargarlas con rapidez, la potencia de fuego en caso de abordaje podría llegar a ser contundente. Los cuatro civiles correspondientes a cada soldado tenían que ayudarlo en todas sus tareas militares, en particular las de mantenimiento del equipo, vigilancia y centinela. Aquello había llenado de alborozo a los muchachos y de inquietud a los pasajeros más pusilánimes, pero tuvo efectos beneficiosos. Por una parte, durante las aciagas horas de las tormentas y los fuertes chaparrones, compartir la soledad aminoraba la tristeza. Por otra, la emulación y la amistad se iban extendiendo por todo el galeón.
Aunque nadie le vio jamás dar una orden a gritos, todos sabían que el comandante era el responsable de aquella concordia y organización. En las escasas ocasiones que aquel hombre serio y de aspecto casi siniestro pasaba cerca de algún corro, se le saludaba con respeto aunque el gesto fuera parco. A ello no fue ajeno el incidente que protagonizó con un grupo de marineros que ya se habían destacado por su arrogancia e insolencia. Entre la marinería no sólo eran temidos por pendencieros, sino por la manifiesta protección que el general don Luis Belloso les dispensaba. En muchos corros se había comentado que compartían con él negocios de contrabando.
Durante la fase en que la colla viraba de la tormenta al recalmón, el capitán Dávila inspeccionaba las bodegas y animaba con su sola presencia a que se reanudaran las actividades. En uno de los infinitos recovecos que formaban los fardos en la bodega principal, descubrió seis marineros jugando a las cartas iluminados por un candil. Dos o tres mostraron intención de abandonar el juego al percatarse de la presencia del jefe militar, pero dos de ellos hicieron gestos despectivos con las manos invitando a continuar el juego.
Cuando el capitán Dávila iba a intervenir, algo pequeño se le vino encima y lo esquivó ágilmente, aunque sólo pudo evitar que le diera en la cara. El capitán se miró la mancha de la camisa que le había hecho y después trató de descubrir de dónde había venido el objeto. Los marineros hicieron lo propio y en cuanto descubrieron la causa no pudieron evitar las risas más o menos estruendosas. En lo alto de una pila de fardos, apenas iluminado, estaba el mono Bartolo haciendo muecas horrendas. Lo que le había lanzado al capitán Dávila había sido una de sus propias cagarrutas.
La mirada helada con que fulminó el capitán Dávila al grupo de marineros cortó las risas.
—Vuelvan ustedes a sus tareas.
Algunos marineros se levantaron cansinamente, pero dos o tres se mostraron renuentes. Uno de ellos, sin volverse hacia el comandante, preguntó:
—¿Y si no lo hacemos? No somos soldados.
El silencio se hizo espeso en el recoveco.
—Levántese, marinero.
La voz del capitán Dávila, quizá porque sonó completamente tranquila, hizo que los hombres que habían permanecido sentados se levantaran poco a poco. El recalmón había detenido el balanceo del barco.
El capitán se vio enfrentado a un marinero igual de alto que él, más corpulento, de unos veinticinco años y de rostro hosco. Éste continuó expresando sus dudas sobre la autoridad del comandante militar en la marinería:
—¿Qué va a hacer si continuamos jugando? ¿Nos hará azotar?
El capitán Dávila, con la misma calma que había mostrado hasta entonces, le preguntó al marinero del que apenas lo separaba un codo:
—Supongo que no ha sido usted quien le ha enseñado a ese mono a tirar cagarrutas, ¿verdad?
El marinero quedó un tanto desconcertado por lo inesperado de la pregunta. Sin embargo, sus prevenciones hacia el militar se fueron despejando y se hizo más osado:
—No. Pero si lo hubiera hecho, ¿qué?
—No me gustan los azotes en público, marinero, así que me va a hacer un favor. Como usted es listo, fuerte y valiente, le va a partir la cara al que le ha enseñado a hacer eso al mono. ¿De acuerdo?
Al marinero le volvió el desconcierto, pero de nuevo se repuso y le espetó al comandante:
—No.
Antes de que terminara de componer la postura desafiante que había iniciado, la mano derecha del capitán Dávila se disparó fulgurantemente hacia la entrepierna del hombretón. El rostro se crispó al sufrir el férreo atenazamiento de sus testículos. Retrocedió dos pasos hasta que su espalda tropezó contra un muro de fardos. La mano del capitán seguía cerrándose sin misericordia. Los ojos del marinero quedaron ocultos en sus engurruñados párpados mientras que trataba de agarrar la mano del capitán, pero tan nacidamente que más parecía pedir clemencia porque el efecto del estrujamiento bien pudiera ser irreversible.
La voz del capitán Dávila sí que sonó entonces seca y sibilante:
—Me vas a hacer el favor que te he pedido, porque si el mono le tira otra cagarruta a alguien, él termina como pasto de los tiburones y tú terminas sin huevos. ¿Oído?
La última pregunta del capitán fue seguida de un brusco apretón tras el cual liberó a su presa. El marinero cayó de rodillas y dio una tremenda arcada. Cuando el capitán ya estaba lejos del lugar, oyó a sus espaldas unos gritos y el rumor de una pelea.
Mientras que las actividades relativamente discretas del capitán Dávila influían en la vida del galeón, las de don Luis Belloso, su general, eran ostentosas e inútiles. En cuanto amainaban las tormentas y los chubascos, aparecía en el castillo de proa rodeado de los oficiales. Sus órdenes eran estruendosas y continuas, aunque cuidaba mucho que ninguna interfiriera en las de don Felipe Carreño y mucho menos en las del comandante. Se encargaba de que los corrales de las cabras y cerdos se colocaran de una manera, las jaulas de las gallinas de otra, que la limpieza de los peroles fuera exhaustiva, que las raciones de agua aumentaran o disminuyeran según cuánta se pudiera almacenar de la lluvia, y así iba transmitiendo, directamente o a través de oficiales alborozados aunque de gesto adusto, un sinfín de disposiciones.
Al náufrago ya se habían acostumbrado por más que siguieran mirándolo con curiosidad unos, compasión otros e inquietud todos. Le llamaban Ramón, pues por más que supieran que ése no era su nombre, era el que más se parecía al que les decía en su extraña lengua. Continuaba custodiado estrechamente por dos soldados, pero se le permitía estar en cubierta sin ataduras e incluso relacionarse con la gente. Pronto empezó a ganarse ciertas simpatías, porque su actitud era apacible y su figura y rostro no carecían de nobleza. Todas las mujeres lo miraban a hurtadillas. Curiosamente, el capitán Dávila era uno de los que más simpatía mostraban por Ramón por más discreta que fuera ésta. Le había ofrecido cigarros en una ocasión, jamón en otra y los buenos días siempre.
Don Álvaro seguía haciendo su vida en solitario, aunque frecuentemente se veía acompañado por el loco Oliveira y su fámulo Feliciano. También se entrevistaba a diario con el capitán Dávila y el patrón don Felipe Carreño a requerimiento de éstos. El marinero veterano hacía las delicias de don Álvaro, por más que a veces lo irritara no entender sus largas peroratas. Lo que más estrechó la relación de don Álvaro con Oliveira fue el descubrimiento del comisionado de que el marinero portugués había hecho aquella travesía tres veces con el insigne piloto Jerónimo Gálvez.
Don Álvaro se recreaba a solas fantaseando con las anécdotas que le contaba Oliveira sobre los verdaderos pilares del vasto y destartalado imperio español: la abnegación y la bravuconería; el miedo al hambre y el gusto por el derroche; la habilidad y la improvisación; la burocracia puntillosa y la desorganización. Estos pilares, sin embargo, los sustentaban únicamente sus hombres y funcionarios más pobres, porque las clases altas solían hacer un papel que iba poco más allá del de depredador. Don Álvaro hacía ya mucho tiempo que tenía bien establecida la línea que separaba a las personas en el galeón: el capitán Dávila, Oliveira, el patrón Carreño, Feliciano, Sepúlveda y muchos más a un lado, y el general, sus oficiales, los marineros camorristas y bastantes pasajeros al otro lado.
Piet van de Derck y Jan Valtener iban estrechando su relación por más que la diferencia de gustos y cultura se fuera mostrando abismal entre ellos. El patrón no cesaba de pensar y meditar en su proyecto y en las vicisitudes por las que estaba pasando. El marinero veterano soñaba con el empleo que le daría a la riqueza que le proporcionaría aquella aventura. Abriría la mejor taberna del puerto de Rotterdam; viviría sin la menor privación rodeado de marinos y mujeres.
Los dos holandeses estaban sentados en la parte más alta de proa a la que se podía acceder. El junco se balanceaba suavemente en un mar rizado por un viento bastante apacible. Lamentaban que el galeón español fuera tan lento que les obligara a llevar desplegada sólo la vela mayor.
Llevaban casi una hora callados observando el tranquilo trajín en la cubierta del junco. Diez o doce corros de gente jugaban a las cartas o al Mah-jong. Cinco o seis zagales correteaban entre los grupos. El junco estaba gobernado por el timonel y cuatro marineros en actitud indolente. La tarde se echaba encima. El cielo se veía surcado por cúmulos de nubes blancas redondeadas de bordes luminosos con un navegar por el aire tan apacible como el de los cinco barcos en el agua. Éstos se divisaban entre sí porque el día era claro y sin bruma. El galeón ocupaba el centro de un cuadrilátero casi perfecto cuyos cuatro vértices eran los juncos piratas. Las diagonales sobrepasaban en poco las mil brazas de longitud.
Jan Valtener miró de hurtadillas a su patrón y, prudentemente, le dijo:
—Desde lo de la Rota está usted triste. Las cosas son como son y nada importante se ha perdido.
Los ojos claros de Piet brillaron y su pelo largo y rubio se agitó al negar con la cabeza. Tras unos instantes, dijo:
—Sí han pasado cosas importantes, Jan. Mi herida está casi curada, pero estuve a un tris de la muerte. No es eso lo que me preocupa, porque en un asunto como éste lo primero que hay que asumir es el riesgo de morir. Yo lo hice hace tiempo. Incluso hay que admitir la posibilidad de morir estúpidamente y también lo hice. El hecho es que después de lo de la Rota, el galeón se ha armado hasta los dientes. Abordarlo, incluso con la ayuda de nuestra fragata, costará mucha más sangre de la prevista. —Piet permaneció unos instantes en silencio y Jan lo respetó; tras otra espiración apesadumbrada continuó con sus disquisiciones—: También me atribula la pérdida de mi goleta. Era un buen barco. —Jan asentía con la cabeza—. A todo patrón le duele el alma cuando pierde su barco.
De un corro de jugadores surgieron unas voces airadas que no tardaron en calmarse.
—Yo he vivido diez meses en esa goleta. No era mía, pero la apreciaba en lo que valía.
A Piet le estaba sentando bien hablar con el marinero.
—Hay otras cosas que me preocupan de esta travesía.
—A mí me preocupan muchas, porque con estos tipos no me encuentro a gusto. Desconfían de nosotros y aún más desconfío yo de ellos.
—Además de esa desconfianza, de la que participo, tengo el temor de que estén ocurriendo cosas que van más allá de las apariencias.
Los ojos también claros de Jan Valtener mostraron extrañeza.
—¿A qué se refiere?
—¿Recuerda cómo avistamos al galeón?
—Sí. Uno de los juncos debió de ver alguna luz impropia y avisó a los demás con una de las bengalas que utilizan estas gentes.
—No, Jan. Yo salí en cuanto me despertaste y me pareció que Nagarajan y algunos de los suyos, en particular el muchacho polizón, estaban bastante seguros de dónde estaba el galeón.
—¿Y bien?
—En ese galeón no se encendió ninguna luz accidentalmente.
—No entiendo cuál es su temor.
—El capitán de ese barco sabía que una flota pirata andaba a su acecho y lo demuestra que haya colocado todos los cañones en los pañoles con el inmenso trabajo que ello ha supuesto. Lo primero que habrá impedido de forma tajante habrá sido que ninguna luz delate su posición de noche.
Jan estaba tan concentrado en las palabras de su patrón que rumiaba lentamente cada una de ellas.
—Pues ya me dirá cómo pudo el príncipe o ese muchacho saber la posición del galeón si no divisaron ninguna luz.
—Eso es lo que no entiendo. Pero sobre ese muchacho hay más cosas oscuras. Muchas más. Salvo él, todos los que desembarcamos en la Rota fuimos atacados; la mayoría resultó muerta.
—En una ocasión dijo usted que el polizón siempre andaba por la isla. Estaría por ahí perdido cuando tuvo lugar el ataque.
—Sí. Pero el teniente aquel dijo algo de otra embarcación en el norte de la isla y que vieron al muchacho con sus tripulantes.
—¿Otra embarcación?
—Una balandra. ¿Quién iba en esa balandra?
El marinero estaba realmente asombrado.
—¿Le ha dicho usted eso a Nagarajan?
—No. Pero el cortesano Ramayya lo sabe igual que yo, porque la arrogancia del teniente español llegaba a tal extremo que le importaba un ardite hacernos partícipes de sus cuitas.
—El Ramayya ese parece que cada vez pinta menos en esta guerra. Quizá debiera usted decirle todo esto a Nagrajan.
—No sé. Nagarajan es cualquier cosa menos listo. El listo de verdad es Ramayya.
Tras unos instantes tratando inútilmente de aclarar su confusión, Jan dijo más que preguntó:
—¿Pudiera ser que el listo de los listos sea el muchacho? No entiendo nada.
—Pues menos entiendo yo, porque la única posibilidad lógica que se me ha ocurrido es que…
—¿Qué?
Piet dudó mucho antes de decir la sospecha que le había rondado continuamente por la cabeza:
—Que Nagarajan y su muchacho estén conchabados con gente del galeón.
—¿Qué? Sería magnífico, pero… ¿por qué ocultarlo?
—Quizá por desconfianza hacia nosotros. Y hacia Ramayya.
—¿Y eso explicaría lo de la luz nocturna del galeón? ¿Eso explicaría lo de la balandra misteriosa?
—Sí. Si se sabe a qué hora exacta se va a emitir una luz, es fácil que pase desapercibida por la vigilancia. Sobre todo si hay varios conspiradores. Los tripulantes de la balandra bien pudieran ser dos de los traidores infiltrados en el galeón que fueron a avisar a Nagarajan a través del muchacho.
—¡Uf!
—Sí, admito que esto es más complicado, pero repito que es la mejor explicación que se me ocurre.
El sol se estaba poniendo y algunos corros empezaron a deshacerse ante la inminencia de la cena. Piet echó a andar mientras le decía a Jan:
—Lo único que tengo claro es que hay que vigilar a ese muchacho.
—No sale casi nunca del camarote del príncipe.
—Pues diga a todos los nuestros que es tarea primordial una vigilancia discreta del polizón. A ser posible por la noche.
—Vigilaremos como podamos sin despertar sospechas.
El sol estaba ya alto y, tras desayunar, don Álvaro y su fámulo y pupilo Feliciano departían tranquilamente sentados en la tapa de una escotilla mientras el galeón surcaba el mar con majestuosidad.
—Pues sí, amigo Feliciano, por extraño que te parezca, los cálculos son esenciales en la vida. Sin un buen dominio de las matemáticas por parte de cuanta más gente mejor, viviríamos peor. O quizá sucede al revés, el hecho de que vivamos mejor ha hecho posible que desarrollemos las matemáticas, pero sin duda el avance de éstas hace que aumente nuestro bienestar.
—No lo entiendo, don Álvaro. Por más sumas, restas y divisiones de fracciones que usted me exige que haga, los bichos en la comida aumentan, las olas siguen moviendo el barco a su capricho y el crujir de las maderas nos hace velar como a buhos. Y si hubiera calma y buena comida no estoy seguro de que aumentara mi habilidad en hacer quebrados y dudo seriamente de que alguna vez encontrara gusto en ello.
—Bien; lo primero que te digo es que te has expresado muy bien y eso es casi tan importante como saber calcular con tino. ¿Por qué vamos de Filipinas a América? Sé que me vas a dar varias razones, joven, pero las fundamentales son que hay barcos y sabemos navegar.
—Barcos ha habido siempre. Y los carpinteros no saben matemáticas, si no pregúntele a don Ciríaco.
—Pues barcos no ha habido siempre, aunque estoy de acuerdo contigo en que los primeros no exigieron conocimiento alguno de las matemáticas para desarrollarlos, pero en cuanto a los carpinteros discrepo de ti en un aspecto. Los maestros que diseñan estos barcos, e incluso aquellos juncos, te aseguro que saben calcular muy bien. Y mientras mejores son los navíos que idean, más complejas son las operaciones con números que han de hacer para que resulten rápidos y seguros. Piensa, por otro lado, que sin matemáticas no sabríamos cómo llegar de Manila a Acapulco. Estarás de acuerdo al menos en que sin observaciones y cálculos andaríamos completamente perdidos, ¿cierto?
Feliciano quedó un tanto pensativo y después concluyó tercamente:
—Pues sigue habiendo bichos en los guisos y vaivén a todas horas.
—Pues tú resuelves esos problemas que te he puesto y después…
Fue precisamente doña Marta, la madre de Feliciano, quien interrumpió la incipiente irritación de don Álvaro al salir gritando como una posesa del castillo de popa. La infinidad de personas que había en aquel momento en cubierta volvieron sus miradas atónitas hacia ella tratando de adivinar la causa de su espanto. Entre sus alaridos apenas articulaba ninguna frase coherente; ni siquiera palabras con sentido.
Cuando don Álvaro y dos o tres hombres más, aparte de su hijo Feliciano, llegaron hasta ella para ayudarla, doña Marta enmudeció, su rostro palideció y, perdiendo la mirada, cayó desmayada. La caída de la mujer la evitaron los hombres tomándola en brazos y dejándola reposar mansamente en el suelo. Don Álvaro trataba de desatarle el corpiño cuando vio al capitán Dávila salir por donde había salido doña Marta. Su rostro denotaba una expresión de gravedad extrema aunque estaba muy sereno. Le hizo una señal a don Álvaro que, aunque quiso ser discreta, fue observada por muchos. Tras observar don Álvaro que la mujer estaba siendo atendida, se abrió paso hacia el capitán. Varios hombres hicieron lo mismo movidos por la curiosidad, pero con un gesto el comandante militar les disuadió a todos de entrar en el castillo. Buscó con la mirada entre el gentío y se dirigió a un soldado:
—Jiménez, avise al cirujano y a don Felipe Carreño. Señores, —el capitán Dávila se dirigió a todos en cuanto el soldado hubo salido a la carrera—, el general ha sufrido un percance. No entren. Se les informará cuando el cirujano le haya atendido.
Hubo rumores y preguntas, pero el capitán mantuvo hierático el gesto y firme su actitud hasta que llegaron, casi al mismo tiempo, el soldado y los dos hombres que habían sido requeridos. El capitán dejó al soldado en la puerta con órdenes taxativas de no dejar entrar a nadie.
Los cuatro hombres se internaron en el pasillo desierto. Bajaron por la escalera del fondo y desembocaron en el descansillo al que daban las puertas de los camarotes del general y el comandante, a espaldas de los cuales se extendía el pasillo de aquel piso inferior que estaba tan desierto como el otro.
La puerta del dormitorio del general estaba abierta y el capitán Dávila hizo entrar a los tres hombres. Lo que vieron paralizó a don Álvaro y al piloto. El cirujano, en cambio, se adelantó vivamente hacia la cama del general. Éste yacía en el centro como si estuviera durmiendo, salvo que su rostro estaba anormalmente blanco y en el cuello se apreciaba una raya intensamente roja. Por ella se había desbordado toda la sangre del corpulento cuerpo manchando gran parte de la cama y desembocando en dos grandiosos charcos a cada lado del lecho.
El cirujano, hombre enteco y de pelo cano, volvió la mirada negando solemnemente con la cabeza mientras decía:
—El general ha sido degollado. No ha sufrido.
Don Felipe Carreño se sentó en un escañil cercano. Tenía el rostro pálido y la expresión apesadumbrada. El capitán permaneció con los brazos cruzados y don Álvaro, después de acercarse al muerto y observarlo unos instantes, deambuló por la habitación escudriñándolo todo. El cirujano había destapado el cadáver y observaba las manos y los pies. La voz del capitán Dávila rompió el silencio:
—Doña Marta, extrañada de que no se levantara el general y debiendo asear la habitación, entró y lo descubrió de esta guisa.
Don Álvaro preguntó:
—¿La puerta estaba abierta o ella tiene llave?
—No lo sé, pero dudo que doña Marta hubiese abierto con una llave si pensaba que don Luis continuaba durmiendo. Ya le preguntaremos cuando se reponga de la impresión.
—¿No ha oído usted nada a lo largo de la noche?
—Nada. Los mamparos no son muy recios y, aunque tengo el sueño firme, un rumor de lucha u otro ajetreo me hubiesen alertado.
—Señor Céspedes, ¿a qué hora han matado a don Luis?
—Hace entre cinco y seis horas. O sea, en plena madrugada.
Don Felipe Carreño se levantó pesadamente cuando tuvo la certeza de que no caería desmayado por la visión de tanta sangre. Don Álvaro observaba escrupulosamente el ventanal del fondo de la habitación que daba directamente al mar. Se oyeron unos pasos que provenían del pasillo. El capitán Dávila adusto el gesto y fue a enfrentarse con el intruso. Los tres hombres escucharon las voces que venían de fuera:
—¿Qué pasa, Jiménez?
—Mi comandante, el franciscano don Esteban solicita permiso para consolar al herido.
—Mándele al infierno.
—Ya lo he hecho, mi comandante, pero está de un pesado tremendo y se ha aliado con varios oficiales y marineros. He dejado a dos compañeros en la puerta del castillo y he dado aviso al sargento Suárez, pero el fraile y los demás amenazan disturbio.
—Que pase el dichoso fraile y el primer oficial si es que anda por allí. A los demás les impiden ustedes el paso aunque sea a sablazos.
—¡A sus órdenes, mi comandante!
La amistad entre el patrón Recán y Piet van de Derk se iba estrechando por el vínculo de la pasión marinera. El patrón había obtenido permiso del príncipe Nagarajan para navegar por placer en torno al galeón. Se lo concedió por dos razones, ambas políticas. Por una parte, Nagarajan se había hecho el firme propósito de respetar y mantener contento al patrón de quien tantas cosas dependían. Por otra, ordenó a Recán que aquella navegación le llevara a inspeccionar a los otros juncos para dejarles claro cuál era el navío capitán.
Recán llamó al holandés y le hizo entender por señas que lo invitaba a manejar el timón y a aprender las órdenes a los marinos navegantes.
Las dos velas trapezoidales, casi cuadras, del mesana y el trinquete se desplegaron con rapidez uniéndose a la mayor. El buen viento reinante hizo que el junco sufriera un fuerte impulso que a Piet le hizo sonreír alborozado. Recán también disfrutó de la alegría del holandés y le cedió el mando del timón. La disposición de los palos mesana y trinquete del junco, mucho más separados hacia proa y popa que en los barcos europeos, siempre le habían hecho dudar de su efectividad, pero el tirón confirmó que era mucho mejor.
Piet inició maniobra para ceñir el viento y sentir directamente la fiabilidad del barco navegando de bolina. Recán entendió al instante el deseo del holandés y gritó a los marineros. Después casi le deletreó la orden a su amigo extranjero.
Tras una media hora de navegar erráticamente, Recán le indicó a Piet que debía acercarse a cada uno de los otros tres juncos. Así lo hicieron y durante la siguiente hora disfrutaron con los cambios de dirección y las bromas que se intercambiaban los tripulantes entre los barcos. En uno de los dos más pequeños, Piet descubrió a Ramayya. Su gesto grave cuando le devolvió el saludo, le confirmó que el cortesano también tenía temores, quizá parejos a los suyos. Desde la última asamblea borrascosa de pilotos y cortesanos no se habían vuelto a ver, porque la orden de Nagarajan fue tajante: ni en el junco capitán ni en ninguno se celebraría reunión alguna, porque lo único que había que hacer era no perder de vista al galeón. Salvo incidente grave acontecido en algún barco o por expreso mandato de él, cada barco navegaría en solitario sin acercarse jamás a menos de dos cables del navío español.
Cuando Piet dejó el timón y se separó de Recán con el ánimo distendido por primera vez desde que salieron de Champa, Jan le dijo:
—He de hablarle, Piet.
—Dígame.
Aunque el gesto fue absurdo porque en el barco nadie entendía holandés, el veterano marinero miró a su entorno asegurándose de que nadie les escuchaba. A Piet le molestó intuir que le iban a despejar su contento.
—Anoche, a las cuatro de la madrugada, dos de nuestros hombres vieron un destello rojo, muy breve, procedente del galeón.
Como temió, a Piet se le evaporó la dicha. No preguntó nada, pero la extrañeza que reflejaba su mirada invitaba a que el marinero continuara informándole de tan insólito hecho.
—El destello provino, seguramente, del extremo del mastelero de juanete mayor. Hay que tener redaños para subirse al punto más alto de un barco para hacer una señal.
Piet reanudó el paso hasta que quedó apoyado en una borda.
—O sea que, efectivamente, hay varios conspiradores en el galeón. Quizá muchos. —¿Por qué?
—Para trepar hasta el mastelero de cualquier palo hay que pasar por la cofa. Apostaría a que el comandante de ese galeón ha establecido turnos de centinela en cada cofa y ese barco lleva tres.
—Si los centinelas están conchabados con Nagarajan, ¿por qué trepar hasta el mastelero con riesgo de romperse la crisma?
Piet pensó unos instantes y expuso su explicación:
—La cofa está a un tercio de la altura máxima del palo. Un destello hecho desde allí puede verse con mayor probabilidad desde cubierta que si se hace desde el triple de altura.
—Sí, lleva razón, pero ahora viene lo mejor. —Piet miró a Jan con curiosidad extrema reflejada en su rostro—. El muchacho polizón estaba esperando a que hicieran la señal. Llevaba un rato en cubierta observando al galeón y en cuanto se produjo el destello se largó. Y aún queda más: adonde se largó fue a la letrina de popa a aliviarse y…
—¿Y qué?
—Los hombres aseguran que lo que se alivió fue la vejiga, o sea, que meó.
—¡Dios, Jan! ¿Y qué?
—Pues que Rob y Adrián sospechan, aun sin estar del todo ciertos, que el muchacho ese es una muchacha.
Piet colocó los codos sobre la borda y ocultó la cara con las manos.
Las casi trescientas personas que viajaban en el galeón atiborraban la cubierta atendiendo a la solemne misa de cuerpo presente. Los latines del rito se sucedían cambiando de voces, porque lo oficiaban todos los religiosos de a bordo. El altar se había colocado en el castillo de popa y estaba atestado por los frailes y curas rodeados de un enjambre de pajes haciendo de monaguillos. Todas las miradas estaban alzadas hacia el altar, dirigidas al suelo en gesto contrito o clavadas en el bulto cubierto por la bandera que yacía rodeado por cuatro cirios prendidos. El viento era del todo inexistente y las llamas de los cirios se elevaban impávidas. Las velas del galeón colgaban tan flácidas que parecían haber abandonado su cometido para atender también a la misa. La homilía de don Esteban fue tronante, suplicante y larga; muy larga. La comunión se impartió en la base del castillo, delante del difunto, y la tomaron más de doscientas personas, lo que hizo el acto interminable.
Aquella tarde del día en que se había descubierto el cadáver, la posición del galeón era de 32° Norte y una longitud estimada de 160° Este según el meridiano de Cádiz. Y la fecha, el 30 de febrero de 1755. Eran las cinco y media de la tarde cuando el cuerpo del general del San Venancio, don Luis Belloso, en un paquete casi informe, chapoteó violentamente contra el agua y se hundió mansamente en una de las simas más profundas de la Tierra ayudado por cuatro balas de cañón. La pesadumbre y el desconcierto embargaban todas las almas del galeón. El calor, aun sin ser asfixiante, contribuía al agobio de los espíritus.
Tras apagarse el estruendo de las salvas de fusilería e irse disolviendo la muchedumbre, el capitán Dávila se unió a don Álvaro y, haciendo un aparte con él, le dijo:
—Don Álvaro, voy a convocar a todos los oficiales, al cirujano y a los pasajeros relacionados con la justicia, o sea, el oidor y el fiscal de la Audiencia de Manila destinados a Nueva España. Le agradecería que usted también asistiera.
Don Álvaro asintió mientras preguntaba:
—¿Cuándo tendrá lugar?
—Esta misma noche. A las nueve en la sala del camarote del general. Es la estancia más amplia y discreta. —Don Álvaro quedó dubitativo y el capitán lo notó—. ¿No aprueba el lugar?
—El lugar donde se ha cometido un crimen debe ser estudiado minuciosamente… ¿Tengo su permiso para regresar allí y observar hasta la hora de la reunión?
—Usted a mí no me tiene que pedir permiso para nada.
—Se equivoca, capitán. —Don Álvaro hablaba muy seriamente—. Usted es el comandante militar del navío y hace tiempo que dejó de estar a mi servicio.
El capitán Dávila se encogió de hombros y cambió de asunto:
—Dígame cuáles son sus primeras impresiones.
—Son demasiadas impresiones y pocos datos.
—No me irrite, don Álvaro, que la situación la veo oscura.
Don Álvaro sonrió para sí pensando que el capitán Dávila aún no consideraba que pintaran espadas en el juego de la travesía del galeón de Manila. En realidad, él tampoco pensaba que el asesinato del general revistiera especial gravedad.
—Como usted sabe, para averiguar la identidad de un asesino ayuda mucho esclarecer los motivos que le han impulsado a matar, las circunstancias que han envuelto al crimen y encontrar el arma con que lo ha hecho. En cuanto a los motivos, lo primero que se me ocurre es averiguar el balance de las últimas partidas de juego organizadas por el general. Sepúlveda nos podría dar una buena pista, aunque últimamente parece que sus relaciones con don Luis Belloso no eran buenas. Pero él conoce bien a los jugadores habituales.
—En ese caso, no será difícil dar con el asesino, porque los jugadores habituales no son más de seis o siete. Oficiales y algún que otro comerciante.
Don Álvaro asentía con la cabeza, pero el capitán intuyó que la cosa no la veía tan sencilla.
—Habrá que ver también lo que dicen esta noche los juristas en cuanto al destino de las riquezas del general.
—¿A qué se refiere?
—No lo sé, pero la complejidad de este mercadeo del galeón es extraordinaria. En principio, sus riquezas deberían ir a parar a los herederos, pero el cargo de general conlleva muchos derechos que, sin duda, ahora pasarán a otras manos. Supongo que a las del primer oficial, pero ya verá que el asunto es más farragoso. También hay que averiguar todo lo relacionado con el contrabando que lleva este galeón e identificar a los contrabandistas.
—Habrá que aplicarse a ello. —El capitán Dávila mantenía un gesto huraño porque aquellas disquisiciones de don Álvaro no eran las que lo inquietaban—. ¿Es posible que los piratas hayan tenido algo que ver con esto?
Don Álvaro miró seriamente al capitán Dávila y, tras meditar unos instantes, respondió:
—He considerado tal extremo, pero he desechado la idea.
Ahora era el capitán quien asentía con la cabeza.
—Con la vigilancia que tengo establecida es imposible que ninguno de ésos nos aborde de noche. Incluso en tal caso, no se puede pensar que un intruso vaya directamente al camarote del general, lo degüelle y se largue sin más.
—A menos que ya esté con nosotros, pero el principal sospechoso, el náufrago, es posiblemente el único de los trescientos que viajamos en el barco que tiene una coartada perfecta.
—Eso es indudable, porque precisamente los centinelas que lo han guardado durante la noche pasada son dos de los veteranos de más confianza.
Tras quedar unos instantes en silencio, don Álvaro dijo en tono escéptico:
—Así de vagas son mis impresiones sobre los móviles. Por otro lado están las circunstancias. Son muy extrañas, porque la puerta estaba abierta, apenas entornada y, según doña Marta, es raro que el general se fuera a dormir sin echar la llave como hace siempre.
—También yo doy fe de ese extremo.
—El general no abrió al asesino, porque parece que lo degollaron mientras dormía. El único otro sitio por el que pudo entrar fue por los ventanales, pero eso es muy arriesgado, porque tendría que haberse descolgado por la popa, abrir desde fuera, lo cual no sé si es posible y me gustaría investigarlo mejor, y huir de nuevo por ahí cerrando el ventanal también desde fuera. Muy complicado. O entró por la puerta o ya estaba dentro de las estancias del general cuando éste se fue a dormir. Lo degolló y salió después por la puerta.
—Parece lo más sencillo. Uno de sus conocidos del juego está con él —el capitán Dávila planteaba su hipótesis ayudándose con los dedos—, quizá discuten. Se va, pero al salir se da cuenta de que el general aún no ha echado la llave. Se mete otra vez en el camarote y se esconde. Permanece allí hasta que don Luis se dispone a acostarse; éste cierra la puerta con llave sin ver al asesino; se acuesta y, cuando está dormido, aquél lo mata. Abre la puerta en silencio y se marcha tranquilamente.
Entonces don Álvaro mostró su incertidumbre diciendo:
—Según el cirujano, don Luis fue asesinado en plena madrugada. Que el asesino permanezca emboscado cuatro o cinco horas me parece demasiado. —El capitán hizo una mueca de desagrado—. Por último, está el arma. También según el señor Céspedes, el general fue limpiamente degollado con un cuchillo muy bien afilado y seguramente pequeño. Por ahí no creo que avancemos mucho, porque puñales de esas características debe de haber cientos a bordo.
Don Álvaro y el capitán Dávila se mantuvieron un buen rato en silencio hasta que este último dijo resueltamente:
—Vaya al camarote del general, don Álvaro. Nos veremos a las nueve.
—Hasta luego, capitán.
Antes de llegar a la puerta del castillo de popa, a don Álvaro le llamó la atención que Oliveira lo saludara diciendo alegremente:
—¡Caerás, piratilla chinés! ¡Ohé, ohé! ¡Si tienes mala suerte y ni un mal vahído se levanta, caerás piratilla chinés! ¡Ohé, ohé! Después de amanecer.
Cuantas más extravagancias le escuchaba don Álvaro al loco Oliveira, más certeza tenía de que tenían sentido.
—¿Por qué dice que caerán los piratas?
Oliveira se puso de pronto serio sin abandonar su labor de filástica y respondió:
—Yo no he dicho que caerán los piratas. Caerá aquél.
Don Álvaro miró en la dirección que señaló Oliveira y vio a uno de los juncos a más de trescientas brazas.
—¿Por qué? —Oliveira se desentendió de don Álvaro deseando que éste insistiera—. Vamos, Oliveira, dígame por qué.
Oliveira soltó una suave carcajada con ojos picaros y, tras mirar un rato a don Álvaro, le respondió con otra pregunta.
—¿Sabe cuánto pueden durar las calmas de una buena colla?
Don Álvaro deseaba ir a inspeccionar el lugar del crimen y no tenía demasiado tiempo antes de que se viera invadido por una docena de personas o más. Pero su curiosidad siempre se había impuesto a otros impulsos.
—¿Cuánto, Oliveira?
—Hasta de seis días las he conocido yo. Pero con que ésta dure hasta mañana, es suficiente para mandar al diablo a aquel piratilla.
—Explíquemelo, Oliveira, por favor. Estamos tan inmóviles como ellos. ¿Cómo nos vamos a acercar a él?
—¡Ohé, ohé!
—¡Oliveira!
—Porque nosotros sí nos movemos y él no. Pía tenido mala suerte.
Don Álvaro miró las velas que colgaban absolutamente inmóviles. Luego se acercó a la amura más cercana y estuvo observando el agua y el casco casi un minuto. Después encendió una cerilla y observó un rato la perfecta verticalidad del puntiagudo ápice de la llama. Miró a Oliveira cuya sonrisa enigmática se había acentuado. Don Álvaro apagó la cerilla y se despidió de su amigo:
—Buenas tardes, Oliveira.
—¡Ohé, ohé!
Jan Valtener, en su eterno aburrimiento, se había pasado casi toda la tarde observando a su patrón Piet van de Derk porque su comportamiento no podía ser más extraño. Llevaba más de dos horas escudriñando con su catalejo el galeón español. ¿Pretendía acaso observar a sus tripulantes y tratar de distinguir a los infiltrados de Nagarajan? ¿Quizá tenía la esperanza de descubrir por sí mismo uno de los destellos de señales en plena tarde? Jan quedó aún más admirado del comportamiento de su patrón cuando éste se fue a hablar con Recán, el patrón del junco, y al separarse de él dedujo que le había pedido permiso para subir a la cofa del mayor.
Cuando llegó al puesto de vigilancia tras trepar ágilmente por la jarcia, continuó observando con el catalejo al galeón y su entorno. Al ocultarse el sol, Piet van de Derck bajó precipitadamente a cubierta y se dirigió con paso firme al castillo de popa en busca del príncipe Nagarajan. Al rato, Jan vio al muchacho polizón salir del castillo y regresar pronto con el cirujano armenio.
En el interior del camarote de Nagarajan, éste atendía a la traducción de Skorka con el gesto cada vez más alarmado. Lieu Quan atendía con la mirada aguzada en un extremo de la estancia. Piet conminó al armenio:
—Repítele, y que se entere bien, que el galeón está justo sobre una corriente salina que pasa cerca de uno de los juncos. He distinguido perfectamente los límites y el curso de ese río en el mar. El galeón navega sobre él extraordinariamente lento, pero si sigue así, o sea, si no se levanta la más mínima brisa en toda la noche, mañana puede estar a no muchas brazas de nuestro junco. Tiene que avisar a sus tripulantes con señales y que remen alejándose cuanto puedan de donde están. Si con señales no se hacen entender, que arríen un bote de este junco y que los avisen de viva voz. Han de escapar aunque tengan que bogar con las manos. Traduce bien, cirujano, que les va la vida en ello.