7

La cubierta del junco capitán estaba atiborrada, porque el príncipe Nagarajan había ordenado que el castigo fuera contemplado por todos.

El mar estaba encrespado y la gente mantenía el equilibrio a duras penas ya que no había suficientes asideros. Salvo el timonel, el piloto y siete u ocho marineros que se afanaban en el gobierno del barco, todos estaban atentos a la altanera figura de Nagarajan en su puesto de mando del castillo de popa, acompañado sólo por su menudo criado, y en dos puntos del combés, uno a babor y el otro a estribor. En el primero, un hombre entrelazaba enérgica y hábilmente el extremo de una driza entre el abundante cabello de una mujer arrodillada y maniatada. En el lado opuesto, otro marinero ataba a un hombre de espaldas por las manos. Otros dos marineros esperaban en los penoles de la verga de la mayor que había sido parcialmente plegada.

La mujer, vestida sólo con una camisola blanca muy amplia, tenía el rostro tumefacto y el frenético movimiento de sus ojos, uno de ellos casi cerrado por los párpados hinchados, traslucía terror e incertidumbre. El hombre sólo vestía calzón y buena parte del pecho desnudo lo tenía manchado de sangre parda bastante seca. Miraba al suelo con la cabeza muy inclinada como deseando permanecer al margen de lo que iba a ocurrir.

Cuando los verdugos terminaron de amarrar, miraron a los que esperaban en la verga. Les largaron los cabos y los ensartaron en dos motones dejando caer el otro extremo a la cubierta. Dos grupos de cuatro marineros cogieron cada cabo y lo tensaron haciendo gemir a la mujer por el tirón de pelo que supuso tal acción. Los brazos del otro penado formaron casi un ángulo recto con su espalda y salió de su aparente mutismo. Todos miraron a Nagarajan, que, con un gesto, autorizó el tormento.

Jalaron de los cabos con todas sus fuerzas y se oyeron un alarido de la mujer, un gemido lastimero del hombre, una campanada y un murmullo extendido por toda la cubierta. Más campanadas continuaron a un ritmo constante y enumerado en voz alta por todos los que presenciaban el castigo.

La campana, que no era tal sino un cilindro metálico de una vara de longitud y medio pie de diámetro, la tañía Lieu Quan con destellos de regocijo perverso en la mirada. El castigo era la suspensión durante cien campanadas de la mujer y doscientas del hombre. La primera había cesado de aullar y tenía los ojos tan abiertos como daban de sí sus párpados. Los músculos del cuello los tenía en tal tensión que hacían temblar su cabeza y parte del pecho. Su extraña expresión, acentuada por el estiramiento de la piel que le provocaba estar suspendida del cabello, era de un dolor indescriptible. Las piernas del hombre se contorsionaban al aire.

Las campanadas continuaban y el canto de los números iba aumentando de tono. Los cuerpos de los dos torturados se balanceaban a merced del movimiento del junco pasando sus pies a unas tres varas sobre las cabezas de los tripulantes que estaban más cerca de ellos. Cada vez que llegaban al punto más bajo, la expresión del rostro de la mujer y el pataleo del hombre denotaban que el aumento de la tensión de los cabos de los que colgaban los hacía sufrir más.

Cuando se llegó a cien, los cuatro hombres que sujetaban la driza de la que pendía la mujer cedieron dejándola caer sin mucho miramiento sobre cubierta. Entonces sí que se desataron sus aullidos contenidos durante tanto tiempo por el intenso dolor. Mientras el marinero que la había atado liberaba sus manos y los pelos de las cuerdas, la mujer se retorcía en el suelo sin dejar de gritar. Cuando se notó desatada, salió corriendo tratando de esconder el rostro con las manos y, aullando, se ocultó tras unos fardos.

La cuenta hasta doscientos siguiendo las campanadas continuó sin que el fuerte murmullo apagara los lamentos de la mujer que se fueron transformando en llanto gutural y sordo.

Cuando soltaron al hombre, éste quedó inerte sobre la cubierta porque había perdido el sentido. Para que el vaivén del barco no lo hiciera rodar de un lado a otro, lo dejaron amarrado a la base del palo mayor.

La cubierta se despejó rápidamente y se fueron todos a buscar asideros porque el mar se estaba poniendo cada vez más bravo y el espectáculo había terminado. A Nagarajan le pareció que su gente había mostrado aprobación al castigo que había impuesto y que los comentarios posteriores eran favorables.

Cuando se disponía a irse a su camarote acompañado de una Lieu Quan de gesto duro y satisfecho, el príncipe casi se topó con Piet van de Derck. Este lucía un vendaje en el cuello que bien pudiera formar parte de su camisa. Era la primera vez que los dos hombres se encontraban frente a frente desde el incidente de la Rota. Permanecieron en silencio unos breves instantes hasta que el holandés inclinó la cabeza levemente a modo de saludo y muestra de respeto. Nagarajan se sentía muy contento de haber impuesto por primera vez desde que se inició la travesía su autoridad tantas veces discutida por Ramayya y seguramente por el holandés. Quizá por ello trató de ser amable con éste, pero la barrera del idioma era insalvable y por eso se limitó a devolver el saludo más con la mirada que con la cabeza. Cuando se iban a alejar, Nagarajan se lo pensó mejor y le dijo algo a Lieu Quan, quien, aunque pareció dudar unos instantes, enseguida se alejó solícita.

Nagarajan le hizo un gesto con la mano a Piet que éste interpretó, correctamente, como una invitación del príncipe a entrar en su camarote.

Tras permanecer un rato en silencio sentados sobre cojines en el suelo junto a la alfombra que hacía de cama, entraron Lieu Quan y el cirujano armenio. Ayudados por éste, los dos hombres hablaron tratando de ocultar su desconfianza.

—Ha sido un castigo duro el impuesto por su majestad, ¿puedo saber, sólo por curiosidad, el delito cometido por ese hombre y esa mujer?

Nagarajan sonrió complacientemente cuando hubo entendido y respondió:

—El marido de la mujer era uno de los marineros que mataron los españoles. El hombre se rió de las víctimas. La mujer lo apuñaló en el pecho, aunque no gravemente. El hombre la golpeó para defenderse del ataque. Mis simpatías están con la mujer y en el futuro será recompensada. Pero no puedo admitir peleas en el junco. Tuvieron que ser castigados los dos.

El holandés asintió gravemente. Estuvieron unos instantes en silencio hasta que Nagarajan dijo con orgullo contenido:

—Mañana, casi con seguridad, avistaremos el galeón español.

Cuando el armenio terminó de traducir, el holandés no pudo evitar mostrar su excitación. La sonrisa de Nagarajan se acentuó.

—¿Puedo preguntar cómo lo sabe su majestad? La respuesta fue ambigua:

—El almirante de una flota debe saber todo lo que pueda sobre el enemigo y más que nadie a bordo. Por eso he de pedirte que me digas otra vez cuántos cañones y cuántos soldados te dijeron tus espías de Manila que lleva ese galeón.

Piet van de Derck pensaba con celeridad y concluyó que, aunque le merecía mayor confianza Ramayya, evitar la animadversión de Nagarajan podía ser muy conveniente.

—Ocho o diez cañones y unos cincuenta soldados. El resto de la artillería y casi toda la munición están en el fondo del galeón.

—Cuando nos vean, sacarán todos los cañones.

—No es fácil. Más bien imposible. Los usan como lastre y en alta mar no pueden lastrar el buque de otra forma ni se puede arrumar la carga de otra manera.

—¿Y si los han puesto sobre aviso de nuestra presencia y han preparado los cañones en Guam?

El armenio Skorka se estaba cansando, porque sus dificultades con el español le obligaban a hacer un esfuerzo ímprobo. Su pelo, de natural encrespado, lo tenía totalmente alborotado de tanto atusárselo en todas las direcciones. Quizá por percatarse de ello, el holandés le dio una pausa quedando pensativo. Al rato, dijo:

—Es posible, pero poco probable. Las comunicaciones entre las islas no son sencillas y los españoles nos pueden tomar por una flota comercial. Al fin y al cabo, en la Rota no hicimos nada para infundirles sospechas de piratería. Allí fueron los españoles los que actuaron como unos auténticos filibusteros.

Conforme Skorka traducía la última parte de la intervención del holandés, la mueca de Nagarajan se convirtió en sonrisa despectiva. Piet se tragó su rabia.

—Si fuera como tú dices respecto a las defensas que lleva el galeón, un cambio de planes provechoso para nosotros sería atacarlo en cuanto lo divisáramos. Una vez conquistado, lo escoltaríamos hasta América.

El holandés prestó tanta atención al cirujano que le hizo repetir algunas palabras y frases de la traducción. Al cabo, mostró inquietud y pensó antes de responder. En su rincón, el desasosiego que mostraba Lieu Quan no sólo era mayor que el del holandés sino que rayaba en la alarma, pero nadie le prestaba atención.

—Ese plan tiene muchos inconvenientes.

—Ese plan tiene muchas ventajas. Te escucho.

Tras meditar unos instantes, Piet arguyó:

—Abordar el galeón es muy peligroso. Ellos tienen un número de hombres quizá similar al que tenemos nosotros. Piensa en lo que ocurrió en la Rota.

—Es cuestión de mostrar más valor e inteligencia del que mostrasteis en la Rota. No es difícil.

Piet, tras apaciguar de nuevo su orgullo, añadió:

—En cualquier caso, reconoce que sufriríamos bastantes bajas. Hacer navegar nuestra flota y el galeón pudiera ser tarea imposible con los hombres que quedaran.

—El galeón lo manejarían los españoles bajo la amenaza de nuestros hombres embarcados en él.

—Eso es muy incierto, porque podrían morir los marineros más valiosos y el barco quedar seriamente dañado en el ataque. Recorrer miles de millas en esas condiciones y en un mar embravecido es extremadamente arriesgado. El galeón puede irse a pique si es que los españoles no lo hunden antes de entregárnoslo. Elsa gente no se rinde fácilmente. En América es todo mucho más fácil, porque ya te dije que llegarán diezmados por las enfermedades, debilitados, y tendremos la ayuda formidable de nuestro barco. ¿Puedes decir qué ventajas encuentras a un ataque prematuro?

Nagarajan entrecerró sus párpados gordezuelos y miró agudamente al holandés. Aunque no estuviera muy convencido de su propio plan, al menos haría ver a aquel extranjero que había que contar realmente con su opinión.

—La moral de nuestra gente es ahora muy alta porque desea venganza. Estamos fuertes y llegaremos a América casi tan debilitados como los españoles. A lo largo de los meses que naveguemos juntos, los españoles pueden preparar mil estrategias y artimañas para impedir el ataque y el abordaje. Ahora, la sorpresa está de nuestra parte, sobre todo si los de la Rota no han podido avisar al galeón de nuestra presencia o si, a pesar de ello, no sospechan que seamos piratas.

Y por supuesto, añadió el holandés para sus adentros, las condiciones económicas pactadas se alterarían a favor de quien hubiera apresado al galeón por sus propios medios. El silencio fue tenso en el camarote del capitán del junco y de toda la flotilla pirata. Cuando Piet van de Derck iba a replicar a Nagarajan, éste, con gran gozo en su interior, dio por concluida la entrevista diciendo:

—Puedes retirarte, extranjero. Ya sabrás mi decisión.

Piet y Skorka salieron dando muestras de respeto. El cirujano lo hizo aliviado y el holandés con el cerebro alborotado.

En cuanto se hubieron marchado, el príncipe le dio expansión a su contento con una carcajada y una palmada al aire. Lieu Quan se fue hacia él en la actitud más amable y solícita que nunca le había mostrado. Empleó todas sus artes para convencer al príncipe de que no atacara al galeón en aquellas aguas y esperara a hacerlo en América. O, por lo menos, que lo hiciera más adelante.

El galeón zarpó a los seis días de arribar a Guam con la inquietud flotando como una nube que lo envolviera. Tal como el capitán Dávila había previsto, las protestas por la redistribución de la carga se habían desatado con acritud e incluso furia. Se hubo de utilizar toda la autoridad militar de la guarnición de tierra y la del propio galeón. Ante el general don Luis Belloso, el capitán Dávila hizo valer sus atribuciones, que no tenía demasiado claras, de forma tan contundente que hizo tambalear las del general, que tampoco se las sabía muy bien. Entre la tripulación, en particular la que tuvo que trabajar a fondo, las protestas llegaron casi al disturbio, pero las actitudes resueltas del coronel Bustamante y el capitán Dávila cortaron de raíz todo alboroto generalizado. Don Álvaro, por su parte, convenció a su amigo, el patrón don Felipe Carreño, y a varios prohombres de entre el pasaje de que aquello era acertado y que más valía prevenir que curar. La actitud comprensiva de éstos influyó positivamente en muchos otros pasajeros.

Cuando se escucharon las salomas de los marineros jalando de los cañones desde lo más profundo de las bodegas hasta los pañoles por medio de un ingenioso sistema de rampas de madera y combinaciones de garruchas y motones ideados por don Álvaro, el ánimo de la tripulación del galeón viró de la indignación al temor de que hubiera que emplear toda aquella artillería contra posibles piratas. Otra ventaja que pronto descubrió la gente fue que al sanearse la sentina al llenarla de arena y grava limpias como lastre, su mal olor se había amortiguado hasta casi desaparecer.

Los dos médicos y el cirujano de a bordo también agradecieron el nuevo arrumaje, porque la enfermería se había visto liberada de todos los fardos que la atiborraban. El combés quedó libre de jaulas y corrales así como buena parte de la cubierta, disposición que había adoptado el capitán Dávila para llevar a cabo las maniobras de entrenamiento de la soldadesca. El gran inconveniente era que por las bodegas apenas se podía transitar a causa de la inmensa aglomeración de fardos que había por doquier. De hecho, los soldados, los marineros y buena parte del pasaje pobre, en lugar de dormir en los cómodos coys lo tendrían que hacer sobre los propios fardos a distintas alturas y en lugares recónditos. Pero hasta a eso empezaba la gente a encontrarle ventajas, pues cada uno iba buscando un rincón, con alborozo y poca disputa, donde encontrar una intimidad que por angosta que fuera sería mucho mayor que la que ofrecía un enjambre de hamacas suspendidas por doquier en un amplio habitáculo.

La mañana en que izaron las anclas, y todavía con la isla de Guam a la vista, el capitán Dávila organizó con los oficiales y suboficiales el primer ejercicio de entrenamiento de la tropa y la artillería. La infantería de marina, si así se le pudiera llamar a la variedad de soldados que llevaba el galeón, hizo las delicias de los niños del pasaje, los grumetes y los pajes. Y las risas de los demás, porque realmente estaba muy mal entrenada y sus torpezas eran acogidas con risotadas para disgusto de todos los militares.

El capitán Dávila observaba los ejercicios desde el castillo de popa con gesto patibulario. El condestable se acercó hasta él y ambos permanecieron un rato en silencio. En un momento dado, varios infantes terminaron rodando por los suelos después de haber simulado un ataque a la bayoneta entre ellos. El capitán quiso desentenderse de lo que ocurría en el combés y le preguntó a su subordinado:

—¿Qué me dice, don Eleuterio?

El hombre, cuyo grado equivalía a sargento de batería artillera pero que en el galeón tenía la consideración de oficial por ser el militar de mayor rango en su cometido, era de características físicas curiosas. El rostro lo tenía picado de viruela y, salvo eso, nada destacaba notablemente en él salvo los ojos, que eran de un gris extraordinariamente claro. Era de baja estatura y no muy fornido; sin embargo, el brillo de su mirada lo hacía parecer astuto y decidido. Al capitán Dávila siempre le había agradado de él que, a pesar de que su presencia se suponía superflua en el galeón, había mostrado continuamente inquietud por el estado de la pólvora y la munición, el engrase de las pocas piezas de artillería que hasta entonces habían estado disponibles, el mantenimiento de las cureñas de éstas, los estadillos que reflejaban cada acción que se llevara sobre ellas y las protestas por escrito a quien las quisiera atender por el penoso estado de la artillería. Tras las disposiciones del capitán Dávila, se sentía dichoso y lleno de energía.

—Esto está magnífico, mi comandante. En cuanto usted me dé permiso para entrenar a los artilleros, lo hago. Le aseguro que en menos de un mes y con toda la cantidad de pólvora y munición que llevamos a bordo, hago de este galeón un buque temible e inexpugnable.

—Refrene sus ánimos. ¿De cuántos artilleros de verdad dispone?

Aquello ensombreció el semblante del animado condestable.

—De verdad, de verdad, o sea, con experiencia en combate… de quince.

—O sea… magnífico.

El condestable quiso contrarrestar la agria chanza de su comandante:

—Mire, señor, con esos quince y los cuarenta o cincuenta marineros y soldados que son veteranos de guerra, le prometo que tras diez o doce maniobras bien hechas tengo todos los cañones en disposición de defensa e incluso de ataque.

—Muy bien. La orden es la siguiente: a partir de esta misma tarde, organiza usted a esos quince como maestros de todos los demás. Empieza con teóricas, después con fulminación real y pasado mañana, a lo más tardar, quiero que suenen los primeros cañonazos con fuego real y blancos a doscientas brazas. Para ello, que hagan balsas o armadijos flotantes con toda la leña, lona, maromas y demás bagatelas que puedan sobrar. Ah, y otra cosa, esta tarde después de… ¿Qué coño es aquello?

El capitán Dávila señalaba uno de los obenques del mayor. En el grueso cabo había algo suspendido que el artillero no distinguió bien al principio.

—¿Lo que cuelga del cabo, comandante?

—Sí.

—Es el mono Bartolo.

—¿El mono Bartolo? ¿De quién es y con qué permiso lo ha embarcado?

—Pues al parecer no es de nadie y ha embarcado en Guam por su cuenta. Seguramente no estaba muy contento con su dueño. Aquí están todos encantados con él. Veremos qué hace cuando venga el primer temporal. ¿Qué decía, mi comandante?

El capitán Dávila apartó su hosca mirada del mono y retomó el hilo de sus órdenes.

—Ah, sí. Esta tarde antes de cenar, digamos a las seis, tendremos una reunión varios oficiales y algún que otro pasajero. Usted asistirá. Ya le haré saber dónde nos reuniremos. Ahora, vaya a lo suyo.

—A sus órdenes, mi comandante.

El capitán Dávila volvió a concentrar su atención en las lamentables maniobras y ejercicios que se desarrollaban en cubierta y después observó al nuevo pasajero. Otra caída tumultuosa de los infantes de marina seguida de carcajadas e imprecaciones hicieron que el capitán Dávila no sólo perdiera interés por el mono Bartolo sino por todo lo que ocurría en cubierta.

En una esquina de la base del castillo de proa estaban el capitán Dávila, don Álvaro de Soler, el condestable don Eleuterio Barea, el patrón don Felipe Carreño, los tenientes Santamaría y Tejera y el marinero Pedro Oliveira Salazar. Éste último parecía prestar más atención a su labor filástica que a lo que decían los demás hablando por turnos. La reunión bien pudiera considerarse como un corro más de contertulios de los muchos que había en la cubierta. El hecho de que fuera frecuente que aquellas personas estuvieran juntas hacía que nadie se mostrara suspicaz ni curioso respecto a lo que se debatía allí si es que se debatía algo. En un momento dado, Oliveira detuvo el frenesí de sus dedos y ojos porque el capitán Dávila se dirigía a él:

—¿Qué opina usted, Oliveira?

El marinero de mayor experiencia en el galeón miró a cada uno y cuando terminó la ronda respondió:

—Esa flotilla que ha estado en la Rota es pirata y nos atacará. Lo hará cuando lleguemos a América. No antes. En América.

Hubo silencio hasta que el patrón de sonrisa fácil y ojos de ardilla dijo:

—Esto ya no es el lago, como los españoles le decíamos antiguamente al Pacífico. Entonces se consideraba a este océano como una propiedad privada y así lo respetaban todos los países. Pero ya es cada vez más libre. Esa flotilla que le han dicho a usted que navega por estas aguas bien pudiera tener otros intereses. Yo me he cruzado hasta con barcos ingleses que no nos han hecho ni caso.

—Yo iba en el Nuestra Señora de Covadonga en el 43.

El silencio se hizo de nuevo espeso al hacer rememorar Oliveira el inicuo apresamiento que había hecho el inglés Anson del galeón español. Al cabo, el patrón mostró de nuevo su optimismo:

—Pero es muy raro que los chinos se dediquen al asalto de buques.

—No son chinos.

La aclaración del capitán Dávila fue tan tajante que nadie le preguntó la razón de su seguridad. El condestable había quedado muy satisfecho de cómo los soldados más novatos habían seguido las primeras lecciones de artillería que habían concluido hacía poco rato. Por eso su punto de vista era optimista.

—Señores, si esa gente pensaba en atacarnos, aquí o en América, pueden ocurrir dos cosas. Primera, que no nos encuentren, y segunda, que en cuanto vean, si llega el caso, que tenemos toda la artillería a punto y no siete u ocho cañones como acostumbran a lucir los galeones, desistan de sus intenciones. ¿Qué posibilidades tienen de que nos encuentren, don Felipe?

El patrón dudó unos instantes y respondió:

—Pocas. Por más información que hayan obtenido de nuestras derrotas usuales, de las fechas en que partimos de Manila, el Embocadero de San Bernardino y de Guam, encontrar a un barco en alta mar es siempre incierto.

—¿Qué opina usted, don Álvaro?

Oliveira detuvo los dedos y todas las miradas se dirigieron a don Álvaro de Soler.

—Opino como Oliveira. Esa flotilla viene a por nosotros y su intención es atacarnos en América. Imagínense que nos abordan con éxito y toman el galeón. ¿Qué hacen con él? ¿Qué hacen con sus mercancías? Nada de provecho. En cambio en América… —Las expresiones de los otros hombres, en particular las de los tenientes, se estaban tornando sombrías—. Hay otro posible peligro añadido. Por las informaciones que nos ha dado usted, comandante, aunque los barcos sean chinos sus tripulantes pueden no serlo, pero sí son orientales. A cualquier oriental le es muy difícil traficar con mercancía robada en Nueva España. La conclusión es que pueden haberse conchabado con alguien que esté esperándonos en América. Incluso… —Don Álvaro dudó unos instantes como temiendo que los demás tomaran por infundadas y alarmistas sus vagas sospechas, pero tras observar la expectación que había provocado, no quiso aumentarla con un silencio demasiado prolongado—. Incluso se pudiera dar el extremo de que hayan intervenido en la recluta que se ha hecho en este galeón.

El viento hacía tremolar las velas porque no era tan fuerte como para mantenerlas tersas. El teniente Tejera preguntó gravemente:

—¿Quiere usted decir, don Álvaro, que podría haber traidores entre la tripulación?

Don Álvaro se notaba inseguro, pero aquéllas habían sido las posibilidades en contra que había entrevisto y no se arrepentía de haberlas expuesto por poco fundamento que tuvieran. Tras unos instantes, se encogió de hombros y dijo lacónicamente:

—Es una posibilidad.

Oliveira continuó con su tarea mientras asentía complacidamente con la cabeza. Lo sombrío de las expresiones de los otros se había convertido en pesadumbre. El capitán Dávila fue el primero en reaccionar.

—Si avistamos esa flota, lo primero que hay que hacer es una demostración de fuerza con la esperanza de disuadirlos de que nos ataquen. Así pues, usted, condestable, tiene que acelerar la formación de su gente, porque en unos días puede ser necesario largar una andanada y debe ser perfecta. Ahora me gustaría que dieran su opinión sobre…

Un tremendo alboroto desatado por el vigía del palo mayor cortó la intervención del capitán.

—¡Náufrago, náufrago! ¡A estribor, a estribor!

Todo el mundo se dirigió frenéticamente a la borda de estribor, excepto el patrón don Felipe Carreño, que se abrió paso con brusquedad hacia el castillo e inmediatamente empezó a ordenar la maniobra para rescatar al náufrago.

A unas cien brazas había un bulto oscuro del que sólo sobresalía lo que bien pudiera ser un brazo agitándose al aire. Conforme el galeón se iba aproximando a la vez que dos marineros preparaban la pequeña lancha arrastrada por el barco a popa, las especulaciones de todos sobre el náufrago fueron enmudeciendo al observar que estaba rodeado de tiburones. Seis o siete escualos nadaban parsimoniosamente alrededor de una tablazón de poco más de dos varas cuadradas rodeada de cachivaches menores atados a ella. En medio estaba un hombre medio tendido y agarrado a varios salientes con una mano mientras que con la otra continuaba llamando la atención de los vigías del barco.

El capitán Dávila ordenó que varios soldados prepararan sus fusiles y apuntaran continuamente a los tiburones para evitar que dificultaran la tarea de los marineros de la lancha. No fue necesario que dispararan y en pocos minutos el náufrago descansaba en cubierta rodeado por toda la tripulación del San Venancio.

Era un hombre fuerte, de ojos azules intensos, de pelo largo casi rubio recogido en una coleta y de raza incierta. El hecho de no ser achinado aunque sus rasgos fueran orientales, quizás hindúes por más que el color de sus ojos lo desmintiera, hizo que los hombres que habían estado reunidos antes del incidente intercambiaran miradas graves. Entre la muchedumbre, donde tenían lugar los comentarios más variados, casi todos jocosos, pareció quedar claro que el individuo no hablaba ninguno de los idiomas que se podían entender en el galeón. La llamada de los fogoneros para la cena hizo que se fuera perdiendo interés en el hombre que surgió de las aguas.

La reunión de la base del castillo de proa se reanudó, pero el tema fue distinto al que se había debatido antes.

—Lo más seguro sería devolver ese tipo al mar o darle un tiro. Regresar a Guam para desembarcarlo y liberarnos de él es un dislate. Y llevárnoslo hasta América lo considero arriesgado.

Las palabras del capitán Dávila las rumiaron todos durante bastante tiempo. Al cabo, él mismo dijo:

—Le pondré vigilancia estrecha día y noche.

Don Álvaro añadió:

—Sobre todo de noche. La misión de ese tipo bien pudiera ser hacer señales para delatar nuestra presencia. El capitán asintió lentamente y dijo:

—Pudiera ser lo que parece: un náufrago de cualquier embarcación pesquera de Guam. Lo dudo, pero si es un espía de la flota pirata, han de reconocer que es un hombre valiente. Lo haré vigilar.

La incierta reunión se dio por concluida.

El príncipe Nagarajan estaba fuera de sí dando vueltas en su camarote con la energía de una fiera recién enjaulada. La asamblea de patronos y cortesanos había terminado en gritos y amenazas. La flota llevaba demasiados días patrullando las aguas en torno a Guam y las únicas embarcaciones que habían divisado desde que llegaron a las Marianas fueron una simple piragua nativa y una balandra. La primera, antes de los sucesos de la Rota y la segunda, después. A la piragua la destrozaron expeditivamente en cuanto su tripulante se mostró huidizo, pero la balandra huyó ágil y rápidamente. Tanto que uno de los juncos se separó de los demás persiguiéndola tenazmente sin conseguir alcanzarla y tardó dos días en incorporarse a la flota después de gastar buena cantidad de luminaria nocturna. Además, para mayor motivo de irritación y disputa, aquel junco había sido el comandado por el cortesano Ramayya. Si en dos o tres días más no avistaban al galeón, no tendrían más remedio que dar por concluida la expedición, porque sería indicación clara de que el buque se había adentrado demasiado en el océano para poder localizarlo.

Lieu Quan trataba de tranquilizar a su amante con dulces palabras y actitud paciente. Ella estaba segura de que en uno o dos días descubrirían el galeón. Por más que al príncipe siempre lo hiciera meditar la confianza de Lieu en interceptar la derrota del galeón, empezaba a no hacerle caso.

Una nueva noche se echaba sobre la flota en un mar apacible. Nagarajan no prestaba atención a que su amante desapareciera sigilosamente del camarote cada noche. Nunca se percató de que no regresaba hasta el alba.

La timba en el camarote del general don Luis Belloso estaba a punto de comenzar aunque los ánimos de los asistentes parecían alicaídos. Era, sobre todo, debido a la insólita actitud de la máxima autoridad del galeón. Desde que se hizo el nuevo arrumaje de la carga del galeón sin su consentimiento, el gordo estaba casi permanentemente iracundo.

Los asistentes a la partida de aquella noche eran el primer oficial, el oficial despensero, el veedor, don Antonio Sepúlveda, el alguacil del agua y el comerciante que viajaba con su familia. Don Luis Belloso, mientras barajaba el mazo de naipes, dio de repente rienda suelta a su ira descargándola sobre el reo ilustre:

—¿Que coño hace usted, Sepúlveda? ¿Hasta en mis estancias voy a tener que aguantar que hagan y deshagan sin mi permiso? ¡Vuelva a sentarse!

—Perdone general, pero me ha parecido prudente…

—¡Siéntese, coño!

Lo que había desatado la ira del general fue que don Antonio había corrido las cortinas de los ventanales del camarote para cumplir la orden del comandante militar de evitar que se proyectara absolutamente ninguna luz hacia el exterior del galeón.

Mientras repartía las cartas, el general continuó liberando su malhumor de manera desabrida sin dirigirse a nadie en concreto.

—El comandante Dávila ese y cuatro listos más me están hinchando los cojones porque no saben quién soy yo. ¡Cagüendiez! Si se creen los marinos y el militarote sevillano que yo soy el último al que se le informa de las medidas que se toman en este puto barco, mañana van a tener fe de que es lo contrario lo que va a suceder de ahora en adelante.

—Con todo respeto, general, considero prudentes las medidas que se han tomado.

Don Luis Belloso detuvo su hábil reparto de cartas y miró a don Antonio Sepúlveda con destellos de odio. Todos los demás miraron gravemente a uno y otro personaje y después se concentraron en ordenar cuidadosamente sus cartas.

—Usted también se va a andar con ojo a partir de ahora. Yo le he visto departir muy amablemente con el comandante y el tal don Álvaro de Soler, así que si se considera con arrestos para ser uno de los que me tocan los cojones, dígalo en este preciso instante.

Don Antonio Sepúlveda mantuvo la mirada del general durante unos instantes, al cabo de los cuales dijo:

—¿Le importaría, don Luis, disculparme esta noche y permitir que abandone el juego?

Las llamas de los cabos prendidos en los dos candelabros crepitaban sordamente.

—¡Váyase al carajo! Juguemos, señores.

Don Antonio, después de salir del camarote del general, se encaminó paseando despacio y casi con desgana hacia la cubierta. Agradeció el viento suave que le dio en el rostro cuando salió del castillo de popa.

El galeón estaba subiendo, encontrándose ya bastante por encima de los 20° Norte y el frescor nocturno hacía necesario el uso de alifafes para dormir, amén de que había hecho desaparecer las cucarachas. El galeón navegaba parsimoniosamente en una noche oscura cuajada de estrellas. Las rondas de soldados por cubierta eran discretas pero constantes. Los corros de personas que aún no se habían ido a dormir eran escasos. Hablaban entre sí casi en susurros a pesar de que nadie había impuesto el silencio. La orden que sí se estaba cumpliendo a rajatabla era la de no prender absolutamente ningún fanal, ni quinqué. Incluso fumar estaba restringido y sometido al control de las patrullas.

Don Antonio se dispuso a pasear por cubierta antes de irse a dormir porque el altercado con el general seguramente se lo impediría. Pasó junto a don Álvaro de Soler, que estaba apoyado en la borda de estribor, y lo saludó con amabilidad. Don Álvaro le devolvió el saludo tan amistosamente que el reo se detuvo a su altura aunque no tuviera muchas ganas de conversar.

—¿Qué tal don Antonio? ¿No tiene mucha fe esta noche en su suerte en el juego?

Don Antonio le sonrió con una cierta amargura y le respondió:

—Efectivamente, don Álvaro, esta noche no estoy para muchos juegos.

—Lo siento. Supongo que se ha contagiado usted de la preocupación general.

—¿Usted no está preocupado?

—Lo estoy, pero creo que tienen que ocurrir muchos acontecimientos antes de que tenga lugar algo realmente grave.

—No le entiendo.

—Es que no me explico bien, porque yo también estoy confuso. La presencia de ese náufrago me inquieta, seguramente porque no la comprendo. Daría cualquier cosa por saber si es realmente un pescador desafortunado.

—Yo, personalmente, no lo creo; sin embargo, se me hace demasiado difícil admitir que sea un espía de la flotilla que dicen que nos acecha.

—A mí también.

Los dos hombres quedaron en silencio observando uno las estrellas y el otro la superficie del mar. Junto a ellos pasaron grupos de personas que se retiraban a dormir. Cuando don Antonio estaba a punto de despedirse de don Álvaro, ambos dirigieron sus miradas hacia un mismo punto. A pesar de la oscuridad, lograron distinguir las tres figuras que se encaminaban a las letrinas de la base del bauprés. Eran dos soldados armados escoltando al náufrago. Los dos hombres se sintieron algo aliviados al comprobar que la orden de estricta vigilancia del nuevo pasajero que había dado el capitán Dávila se estaba cumpliendo fehacientemente.

La indignación se abrió paso entre el sopor del príncipe Nagarajan al ser despertado con cierta brusquedad. Las suaves palabras de Lieu Quan retuvieron su ira. En la oscuridad más absoluta, Nagarajan se sentó en las alfombras y escuchó a su amante decir:

—Nag, he descubierto al galeón. Acabo de ver unas luces que sólo pueden provenir del galeón español. Has de ordenar, que sigamos su rumbo. Antes de amanecer lo tendremos a la vista. ¿Te enteras?

Nagarajan se revolvió sobre las alfombras y, a tientas, agarró a Lieu fuertemente por los hombros mientras le preguntaba con ansiedad:

—¿Estás segura de lo que dices? ¿Cómo lo sabes? ¡Habla!

—No podía dormir y he salido a tomar el aire. Haz que despierten a Recán y os mostraré dónde está el galeón.

Nagarajan se levantó de un salto y salió en tromba del camarote. No sólo despertó al patrón del junco sino a muchos hombres, aunque dio orden expresa de que no se avisara a Piet van de Derck. A los pocos minutos todos los reunidos miraban hacia donde indicaba el joven polizón. No distinguían absolutamente nada en la profundidad de la noche; sin embargo, el convencimiento que mostraba el muchacho hizo que fuera muy bien aceptada la orden de Nagarajan de variar el incierto rumbo que llevaban y dirigirse hacia donde indicaba Lieu.

—¡Mi comandante, mi comandante!

Al capitán Dávila lo despertaron secos golpes en la puerta de su camarote. Antes de terminar de abrocharse la bragueta y el cinto del calzón, abrió la puerta y reconoció la voz de uno de los dos tenientes que le decía:

—Mi comandante, dos de los centinelas han divisado dos luminarias no muy lejanas. La segunda, a los diez minutos de la primera, les ha parecido algo más cercana.

Del camarote de al lado, el del general don Luis Belloso, se oyó una voz apagada pero iracunda mandando silencio. La reacción del capitán Dávila no se hizo esperar:

—Que despierten a don Felipe Carreño y a don Eleuterio Muñoz, y que se reúnan conmigo en el castillo de proa. Lleve allí a los dos centinelas que han visto las luminarias y a uno de los que han vigilado al náufrago. Rápido.

—¡A sus órdenes, mi comandante!

Los pasos firmes del teniente Tejera por el pasillo hicieron que las voces de protesta del general tomaran nuevos bríos. El capitán Dávila terminó de vestirse y volvió a avivar la rabia del general al cerrar su camarote de un fuerte portazo.

Las conclusiones de la improvisada reunión en el castillo fueron claras: los dos soldados habían visto con nitidez los pequeños resplandores naranjas; el náufrago no había podido hacer, con certeza absoluta, ninguna señal porque en todo momento estuvo bajo vigilancia; ningún centinela podía asegurar que desde el galeón no se hubiera cometido la imprudencia de encender luces, pero no habían visto ninguna.

Tras consultar al patrón sobre las condiciones del viento y la mar, las órdenes del capitán Dávila fueron tajantes:

—Que la marinería, en silencio, largue todo el trapo. Don Felipe, elija usted el rumbo que nos aleje lo más rápidamente posible de aquí. Don Eleuterio, en completa oscuridad, que se preparen como puedan los artilleros distribuyéndose en todos los pañoles. Teniente, quiero a toda la tropa formada y pertrechada en cubierta dentro de quince minutos. Señores, amanecerá en menos de una hora. ¡Vivos!

La ansiedad se había contagiado a los tripulantes de los cuatro juncos. A Piet van de Derk lo había despertado Jan Valtener, que vio el cónclave cham cuando fue a aliviarse la vejiga. El alto holandés dedujo pronto que Nagarajan y los suyos tenían la esperanza, cuando no la certeza, de descubrir el galeón español. Piet paseaba su catalejo por lo que suponía que sería el horizonte, porque la oscuridad no permitía verlo. ¿Cómo habría llegado el príncipe al convencimiento de que el galeón estaba cerca? Aunque nada había dicho, sin duda para hacer más triunfal su éxito, seguramente alguien había divisado alguna luz procedente del galeón. Pero a la velocidad a la que iban y debido a lo lento que era el buque español, podían hasta haberlo sobrepasado.

La alborada comenzó a mostrarse tímidamente por el horizonte del este. Todos a bordo del junco capitán fueron aguzando la vista y aumentando su excitación. De repente, en el cielo se dibujó una fulgurante línea verde que trazó un arco perfecto entre dos puntos del mar. El griterío se desató en el junco mientras todas las miradas escrutaban algún punto en el interior del arco. Muy pocos minutos después se desencadenaron alaridos de júbilo porque muchos empezaron a distinguir la silueta del galeón.

El ajetreo de marineros y soldados a bordo del galeón, por más sordo que intentaba ser, despertó a casi todo el mundo. Pronto, hombres, mujeres y muchos niños estaban en cubierta con la inquietud reflejada en los rostros. El capitán Dávila y el patrón Carreño estaban juntos en el puesto de mando y todas las miradas permanecían atentas a ellos y a los vigías de las cofas del mayor y el trinquete. El resplandeciente destello arqueado que atravesó el cielo por encima del galeón desató tal alarma que todos los ojos se abrieron mucho, todas las cabezas se agacharon instintivamente y el silencio se extendió por el galeón. Por ello se escucharon claramente las recias voces de los vigías que, casi simultáneamente, anunciaron la vista de velas a babor y a estribor.

Salvo los soldados, que permanecían en formación perfectamente mantenida por los oficiales y suboficiales, los demás corrían de una borda a otra tratando de divisar las velas anunciadas en la incipiente mañana.

Antes de salir el sol, desde el galeón ya se tenían localizados los cuatro juncos, que, distanciados entre sí unas setecientas brazas, rodeaban al galeón. El capitán Dávila y el patrón Carreño impartían órdenes regularmente, el primero al condestable y el segundo a los enlaces del timonel. En el puesto de mando apareció tumultuosamente el general don Luis Belloso gritando con ira:

—¿Se puede saber qué coño pasa y por qué no he sido informado?

Fue el capitán Dávila quien contestó sin mirarlo:

—Pasa que estamos rodeados, como puede usted ver, por cuatro juncos piratas. Y no ha sido informado porque maldita la falta que hace usted aquí.

Al gordo general pareció que iba a darle una congestión. Al cabo de unos instantes, durante los cuales trató de controlarse sin lograrlo, le empezó a espetar al capitán:

—¡Usted está tomando unas atribuciones que no le permito! ¡En este preciso instante…!

—En este preciso instante usted desaparece de aquí de buen grado o a la fuerza. Estamos en zafarrancho de combate y el mando de este barco pasa a ser estrictamente militar. ¡Fuera!

El tono helado del capitán cogió por sorpresa al general. Antes de que pudiera componer su airada respuesta, el capitán gritó:

—¡Condestable, que todas las portas estén dispuestas para su apertura pero que no se abra ni una hasta la orden!

—¡Oído!

Don Felipe le dijo al marinero que se mantenía a la expectativa:

—Que se mantenga el rumbo nornordeste.

El general desapareció del castillo de popa y se dirigió ostentosamente al de proa atravesando la cubierta con pasos firmes y porte altivo. A lo largo del camino se le fue uniendo la mayoría de los oficiales mercantes del galeón.

La orden de Nagarajan se transmitió a los otros juncos con dos destellos breves. Se situarían a doscientos changs del galeón, lo que equivalía, según dedujeron Piet van de Derck y Jan Valtener, a unas trescientas brazas, lo suficientemente cerca para observarlo bien y fuera del alcance efectivo de sus cañones.

Con el sol despuntando en el horizonte y todos los chams mirando el galeón, la excitación y el optimismo que inundaban las cubiertas de los juncos dieron paso a la sorpresa y la preocupación. Se abrieron simultáneamente cuarenta portillas de los costados del buque español y de la oscuridad de ellas emergieron las bocachas de otros tantos cañones de bronce bien bruñido.

Los rumores se extendieron por el junco capitán y muchas miradas se dirigieron a su almirante, el cual buscaba ansiosamente al holandés para pedirle explicaciones sobre su información de que el galeón estaba prácticamente desarmado. El gesto conturbado de Piet van de Derck le vino a decir que él también estaba sorprendido.

Desde los cuatro juncos se observó que, súbitamente, los costados del galeón se incendiaron y que una espesísima nube de humo lo envolvía. Unos instantes después se escuchó una tremenda serie de explosiones a la vez que cuarenta surtidores de agua surgían como una barrera erizada ante los juncos. Los espíritus de todos los chams quedaron compungidos.

En la cubierta del galeón la confusión era absoluta. El portentoso estruendo ocasionado por la andanada había dejado a todos anonadados al principio, pero cuando superaron el estupor, el griterío y las carreras en medio de la humareda se hicieron intensos. Los animales también chillaban. El olor fuertemente acre atenazaba las gargantas, el humo cegaba los ojos y los estampidos habían hecho zumbar todos los oídos. El general y sus oficiales imprecaban a gritos y con los puños levantados hacia el castillo de popa. En la primera bodega se oían pasos atropellados y gritos de solicitud de cirujanos, porque dos de los artilleros improvisados habían sido heridos por las cureñas de los cañones en su retroceso. Don Felipe Carreño miró gravemente al capitán Dávila. Éste descubrió su mirada y le dijo:

—¡Qué desastre, patrón! Pero esos chinos, o lo que sean, no se acercan al galeón en mucho tiempo. Y los artilleros novatos se han hecho veteranos de golpe y porrazo. Algo es algo. Dígale al maestro carpintero que se comience a colocar los palos que sostengan las redes contra el abordaje en torno a todo el barco.

—Muy bien, comandante.