6

El galeón navegaba en un mar turbulento pero con un viento favorable. Don Álvaro aprovechaba las largas horas de la siesta para estudiar en su minúsculo camarote los cuadernos de los pilotos Jerónimo Gálvez y Sebastián Quintero. Además, el capitán Dávila le había conseguido cartas marítimas muy detalladas de todo el océano Pacífico. Con todo ello, don Álvaro planteaba muchos problemas que resolvía aplicando la trigonometría que iba recuperando de su memoria. Cuando más disfrutaba era al encontrar imprecisiones al contrastar las coordenadas que daban los pilotos con las que se deducían de las cartas.

En medio de uno de los cálculos, cuando en su habitación sólo se oía el retumbo de las olas, oyó que llamaban a la puerta. Le sorprendió que fuera el primer oficial.

—Buenas tardes, don Álvaro.

—Buenas tardes. ¿Desea pasar?

—No, gracias. Sólo vengo a decirle que el señor general tiene el gusto de invitarle a cenar esta noche. ¿Le parece bien a las siete y media?

Don Álvaro no hizo ningún gesto y el primer oficial quedó un tanto sorprendido. La principal actividad de aquel oficial, llamado Gonzalo Barba, era servir de enlace entre el general y el resto de los oficiales, aparte de participar en todas las timbas que se organizaban en el camarote de aquél. Don Álvaro estaba a punto de rechazar amablemente la invitación, pero consideró dos aspectos. El primero, que no quería ser más antipático de lo que ya lo consideraban muchos oficiales, en particular el general; y el segundo, que las habas con jamón que había preparado la madre de Feliciano habían sido horribles. Una cena en condiciones, como las que suponía que ofrecería el general, no era algo a despreciar sin más.

—Bien, muchas gracias. Estaré a las siete y media en su camarote.

—Buenas tardes.

—Adiós. —Antes de cerrar, don Álvaro inquirió—: Perdone, don Gonzalo, ¿sabe usted si habrá más invitados?

—Pues, aparte del señor Sepúlveda, no creo. Yo no estaré, porque tengo guardia. Buenas tardes.

Don Álvaro casi se arrepintió de haber aceptado la invitación, porque si del general tenía por cierto que era persona que no le agradaba, que lo equipararan al recluso caballeresco le provocaba desasosiego. Al fin, don Álvaro se encogió de hombros y volvió a sus cálculos cartográficos.

El salón del camarote del general era de un lujo rancio y desvencijado, como correspondía al vetusto galeón. Cada viaje cambiaba de general y ninguno de ellos dejaba impronta alguna de calidez en aquella habitación. Al estar situada en el extremo más prominente de la popa del navío, una de las paredes estaba formada por ventanales de vidrios emplomados medio ocultos por unos cortinajes de cretona de color rojo desvaído. Otro mamparo estaba dominado por un enorme arcón, unas estanterías con unos pocos libros polvorientos y varias vasijas de barro. Enfrente estaba la puerta que debía de dar al dormitorio. Al lado de ésta había un globo terráqueo pardusco de perfiles inciertos y soporte descuajaringado. Un escañil y dos sillones, todos con asientos de cuero grueso y curtido, se encontraban desperdigados por la estancia. En el centro se situaba la mesa, de sólida madera pero sin ningún labrado de adorno, en torno a la cual había dispuestas seis sillas. Sobre la mesa se veían tres servicios de vajilla, cristalería y cubertería, limpios y relativamente lujosos. Había también dos gruesos candelabros de cuyos doce cabos surgía la generosa iluminación del salón.

Al entrar don Álvaro, vio al general, a don Antonio Sepúlveda y a las dos mujeres que servirían la cena. Don Álvaro estrechó la mano de los comensales y saludó a las mujeres con un gesto amable, en particular a una de ellas cuando la reconoció como la joven madre que cantaba canciones de cuna en chabacano.

A don Álvaro le complació comprobar que había acertado al vestir una casaca liviana y elegante, porque los otros dos también habían cuidado su atuendo. El general tenía el mismo aspecto que le conocía don Álvaro y que siempre le había desagradado. Grueso y sin ninguna nota de nobleza en el rostro. Sin embargo, el llamado don Antonio Sepúlveda sí que le pareció de cerca más interesante que cuando lo veía de lejos. Su casaca era de seda de color verde pálido. La camisa era inmaculada y no llevaba peluca, al igual que él mismo y a diferencia del general que sí lucía una bastante basta. Tenía unos ojos pardos claros y un rostro anguloso y firme, como el de don Álvaro, aunque sus rasgos no se parecieran en nada.

Las mujeres sirvieron un vino blanco que el general presentó con ceremonia:

—Denme la opinión que les merece este caldo, aunque difícilmente admitiré críticas, porque es de lo mejor de Galicia. Caten, señores.

Los dos invitados alabaron el vino con sinceridad.

—Bien, bien, por fin tenemos aquí a don Álvaro de Soler. Ha de reconocer que se muestra usted muy esquivo y taciturno.

—Créame que no es mi carácter habitual, general.

—¿Cuál es su ocupación y destino?

A don Álvaro no le importó explicar someramente su dedicación habitual, aunque le había parecido excesivamente brusca la curiosidad del general.

—Era comisionado real y al ministro de quien dependía lo han destituido. Así pues, en estos momentos no tengo destino concreto.

—¿El marqués de la Ensenada?

Don Antonio Sepúlveda había hecho la pregunta con cierta ansiedad.

—Efectivamente.

El gordo general tenía cara de no saber quién era el ministro y mucho menos que hubiera sido destituido.

—Permítame brindar por el mejor ministro que ha tenido España.

A don Álvaro le sorprendió gratamente el entusiasmo del antiguo reo. Tras beber un sorbo de vino y temiendo que el general siguiera insistiendo en que contara su vida, don Álvaro jugó con premura:

—Y usted, general, ¿hace con frecuencia este viaje?

Aunque don Álvaro sabía la respuesta, lo sorprendió la vehemencia con que el gordinflón contestó:

—¿Yo? Ni hablar, primera vez, y última. —Las mujeres empezaron a servir entremeses a base de aceitunas, almendras, cecina y jamón—. Esto no ha sido más que una inversión arriesgada en un momento en que mi fortuna se tambaleaba. O la recupero, o me quedo en Nueva España.

—¿No deja usted familia en Filipinas?

El general comió con poca educación y tratando de disimular el azoramiento que le producía la pregunta. Al cabo, miró a don Álvaro, aún masticando, y dijo:

—Mi familia se apañará bien sola. Pero permítame, don Álvaro, que incite a nuestro amigo a que nos cuente su vida, porque ésa sí que es interesante y no la de un pobre prestamista y especulador económico como soy yo. Cuéntenos, Sepúlveda, cuéntenos.

El hombre no parecía avergonzado por tener que exponer sus avatares.

—Deduzco, don Álvaro, que es usted amigo de las luces y la liberalidad, lo cual me place, porque estoy en la misma orilla. —Don Álvaro seguía sospechando que fuera un simple pillo oportunista, por más que el brindis que propuso por el marqués de la Ensenada le hubiera parecido sincero—. Aunque no entraré en detalles sobre ese aspecto, créame que algún que otro azar de mi vida ha tenido como causa esa forma de pensar. El caso es que, por motivos cercanos a esa órbita y ninguno delictivo, tuve que abandonar mis estudios de derecho en Salamanca y después España. ¿Qué podía hacer un segundón de familia de escaso mayorazgo? Embarcar para América. En la travesía escribí cartas de presentación firmadas por un arzobispo, dos oidores y dos condes. En todas, lógicamente, se alababan cualidades específicas mías. Hasta al virrey de Nueva España le hice llegar dos de esas cartas. En un año y medio escalé posiciones fulgurantemente: escribiente, administrador, aduanero, alcalde de gran poblado y, agárrense, adelantado de una inmensa provincia fronteriza de la Colombia. A pesar de las extraordinarias oportunidades que tuve y de haber estado alentado por la tradición y la costumbre, jamás desvié un solo peso para engrosar mi propia pecunia. Jamás. Seguramente, porque disfruté de mis cargos y de mi buena estrella. Además, con toda modestia y sinceridad, les diré que mi gobierno como adelantado aún se recuerda como justo y próspero. Descubrí que la política era el más noble y apasionante quehacer del ser humano. Mantuve unos equilibrios delicados que, a la postre, redundaron en beneficio de casi todos. No es presunción, caballeros, pues a modo de ejemplo les diré que aunque no abolí la esclavitud, algo que dudosamente entraba en mis competencias, la regulé exhaustivamente y siempre a favor del esclavo, y por supuesto prohibí la captura en mi provincia. Aquello alentó dos cosas curiosas: el odio de los hacendados y la esperanza de los resentidos. Así, se embarbascaron los latifundistas y los revolucionarios. Derroté a ambos bandos con más política que fuerza, que por otra parte no tenía, porque conseguí que se destruyeran entre ellos por más que comenzaron su lucha contra mí desvergonzadamente conchabados. Lamentablemente, el cabecilla de los revolucionarios era un hombre astuto y cruel cuyo rencor no se apaga con facilidad y tuvo la culpa del comienzo de mis desgracias. A los cuatro años de ejercer el mando, cuando más próspera y tranquila era mi provincia, el propio virrey me nombró para mucho más alto cargo que adelantado. Permítanme que por pudor, nostalgia y modestia, no les diga cuál fue. Pero hube de sufrir el Juicio de Residencia y ahí comenzó mi declive. La oligarquía, los traficantes de esclavos y los revolucionarios se unieron en la conspiración que el cabecilla de estos últimos tramó contra mí. La sentencia del juicio fue tan falsa como devastadora y di con mis huesos en la cárcel. Afortunadamente, fueron sólo unos meses, porque al virrey le llegaron cartas de protestas de muchos hombres ilustres e informes de algunos oidores honrados en los que denunciaban fehacientemente a los instigadores de las acusaciones contra mí. Pero el daño estaba hecho, porque el virrey, aunque me liberó, no tuvo a bien reponer mi honra ni utilizar de nuevo mis servicios. No me amargué en demasía, pero tomé una firme resolución: el mando público me gustaba, pero la siguiente vez que me acusaran sería, sin duda, con razón. Con mi experiencia no me fue difícil conseguir puestos de alcalde en distintas ciudades de Perú y Paraguay. Fui justo en el gobierno, me enriquecí y todos los juicios de residencia me fueron favorables. Hasta que el destino me deparó que se cruzara en mi vida de nuevo el sanguinario Salmerón, el revolucionario que les mencioné…

—¿Cómo ha dicho usted?

—Pues que el malhadado…

—¿Salmerón, Paulino Salmerón?

—Efectivamente, ¿también lo conoce usted?

Hasta entonces, la narración de don Antonio Sepúlveda la habían seguido con interés don Álvaro y con indiferencia displicente el general mientras terminaban pausadamente con los aperitivos, pero cuando pronunció el nombre del infausto revolucionario, don Álvaro sintió que su pulso se aceleraba y el trozo de cecina que iba a ingerir quedó a las puertas de la boca. Se repuso un tanto de su sorpresa y dijo:

—Sí, don Antonio —a don Álvaro ya no le causaba desasosiego tratar al recluso con respeto—, conocí a Paulino Salmerón y estoy de acuerdo con usted en que es un canalla. Continúe, por favor.

Don Antonio Sepúlveda quedó un tanto intrigado y con ganas de preguntar por la relación del comisionado con el causante de sus desgracias, pero le hizo caso y continuó:

—Les decía que el tal Salmerón usó sus poderosas artimañas para desprestigiarme y conseguir que se me procesara de nuevo. Los cargos fueron impostura y corrupción. Tras una serie de juicios en distintos puntos de la América del Sur en los que hice uso fructífero de mi experiencia, conseguí salir absuelto de todos. Aún así, el virrey me desterró a Filipinas. Pasé casi dos años en las islas aumentando mi fortuna con los juegos aprendidos en las cárceles y traficando con las boletas del galeón. Pero de nuevo reapareció en mi vida el maldito Salmerón, esta vez por medio de unas cartas y documentos que envió al nuevo virrey de Nueva España, quien sugirió al gobernador de Filipinas mi ingreso en prisión sin necesidad de nuevo juicio. Así lo hizo el marqués de Ovando y terminé en Zamboanga. Sin embargo, los buenos informes del gobernador del presidio sobre mí, lo etéreo de las acusaciones que me tenían preso, el carácter irregular de mi proceso y la dimisión del gobernador, han hecho que éste me indulte y me destine de nuevo a Nueva España.

—¿Y cuáles son sus planes?

—El resto de mi fortuna va en este galeón en forma de boletas. Si llega a buen puerto y me rehago de mis pérdidas, quizá vuelva a España.

—Perdone que le pida una precisión don Antonio. ¿De cuándo datan las cartas y documentos remitidos por Salmerón al virrey?

—Pues… no lo sé con exactitud, hace unos ocho o diez meses.

Don Álvaro de Soler no pudo evitar que se le escapara un suspiro mientras cerraba por unos instantes los ojos.

—Excúseme si lo considera indiscreción, don Álvaro, ¿me diría usted…?

—Perdónenme ustedes a mí. Es que, simplemente, suponía que Paulino Salmerón había muerto.

Los comensales quedaron en silencio mientras las mujeres se disponían a servir el primer plato fuerte de la cena.

Paulino Salmerón. El cruel y despiadado Salmerón, quien, amparado en la bandera de la revolución social, había cometido los desmanes y crueldades más horripilantes sin el menor atisbo de escrúpulos políticos ni humanitarios. Para hacer avanzar sus ideas radicales siempre había considerado mayores enemigos a los ilustrados, humanistas, filántropos, francmasones y liberales que a los propios reaccionarios. Para perseguir a aquéllos, se aliaba con éstos con la esperanza de que, una vez eliminado el valladar entre los desgraciados y los poderosos, el triunfo de la revolución sería como la caída de la fruta madura. Así, la crueldad y la astucia de Salmerón siempre recaían sobre los ilustrados y sobre los humildes que no se unieran a su bando y casi nunca contra los poderosos, ni siquiera contra las potencias enemigas de España, como en aquella época lo era Inglaterra y en otras Holanda y Francia.

¿Cuántas veces se había cruzado Paulino Salmerón en la vida de don Álvaro de Soler? No muchas, pero todas infaustas. En una ocasión, don Álvaro le salvó la vida y, después, Salmerón estuvo a punto de acabar con la suya tres veces, dos en América y una en Sevilla. En ésta última, ejerció de espía para los ingleses y se enfrentó al capitán Dávila en un lance en que ambos salieron mal parados. Aunque a Salmerón lo rescataron sus amigos ingleses, todos supusieron que estaba herido de muerte. Y entonces, en aquella extraña noche en un insólito galeón que encaraba el océano Pacífico, don Álvaro recibía noticia de que su antiguo enemigo mortal estaba aún con vida y dedicado tan de Heno a la maldad como había estado siempre. Después de narrar don Álvaro algunos de estos pasajes sin mucho detalle, don Antonio quedó pensativo y el general, jovial.

—Vaya, vaya, lo que son las casualidades. Con lo grande que es el imperio y resulta que los destinos de dos personas tan distintas como ustedes los une un extraño.

El general lo había dicho al tuntún y con indiferencia. Sus dos invitados se miraron y entendieron que aplazaban una conversación que les satisfaría más a solas que ante el general.

Empezando a dar cuenta del pescado cocido que acababan de servir las mujeres, el anfitrión quiso que la cena discurriera por cauces más frívolos.

—Bueno, bueno, don Álvaro. He deducido que a usted no le gusta el juego. Ha de reconocer que es raro, porque habrá visto que en el barco juega todo el mundo. Hasta los curas. ¿Qué otra distracción es más apropiada en una travesía tan tediosa como ésta?

—Lleva usted razón en todo: no me gusta el juego y es un buen entretenimiento. Aún le digo más, me parece que no es tan pernicioso como una vez supuse. Aunque se juega al dinero y hay gente que está perdiendo grandes cantidades a cuenta de las ganancias que se obtengan en la feria de Acapulco, apenas hay disputas y las que hay no son serias.

—Claro, hombre. —El gesto pícaro y entusiasta del general denotaba que disfrutaba con ese tipo de conversación—. Mire, en un viaje tan largo, si se juega asiduamente, al final terminan repartidas las pérdidas y las ganancias de modo que la fortuna de casi todo el mundo queda igual que al principio. Hay que ser muy desgraciado para acumular fuertes pérdidas o muy iluso para pensar que uno va a aumentar su riqueza significativamente con el juego. Por eso no hay peleas y sí mucha distracción. Ésa es la causa por la que soy tolerante con el juego a pesar de que esté prohibido.

Don Álvaro hizo un gesto de aprobación que al general le dio nuevos entusiasmos.

—Así pues, le recomiendo que se una a nosotros. Sin ir más lejos, esta misma noche organizaremos una buena partida cuando terminemos de cenar. Si le apetece, puede participar. ¿Qué me dice?

—Gracias, don Luis, pero me he buscado otros entretenimientos.

—Ah, ¿sí? ¿Podemos saber cuáles?

Había sido don Antonio Sepúlveda quien se había interesado.

—Plago cálculos trigonométricos, leo, aprendo a pilotar, planteo jeroglíficos… cosas así.

Don Antonio añadió:

—E inventa cosas útiles.

Don Álvaro hizo un gesto quitándole importancia a semejante actividad. Don Antonio Sepúlveda mostró su complacencia y don Luis, suspicacia. Con gesto que quería ser cómplice, éste inquirió:

—¿No será que teme menguar la fortuna que lleva usted en la panza del galeón?

Don Álvaro sonrió con un punto de conmiseración hacia sí mismo.

—Lo siento, don Luis, mi fortuna, por cierto que bien magra, cabe holgada en mi camarote. De la panza del galeón sólo me corresponde una porción de las cucarachas que engordan y se multiplican con nuestros alimentos.

El general quedó con un gesto estupefacto y don Antonio lo miró con condescendencia. Don Álvaro no entendió sus actitudes, pero se mantuvo en silencio hasta que el general suspiró diciendo:

—Está bien, don Álvaro, una de las cosas más íntimas y privadas de un caballero es la cuantía de su fortuna, pero recuerde que yo soy el general de este galeón y que, junto con los oficiales veedor, contador y maestre de la plata, sé perfectamente qué es lo que va en la panza de este galeón y a quién le corresponde.

Las mujeres interrumpieron la incierta conversación cambiando los platos con los restos del pescado y distribuyendo después los que contendrían la carne asada que se iba a servir.

Las conversaciones fueron animadas, sobre todo por la educación y brillantez de don Antonio Sepúlveda, en quien reconoció don Álvaro al delincuente más sagaz, ilustrado y honrado de todos los que se había topado en su vida; pero al general se le notó demasiado la impaciencia por abrir la timba y despedir a don Álvaro una vez que supo que no sería una posible víctima de sus habilidades en el juego. En cuanto terminaron el postre y lo regaron con una copa de coñac francés, don Álvaro se despidió amablemente de los dos hombres.

Don Álvaro subió a la cubierta del castillo de popa hacia el pasillo donde estaba su camarote y escuchó bastante algarabía en la habitación que ocupaba el comerciante que viajaba con su mujer y sus hijos. Decidió que era temprano para meterse en su habitáculo y salió a cubierta.

El galeón viajaba de noche desde que logró alejarse del Embocadero de San Bernardino y abrirse paso en el océano. Aunque el movimiento era relativamente fuerte, la cubierta estaba muy animada a la luz de los fanales. El calor era más llevadero conforme se ganaba altura y las cucarachas empezaban a mostrarse remisas a abandonar sus cuchitriles.

Cerca del castillo de proa se había organizado una tumultuosa pelea de gallos. Don Álvaro había aprendido que aquella actividad, que todos creían típica de Nueva España, en realidad se había inventado en el galeón de Manila y de allí se estaba extendiendo no sólo a México sino a toda América, por lo que supuso que pronto se abriría paso también en España. Don Álvaro decidió pasear por cubierta evitando el corro de gusto sanguinario.

Había grupos de gente charlando, sentados o apoyados en las bordas, y otros jugando a las cartas. El loco Oliveira seguía con atención la pelea de gallos desde la baranda del castillo sin dejar por ello de mover los dedos hábilmente entretenido en su filástica. Feliciano estaba con un grupo de amigos de su edad y el capitán Dávila departía con otros oficiales al pie del trinquete.

Don Álvaro se entretuvo observando los rostros de las personas. Eran de una variedad que le era muy grata. Había novohispanos con rasgos cruzados de españoles e indios de muchas clases; mestizos de tagalos y malayos con blancos y otros orientales. Le entristeció a don Álvaro percatarse de que la edad media de la gente a bordo apenas llegaba a los veinticinco años. Pensó en solicitar datos al contramaestre para elaborar unas tablas, a las que siempre había sido tan aficionado, con la intención de averiguar cosas interesantes del pasaje del galeón de Manila. La Nao de la China, como muchos la llamaban. Seguramente él era el más viejo con la posible salvedad del loco Oliveira.

Apoyado en una baranda mientras miraba al mar, don Álvaro pensó con amargura en Paulino Salmerón. ¿Qué hacía que los destinos de dos hombres, enemigos mortales, se entrecruzaran con cierta frecuencia? Seguramente nada especial, e incluso bien pudiera ser una falsa percepción, al igual que parece que todos los golpes se los da uno en el mismo sitio cuando se tiene dolorida esa parte del cuerpo. Pero los encuentros con Paulino Salmerón desde hacía ya demasiados años habían sido extremadamente dolorosos para él. Cuando creía que estaba liberado para siempre de tan siniestro fantasma, descubría que no sólo seguía con vida sino que se hallaba en la misma parte del mundo a la que él se dirigía. ¿Se encontraría de nuevo con el canalla de Salmerón? Don Álvaro suspiró desechando sus temores al concluir que América era grande. Muy grande.

¿Qué era aquello que había mencionado el general sobre su fortuna en la panza del galeón? Don Álvaro apartó tal pensamiento de su mente y miró el mar. La superficie estaba viva de destellos cambiantes provocados por la luna y el viento. ¿Qué había en las entrañas de aquel mar aparte de la infinidad de tiburones que divisaban continuamente? Don Álvaro sabía que navegaban por el mar más profundo del mundo. En sus cartas se indicaba que la profundidad en aquella zona de las Marianas[6], a la que le decían «la fosa», superaba las quinientas brazas.

Más de quinientas brazas, ¿y si fueran mil, o dos mil? ¿Qué extraños peces vivirían allí? ¿Qué descansaría sobre su lecho? A don Álvaro siempre lo había fascinado la siguiente cuestión que solía preguntar a muchos marinos e ingenieros: ¿los barcos hundidos llegaban siempre al fondo del mar? Debería depender de la profundidad a que estuviera el fondo porque, ¿no equilibraría al peso de la madera y el hierro la presión que aumentaba enormemente hacia el fondo? ¿Estarían los barcos, cuán silenciosos fantasmas, vagando suspendidos a distintas profundidades y a merced de las parsimoniosas corrientes profundas? Nadie le había dado una respuesta clara a su enigma personal. Él prefería creer que los malhadados pecios continuaban teniendo algo de vida más que imaginarlos arrumbados en el fondo sufriendo la más ignominiosa podredumbre.

De repente, don Álvaro salió de su absorción soñadora y su mirada se hizo febril. Tras unos instantes en esa actitud, se dirigió resueltamente a su camarote. Prendió el quinqué, se afanó en su arcón y extrajo de él una carpeta de cuero primorosamente atada con cordeles rematados con adornos de plata en sus extremos. Eran los pliegos que Blanca le entregó antes de partir con la recomendación de no abrirlos hasta abandonar las islas Filipinas. Don Álvaro siempre supuso que eran una selección de los que a la muchacha le habían parecido más entretenidos de todos los que escribió durante la travesía desde Cádiz hasta Manila, y pronto descubrió que, efectivamente, ése era el contenido de la carpeta. Pero no el exclusivo.

Tras unos minutos observando la letra menuda y clara de la entrañable Blanca, don Álvaro descubrió quince o veinte copias de poemas de doña Beatriz dedicados a él y, tras leer algunos de ellos, no pudo evitar que las lágrimas le enturbiaran la lectura. Suspiró y pensó que tanto aquello como los pliegos de Blanca exigían más tranquilidad de ánimo de la que tenía entonces. Fue a cerrar la carpeta y entrevió otro tipo de papeles. Eran documentos oficiales.

Tras leerlos con detenimiento durante casi media hora, don Álvaro quedó pasmado. Blanca Bahía del Buen Aire, fámula expósita de su amada doña Beatriz del Estal, rebautizada por ella como Blanca Mendoza y a la que había dejado la mitad de su fortuna, le otorgaba los derechos incuestionables de la mitad del valor que alcanzaran en la feria de Acapulco las mercancías de diez fardos consignados a su nombre. El otro cincuenta por ciento se le remitiría a ella en la tornavuelta. La decisión estaba avalada por certificaciones tales como la autorización del gobernador, la aprobación de la inspección de aduana de Manila, las boletas correspondientes confirmadas y la cesión de todo juicio sobre derecho al oidor don Alberto Mejías de Arrigogallena, pasajero del galeón San Venancio. El fajo de documentos oficiales lo cerraba un pliego en el que Blanca había escrito dos frases, una emotiva y otra sardónica. Venían a decir que si el galeón se perdía, sería infinitamente más profunda la herida que le causara la pérdida de su padre que la de las baratijas; la otra hacía mención del deseo de que, por una vez en su vida, la idolatría y la religión alegraran a don Álvaro.

Don Álvaro quedó meditabundo hasta que escuchó ruido en el camarote vecino. Desconcertado, sacó su reloj de bolsillo. Eran las once y media. El oidor don Alberto Mejías ocupaba el camarote de al lado y la hora no era muy intempestiva, porque parecía que el juez acababa de regresar a él. Tras dudar unos instantes, se levantó, salió y llamó quedamente en la puerta de al lado.

Un hombre de unos cuarenta años, con el rostro cansado pero amable, lo saludó y le preguntó suavemente qué deseaba. Don Álvaro, rehusando la invitación que le hacía el hombre a entrar en el camarote, le explicó el motivo de su impertinencia a semejantes horas.

Don Alberto, manifestando su extrañeza, le confirmó que era dueño legal del cincuenta por ciento del importe obtenido por la venta de las mercancías, cuyo valor en origen era de catorce mil pesos, y que uno de los fardos contenía objetos de culto religioso, en concreto catorce crucifijos de marfil y pedrería preciosa.

El oidor lo despidió festivamente recordándole que era un hombre cuya fortuna se vería incrementada en unos treinta mil pesos, o más, en cuanto llegaran a Acapulco.

Aquella noche don Álvaro se vio asaltado por delirios en los que de forma espantosa se hicieron presentes cucarachas, barcos suspendidos, crucifijos de marfil y el siniestro rostro de Paulino Salmerón.

Nagarajan miraba febrilmente la extensa playa que se extendía frente a la flota a unas cuatro millas. En cuanto descubrieron a la goleta anclada, los cuatro juncos plegaron las velas quedando al pairo en un amanecer brillante y un mar en calma.

Se reunieron los cortesanos y los patrones con el príncipe. La asamblea fue tumultuosa pero breve en su rotunda conclusión: un Brazos Ardientes de Shiva indicaba peligro grave y solicitud de ayuda inmediata; la presencia de la goleta confirmaba que aquella isla era desde donde se había pedido auxilio con la luminaria y, en consecuencia, no había otra salida que desembarcar e inspeccionar el lugar. Ante las renuencias de Nagarajan, lo único que admitieron todos fue que el desembarco tenía que ser masivo con todos los hombres bien armados y con la flota tan cerca de la playa como permitiera su fondo y con toda la artillería bien dispuesta.

En cuanto se hubieron alejado las lanchas que portaban a los emisarios de los otros juncos, al príncipe le volvieron con fuerza sus dudas y temores. Aquello violaba la regla de oro de los piratas chams: atacar siempre por sorpresa y cuando el éxito estuviera asegurado. Allí, sin duda, los estaban esperando y no tenían la menor idea de la fuerza del enemigo salvo que había puesto en apuros a treinta y ocho de sus mejores hombres, contando entre ellos nada menos que a Ramayya y al holandés. Por otra parte, cuando la piratería la llevaban los chams a las costas, atacando poblados o granjas, siempre transportaban muchas lanchas a bordo. Debido a las características de aquel viaje, el número de lanchas en los juncos era muy escaso, por lo que desembarcar a todas las tripulaciones exigiría muchos viajes dejando inermes a los primeros grupos en tierra y siendo las lanchas blanco fácil de la posible artillería de los españoles. Existía la posibilidad, además, de que todos los hombres que desembarcaron de la goleta estuvieran ya hechos prisioneros o aniquilados, y en tal caso el ataque era inútil. Si, para colmo, durante aquellas escaramuzas que podrían prolongarse, arribaba el galeón español a alguna de las islas que habían dejado de patrullar, les sería muy difícil encontrarlo después. Aquella siniestra playa bien pudiera ser el final de la aventura cham, haciéndola tan infructuosa como ridícula.

Nagarajan suspiró, porque supuso que era inevitable el ataque ya que los demás juncos estaban esperando a que el suyo desplegara las velas para hacer lo propio y acercarse al máximo hasta la goleta.

En cuanto se dispuso a lanzar la orden adecuada, se le heló el corazón y todas las miradas de los tripulantes del junco quedaron clavadas en el barco holandés, porque en cuatro partes distintas se estaban produciendo explosiones y a sus lados dos chorros de agua surgían verticales del mar. Inmediatamente después, se escucharon seis portentosas explosiones que no podían ser otra cosa que cañonazos. Todos los ojos se dirigieron a la playa buscando el origen de aquellos disparos. Entre unas palmeras del lugar más prominente de la playa surgía una humareda que indicaba dónde estaba emplazada la artillería.

La segunda andanada dejó en silencio a los tripulantes de los cuatro juncos. La goleta, tras recibir los seis impactos de lleno, se incendió violentamente. Incluso desde la relativa lejanía donde estaban los chams, pudieron distinguir figuras humanas ardiendo que saltaban al agua envueltas en llamas. Pudieron escuchar hasta sus alaridos.

La rabia empezó a luchar con la incertidumbre en el corazón de los piratas, en particular cuando se oyeron los primeros llantos de las esposas de algunos de los que habían partido en la goleta.

El menor de los juncos desplegó las velas rápidamente sin esperar a que lo hiciera el del almirante de la flota y se dirigió a la playa. Los demás juncos le imitaron. En cuanto estuvieron a tiro de los cañones, éstos empezaron a disparar a un ritmo regular y con puntería incierta. Durante la hora y media que costó desembarcar a toda la tropa, los españoles sólo acertaron cuatro veces en los juncos y una vez de lleno en una de las lanchas.

Desde donde estaba uno de los grupos en la playa, quizás el más numeroso, surgió una estela fulgurante hacia el cielo y la explosión fue de color verde. Aquélla era la señal de ataque simultáneo y confluente a donde estaba la batería artillera. En menos de un minuto, casi todos los asaltantes se detuvieron porque se escucharon seis formidables explosiones casi simultáneas. En cuanto se recuperaron del sobresalto, continuaron su camino con los rifles y crises en ristre y el gesto fiero.

Aunque todos esperaban descargas de fusilería del enemigo, no se escuchó ni un solo disparo y llegaron, bien que prudentemente, hasta donde estaban los cañones. Se quedaron perplejos. Los seis cañones estaban destrozados, siendo algunos difícilmente reconocibles como tales. Apartando con cuidado los restos ardientes y observando el entorno, llegaron a la conclusión de que los españoles habían taponado las bocas de los cañones con estopa, brea y tierra después de cargarlos. Con seis regueros de pólvora, cuyas trazas ennegrecidas eran claramente distinguibles en el suelo, habían hecho estallar las seis piezas para que no cayeran en manos del enemigo. Pero lo que más pasmó a todos fue que uno de los holandeses indicaba que aquellos cañones eran los de la goleta.

Nagarajan dio órdenes rabiosamente y los doscientos cincuenta hombres se desperdigaron por los alrededores. Pronto encontraron el poblado chamorro del que no quedaban ni animales. La orden del príncipe se cumplió rápidamente y el conjunto de chozones fue pasto de las llamas.

Descubrieron casi de repente la empalizada del destacamento militar y cundió la alarma en las filas piratas. Se organizó el ataque en poco más de diez minutos.

Cuando la enloquecida vanguardia que asaltó el puesto a la carrera se percató de que nadie lo defendía, se detuvo a tomar el resuello. Con extremas precauciones se adentraron en los chozones.

Al entrar en el que hacía de puesto de mando quedaron pasmados, porque en dos de sus rincones yacían Ramayya y Piet van de Derck atados firmemente. El cortesano cham tenía una herida en la cabeza, afortunadamente poco seria, y el holandés una herida en el cuello algo más grave pero de la que sobreviviría.

Mientras estaban ayudando a dos de los hombres más prominentes de la expedición, a Nagarajan le comunicaron que el muchacho polizón acababa de aparecer en la playa.

Cuando tuvieron noticia cierta de lo que allí había pasado, entre los chams reinó el deseo de venganza pidiendo a gritos realizar una incursión al interior de la isla para castigar a los causantes de toda aquella desdicha. Pero después se impuso el desánimo, porque pronto estuvieron de acuerdo en que no merecía la pena arriesgar la vida de más hombres ni, sobre todo, perder de vista al galeón, para vengar sus pérdidas en una docena de desharrapados. Ramayya fue quien impuso fácilmente este criterio.

Nagarajan se encontraba tendido en el camarote sobre las alfombras con la mirada clavada en la tablazón del techo. Lieu Quan miraba al mar junto a los ventanales de popa con expresión tan apesadumbrada en el rostro como la de su amante, pero con algunos destellos en sus ojos.

El junco navegaba a buena velocidad rumbo a las inmediaciones de Guam. El cielo seguía despejado en aquel día aciago para la flota cham. Lieu dirigió sus ojos almendrados hacia el príncipe mostrando un gesto de desprecio rayano en la aversión. Nagarajan intuyó que lo estaba mirando y la miró a su vez. Ella recompuso rápidamente su expresión y se acercó hasta él, se arrodilló y se mostró amable.

—Ha sido un mal día, Nag, pero nada está perdido.

—¿Es nada un barco y veintisiete hombres? Y eso si los nueve heridos sanan o no quedan inútiles. Al enemigo, que sepamos, no le hemos producido ni una baja y el botín capturado ka sido absolutamente ninguno.

—Sí, la verdad es que esos españoles son terribles.

—¿Y nosotros queremos atraparles un galeón?

—No te entristezcas, Nag, siempre te dije que vuestro plan era una locura, pero puede tener éxito.

El príncipe estaba realmente abatido. Lieu se acercó más a él y, aún de rodillas, le acarició suavemente el hombro y el rostro añadiendo con su suave acento extranjero:

—Seguís siendo marinos intrépidos, nuestros juncos son barcos magníficos y el galeón es un mastodonte de carga lleno de miserables.

—Si esos miserables son como los de la isla… ¿Es verdad, Lieu, lo que dicen Ramayya y el holandés de que eran sólo doce?

—Sí, eran sólo doce, pero eran militares. En el galeón no van apenas militares.

—¿Cómo lo sabes?

El desconcierto de Lieu le duró sólo un fugaz instante:

—Porque te lo he oído decir.

Nag volvió a mirar al techo y siguió manifestando su tribulación.

—Y encima, puede que no encontremos ese maldito galeón por haber dejado de patrullar ayer.

—No te preocupes por eso, querido Nag, sé que el galeón llegará, a más tardar mañana, a la isla de Guam.

Ante semejante información, Nag se incorporó repitiendo la pregunta que había hecho anteriormente pero con la alarma reflejada en el rostro:

—¿Cómo lo sabes?

Lieu sonrió tranquilamente y mintió:

—Se lo oí decir a los españoles. Por eso nos han atacado tan desesperadamente. Debes dar orden esta misma tarde de que los vigías estén atentos y que de noche se navegue sin la más mínima luz. En Guam no estarán más de tres días.

—Bien, Lieu, bien. Tendremos que empezar a olvidar la derrota de hoy.

—No ha sido una derrota, Nag…

La mirada de Lieu intrigó al príncipe, quien, con un gesto, la animó a expresar su idea.

—Puede que haya sido un triunfo tuyo.

—¿Qué quieres decir?

—A ti no te ha derrotado nadie. Tú, si acaso, has salvado a algunos.

—No entiendo.

—A veces he tenido la sensación de que Ramayya y ese holandés te disputan el mando. Piensa bien y verás que ellos han sido los derrotados y que tú los has salvado de una muerte cierta. Ellos han sido los responsables de la pérdida de tantos chams llorados por sus mujeres y amigos. Todos deben quedar convencidos de quién está al mando de la flota. Nadie puede poner en duda la autoridad del almirante y menos que nadie quienes se han dejado derrotar ignominiosamente por doce soldados.

La mirada de Nagarajan recuperó mucho brillo.

La enfermería del junco no era más que un habitáculo de cuatro varas por dos en cuyo centro había un banco duro de madera que hacía de camilla para los enfermos o heridos y de cama para el cirujano. En los mamparos había estanterías con vendajes, algodón y tarros con hierbas medicinales y ungüentos. En un armario se disponían ordenadamente serruchos, escalpelos, cuchillos, hojas, pinzas, tijeras y diferentes clases de alicates y tenazas. En un rincón había dos baldes y tres perolas grandes. También había tres taburetes.

El cirujano armenio se afanaba en la herida de Piet van de Derck, éste tendido en la camilla y aquél sentado a su lado. En el otro taburete descansaba Ramayya con un cuidadoso vendaje envolviéndole la cabeza.

—¡Bah! Esos españoles han hecho lo que debían, actuar con resolución e inesperadamente.

—Lamento mucho la pérdida de mi goleta.

—Y yo la de mis hombres.

—También han muerto algunos de los míos.

—Dejémonos de lamentaciones. —Ramayya era un hombre enérgico—. Hay dos cosas que dijo el teniente fiero que han dado vueltas a mi cabeza toda la noche.

El armenio le hizo daño a Piet e hizo un gesto de dolor. Cuando se repuso, preguntó:

—¿Cuáles?

—Habló de un chino maricón.

—¿Qué significa?

—Chino, es chino, pero maricón…

El español de Ramayya era bueno pero no demasiado. Observó que el cirujano armenio lo miraba y le preguntó mirándole fijamente a los ojos:

—¿Sabes tú lo que es maricón?

El armenio afirmó gravemente con su cabeza.

—Pues dilo.

El cirujano dijo algo en sánscrito y volvió a su faena. Ramayya se lo explicó a Piet un tanto confusamente pero de forma que al holandés le quedó claro. Permanecieron un rato en silencio, Piet con el rostro crispado de dolor y la cabeza girada para permitir al cirujano trajinar en su cuello, y Ramayya mirando al suelo taciturno. Al cabo estuvieron de acuerdo en que aquello del chino maricón era indescifrable.

—¿Y lo otro?

—El teniente español habló de una segunda embarcación en la isla. Se refirió a una balandra.

—Sí, a mí también me llamó la atención y tuve la sensación de que ese barco sería cualquier cosa menos español.

—Ciertamente.

El armenio empezó a aplicarle apósitos en la herida, por lo que el holandés suspiró. Cuando ya se iba a levantar después de haberlo vendado el cirujano, le sorprendió que Ramayya preguntara al aire:

—¿Dónde habrá estado metida Lieu Quan durante nuestro cautiverio?

Lo había dicho en sánscrito, por lo que Piet no hizo caso y el armenio tampoco. El cortesano, con la mirada febril, trataba de relacionar de alguna manera a Lieu Quan con el chino maricón y, en particular, con su misterioso amante.

En cuanto el galeón echó anclas en la ensenada de Umatac de la isla de Guam, las personas que formaban la tripulación, el pasaje y la tropa se desparramaron por la cercana capital, San Ignacio de Agaña. Su alegría fue decayendo al percatarse de que ni aquello era una ciudad ni sus escasos habitantes los recibían como habían imaginado. Pero estaban en tierra firme y veían caras distintas. La mayor ansia de todas fue comer fruta y beber agua fresca.

El general y los oficiales se reunieron con el gobernador de las Marianas, el oficial de la Real Hacienda y el escribano. Pronto descubrieron la causa del frío recibimiento dedicado por los guárnenos al galeón. Era la segunda vez que atracaba el buque en menos de un año y hacía demasiado tiempo que no arribaba ninguno en la tornavuelta desde Acapulco. A la ida estaban obligados a surtir de víveres y provisiones al galeón a cuenta del situado, el dinero proveniente de la Caja Real de Nueva España para el mantenimiento de la defensa y la ayuda a los religiosos. Así pues, tenían que abastecer al San Venancio y, por lo inesperado, sin recibir nada a cambio porque no tenían mercancías listas para traficar.

El capitán Dávila, nada más desembarcar, preguntó a uno de los guardias del puerto por el comandante militar. Le dijo que era el coronel Bustamante y que lo podía encontrar en la casamata de mando del acuartelamiento. El capitán Dávila se hizo confirmar que se trataba de don Manuel Bustamante, del cuerpo de dragones del Rey. Y así fue.

—¿Pepe…? ¿Eres tú, Pepe Dávila?

La expresión del militar detrás de la mesa era de una extrañeza rayana en el pasmo.

—Sí. Y tú eres Manolo Bustamante.

El coronel Bustamante se levantó bruscamente y se fundió en un fuerte abrazo con el capitán Dávila. Los dos hombres mantuvieron los ojos cerrados durante su efusivo saludo.

Don Manuel Bustamante y don José Dávila no sólo eran paisanos, pues crecieron a la vez en el cuartel de Triana de Sevilla, sino que sirvieron juntos en infinidad de campañas y cada uno, con certeza, le salvó al otro la vida en dos ocasiones. Hacía nueve años que no se veían porque sus destinos militares divergieron yendo uno hacia Italia y el norte de África y el otro hacia América y el lejano Oriente. Aquel reencuentro en mitad del Pacífico les había sorprendido y emocionado a ambos. Los hombres se separaron y se escrutaron los rostros en silencio y con las sonrisas clavadas en los labios. No pudieron evitar abrazarse de nuevo.

Los dos militares profesionales pasaron el resto de la mañana, el almuerzo y media tarde, rememorando hazañas y contándose los avatares de sus azarosas existencias. Sentados en el soportal de la vivienda del coronel dentro del recinto amurallado del cuartel, dejaban discurrir la tarde con delectación. Tras un rato de silencio, don Manuel Bustamante preguntó con seriedad:

—¿Qué dotación llevas en ese galeón?

—Cincuenta y seis hombres en total. Sólo la mitad vale para algo.

—¿Artillería y munición?

—Escasa, y la mayor parte arrumbada en las bodegas. ¿Por qué lo preguntas?

El coronel quedó en un silencio adusto hasta que al cabo se levantó diciendo:

—Espera un momento.

Se dirigió a su oficina y cuando regresó, le extendió un papel al capitán Dávila. Éste leyó en silencio:

Parte emitido por el teniente Sotomayor, comandante del puesto de la isla de la Rota, al comandante de la guarnición de las Reales Islas Marianas, Excelentísimo Señor don Manuel Bustamante Murillo, el día del Señor de 9 de febrero del año de gracia 1755.

Se recibe del bricbarca Santa Marta comandado por el teniente de navío don Enrique Martínez de Villanueva, procedente de Guam y con destino a Saipán, dos novillos, cuatro cerdos, diez cavanes de arroz, seis de habas, cuatro de cebollas, ajos, pimientos secos y pepinos, dos de grano en bruto, uno de harina; dos arrobas de aceite y cuatro de vino; cuarenta atados de cigarros; un quintal de salazón diversa contándose arenques, tasajo, jamón y bacalao.

Al mencionado teniente Martínez se le pasaportan los soldados don Porfirio Sánchez Pérez y don Gustavo Alanís Santisteban y se reciben los penados don Trinidad Juárez Mantillo, don Pedro Albarca Manchón y don Ignacio Pons y Gaumé, estando todos ellos en buenas condiciones.

Se hace notar que a esta isla arribó una pequeña embarcación de origen y matrícula holandesa procedente de las islas Filipinas, sin carga aparente aunque con documentación válida para el transporte de cera. Tras una estancia de seis días sin mayor novedad, su marinería, de raza incierta en su mayoría aunque oriental no achinada, cometió algún desmán como la violación de una joven aborigen. Se les conminó a abandonar la isla, lo cual hicieron planteando cierta resistencia. Ninguna persona bajo mi mando resultó herida. La tal embarcación no estaba aislada, porque vino a encontrarse con ella una flotilla compuesta por cuatro embarcaciones chinescas de porte variado pero con una capacidad estimada de unas trescientas a quinientas personas y seguramente artilladas. Dejó de divisarse la tal flota el mismo día de su aparición, hace dos días, o sea, el 7 de febrero.

Sin otra novedad digna de mención, firma el presente parte a Vuecencia a quien Dios Guarde Muchos Años, el teniente Sotomayor.

—¿Qué te parece?

—Es un parte bien hecho, detallado e… inquietante.

—Es una mierda de parte, no dice de la misa la cuarta y es mucho más que inquietante.

—¿A qué te refieres?

—A ese Sotomayor lo conozco yo bien, y si no ha liado la de Dios es Cristo con esa gente, es que yo no me llamo Manolo.

—Pero dice que no ha habido heridos.

—Entre ellos.

—¿Por qué no iba a dar detalles el teniente de un incidente grave?

—Porque es un camorrista y teme que si ha hecho alguna barrabasada, por más justificada que esté, se le caiga encima a causa de sus antecedentes. En cualquier caso, una flota china por estos mares es algo inusual. Sin chinos y conchabada con una embarcación holandesa, como se colige del parte, es aún más preocupante. Ésos andan detrás de vosotros.

—¿Tú crees?

El coronel afirmaba lenta pero firmemente con su cabeza.

—Ponte alerta, Pepe, hazme caso. El galeón ha sido tentador toda la vida para la piratería de todo el mundo. Y ese San Venancio, por lo que me cuentas, es el galeón más vulnerable de todos los que han pasado por aquí desde que estoy en este destino.

El capitán Dávila quedó pensativo un rato al cabo del cual preguntó:

—¿Podría hablar yo con ese teniente Sotomayor?

El coronel pensó unos instantes y dijo después:

—No sé. El tiempo se está poniendo malo y de aquí a la Rota se tarda un día con buenas condiciones. Si te pilla un baguio o una colla larga no regresas en menos de una semana. O dos. Queréis estar aquí sólo tres días, así que tú verás. Mañana o pasado te podría encontrar una embarcación.

—¿Y con los dos soldados que se mencionan en el parte que salieron de la Rota?

—Con ésos puedes hablar menos todavía, porque desembarcaron en Saipán, que es donde están destinados. ¿Te busco el barco para ir a la Rota o a Saipán?

—No, déjalo, prefiero aprovechar el tiempo y disponer el galeón.

—¿Qué ayuda te puedo prestar?

—¿Qué dotación tienes?

—Setenta y dos hombres para todo el archipiélago. Una ridiculez. Aquí tengo veintinueve.

—Los necesitaré, Manolo, tengo que colocar los cañones en los pañoles, comprobar el estado de la pólvora, la munición y las piezas, arrumar toda la carga y lastrar con grava el galeón. Para eso necesito muchos brazos y fuertes; además, me viene bien una disuasión militar complementaria, porque va a protestar todo el mundo y no quiero que se desmande nadie.

—Está bien, para eso no necesito permiso del penco de gobernador que tenemos ahora. También te puedo proporcionar pólvora y munición en cantidad, porque hombres no tengo, pero suministros me sobran. Los cañones del galeón serán los antiguos del 32, ¿no?

—Sí.

—Pues no hay problema. ¿Empezamos la faena mañana?

—Mañana temprano. Gracias, Manolo.