5

Navegando a una altura de 19° 10’ tras haber dejado las islas Filipinas unas mil quinientas millas atrás, la flotilla cham divisó las primeras Marianas. Habían llegado bastante antes de lo que las estimas de todos los patrones, incluido Piet van de Derk con su cronógrafo, habían calculado.

Se arriaron las velas principales de los juncos y los tripulantes, sobre todo los muchachos más jóvenes, observaban extasiados las islas humeantes en un día de aire límpido y de mar tranquilo. El holandés, que presentaba un color rubio cada vez más tostado, hablaba quedamente con Jan Valtener, a quien empezaba a darle la consideración de segundo oficial.

—Tengo cartas españolas y por ello sé que esas dos islas son volcanes activos. Se llaman Asunción y Pagan. Aunque desde aquí no se divisa, por allí debe de haber otro volcán denominado Farallón de los Pájaros, que es peligrosísimo para la navegación.

—Dijo usted una vez que a estas islas las llamaban los españoles las de los Ladrones. ¿Son rapaces sus pobladores?

—Magallanes las llamó las Velas Latinas, porque las dos primeras islas que descubrió tenían esa forma, pero cuando los españoles las conquistaron, los chamorros, que así llamaron a los indígenas por tener la cabellera trasquilada, se demostraron como los aborígenes más ladrones del mundo. Los jesuitas, que son los encargados de cristianar a esa gente, le cambiaron el nombre otra vez y le pusieron el actual, no por la Virgen María sino por Mariana de Austria.

—A lo mejor los curas también consiguieron hacer honrados a los chamorros.

La ausencia de sonrisa en el rostro de Piet, en unos momentos en que todos estaban alegres, preocupó ajan después de admirar la erudición marinera de su patrón. La avidez de su mirada denotaba que estaba pensando muy rápidamente. Jan prefirió no preguntar al patrón la razón de su tribulación y esperó a que diera rienda suelta a sus preocupaciones.

Mientras Nagarajan contemplaba el hermoso paisaje de islas lejanas y desperdigadas, de uno de los juncos menores se destacó una pequeña lancha con cuatro remeros y dos pasajeros. A los pocos minutos ocurrió algo parecido en los demás barcos incluida la goleta. Piet tomó nota con su mirada aguileña y oyó quejan le comentaba:

—Parece que va a haber asamblea.

—Eso es lógico, porque hay que decidir qué actitud tomar con los españoles de esas islas. Lo notable de verdad es que la asamblea no la ha convocado el príncipe, sino el que ha ordenado botar la primera barca. Le apuesto lo que quiera a que es el cortesano que habla español. Si es así, considere que ése es el que manda de verdad esta expedición.

—No lo conozco.

—Ya lo conocerá. Yo no sé ni cómo se llama.

Efectivamente, quien primero desembarcó de las lanchas que se aproximaban y subió al junco capitán fue el cortesano al que se había referido Piet van de Derck. Éste observó que la muchedumbre que atiborraba la cubierta lo miraba con respeto e incluso con simpatía. El hombre miró alrededor e hizo un gesto de saludo. Detuvo la mirada unos instantes en Piet y seguidamente buscó a Nagarajan. Subió decididamente al castillo de popa e inclinó el torso ante el almirante de la flota. Habló con él y después volvieron ambos las miradas a Piet. Continuaron hablando en voz queda mientras arribaban las demás lanchas, cinco en total.

La asamblea atestó el camarote de Nagarajan porque lo invadieron once hombres, entre ellos Piet van de Derk, al que habían invitado con un simple gesto. Cuando se fueron acomodando en el suelo, el cortesano principal se fijó en Lieu, que estaba encogida en un rincón. A ésta se le aceleró el corazón, porque los destellos de la intensa mirada del cortesano mostraban que la había reconocido como la concubina del rey. Se volvió después el hombre hacia Nagarajan con gravedad y reproche en su expresión. Éste se conturbó un tanto y el cortesano hizo un gesto enérgico con el que ordenaba perentoriamente que el aparente muchacho desapareciera del camarote. Muchos de los asistentes estaban aún acomodándose y charlando entre ellos, porque hacía mucho tiempo que no se veían, y les pasó inadvertido el incidente. Cuando Lieu hubo salido de la estancia, el cortesano le dijo a Piet en español:

—Me llamo Ramayya. Da tu opinión sobre lo que debemos hacer en estas islas.

Se hizo el silencio en la cámara apenas conturbado por el rumor de las conversaciones en cubierta y por el suave batir de las olas contra el casco del buque. Piet, que había preferido apoyarse en una pared antes que sentarse en el suelo, aclaró la voz y dijo:

—Estas islas tienen muchos bajíos coralinos, por lo que la navegación entre ellas es peligrosa si no se conocen bien. Yo no las conozco. Las autoridades españolas, aunque sean pocas y defendidas por escasa dotación militar, sospecharán de nosotros. Puede que ni siquiera sepan que viene un galeón en esta época del año, pero también es posible que algún barco correo les haya dado noticia de ello. En tal caso pueden poner sobre aviso al San Venancio de nuestra presencia enviando alguna embarcación.

—¿Lo encontrarían?

—Es difícil, pero ellos conocen muy bien la derrota usual de los galeones. Creo que no nos conviene que el San Venancio sepa de nosotros antes de tiempo.

Todos permanecían en silencio a pesar de que no entendían ni una palabra de lo que decían los dos hombres.

—¿Qué propones?

Piet quedó pensativo unos instantes y miró después francamente con su mirada azul a los ojos negros del cortesano.

—Decididlo vosotros, porque ninguna de las opciones que se me ocurren entorpecen nuestro proyecto.

—¿Cuáles son esas opciones?

—Podemos atacar una isla y bloquearla. Tenemos gente y medios suficientes para ello sin necesidad de usar gran violencia. Dueños de la isla, haremos la aguada, acopio de frutas y esperaremos tranquilamente al galeón patrullando por turnos en estas aguas. También…

El cortesano interrumpió al holandés con un gesto y tradujo a los demás. Éstos escucharon muy atentamente. Al cabo, Ramayya indicó a Piet que continuara exponiendo sus ideas de acción.

—Otra posibilidad, seguramente más prudente, es mantener la flota a esta distancia, lejos de las formaciones coralinas y de la vista de los españoles, y embarcar en mi goleta un grupo de nosotros. Tengo papeles de autorización para atracar en las Filipinas y de la aduana de Manila para comerciar con cera de Siam, producto despreciado por los españoles para transportar en el galeón. Podríamos encontrar excusas creíbles para la pérdida de la carga.

Ramayya tradujo de nuevo y algunos de los patrones y cortesanos intercambiaron pareceres. Tras una pausa, el que estaba claro que era el jefe, porque Nagarajan se mantenía impertérrito, preguntó:

—¿No sospecharían del acopio de fruta y víveres que deberíamos hacer?

—Según cómo lo hagamos.

Ramayya afirmó con la cabeza dubitativamente y después continuó inquiriendo al holandés:

—¿Qué sabes exactamente de esas islas?

—Casi nada de lo que nos interesa. Tengo cartas españolas y, por el tamaño, deduzco que la más importante se llama Guam. Habrá más guarnición militar, pero seguramente será allí donde atraque el galeón. Es preferible arriesgarnos a tener conflicto con los españoles, aunque debamos evitarlo, a que se nos escape el galeón. Si no lo descubrimos aquí, en mar abierto será imposible dar con él.

Ramayya movió de nuevo la cabeza con gesto que Piet van de Derck interpretó como que aprobaba sus apreciaciones.

Durante una hora o más se discutió en el camarote las ideas del holandés. Este temía que decidieran el ataque a una isla, quizás alguna de las menores, Tinián o Rota, a pesar de que esa acción presentaba ciertas ventajas.

Se hizo el silencio y Ramayya habló en español al holandés.

—Quizás ataquemos, pero antes exploraremos. Lo haremos en tu goleta. Iremos hacia el sur esta tarde, y mañana, si tenemos un viento propicio, destacaremos tu barco hacia una de las islas principales. Ya te diré la dotación que llevaremos.

—¿Y si los españoles sospechan y nos atacan? —Nos defenderemos y después los atacará la flota completa.

—¿Cómo sabrán que estamos en apuros?

Ramayya sonrió enigmáticamente y al holandés se le vino a la cabeza la gran palmera fulgurante con la que se agrupó la flotilla después de la dispersión causada por la tormenta. Aquella gente bien pudiera tener un complejo sistema de comunicaciones a base de explosiones aéreas de distintas formas y colores.

Nagarajan dijo algo que provocó un ligero gesto de fastidio en el rostro de Ramayya, pero prefirió traducir al holandés antes que desahogar su malestar:

—Dice que podríamos hacernos fuertes en la isla y, cuando llegara el galeón, tomarlo por sorpresa.

Piet contestó un poco cansinamente:

—Primero, es dudoso que los españoles del galeón se rindan en el barco, pero es seguro que no lo harían en tierra; segundo, el príncipe nos debería explicar qué haríamos nosotros aquí con la carga del galeón.

La reunión duró poco más y cuando se dio por concluida salieron todos charlando animadamente. Excepto Ramayya, que se quedó con Nagarajan a solas. A nadie sorprendió que por los pasillos del castillo y hasta casi la cubierta del junco se escuchara el acaloramiento de la discusión que tenía lugar entre los dos hombres. Piet van de Derk quiso confirmar una vez más que la voz de Ramayya era la que sonaba más firme y autoritaria aunque la del príncipe se hiciera notar más. Lo que no pudo deducir era que discutían sobre Lieu Quan.

Dos días después de la asamblea, la estilizada goleta holandesa se destacaba de la flotilla cham dejando atrás las islas vecinas de Tinián y Saipán. La goleta navegó hacia el sur en busca de la isla Rota, mientras que los juncos permanecerían vigilantes entre las tres islas.

Don Álvaro de Soler hacía su vida social en el galeón casi exclusivamente con Feliciano, el patrón don Felipe Carreño y el loco Oliveira, aparte del capitán Dávila. Su extravagante acción con los aborígenes de la isla en la que encallaron fue muy comentada por todos los tripulantes y exagerada hasta extremos inverosímiles; por ello, tanto pasajeros como oficiales, marineros y soldados, lo miraban con simpatía, sorna o admiración según el carácter de cada cual. Y aunque muchos estuvieran deseando entablar conversación con aquel señor tan mayor y serio, don Álvaro rehusaba con mayor o menor sequedad. Además, don Álvaro despertaba también curiosidad, porque todos empezaban a tener noticia de sus inventos. Primero fue el maestro carpintero el que comentó su triunfo en la lucha contra las chinches y algunas artimañas en la guerra contra las cucarachas, pero lo que más se estaba comentando entonces era un curioso ungüento que había preparado para hacer más llevadero el hedor que emanaba de la sentina y envolvía al galeón como una nube. En cubierta, con algo de viento, la peste era soportable, pero en las bodegas y camarotes era casi insufrible por más que las pituitarias trataran de adormecerse sin éxito. Don Álvaro obtuvo del oficial despensero laurel, aceite y vino de las islas Madeiras, y de uno de los médicos hojas de eucalipto que llevaba para hacer vapores contra los resfriados. Don Álvaro experimentó con ellos cociendo y mezclando hasta obtener una pasta de color parecido a la piel humana y de un olor extraordinariamente penetrante y agradable. Untándose dos gotas del ungüento entre el labio superior y la nariz, se podía contrarrestar el hedor de la sentina durante muchas horas. Su uso se empezó a extender en el galeón y todos sabían que aquel extraño señor había sido su inventor y que no pretendía obtener beneficio alguno de él.

Don Álvaro estuvo tentado de hacer con Feliciano lo mismo que hizo su amada doña Beatriz del Estal con su sobrina Blanca: obligarlo a leer diariamente durante una hora y escribir dos pliegos completos de lo que se le ocurriera so pena de un castigo severo, en aquel caso dejar de comer, o de alguna recompensa. Pero la verdadera autoridad sobre el muchacho la tenía su madre y don Álvaro era poco dado a obligar a nadie a hacer nada. No le hizo falta la coacción, porque Feliciano aceptó con gusto la propuesta de leer y escribir. Don Álvaro habló con su madre, doña Marta, y ella estuvo de acuerdo en ayudarlo a pedir libros a todo el pasaje para que el muchacho pudiera tener una buena variedad y calidad de lectura. Pero no fue esto lo mejor que hizo don Álvaro por doña Marta y su hijo, sino compartir con ellos el jarabe que le había preparado don Facundo para evitar el mareo. Aunque no habían tenido que sufrir los efectos de más baguios, cada vez que el mar se presentaba algo agitado la madre y el hijo se ponían verdosos, vomitaban y quedaban al filo de la inconsciencia por más que usaran el remedio popular en los galeones: ponerse un papel de azafrán en el pecho y permanecer quieto en una tabla durante el hervor de la tormenta. El jarabe de don Facundo les alivió su mal como por ensalmo.

El loco Oliveira era quien más entretenía a don Álvaro. La simpatía que despertó en él, que pronto se hizo mutua, quizá tuviera su origen en que el propio padre de don Álvaro de Soler fue una persona que enloqueció y terminó sus días enajenado a una edad parecida a la que tenía entonces Oliveira. Pero es que además, el gallego o portugués, que ni él sabía muy bien en qué lado caía el pueblo donde nació, era realmente la persona que más sabía del viaje de Manila a Acapulco. Oliveira, siempre que estaba desocupado, se entretenía con la filástica, haciendo mechas con los cabos viejos, de manera que fabricaba cordeles y guitas que bien pudieran ser muy útiles. Tenía tal habilidad con los dedos que en poco rato trenzaba una cuerda de buen tamaño a partir de unos trozos de maroma deshilachada. Oliveira no cesaba en su labor sentado a los pies de don Álvaro mientras que éste descansaba más cómodo sobre la tapa de una escotilla. Su mirada aguda e inteligente, por más que bailara en los ojos como ida, le daba una franqueza muy grata a don Álvaro. Conversaciones con él a tenor de alguna frase críptica, le resultaban muy ilustrativas.

—Dígame, Oliveira, ¿por qué dijo usted aquello de que debíamos llevar plata o cañones al desembarcar porque nadie nos ayudaría?

—Porque ni allí, ni en San Bernardino, ni en ninguna parte, habrá contrabando.

—Explíquese.

—Desde Manila a San Bernardino los galeones tardan, con buen tiempo, un mes y medio. —Sí. ¿Por qué tanto?

—¿Y por qué no usan la derrota del norte que se lleva explorando y proponiendo hace cincuenta años? —No sé a qué se refiere.

El gallego detuvo los dedos y esparció por el suelo hilachas de cáñamo y las señaló mientras decía:

—Éstas son las islas Filipinas. Nosotros vamos por entre medio de ellas hasta aquí: San Bernardino. Después subimos hacia el norte, en mar abierto, para encontrar los vientos que nos lleven a América. ¿Por qué no vamos por aquí? —Oliveira rodeaba las hilachas por el norte—. ¿Por qué yendo entre medio de las islas tardamos más de la cuenta? ¡Ja!

—Diablos, ¿por qué?

—Por el contrabando.

Oliveira reanudó su labor aunque se detuvo de repente y fijó su incierta mirada en los ojos asombrados de don Álvaro.

—¿Sigue sin entender? Pues por lo que se dice, usted debe de ser cualquier cosa menos duro de mollera. —Don Álvaro no sólo no hacía caso a muchas de las impertinencias de Oliveira sino que le hacían gracia, porque sabía que el viejo marinero lo respetaba—. Mire, desde Manila a San Bernardino el galeón se para en veinte lugares distintos. El general y los oficiales son invitados con mucha galanura en los poblados grandes. Mientras los agasajan con vino y manduca abundantes en cenas interminables, se arriman al galeón montones de lanchones metiendo mercancías de tapado. Como este galeón no ha dado provecho y ya va hasta los topes, pues nadie nos invita ni nos da fruta. Y si encallamos, o pagamos con plata o amenazamos con cañones. ¿Entendió?

—Entendí. Sin embargo, lo que no llego a comprender es cómo…

—¿Cómo, qué?

—Perdone, Oliveira. —Don Álvaro había bajado la voz hasta un susurro—. Escuche la canción que le canta esa señora a su hijo.

Cerca de ellos, una mujer joven tenía en el regazo un niño de unos dos años medio adormecido y entonaba muy dulcemente:

Abajo de mi ventana

tiene un pono de limoncito,

cada rama siete plores

cada plores un bisito.

Abajo de mi ventana

tiene un pono de naranjita,

ya partí para comé

ya salí siete bonita.

Siete palo tiene el monte

sambón, sampáloc, sandía,

santol, sampinit, sampanga,

hierba de Santa María[5].

—¿Qué es eso Oliveira? —Una canción muy bonita.

Bajando aún más la voz para ser discreto, don Álvaro insistió un tanto irritado:

—Ya lo sé, hombre, pero es un español raro, ¿no?

—Chabacano. Mezcla de español y mindanao. Suave, bonito y gracioso. Chabacano.

Don Álvaro compartía con el patrón, don Felipe Carreño, tantos y tan instructivos ratos como con Oliveira. Era un hombre de mediana estatura, casi menudo, y su rostro recordaba un tanto al de la ardilla, pues tenía las entradas del cabello muy cerca de las cejas. Bajo éstas, unos ojos pequeños y vivaces denotaban una inteligencia quizá brillante y una capacidad de resolución rápida. Tenía la nariz grande y algo respingona. En la boca, aun estando serio, se entreveían unos dientes prominentes y muy blancos cuya presencia se acentuaba a menudo, porque era un hombre de sonrisa rápida y fácil. No vestía como los oficiales, quienes, cuando el calor no lo hacía insoportable, lucían siempre casacas rojas adornadas con botones de plata más o menos brillante. Él siempre iba en mangas de camisa aunque ésta fuera de tejido fresco de calidad extraordinaria y seguramente de origen chino.

A don Felipe Carreño le complacían de don Álvaro los avances que continuamente hacía como piloto y la humildad con la que le pedía consejo y lección. El patrón fue quien más apreció el papel de don Álvaro en la búsqueda, de acuerdo con los aborígenes para desencallar el barco, porque según sus estimaciones, sin la ayuda de aquéllos era dudoso que su maniobra con los lanchones y el viento flojo hubieran sido suficientes para hacer navegar el galeón. A don Álvaro le agradó que don Felipe conociera las andanzas y desventuras del piloto Jerónimo Gálvez que le contó su amigo Sebastián Quintero y que tuviera parecidas frases de alabanza hacia él.

Una vez estaban los dos apoyados en la borda de babor viendo el atardecer después de haber cenado. La navegación era rápida por tener el viento de popa, quizá fueran a ocho nudos, y el buque cabeceaba poco.

—Piense, señor de Soler, que es casi medio mundo el que tenemos que recorrer cuando salgamos de San Bernardino. He hecho el viaje sólo dos veces y ésta es posiblemente la última, pero estoy seguro de que siempre añoraré la travesía del Pacífico.

—¿Por qué lo deja usted?

El patrón quedó unos instantes en silencio y después se giró hacia don Álvaro diciéndole:

—Calcúleme la edad.

—Pues… treinta y ocho, quizá cuarenta.

El patrón sonrió un tanto amargamente y dijo:

—Aún no he cumplido los treinta y dos. No ha calculado usted mal, porque cada uno de estos viajes le echa muchos años encima a cualquiera. Pero no le voy a hablar de los infortunios que suelen acompañar a esta travesía, le digo mi edad para que reconozca que es tiempo ya de que me case, ¿no le parece?

—¿Tiene usted prometida?

—Sí, en Nueva España.

—Se casará, pues, y sentará la cabeza. Eso está bien, pero usted es marino, ¿qué planes tiene?

El patrón sonrió de nuevo y se alegró de poder contar a alguien como el comisionado sus perspectivas de futuro.

—A mí, don Álvaro, me correspondía ser extremeño, pero nací en Veracruz. Tengo deseos de conocer España con mi esposa. Ya soy medio rico y, si este galeón llega bien a Acapulco, seré lo suficiente como para permitirme el viaje y una holgada estancia en España.

—Me parece muy bien, aunque… España quizá le decepcione.

—Me tiene usted que hablar mucho de España.

—Lo haré con gusto y…

—¿Y?

—Y tal vez lo haga en ocasiones con amargura. Pero contésteme a la pregunta que le hice; ¿tiene deseos de dejar el mar? Tengo entendido que eso es muy difícil para los marinos de casta y a mí me parece que usted lo es.

Don Felipe rió de buena gana y respondió:

—No, don Álvaro, yo sé también que no dejaré el mar. Mi prometida también lo sabe y lo acepta, pero esta travesía no me gusta.

—Naturalmente. A qué joven pareja le gusta estar separados durante ocho o nueve meses cada año.

—No es sólo por eso. —El patrón había respondido con seriedad—. El galeón de Manila supone un tráfico que no me agrada. Se basa todo en la ambición. Lo que yo quisiera…

Don Felipe refrenó su repentino entusiasmo e inclinó la cabeza sonriente. Don Álvaro vio que casi había enrojecido, lo cual le agradó mucho y por ello lo animó amablemente:

—Cuénteme sus aspiraciones, hombre, tengo bastante experiencia en la vida y quizá pueda hacerle algún comentario de provecho.

El patrón sonrió de nuevo y respondió con timidez que fue dejando paso a su contento.

—Fue leído en una gaceta de Acapulco que el gobierno de España está planeando reanudar las expediciones científicas; ya sabe: para medir los meridianos, trazar cartas detalladas, clasificar especies animales y vegetales, llevar a cabo estudios antropológicos y todas esas cosas. Eso es lo que yo quiero, don Álvaro, guiar navíos con objetivos nobles. Por ello no me importaría arrostrar peligros, separarme de mi esposa y sufrir penalidades. ¿Qué le parece?

A don Felipe lo dejó sorprendido, casi sobrecogido, la reacción de don Álvaro, porque en su rostro estaba claramente dibujada la tristeza. Don Álvaro suspiró y dijo mirando al patrón:

—Eso es muy bueno, señor Carreño. Vaya a España e inténtelo con todas sus fuerzas. Aún más, le daré dos o tres cartas de recomendación que puede que le ayuden. O puede que no. Inténtelo.

—Gracias, don Álvaro, pero lo dice de una forma…

Don Álvaro sonrió y, poniendo una mano sobre el brazo de su amigo, lo tranquilizó diciendo:

—Tenía noticias de que el ministro Ensenada, a quien yo servía, estaba planeando una serie de expediciones de las que usted apunta con sus colaboradores Jorge Juan y Ulloa. Al ministro lo han destituido para mi pesar. Ahora tengo dudas de que esas expediciones se lleven a cabo, pero hay que tener confianza en que no se permitirá que su labor y sus proyectos se echen a perder. Al fin y al cabo, marina siempre va a haber en España y la necesidad de buenos pilotos y patrones seguirá siendo acuciante. Le escribiré esas cartas y, al menos, sus destinatarios le informarán sobre las posibilidades que tiene de embarcarse en una expedición científica.

El patrón se fue a repartir las obligaciones nocturnas entre los marineros entusiasmado y agradecido a don Álvaro. Éste paseó la mirada por la cubierta y vio que ya se estaban organizando los juegos conforme se encendían fanales, mariposas y candiles por doquier.

Don Álvaro sabía que el general había prohibido jugar con dinero, pero también tenía noticia de que la timba más poderosa se organizaba en sus aposentos y que quienes más relevancia tenían en ella eran dos o tres pasajeros ricos, aparte de varios oficiales, así como el elegante penado don Antonio Sepúlveda. A don Álvaro lo invitó una vez éste último con mucho tacto, pero él rehusó con amabilidad y firmeza.

En cambio, a don Álvaro lo entretenía descifrar las reglas de los distintos juegos observando los corros de jugadores. El más popular de naipes parecía ser el que llamaban flux catalán. Otro juego más pausado e intelectual eran las tablas de Borgoña, que se jugaba entre sólo dos personas sobre un tablero con cuadros y quince piezas redondas, unas blancas y las otras negras, moviéndose según dictasen dos dados lanzados sobre el tablero cada vez. También se jugaba al alquerque inglés, al tecadillo viejo, al parar genovisco, a la figurilla gallega, al triunfo francés, a la calabriada morisca, a la ganapierde romana y al tres, dos y as bolones. Jugaban hombres, mujeres y niños; seguramente toda la tripulación y pasaje del buque salvo el loco Oliveira y don Álvaro de Soler, porque hasta el capitán Dávila, el patrón y todos los curas y frailes participaban con frecuencia en distintos juegos y apostando.

Del veinticinco al veintiocho de enero del nuevo año 1755, el San Venancio hizo la última aguada y acopio de frutas, hortalizas y otros víveres anclado frente a un destacamento militar cercano al estrecho de San Bernardino llamado el Embocadero. Tras recorrer sus ocho leguas a través de un ancho de entre dos y seis leguas limitadas por las islas de Camarines y Luzón al sur suroeste, y las de Ticao, de los Naranjos, Capul, Biri y Samar al noroeste, el galeón se enfrentó a las tremendas corrientes que le llevarían o impedirían su paso al océano más extenso y portentoso del mundo. La orden del general don Luis Belloso fue de confesión general para los creyentes y bautismo para los gentiles. La comunión en la solemne misa concelebrada por todos los religiosos de a bordo sería obligatoria. A la vista de cómo se presentó el día señalado, con oleaje duro y viento fuerte, pocos dejaron de cumplir la orden.

La isla de Rota tenía apenas tres leguas de largo por una de ancho. Estaba habitada por menos de cien aborígenes que vivían en chozones de palma y se dedicaban a la pesca y a la agricultura de subsistencia. La presencia española se limitaba a una dotación de ocho soldados, dos cabos, el sargento Benítez y el teniente Sotomayor, todos ellos en destino disciplinario.

De Saipán, a unas setenta millas de distancia, y de Agaña, la capital de Guam, que era la mayor de las islas de aquel disperso archipiélago y más cercana a Rota que Saipán, partían regularmente embarcaciones de porte menor para abastecer a las unidades militares. Dependiendo de los vientos y del estado de la mar, esa periodicidad podía ser de una semana o de un mes. Hacía tres días que el bricbarca de Guam había zarpado de la Rota después de llevarse dos soldados y dejar a otros tres, además de correo y alimentos.

El teniente Sotomayor, sentado a la puerta de la empalizada de estacas que delimitaba el establecimiento militar, que consistía en cuatro chozones análogos a los de los chamorros vecinos, miraba la playa que se extendía majestuosa ante él. El sargento Benítez estaba de pie apoyando la espalda y un pie en una jamba de la puerta.

—¿Qué opina de esa goleta, Benítez?

La respuesta del sargento no se hizo esperar:

—Que si ese holandés y el burujón de gitanos que lleva a bordo son comerciantes en cera, yo soy un santo padre agustino. A ver qué hacemos.

—Me parece que no tenemos más remedio que tratar de dar aviso al destacamento de Guam o aguantar a esos pendejos hasta que les dé por largarse. Y ojo avizor, porque me fío poco de ellos. —Tras una pausa, el teniente añadió desganadamente—: En esta época del año, a Guam no llega ni el chamorro Pelón Colorao, que es el que tiene fama de navegar mejor con su piragua. Estamos jodidos.

—Quizás hagan lo que dicen que quieren: descansar y embarcar agua y fruta.

—¿Aquí? Agua sí, pero como no llenen la goleta de cocos, no sé qué fruta van a encontrar. A partir de esta noche, me organiza una guardia con centinela cada dos horas. Y quiero a todo dios con las armas a punto, ¿estamos?

—No hay que pasarse, ¿no? Si hubieran querido atacarnos ya lo habrían hecho, porque son muchos más que nosotros y usted ha visto, cuando inspeccionamos el barco, que llevan cañones. A lo mejor…

El teniente Sotomayor miró intrigado al sargento Benítez.

—A lo mejor, ¿qué?

—A lo mejor les podemos sacar un dinero… no sé.

—Déjese de leches, Benítez, y haga lo que le digo. Mándeme al Colorao si lo ve por ahí, a ver si le echa arrestos para ir a Guam en su piragua. Y que venga también el cura Azcárraga.

—A sus órdenes, pero el cura vendrá si le da gana.

Los días transcurrieron tranquilamente en la Rota. Los tripulantes de la goleta pescaban, se bañaban, hacían acopio de agua y cocos, se relacionaban tímidamente con los chamorros y dormían por grupos en las afueras del poblado cerca de la playa.

Ramayya y Piet van de Derck buscaban con frecuencia oportunidades para hablar con los soldados y, en particular, con el teniente Sotomayor. Pero lo huidizo de sus actitudes les confirmaba que los españoles eran de poco fiar, porque seguramente no se habían creído su añagaza. Sospechaban que los toleraban porque tenían poca fuerza y escaso motivo para originar un conflicto, pero que al primer desliz que cometiera alguien, los españoles no se quedarían de brazos cruzados.

Trataron de indagar sutilmente la frecuencia de visita de alguna patrulla interinsular, pero una de las primeras órdenes del teniente a sus subordinados fue que, bajo ningún concepto, se les diera información alguna a los forasteros sobre ese asunto.

A Ramayya lo conturbaba también el hecho de que Lieu Quan hubiera desembarcado con ellos. La concubina rogó e imploró a Nagarajan que le permitiera desembarcar, porque su falta de costumbre marinera la tenía desesperada. Quería respirar aire libre y sentir el piso firme bajo sus pies. Tanto suplicó, que Nagarajan trató de imponer a Ramayya el deseo de ella. El cortesano, tras abroncar una vez más al príncipe por la grave imprudencia que había cometido permitiendo viajar a la concubina de su padre, aceptó llevarla más por tenerla controlada que por satisfacer su capricho.

Las relaciones en tierra entre Lieu Quan y Ramayya se hicieron pronto borrascosas. Ella, aún con apariencia de muchacho, exploraba por su cuenta la isla en solitario. Ramayya trató de impedírselo amenazándola con hacerla encerrar en la sentina de la goleta encadenada de pies y manos. Ella, tras un desafortunado intento de seducir al cortesano que tuvo efectos contrarios a los deseados, amenazó a su vez blandiendo la autoridad de Nagarajan. La mano la ganó la joven, porque Ramayya consideró que dejarla vagar por las playas sería menos pernicioso que provocar un enfrentamiento con el príncipe o que los tripulantes de la goleta empezaran a sospechar demasiadas cosas sobre aquel polizón.

Al quinto día de la relativamente tensa convivencia entre la población de la Rota y su destacamento con los treinta y ocho tripulantes de la goleta holandesa, se desencadenaron los hechos.

El sacerdote jesuita, padre José Azcárraga, llegó con paso firme a la empalizada del recinto militar preguntando por el teniente Sotomayor. Éste estaba en aquel momento con el sargento Benítez y los tres se reunieron con la gravedad reflejada en sus rostros. Eran las tres de la tarde, el calor húmedo hacía agobiante el aire. Todos los habitantes de la isla sesteaban, incluidos sus extraños visitantes.

El teniente Sotomayor era un leonés de treinta y seis años y hacía ya varios que debería ser capitán, pero su carácter pendenciero había moteado demasiado su hoja de servicios, por lo demás extraordinaria. Era bajo y fornido. Lo que más destacaba de su rostro eran un mostacho negro, brillante y tupido, así como unas cejas poco menores que aquél. Sus ojos marrones eran pequeños y astutos.

El sargento Benítez tenía veintisiete años y era mestizo filipino. Su último destino había sido el penal de Zamboanga, un año como guardia y otro como recluso. Robaba cuanto podía y al gobernador del presidio le pareció que su mejor destino era en las islas de los Ladrones. No lo habían degradado porque en batalla siempre se había portado con coraje casi temerario. Era delgado y de estatura mediana. Su rostro era el apropiado a su cruce de razas, porque tenía el pelo moreno y lacio, la piel aceitunada, los ojos tagalos y la nariz española.

El padre Azcárraga era un vasco alto y algo desgarbado. Tendría cerca de treinta años y la cara alargada. Sus ojos estaban bien metidos en unas cuencas profundas, la nariz era prominente y algo aguileña, los labios, casi inexistentes, conformaban una boca amplia en ángulo perfectamente recto con la nariz. Su actitud misionera, poco ortodoxa, lo había empujado de Paraguay a Perú y de allí a mitad del océano. Creía más en la cristianización por las buenas y a su aire que en la aconsejada por las autoridades ignacianas y romanas. Él fue quien inició el cónclave eclesiástico y militar, y lo hizo sin preámbulo alguno.

—Mis chamorros —siempre usaba el posesivo al hablar de sus parroquianos— han descubierto dos cosas que yo creo que son más que inquietantes.

—A saber.

El teniente Sotomayor y el padre Azcárraga nunca se habían llevado bien.

—Restos de la canoa del Pelón Colorao y la arribada de una embarcación en la costa occidental.

—¿Quééé?

—¡Hostias!

—Cuide su lengua.

—¡Pues rehostias!

El sargento Benítez tampoco era amigo del sacerdote.

—Usted, cállese. Dénos más detalles, padre, porque eso que dice puede ser grave.

—La piragua del Pelón ha sido rota por otra embarcación, ni por rocas ni por olas.

Los dos militares estaban realmente alarmados.

—¿Está usted seguro de eso?

—Estoy seguro yo y todos mis chamorros. Le podía dar montones de indicios.

—Deme algunos.

—Los restos de la piragua tienen astillas incrustadas de una madera desconocida. Además, se ha roto de través por la parte que jamás lo haría en una tempestad y tampoco por encallar en un farallón. Eso dejando aparte los detalles de que el Pelón conoce todos los farallones y de que no ha habido indicios de que se haya desencadenado una tormenta de aquí a Guam.

Tras un silencio plomizo, el teniente cambió de asunto:

—Háblenos de la embarcación que ha llegado al norte.

—Llegó ayer.

—¿Por qué no nos lo ha dicho hasta hoy?

—Porque hasta hoy no me he enterado yo.

—¿Cómo es?

—Pequeña, con un palo, una vela cuadrada y dos triangulares.

—Una cangreja y dos foques, o sea, una balandra, ¿no?

—Yo qué sé. Sólo llevaba tres tripulantes.

El teniente Sotomayor expresó, como hacía a veces, sus pensamientos en voz alta sin que le importara en absoluto que hubiera gente que los escuchara:

—Una balandra en las Marianas tiene que ser española y haber sido transportada a rastras hasta aquí por un buque en condiciones; si no, y más en esta época del año, va tripulada por marinos que los tienen bien puestos justo en su sitio.

Tras unos instantes de silencio, el cura continuó expresando su disgusto e inquietudes:

—Y ahora viene lo mejor. O lo peor, o al menos lo más extraño, o, según se mire…

—¡Vamos a ver!

—¡Cállese, sargento, joder!

Los tres hombres no podían ocultar su nerviosismo ni hacían esfuerzo para ello.

—El muchacho ese que se va por ahí…

—¿El que no es gitano sino más bien chinito?

—Ése. Pues ése se ve con uno de los tripulantes de la barca…

—La balandra.

—¡Que se calle, sargento, coño! Y usted, ¿qué es eso de que se ven?

—Pues que en dos ocasiones, una ayer por la tarde y otra esta mañana muy temprano, han mantenido largas conversaciones y… y…

—¿Y qué?

El sacerdote enrojeció y su gesto se turbó mientras balbuceaba:

—Pues… que se amaron.

El sargento Benítez se echó a reír y el teniente Sotomayor no salía de su pasmo.

—¿Quiere usted decir que chingaron el marino misterioso y el chinito? ¡Cagüendiós!

—¡Teniente!

—Perdone, padre, pero es que no entiendo un carajo. Vamos a ver, el amante del chaval ése, ¿es chino también o… o quién coño es?

—Eso es lo único que sé de él, que no es ni chino ni se parece a estos que andan por aquí.

—¿Y los otros dos marineros de la balandra?

—Ésos no hacen nada. Pero no son ni chinos, ni de éstos, ni como el otro, ni…

—Más fantasmas. ¡Cagüendiez! —El teniente meditó unos instantes y después continuó interrogando al cura—. ¿En qué plan van el marinero y el chino? Quiero decir si…

—Están siempre ocultos, porque parece que no quieren que los demás los vean juntos. Los primeros que los vieron fueron dos niños que estaban cogiendo erizos en la cueva en la que se amaron por primera vez. Dieron aviso a sus padres y dos hombres los vigilaron desde lejos durante mucho tiempo. Esta mañana me lo han contado todo.

El teniente y el sargento permanecieron un rato con pensamientos borrascosos que se reflejaban en sus ceños. Al cabo, el teniente preguntó más para sí mismo que a los otros:

—¿Seguro que no ha sido esa balandra la que ha mandado al infierno al Pelón?

El sacerdote contestó rápido y seguro:

—No, o sea que por aquí anda un barco más grande que esa balandra y la goleta holandesa, porque insisto en que mis chamorros aseguran que las maderas de éstas son de otra clase distinta a las astillas clavadas en la piragua del Pelón.

—Sus chamorros, sus chamorros. Muy listos me parecen a mí sus chamorros.

—Más listos que otros.

—Sin ofender, padre, que me cago en la leche.

—¡Calle, sargento, que es como mejor está! Y usted, no falte.

—¿Que no falte? Ahora viene lo grave de verdad que ha hecho esa gentuza. —Los dos militares miraban al sacerdote sin respirar mientras éste reconcentraba su ira antes de decir entre dientes—: Seis de ellos violaron anoche a una muchacha de quince años. La golpearon, la raptaron y le destrozaron, le destrozaron… —Como los dos militares no decían nada y seguían a la expectativa, el cura no tuvo más remedio que dar los detalles que le provocaban turbación y enojo—. Le destrozaron sus orificios.

Los tres hombres quedaron en un silencio adusto durante un buen rato. Al cabo, fue el sargento el que preguntó tímidamente:

—¿Qué hacemos, mi teniente?

El teniente Sotomayor enarcó las cejas componiendo un gesto más que huraño acentuado por el rictus que se adivinaba bajo el espeso bigote y, tras mirar alternativamente a su subordinado y al padre Azcárraga, sentenció:

—Detener a todo dios.

—¡Copón!

—Pero ¿qué dice? ¿Está usted loco?

—Ni loco, ni hostias…

—¡Dejen de blasfemar!

—Aquí hay que aplicar las ordenanzas. Hay dos desembarcos irregulares, sodomía, violación y un posible homicidio. No queda más remedio que detener a los sospechosos.

—¡Con dos cojones! Y poco más…

—Mire, sargento, los cojones me los lleva tocando usted toda la tarde, así que ándese con ojo. Déjenme pensar y después les daré aviso. Y hasta entonces, ni una palabra a nadie. ¡Pero que ni una ni media!

El teniente se levantó dando por concluida la reunión con un gesto más que airado.

El atardecer se presentó más esplendoroso que lo habitual en aquella isla paradisíaca. Sentado al pie de una palmera de la primera línea de playa, bastante cerca del grupo más numeroso de chams, el teniente Sotomayor se deleitaba contemplando la puesta de sol con una botella y un vaso del que bebía pausadamente. Vestía sólo el calzón militar y una camisa completamente abierta, porque hacía mucho calor. Los tripulantes de la goleta lo miraban a hurtadillas a unas treinta varas de distancia. A los quince minutos se destacaron de ellos Ramayya y Piet van de Derck. Se acercaron al teniente charlando calmadamente entre sí. Al llegar hasta él, lo saludaron:

—Buenas tardes.

El acento con que Ramayya hablaba español era suave y tranquilo. El teniente alzó lánguidamente la botella y respondió lacónicamente al saludo:

—Buenas.

—¿Contemplando el atardecer?

El teniente los miró como extrañado. El holandés estaba serio pero su gesto trataba de ser amable, el cortesano sonreía muy levemente. Tras unos instantes de incertidumbre en que los dos extranjeros dudaban de cómo iba a reaccionar el antipático militar español, éste, mostrando de nuevo la botella, dijo:

—Los invitaría a un trago de tuba, pero ya ven que apenas queda en la botella. Lo siento.

Efectivamente, la botella estaba casi vacía. El holandés preguntó:

—¿Tuba?

—Sí. ¿No sabe lo que es? Usted ha estado en Filipinas y no sabe lo que es la tuba. Es raro.

—He estado en Filipinas y no sé lo que es la tuba.

El español del holandés era peor que el del cham. Éste se interesó para evitar que los ánimos de los otros dos se alteraran:

—¿Qué es la tuba?

Los ojillos del teniente Sotomayor lanzaban destellos de burla desconfiada a pesar de su actitud indolente.

—Un aguardiente filipino que se hace destilando ñipa, coco o burí. Éste es de burí, el mejor.

—¿Burí?

—Sí. —El teniente empezaba a impacientarse con el interrogatorio—. Es una palmera grandiosa de la que se sacan un montón de cosas. De las espatas de sus flores se extrae la tuba.

El teniente ignoró su vaso y se echó al coleto el resto que quedaba en la botella. Se puso en pie inciertamente y les dijo a los otros sin mirarlos:

—Vengan, los invito a que prueben la tuba para que sepan lo que es bueno.

El teniente no esperó respuesta a su invitación y echó a andar con paso inseguro hacia la empalizada del destacamento. Piet y Ramayya se miraron e hicieron un gesto de asentimiento casi simultáneo. Echaron a andar detrás del teniente Sotomayor, porque entendieron que, borracho, el comandante del puesto podía ser la mejor fuente de información de la isla.

Los dos guardias de la puerta ni siquiera se levantaron del suelo, donde estaban sentados con aspecto aburrido, al pasar junto a ellos su teniente para entrar en el chozón seguido de los dos forasteros.

Se fue a un rústico armario y sacó de él una botella y dos vasos. Los escanció y se los dio a sus invitados. Después llenó el suyo y bebió un trago. Les indicó que se sentaran y él hizo lo propio tras la única mesa de la estancia.

El teniente observaba cómo bebían Piet y Ramayya y, al cabo, sin mostrar apenas amabilidad, les preguntó:

—¿Qué tal?

Los dos invitados hicieron gestos de aprobación que no llegaron a concluir porque el teniente, muy lentamente, había sacado de los cajones de la mesa dos enormes pistolones y los encañonaba con ellos mientras gritaba hacia afuera.

—¡Sargento!

En la habitación entraron en tropel, ante los ojos atónitos del holandés y el cham, el sargento Benítez y dos soldados armados hasta los dientes.

—¡Engrillen y amarren a estos dos! Uno allí y el otro allá.

Cuando los inminentes detenidos iban a protestar, el sargento les gritó desabridamente:

—¡Se callen, la hostia!

En ningún momento, mientras duraba la operación de atar a los dos hombres, el teniente Sotomayor dejó de apuntarlos con las pistolas. Cuando los soldados terminaron, se quedaron mirando al teniente en espera de aprobación. Éste inspeccionó concienzudamente los grilletes que inmovilizaban los pies y las manos de los prisioneros así como las cuerdas que los ataban por el torso a dos de los cuatro postes del chozón.

—Está bien. Usted, Benítez, venga conmigo. Y vosotros, atentos. —Se dirigía a los soldados con severidad rayana en la amenaza—. No sé lo que tardaré, pero cuando vuelva quiero ver a uno de estos dos, sólo uno, muerto, difunto y cadáver. ¿Está claro? Le dais un tiro bien dado en la cara al primero que se mueva o al que peor os caiga. Y se lo dais cuando os dé la gana, ¿estamos?

Los soldados sonreían aviesamente mientras Piet y Ramayya se miraban desde sus rincones con extrema gravedad. El oficial y el suboficial salieron del puesto de mando con paso decidido.

La noche se presentaba clara aunque sólo la fueran a iluminar las fogatas de la playa y las infinitas estrellas, porque la luna estaría ausente. El teniente Sotomayor y el sargento Benítez se encaminaron al poblado chamorro a hablar con el padre Azcárraga.

Pocas palabras y algunos gestos bastaron a los tres hombres para confirmar que el plan trazado por el teniente aquella tarde estaba preparado.

Era un plan sencillo. El cura, el sargento, seis soldados y entre cuarenta y cincuenta chamorros envolverían a los grupos de chams y holandeses que pernoctaban en la playa. Los nativos los intimidarían con su presencia y sus lanzas y los soldados dispararían sin contemplaciones si era necesario, y si no, en caso de la más leve duda, también. El teniente Sotomayor, con los dos cabos y los dos soldados restantes, embarcarían en piraguas conducidas sigilosamente por chamorros hasta la goleta y reducirían a los vigilantes. No la incendiarían porque no tenían en la isla otra prisión más adecuada para tantos cautivos, pero la inutilizarían destruyendo el timón y todo el aparejo. El único punto delicado era la simultaneidad de las dos acciones. El teniente decidió que, como reducir a la guardia de la goleta haría necesaria la violencia, el primer disparo que se escuchara en la playa proveniente del barco sería la señal para inmovilizar a la tripulación de tierra.

La sorpresa y el arrojo hicieron que el plan funcionara a la perfección. Salvo un detalle inesperado. Cuando el teniente Sotomayor conminaba fieramente a la rendición a uno de los últimos chams resistentes de la trifulca que se organizó en la goleta, de las manos de éste surgió un fulgor cegador. El teniente, tras exclamar «¡Hijoputa, qué susto me has dado!» y descargar su pistola contra el marino, quedó embelesado mirando hacia arriba. Una gran explosión en mitad del cielo seguida de multitud de chispas iridiscentes tornó rojiza más de media isla.

A la una de la madrugada regresó el teniente al puesto de mando seguido del sargento Benítez, el padre Azcárraga y un cabo. A los dos soldados que había dentro les dijo:

—Quedaos por aquí si queréis. —Miró a las esquinas del chozón y dijo con sorna—: Aún seguís vivos los dos, ¿no, cabrones? Pues ya podéis saber que vuestros secuaces están todos detenidos en la goleta como en un cajón de arenques. Bueno, todos no, seis, y casi seguro que pronto dos más, están listos. Y a los de la balandra del norte y al chinito maricón les echaremos el guante mañana. Tú, trae más vasos que nos merecemos una tubita mientras discutimos lo del petardazo que han pegado ésos.

Se fueron sentando todos como podían en el reducido recinto, algunos en el suelo, y el teniente, que traslucía su contento, fue el primero que habló tras beber un trago de tuba y arrellanarse indolentemente en su asiento:

—Aquel gachó trató de avisar a alguien con la luminaria. Supongo que a los de la playa, pero también pudiera ser…

El teniente pensaba a la vez en la balandra y en el misterioso e hipotético barco que hubiera hundido la piragua del Pelón Colorao. Todos quedaron en silencio y cuando el meditabundo teniente volvió a hablar, los decepcionó, porque esperaban que hablara de la otra posibilidad que parecía temer.

—¿Estáis seguro de haber desembarcado toda la pólvora de la goleta?

Uno de los cabos respondió cansinamente, porque no era la primera vez que contestaba a esa pregunta:

—Seguro, mi teniente. Hemos sacado todas las armas, la pólvora, los víveres… Allí no hemos dejado más que tablas y gitanos. Se lo juro.

—Y los seis cañones.

—Hombre, claro. Cualquiera carga con los cañones de noche y en las piraguas de los chamorros.

—Pues os vais a tener que apañar. ¡Pero ya!

El padre Azcárraga intervino.

—¿Se puede saber qué es lo que teme y para qué supone que necesitamos esos cañones?

El teniente enarcó sus espesas cejas, se atusó el bigote y bebió un buen trago de tuba.

—El gitano aquel lanzó la luminaria para avisar a alguien, pero fue tan portentosa que estaba demasiado sobrada para dar aviso a los de la playa norte. A lo mejor no tenía otra a mano, pero ese resplandor se ha tenido que ver desde mucha^ millas a la redonda. —El teniente hablaba como para sí pero en voz alta y con los ojos brillantes por la excitación de la recién pasada acción y la presente tuba—. Tenemos otra embarcación en la isla. Bien pudiera haber más por aquí cerca y que ahora estén sobre aviso del peligro después de ver la luminaria.

El teniente entró en un mutismo absoluto y el silencio se extendió por la atiborrada habitación. Ramayya y Piet intercambiaron una mirada que captó el sargento Benítez.

—Mi teniente. ¿Por qué no se lo preguntamos a esos dos?

El teniente Sotomayor tomó aire ruidosamente y dijo:

—Porque no nos lo dirán.

—Déjeme a mí, que mano de hostias es mano de santo.

El padre Azcárraga se incomodó:

—No empiece a blasfemar, sargento, se lo advierto.

El teniente impidió con un gesto el inminente altercado:

—Esos dos están bragados, creedme: no hablarán. Hay que desembarcar los cañones y organizar una batería en la playa. No recibiremos refuerzos hasta dentro de, como mínimo, cuatro o cinco días. Así que andando y sin rechistar.

—Pero, mi teniente, ¿cómo coño sacamos los cañones del barco con toda esa gente adentro?

El teniente Sotomayor quedó unos momentos pensativo y, al cabo, dijo con resolución:

—Los rociáis bien a todos con aceite, brea y pólvora hasta que queden empapados. Unos pocos se quedan en cubierta con estopa prendida mientras los otros sacan los cañones de uno en uno. Si se embarbascan, les metéis fuego. Usted, sargento, me organiza la batería en la dunilla de las piedras. Usted, padre, me reúne a todos los chamorros al amanecer. Voy a dormir aquí mismo y no me despertéis a menos que pase algo grave de verdad. ¡Andando!

A pesar de la enorme tarea que se les venía encima a todos de madrugada, nadie protestó porque sabían que el teniente era hombre poco sensible a las reivindicatorias.

Cuando se quedó solo en el chozón del puesto de mando, el teniente Sotomayor se aflojó el cinturón, comprobó sus dos pistolones y, mientras apagaba el quinqué que iluminaba parcamente la estancia, se dirigió a los dos rincones donde estaban Piet van de Derk y Ramayya diciendo displicentemente mientras bostezaba:

—El que me despierte de vosotros dos, se lleva un tiro. Y esta vez va en serio.

Se tumbó en el suelo y en pocos segundos sus ronquidos llenaron el oscuro habitáculo.

Aún no había amanecido cuando el teniente Benítez entró en tromba en el puesto de mando gritando:

—¡Teniente, teniente! ¡Cuatro barcos chinos a la vista! ¡¡Teniente!!

—¿Qué dices?

El teniente Sotomayor salió pronto de su aturdimiento y, aún a medio incorporar, fue informado con más detalle:

—Vienen para acá cuatro juncos chinos. Uno es grandioso, otro regular y dos más chicos.

—¡La hostia! ¿Como cuánta gente traen esos barcos?

—Y yo qué sé, pero ahí caben por lo menos trescientos o más.

—¡Me cago en mis muertos!

Mientras el teniente se abrochaba el cinturón, se fajaba las pistolas y se disponía a salir, descubrió una mirada de inteligencia entre el holandés y el cham. Repitiendo con más rabia y entre dientes la maldición a sus antepasados, empuñó de nuevo las dos pistolas y disparó primero contra una esquina y después contra la otra. Tras los portentosos estampidos y antes de que el humo de los disparos terminara de llenar completamente el chozón, el teniente Sotomayor se dirigió decididamente hacia el camino de la playa seguido de un atolondrado sargento Benítez que sólo repetía «¡Hostias, hostias!».