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El camarote de don Álvaro era el primero de la derecha del pasillo a lo largo del cual se distribuían los de otros cinco pasajeros de postín, todos individuales, y los cuatro más amplios donde, en literas triples, descansaban los ocho segundos oficiales y otros doce pasajeros. Entre éstos había un fiscal y un oidor de la Audiencia de Manila destinados a Nueva España, un coronel de intendencia en cambio de destino, un médico también en tránsito, un maestre de plata, tres funcionarios de gobernación, un comerciante con su mujer, tres hijos y una criada, y tres religiosos de los cuales uno era dominico y dos franciscanos. Al fondo de aquella primera cubierta del castillo de popa estaba la escalera que llevaba al piso inferior donde el general tenía dos habitaciones amplias y, a lo largo de un pasillo más largo que el del piso superior, se distribuían los camarotes individuales de los oficiales y uno grande común donde dormían varios religiosos más, militares sin destino en el galeón y otros comerciantes. El camarote del comandante Dávila era el que estaba justo al lado del dormitorio del general.

La habitación de don Álvaro tenía poco más de tres varas de largo por dos de ancho, con lo cual la cama ocupaba una buena porción. De la pared opuesta podía desplegarse un tablero que quedaba suspendido por dos cables. Utilizando uno de los bordes de la cama como asiento, don Álvaro podía leer y escribir con cierta comodidad. Encima de la cama había dos tablas adosadas a la pared que servían de estanterías. A los pies de la cama se abría una especie de armario cuya capacidad superaba apenas la de un buen arcón. En el lado opuesto, la pared era el mamparo del castillo popa, por lo que don Álvaro disfrutaba de un privilegio que pocos pasajeros y oficiales tenían: una ventana. Tendría medio codo cuadrado y cristales gruesos con junturas de plomo. Una cortinilla interior impedía que miradas indiscretas pudieran observar al pasajero. Éste, por su parte, podía divisar desde el interior del camarote buena parte de la cubierta del galeón, todo el castillo de proa y los palos y la jarcia hasta una buena altura. En una esquina estaba el orinal alto y cilíndrico al que don Álvaro le había ideado una tapa que lo cerraba herméticamente para evitar que los malos olores invadieran su cuchitril. Lo había conseguido gracias a una junta de maroma, estopa y brea que le había facilitado el maestro calafateador y una cubierta con un asa de palillos torneados que le había hecho el carpintero. El mecanismo que ideó don Álvaro, por estrangulamiento y traba de la maroma, era rápido y efectivo hasta que Feliciano se lo llevaba para limpiarlo.

Don Álvaro había comenzado ya a cumplir el deseo de Sebastián Quintero. Se estaba haciendo un buen piloto gracias a su manual, a los instrumentos que le regaló y a la copia de los manuscritos del antiguo y bravo Jerónimo Gálvez, a pesar de que los últimos días había estado muy ocupado con el invento del cierre del bacín y con otros que tenía entonces entre manos. El más importante era contra las chinches. Cada noche que pasaba en el barco recibía más picaduras de tan malignos bichos.

Su amigo, el boticario don Facundo, le había proporcionado varios tarros con generosa cantidad de jarabes y ungüentos que le harían cómodo el viaje. Dos de ellos, los más grandes, estaban llenos de una melaza que el boticario le recomendó que tomara, a razón de cuatro cucharadas al día, una o dos semanas después de que se hubieran acabado completamente las frutas y hortalizas a bordo. Sería poco después cuando entre la tripulación del navío se desatara el tormento y la plaga del escorbuto. Don Facundo también le había proporcionado un remedio contra el mareo, un ahuyentador de mosquitos, un desinfectante de heridas y un alivio contra las picaduras de chinches y otros bichos usuales en los galeones. Pero lo que deseaba don Álvaro era que las chinches no le picaran. Después de observar con detenimiento la disposición de la cama, que estaba adosada a la pared opuesta a la puerta de entrada del camarote y cuyas patas se hallaban fijadas firmemente al suelo, hizo un dibujo que puso en consideración del maestro carpintero, quien empezaba ya a escuchar complacido las invenciones de aquel señor amable y serio. Tendría que fabricar cubos de madera en torno a las patas de la cama y calafatear las junturas con el suelo de manera que pudieran llenarse de agua. De punta a punta del larguero de la cama adosado a la pared, se construiría una canaleta por la que discurriría también el agua. Estos lagos y canales se suponían insalvables para las chinches. Cuando el mar estuviera agitado, el agua de la canaleta seguramente bañaría al durmiente, pero con aquellos calores era preferible estar mojado que acribillado a picaduras. El maestro carpintero intuía que los inventos de don Álvaro podían ser muchos y quizá le pudieran dejar un buen dinero vendiéndoselos a los otros pasajeros.

Pero no funcionó, o al menos lo hizo sólo a medias. Después de dos noches placenteras que llenaron de alborozo tanto a don Álvaro como al carpintero, aquél comprobó con horror que las malvadas chinches subían al techo y se dejaban caer sobre su víctima. Don Álvaro diseñó entonces una disposición de listones de madera de los que colgaría una gasa para evitar a la vez el sofoco y el paso de los pequeños monstruos. La noche que lo quiso probar, decimosegunda del hasta entonces plácido viaje, fue la del horror.

La temperatura de aquel día quizá no hubiese sido superior a la de las jornadas anteriores, pero la humedad del aire provocó muchos vahídos malos entre la tripulación y el anonadamiento de casi todos.

El mar había estado todo el día en calma. La noche se presentaba asfixiante. Don Álvaro fue víctima de sueños que lo llevaron al delirio. En uno de sus despertares convulsos y bañado en sudor, mientras trataba de convencerse de que sus despeñamientos sin fin, ahogos extremos y mil quimeras siniestras más eran fruto del agobio y la ansiedad provocados por el calor, consiguió prender el quinqué con pasos trémulos y manos temblorosas. El grito que le ahogaba el pecho escapó al descubrir con espanto que todo su cuerpo estaba cubierto de cucarachas. A la vez que trataba desesperadamente de sacudirse de los brazos y las piernas aquella asquerosa maraña, escuchó que el pasillo estaba lleno de gritos e imprecaciones. Salió a trompicones del camarote y en el angosto corredor se confundió con todos sus vecinos, que estaban en la misma actitud desesperada que él intentando grotescamente sacarse de encima enjambres de bichos. Todos lograron llegar a cubierta en el desorden más absoluto para descubrir que el despiadado ataque de los insectos era general. Decenas de hombres y mujeres se baldeaban agua unos a otros tratando de espantar a las cucarachas. ¿Qué había pasado?

Tras una travesía, cada galeón era reparado a fondo en el astillero de Cavite. Una de las maniobras de mantenimiento consistía en cerrar todas las escotillas de la cubierta del barco y quemar azogue lentamente en su interior. Los vapores del mercurio eran tan dañinos que se suponía que acababan con todos los insectos. Tras varios días aireando el interior del buque, de nuevo se podía entrar en él. Sin embargo, aquella desinsectación tan drástica tenía efectos sólo en la primera parte del viaje, porque el mercurio no acababa con los huevos de las cucarachas. De todos modos solía ser suficiente, porque cuando las larvas se tendrían que convertir en adultas, normalmente el galeón había sobrepasado ya los veinte o treinta grados de latitud y el frío impedía su desarrollo dejándolas invernar en todas las grietas y recovecos del maderamen. El San Venancio, debido a sus especiales circunstancias, no había sido desinsectado y el bochorno extremo de aquel día había hecho aflorar de repente toda su podredumbre. El hecho se agravó cuando los despenseros fueron comunicando los estragos que las cucarachas estaban haciendo en los víveres. En el galeón se desató una lucha furiosa desigual y sin cuartel contra las millonadas de cucarachas.

Don Álvaro, apoyado en la autoridad del capitán Dávila, intentó racionalizar la guerra pero le fue casi imposible. La primera escaramuza que ideó fue organizar con los soldados puntos de concentración y aniquilación del enemigo. Se trataba de distribuir botes con los alimentos que por lo visto preferían las cucarachas y, cuando estuvieran llenos de ellas, arrojarlos al mar y recuperarlos luego con un largo cordel al que estaban atados. Buena parte del alimento se recuperaba (también algunas cucarachas) por estar tapado el recipiente con mallas de cuerdas y se podía utilizar otra vez. El invento fallaba en muchos sentidos, pero todos reconocieron que se mataban más enemigos así que por simple persecución y aplastamiento; además, se ahorraba la ignominiosa tarea de limpiar el campo de batalla. Varias ingeniosidades más de este tipo aportaron don Álvaro, algún estudiante y muchos tripulantes, pero lo que acabó con la preocupación de eliminar a las cucarachas fue el baguio que se desencadenó en el mar de Sibuyán, el corazón del archipiélago filipino, a unas doscientas cincuenta millas de Manila.

Los prolegómenos del temporal fueron suaves y pasaron desapercibidos en el calor de la batalla contra los bichos. Apenas provocaron algunos vómitos y miradas de preocupación al cielo y el mar, pero de repente, con una fuerza inédita para la mayoría de los pasajeros del galeón, una ola lo hizo escorar a la vez que provocó un crujido de madera que todos interpretaron como una señal de la desintegración del barco. Los gritos de angustia y terror que se desataron por doquier fueron como el eco del formidable crujido. Una segunda ola portentosa alcanzó el barco antes de que las órdenes de los oficiales, si es que fueron emitidas, pudieran llegar a ningún tripulante. De los muchos efectos que provocó esta segunda ola, sólo uno fue beneficioso, porque hizo disminuir el peligroso ángulo de escora que había provocado la primera. Pero como buena parte de ella barrió la cubierta, derribó a muchas personas y se llevó varias jaulas de gallinas y otros animales. El caos se desencadenó en el galeón. Entre el inmenso chillerío trató de destacarse la voz del piloto, don Felipe Carreño, verdadero patrón del galeón como pronto empezaron a apreciarlo todos.

—¡Proa al nornoroeste! ¡A papahígo, a papahígo!

Las olas que siguieron a aquellas dos temibles anunciadoras de la tempestad, zarandearon el pesado galeón, pero ya con cierto son al ir formándose la mar. Los crujidos de las maderas pasaron de ser desgarradores a ser lastimeros. Se fueron arriando las velas menores a muy duras penas y con riesgo inaudito para los marineros que hubieron de trepar por la jarcia a merced de los briosos vaivenes. Sólo quedaron desplegadas las velas grandes del mayor y el trinquete, pues hasta la de mesana se envergó. Las miradas de los marinos estaban más fijas en sus compañeros afanados en el aparejo que en el estado del mar o del ciclo. El capitán Dávila y buena parte de los oficiales conminaban a los pasajeros a que abandonaran la cubierta y se refugiaran en los camarotes o en las bodegas.

Cuando don Álvaro se retiraba hacia su habitación, vio a doña Marta y a Feliciano abrazados en actitud extraña. Ambos estaban pálidos y con la mirada perdida, pero lo que alarmó ciertamente a don Álvaro fue que en su inconsciencia no estaban asidos a nada y cualquier ola podía llevárselos. Se acercó hasta ellos como pudo evitando que la gente lo arrollara y tratando de mantener el equilibrio entre fardos desatados, rollos de maroma desmadejados y jaulas de gallinas enloquecidas. Justo al llegar hasta ellos, una buena cantidad de agua lamió el combés como una exhalación. Cayeron los tres, pero don Álvaro ya tenía fuertemente agarrados a la madre y al hijo por los brazos. La mujer y el muchacho seguían desmadejados y de la boca de ambos salían a borbotones humores verdosos y trozos de alimentos medio digeridos. Don Álvaro, en el fragor de la tormenta, trató de ponerse en pie para arrastrar como pudiera a Feliciano y a su madre hasta su camarote. Allí, al menos, no estarían a merced de las olas más violentas con peligro cierto de ser arrastrados y tragados por el mar sin remisión, pues ni se podía nadar ni desde el galeón podría hacerse nada por quien cayera al agua. Los embates de las olas hacían que los movimientos del buque tuvieran cada vez mayor amplitud, por lo que el estruendo originado al caer la inmensa mole de madera contra la superficie del mar era estremecedor. En uno de estos derrumbes, don Álvaro creyó que los tres terminarían tragados por el mar, pero entonces se sintió asido por un tobillo con la fuerza de una tenaza a la vez que comprobaba que la desmayada mujer era arrastrada por un marinero. Don Álvaro no soltó a Feliciano y pudo ver que quien lo trataba de alzar para que pudiera caminar era el loco Oliveira. Don Álvaro le sonrió a pesar de su confusión, porque el viejo marinero no dejaba de gritar «¡Ohé, ohé!». Don Álvaro se dirigió a su camarote con caminar incierto agarrando a Feliciano una vez que observó que a doña Marta ya se la llevaban hacia proa entre Oliveira y dos soldados.

La lluvia azotaba desde hacía rato los rostros de las personas que aún debían permanecer en la cubierta para gobernar el indefenso y mastodóntico galeón.

Don Álvaro nunca había sido muy propenso al mareo y se había embarcado tantas veces que era muy raro que sintiera el maligno vértigo del mar. Además, el paso del estrecho de Magallanes en la fragata San Vicente de Paúl, tras cincuenta días a merced del mar más bravío del mundo, lo había dejado inmunizado contra cualquier mal vahído. Sin embargo sabía cómo se sentían su joven criado Feliciano y su madre. No era sólo que el estómago y el cerebro se agitaran vertiginosamente, o que se sintieran calambres e incluso visiones; lo que realmente aturdía el alma y ponía a cualquiera que se mareara al borde de una supuesta muerte era la amargura, la infinita amargura que invadía todos los recovecos del espíritu. Por eso doña Marta y su hijo Feliciano no se asían a nada, porque se hallaban en un estado tal que nada los ataba a la vida.

Don Álvaro abrió su bacín, que afortunadamente estaba limpio, y trató de ayudar a Feliciano a que eliminara de su cuerpo todo vestigio de alimento. Los estertores del muchacho no le ayudaron y salieron más lágrimas de sus ojos que bilis de sus entrañas.

A pesar de la actitud solícita que tenía don Álvaro con Feliciano, no dejaba de escuchar las órdenes que el patrón dirigía a los marineros y que le sonaban cada vez más inquietantes, porque parecía haber riesgo de naufragio por encalladura o por choque contra farallones. Don Álvaro no había divisado ninguna isla antes de desatarse el baguio, pero las corrientes y el fuerte viento huracanado podían conjuntarse de manera nefasta. En cualquier caso, según le estaba quedando claro por las voces que oía entre el bramido del mar, el patrón trataba de ponerse a la capa en lugar de navegar a papahígo. Con sólo una de las velas mayores y un buen uso del timón, intentaba mantener el barco en un punto fijo. Entre las voces del patrón y la de los marineros, don Álvaro escuchó una que lo hizo desatender a Feliciano por unos instantes:

—¡En el nombre de Dios misericordioso, yo te conjuro para que amanses tu furia y te sometas a Su voluntad!

Don Álvaro se acercó a la ventana y vio que un franciscano se había amarrado por el pecho con una maroma a uno de los estays del palo mayor y, subido al castillo de proa, mostraba al mar un crucifijo de buenas proporciones mientras lanzaba su conjuro. Se dio la vuelta después tambaleándose y se dirigió a unos inciertos espectadores semiocultos que seguramente no le hacían caso.

—¡Arrepentíos, hermanos! ¡Acto de contrición exige Nuestro Señor y su Santa Madre para que nos concedan la misericordia de Dios! ¡Arrepentíos, hermanos!

—¡A papahígo! ¡A papahígo!

A don Álvaro le preocupó más la voz del patrón que las tímidas confesiones de pecados en voz alta que surgían entre el fragor del mar de algunos rincones de cubierta. No se podía capear el temporal y por eso el patrón ordenaba de nuevo la maniobra que permitiera la navegación bajo un cierto control.

De repente, el galeón se inclinó hacia proa de tal manera que el bauprés estuvo sumergido interminables segundos. Al erguirse de nuevo el palo inclinado emergiendo con tal fuerza que parecía movido por la ansiedad y el miedo a quedar sepultado en el mar, una mole de agua inundó violentamente la cubierta. Cuando don Álvaro pudo divisar de nuevo a través de los gruesos cristales de su ventana, vio, aterrado, que el fraile se balanceaba del extremo de la cuerda colgado a merced de la resistencia del estay al que estaba anudado. Tenía los brazos extendidos como un extraño pajarraco y de su mano había desaparecido el crucifijo. Aún gritaba:

—¡Misericordia, Señor, Misericordia!

—¡Bajad a ese desgraciado!

—¡Puto fraile!

—¡A papahígo, a papahígo!

Cuando don Álvaro vio que ningún marinero tenía intención de jugarse la vida para ayudar al franciscano, quiso suponer que estaba bien atado a los cabos y que su vida no corría más peligro que la de los demás; sólo que sus vómitos serían los más formidables de a bordo.

Apartando la mirada de la figura pendular, don Álvaro distinguió tierra a través de la lluvia y de las salpicaduras espumantes de las olas. Calculó que no los separarían de la isla más de cuatro mil brazas. Aquello podía ser el final del viaje. Si había suerte, el galeón sufriría su segunda arribada a Manila; si venían mal dadas, podía encallar en una playa o destrozarse contra los farallones si los hubiera.

Vinieron mal dadas y el San Venancio encalló en la playa de una isla de Masbate poco antes de que el temporal amainara. A pesar de los esfuerzos del patrón, el último de los cuales fue intentar anclar el navío, la fuerza del mar lo hizo garrear arrastrándolo y llevando consigo las anclas. Pero esa maniobra quizás evitó que la encalladura hubiera sido más violenta.

Las primeras comprobaciones que se hicieron mostraron que el galeón no había sufrido daños irreparables. El casco estaba intacto, y la jarcia rota y las velas rasgadas eran de fácil reparación. Pero el inmenso galeón estaba varado.

El cielo se despejó rápidamente de nubes y la gente se fue serenando poco a poco. El último que lo hizo fue el temerario fraile invocador de la misericordia de Dios, y el primero, el loco Oliveira.

—El agua se ha mareado; se ha mareado el agua. ¡Ohé, ohé!

¿Qué querría decir aquel demente? Don Álvaro también escuchó al marinero, pero estaba lejos de considerarlo loco. Algo grave querría decir.

Se comprobó pronto cuál era el anuncio de Oliveira: toda el agua de a bordo, tanto la que contenían las cántaras como los bombones de caria, estaba putrefacta. Don Álvaro se percató de ello cuando, al acercar un vaso de agua al aún aturdido Feliciano para comprobar si podía mantener algo en el estómago sin vomitarlo, el muchacho dio una violenta arcada. A don Álvaro le extrañó, pero a él también le llegó el fétido olor del agua. La probó y su sabor fue tan desagradable como su olor. Don Álvaro, sentado en la cama junto a Feliciano, trataba de encontrarle una explicación a tan raro fenómeno. No la encontró, y cuando animó a Feliciano a salir del camarote para reunirse con su madre y tomar aire fresco, vio que los marineros más veteranos estaban acostumbrados al «mareo del agua» y todos advertían que en unos días se le pasaría y que volvería a estar en tan buenas condiciones como siempre. Además, aconsejaban que se bebiera, porque era tan potable como cuando no estaba mareada.

El general don Luis Belloso, que no había aparecido en cubierta en ningún momento durante el baguio, se presentó con gesto atribulado pero deseando mostrar su autoridad y poderío. Se apoyó en la baranda del alcázar oteando el barco y la cercana isla. Su entrecejo fruncido trataba de denotar profunda reflexión antes de tomar una determinación.

Era un hombre de unos sesenta años y de constitución gruesa. Vestía calzón y medias negros, camisa blanca y casaca gris. Su peluca era blanca con mechas rosadas y el rostro redondo lo conformaban apéndices también redondeados, pues así eran la nariz, los ojos, las orejas y los mofletes. Don Álvaro, que estaba debajo apoyado en el mamparo, le oyó ordenar a un marinero:

—Que venga el patrón.

El marinero se fue sin mucha prisa y, al poco tiempo, regresó y le comunicó al general en tono neutro:

—El señor Carreño dice que ahora no puede venir porque tiene faena.

Sin esperar respuesta, el marinero se fue por donde había venido. El general permaneció impertérrito. Al poco tiempo se acercaron hasta él cuatro religiosos que, por sus atuendos, don Álvaro clasificó como dos franciscanos y dos carmelitas.

—Don Luis —le escuchó don Álvaro decir a uno de los carmelitas—, pedimos permiso para celebrar un Te Deum Laudamus como acción de gracias a Nuestro Señor por habernos mostrado su misericordia.

—Sea —fue la pronta respuesta del general.

El atardecer discurrió entre los preparativos de la misa completada por el himno religioso y el quehacer de los marineros con los dos esquifes. El patrón había decidido levar anclas y embarcarlas en los lanchones.

Don Álvaro se interesó por la maniobra hablando discretamente con algunos marineros y aprendió que consistía en largar las anclas lo más lejos posible del galeón mar adentro y, al día siguiente, jalar todos de los cabrestantes con vistas a desencallar el galeón.

El altar, para desconcierto de don Álvaro, se preparó casi debajo de la ventana de su camarote. Hasta entonces se habían celebrado misas todos los días, pero más para que los religiosos cumplieran con su obligación que para que asistieran muchos fieles, aunque algunos pasajeros atendían a ellas. Sólo las celebradas los dos domingos que habían transcurrido desde la salida de Manila fueron bastante multitudinarias.

Don Álvaro se apartó discretamente del castillo de popa y terminó apoyado en la baranda del de proa contemplando la isla que se extendía ante el galeón. Casi todas las personas a bordo asistieron a la misa concelebrada por muchos religiosos, que en algunos pasajes entonaron cánticos muy armoniosos. Durante el alzamiento, el silencio en el galeón sólo lo quebraban una campanilla estridente y los gritos de las gaviotas que envolvían al barco.

A don Álvaro se le ocurrió que seguramente una sensación de bienestar estaba invadiendo el alma de todos los tripulantes a pesar de lo incierta que era su situación. Entonces se le acercó el capitán Dávila. En voz queda para no molestar a los que participaban de la misa, don Álvaro dijo:

—Primera mano de bastos, ¿no, capitán?

El capitán chasqueó la lengua como respuesta. Don Álvaro, seriamente, añadió:

—De todas formas, le confieso que a lo que temo de verdad es a la reaparición de las cucarachas.

El capitán miró hacia la multitud que asistía a la misa y luego al cielo tratando de adivinar cuánto tiempo quedaba de luz. Después dijo:

—He hablado con Carreño, el patrón, y tiene poca confianza en que mañana se pueda desembarrancar el navío. Cree que necesitaremos ayuda y más medios de los que tenemos a bordo. Además, hay que reponer muchas vituallas que han echado a perder los bichos y el baguio. En cuanto acabe la misa, que va para largo por la cantidad de gente que está comulgando, voy a desembarcar con alguna tropa para explorar esa playa. Pasaremos la noche allí. Si lo desea, puede venir con nosotros y al menos evitará las cucarachas por una noche. No creo que nos topemos ahí con nada peor.

Don Álvaro quedó pensativo y le preguntó al capitán:

—¿Está de acuerdo el general? —El capitán lo miró con algo de curiosidad y contestó con un alzamiento de hombros—. Iré con ustedes, gracias. Pero veo poco provecho en una exploración tan tarde. Quedan menos de dos horas de luz.

—El barco está demasiado indefenso y no me gusta. Aunque voy a redoblar la guardia aquí, estará más seguro cuando establezca un buen turno de centinela en esa playa. Hasta luego.

Don Álvaro se quedó pensando en torno a la continua preocupación del capitán porque pintaran espadas.

Se arriaron los dos esquifes con el capitán, un teniente, un sargento, dos cabos y doce soldados a bordo, además de don Álvaro. Cuando los soldados empezaron a bogar, se escuchó la voz de Oliveira que decía a gritos:

—¡Nadie os ayudará; nadie hará regalos; no habrá disimulos! ¡Plata, llevad plata o llevad cañones! ¡Ohé, ohé!

Piet van de Derck estaba entablando amistad sincera con el patrón del junco por más dificultosa que fuera la comunicación entre ellos. Eran hombres de edad parecida y ambos compartían una larga experiencia marinera y profunda afición al mar. El patrón se llamaba Recán, o al menos así lo había entendido el holandés, y tenía unos rasgos muy comunes entre su gente. Pelo negro ensortijado y algo largo, tez aceitunada, ojos de iris azabache rodeado por manchas amarillentas, nariz recta y mejillas algo flácidas. Su mirada era viva aunque estaba sempiternamente serio. Sabía algunas palabras de español y ayudándose de ellas, en medio de gesticulaciones y señas, se iban entendiendo los dos marinos. Lo que más interesó a ambos hombres fue el método de situarse en el mar que tenía cada uno. Eran tan dispares que les llevó casi tres días comprender con precisión el procedimiento del otro. El holandés tenía un modernísimo octante de Hadley de buen latón muy bruñido y un cronógrafo relativamente pequeño que llamaron particularmente la atención de Recán. Éste, en cambio, asombró a Piet con su memoria y vista portentosas.

Cada uno aprendió sin dificultad a calcular la latitud según el método del otro, pero para la longitud hubo de reconocer el holandés que el método del cham proporcionaba mejores estimas que las calculadas con su cronógrafo. Recán tenía todo un catálogo de estrellas memorizado, amén de un planisferio celeste móvil que al holandés le costó mucho desentrañar, y una vista que le permitía distinguir las aves migratorias en las noches incluso sin luna. Piet hubo de admitir que un mapa detallado del cielo ofrecía más ventajas que inciertas cartas marinas de mares poco explorados. Los dos patrones reconocieron con regocijo que las nubes eran enemigas de ambos por igual. Estuvieron de acuerdo en que al vigésimo día después de zarpar, la flota pirata estaba a 22° 18’ norte y sobrepasando las Filipinas hacia el este. Los vientos siempre les habían sido favorables, aunque habían provocado continuamente una navegación agitada.

El holandés aprendió que el junco en el que iban era del tipo que los chinos llamaban kuangtung, mientras que los otros más pequeños eran lorchas modificadas para la navegación de altura.

Los holandeses empezaban a notar que la vida a bordo era más llevadera de lo que habían temido y que las condiciones no eran más duras que en los navíos a los que estaban acostumbrados. Lo que les resultó más difícil fue prescindir de los coys y habituarse a dormir amarrados al suelo por tres gruesas tiras de cuero sobre jergones rellenos de paja. Pero cuando lo hicieron, hubieron de admitir que, si bien no era tan placentero como descansar suspendidos en las hamacas, sus esqueletos eran más flexibles al despertar, ya que nunca sufrían el entumecimiento que provocaban los coys. Los bichos, en cambio, eran los mismos que en la goleta: chinches y piojos. Curiosamente, comentaron con frecuencia los europeos, apenas había cucarachas, pero aún les extrañó más que pudieran formar parte de la alimentación. La explicación la obtuvo Piet de Recán con no pocas dificultades. Las cucarachas dormían en aquellas latitudes, porque no les gustaba el tiempo fresco. Cuando descendieran para arribar a las Marianas, si la humedad les era propicia, quizás aparecieran. En cualquier caso, si había necesidad, ellos sabían cómo hacerlas salir de sus escondrijos para freirías.

Otra cosa que agració a los holandeses fue que de la sentina no emanaba tan espantoso hedor como en los barcos europeos. Era inevitable que todo el detritus de las distintas cubiertas fuera a parar a la parte más profunda del buque, de forma que al poco tiempo de navegación el olor a putrefacción se extendía por doquier. Para evitar los malos olores habían ideado un sistema de filtrado. En condiciones favorables, se abrían unas portillas sumergidas a proa y a popa que dejaban correr el agua de mar por la sentina limpiando los cantos rodados que hacían de lastre. La operación se repetía con cierta frecuencia y el resultado era una ausencia bastante notable de hedor. A esta medida higiénica, los chams añadían otra extraordinaria para los europeos: una gran atención al aseo personal. Lo normal en un buque europeo era que nadie a bordo se cambiara de ropa y mucho menos se lavara el cuerpo. En el junco tenían un sistema curioso. Fijados a la cubierta y al mamparo del castillo de proa había cuatro depósitos enormes de madera siempre vacíos. En cuanto aparecían los chaparrones sin que la tormenta estuviera acompañada de fuerte viento, la alegría se extendía entre los tripulantes a la vez que disponían las velas de repuesto para encauzar el agua de lluvia a los depósitos. Esto mismo se hacía para reponer el agua potable en todos los barcos que hicieran travesías largas, pero en el junco, antes que cualquier recipiente, lo primero que se llenaba eran aquellos cuatro toneles cuadrados. Con una bomba de bambú extraían agua de mar que proyectaban con una manguera sobre los cuerpos desnudos de quien se quisiera bañar en una zona de la cubierta. Con otra bomba se sacaba el agua dulce de los depósitos y se enjuagaba a manguerazos a quien lo pidiera. Aunque los holandeses aún no se habían animado a ello, alguno, como Piet van de Derck, reconoció para sus adentros que debía de ser muy gratificante bañarse de vez en cuando.

—¿Por qué no has participado en nuestro juego? Habrás de reconocer que Laya es la mujer más bella y joven de las que van a bordo.

—Habría descubierto que soy una mujer.

—Por cierto, Lieu, ¿por qué te disfrazaste de muchacho?

—¡Yo no me disfracé de nada! Me vestí con calzón porque era más cómodo para vivir unos días oculta y en un lugar estrecho. ¡Bah!

—Mejor así. Si se supiera que eres la concubina de mi padre, lo verían mucho peor que si suponen que eres un jovencito aventurero. Volviendo a lo de Laya, ¿no te apetecía averiguar cómo disfrutamos los hombres de vosotras las mujeres? Si te hubieras aplicado, ella quizá no hubiera descubierto tu condición.

—Mirando también se aprende.

—¿Y qué te ha parecido?

—Siempre te he dicho que eres un buen amante.

Nagarajan quedó sonriendo mirando al techo tumbado sobre las alfombras que hacían de lecho en su camarote.

La vida de Lieu a bordo era aburrida y sórdida. Seguía siendo considerada como un muchacho capricho del príncipe al que servía con discreción, porque apenas salía de su camarote. La gente la miraba y sonreía aunque ya nadie le hacía mucho caso. Ningún tripulante la reconoció y ni siquiera sospechó que aquel polizón pudiera ser un impostor. No cocinaba, pues otros muchachos se ocupaban de ello preparando a diario dos comidas para Nag, su criado y ocho de los que se consideraban oficiales de alto rango del junco. Lieu dormía junto al príncipe en la alfombra a menos que éste llevara compañía, porque entonces debía irse o apartarse a un rincón y quedarse allí acurrucada.

Lieu Quan tenía el alma cada vez más conturbada, y su incerteza respecto a la aventura en que se había embarcado crecía día a día, pero el odio que llevaba tanto tiempo anidando había eclosionado y se había extendido como un éter sutil por todo su ser mezclado con los humores más malignos de la astucia.

Cada vez eran más meditadas las informaciones que trataba de obtener de Nagarajan sobre el plan de ataque al galeón. Manifestando impaciencia por pisar tierra, su mayor interés residía en saber cuándo iban a llegar a las Marianas y por cuánto tiempo iban a estar en esas islas, punto de encuentre; con el galeón español.

Manteniendo la derrota en torno a los veinte grados de latitud, los vientos serían fuertes y favorables. Arribarían en menos de diez días a las que los españoles antiguos llamaban islas de los Ladrones. Tendrían que esperar mucho tiempo al galeón, porque éste era un buque mucho más pesado y los vientos que se encontraría por debajo de los veinte grados serían inciertos. Lieu Quan parecía muy complacida por la perspectiva de estar sin navegar muchos días antes de encarar la verdadera travesía que les esperaba, porque habían de surcar el interminable océano Pacífico en una navegación lenta y exasperante sin perder de vista al parsimonioso galeón.

El otro aspecto sobre el que indagaba Lieu con tacto y persistencia era la actitud de Nag y los demás chams, especialmente de los cortesanos del rey que viajaban en los distintos juncos, respecto a los holandeses. La respuesta de Nagarajan a las lucubraciones de los cortesanos era siempre la misma: los cristianos sólo les servían para trocar las riquezas del galeón en plata y quizás en oro, porque ellos, en Acapulco, jamás lo conseguirían por las dificultades insalvables del idioma y los recelos de los novohispanos hacia los orientales.

Lieu Quan también se interesaba por el viaje de retorno de la flotilla cham y el destino de la fortuna que iban a conseguir, pero estos aspectos parecían ser de menor interés para la bella, menuda y complaciente polizón.

El capitán Dávila organizó la exploración de los entornos de la playa de manera que complació mucho a don Álvaro, por más que considerara exageradas sus precauciones.

Ordenó que cuatro hombres permanecieran, de dos en dos, junto a los esquifes sin separarse de ellos más de un metro y que a la hora de dormir lo hicieran dentro. Si había cualquier dificultad, estos soldados debían remar hasta el galeón y regresar con las dos embarcaciones repletas de hombres.

El capitán divisó un grupo de piedras a unas cincuenta varas del lugar de desembarco y allí destacó a otros dos soldados, con la misión de guardia y centinela, que serían relevados al cabo de tres horas. Situó a otros dos al final de la curva que convertía la playa en cala y el resto de la tropilla se internaría en el interior a buscar agua, frutas y posibles indígenas, en particular, indicios de alguna misión religiosa. A todos, además, les impartió el santo y seña: «Venancio, cucaracho».

La exploración del interior de la isla fue muy placentera para don Álvaro aunque bastante infructuosa, porque encontraron agua pero no fruta, salvo los cocos del palmeral playero. La vegetación se hizo pronto jungla y, al ser el terreno bastante llano, no se podía alcanzar buena vista desde lugares prominentes. Los soldados, armados de fusil con la bayoneta calada, sable, pistolas y munición, se fueron abriendo paso por la foresta hasta que descubrieron un estanque de agua cristalina. Bordeándolo guiados por el oído, encontraron el riachuelo que lo alimentaba y también el que formaba al desaguarse. Probaron el agua con avidez y se congratularon mucho al compararla con el agua mareada del galeón.

Aunque no había transcurrido ni una hora desde que se internaron en la jungla, el capitán Dávila dio orden de regresar a la playa, porque la luz era muy escasa a causa de la tupida y alta vegetación.

Organizaron la cena en la playa a base de jamón, queso, pan y vino que habían tenido la precaución de llevar. La mayoría de los soldados solicitaron permiso para bañarse. Hasta ese extremo planificó el capitán, porque lo permitió por turnos de tres en tres siempre que en ningún instante hubiera otros hombres desarmados más que los bañistas. A pesar de que hubo algunos intercambios de miradas con algo de sorna en sus destellos, la mayoría de los soldados y todos los mandos sabían ya que su comandante era un hombre de fiar y blanco muy difícil de chanzas.

La noche se extendió y los rumores del mar y las conversaciones en pequeños grupos la hicieron grata. La luna, entre un octavo y un cuarto, iluminaba la tierra y el mar sin apagar el brillo de las estrellas más refulgentes. Don Álvaro y el capitán Dávila charlaron sobre Sevilla y Madrid hasta que decidieron descansar, aunque el militar le dijo que antes haría una ronda por los puestos de centinela.

Viendo alejarse la entrañable figura del capitán por la playa, don Álvaro miró su entorno y se sintió contento. Era la primera vez que tenía esa sensación desde que embarcó en el San Venancio y una de las pocas que lo había embargado desde que pisó las islas Filipinas.

Cuando el capitán lo despertó con palmadas en el hombro derecho, don Álvaro, en su aturdimiento, no supo si habían pasado unos minutos o varias horas; por eso, lo primero que hizo fue mirar al cielo para adivinar la hora que era. La luna no estaba y el horizonte bien pudiera estar alboreando lánguidamente.

—Despierte, don Álvaro. Hemos hecho dos prisioneros.

—¿Qué? ¿Cómo dice usted?

—Dos nativos han tratado de atacar a los centinelas de las peñas. Éstos se han portado y, además de reducirlos sin mucha violencia, dieron aviso de buenas maneras.

Don Álvaro y el capitán Dávila fueron en silencio hacia los esquifes y allí estaba la mayor parte de la tropa desembarcada rodeando a dos hombres arrodillados y con las manos atadas a la espalda. No eran tagalos, pues parecían más bien mindanaos aunque mucho más morenos y de rasgos negroides. Don Álvaro se percató de que uno estaba herido en el rostro y se enteró después de que había sido a causa del fuerte puñetazo que le dio uno de los cabos para repeler una puñalada.

—¿Qué opina, capitán?

—Que éstos no han venido solos.

La rápida respuesta del capitán Dávila hizo que muchos soldados se miraran entre sí. Se volvieron todos simultáneamente en actitud alerta al oír unos pasos que se acercaban.

—¡Venancio!

—¡Cucaracho! ¡Comandante, comandante!

El soldado que apareció en la oscuridad informó con claridad y precisión:

—Estamos rodeados por cien o doscientos tipejos de éstos. ¡Fijo! Suárez viene detrás de mí.

El capitán Dávila impartió órdenes raudas y tajantes:

—¡Esquifes al pairo con maroma en mano! ¡Armas cargadas! ¡Posición de defensa al tresbolillo en semicírculo! ¡Listos todos para embarque rápido tras una posible descarga! ¡A bordo, disparos de pistola y de cerca!

Los soldados se movieron aturrullándose mientras cargaban las armas, empujaban los esquifes y tomaban posiciones. Los suboficiales y el teniente no alzaron la voz en ningún momento, pero estuvieron ojo avizor en la comprobación del cumplimiento de las órdenes del capitán Dávila. El alba ya era clara.

Sólo se escuchaba el viento entre las ramas de las palmeras de la playa, el suave batir de las olas en la arena y algunas toses y carraspeos. Don Álvaro no había tenido tiempo ni de arrepentirse de no llevar armas. Del palmeral, como por ensalmo, surgió una multitud de hombres casi desnudos armados de crises, los temibles sables de hoja serpenteada. Fueron estableciendo lentamente un amplio semicírculo paralelo al que formaban los soldados. Los carraspeos y toses aumentaron de ritmo, pero el silencio de la incipiente mañana se mantuvo.

Don Álvaro escudriñaba los rostros de los aborígenes. El capitán Dávila se mantenía impertérrito aunque todos habían visto su mano derecha extendida a la altura del muslo exigiendo atención y calma. Entre la multitud, alguien gritó algo incomprensible para los españoles. Éstos mantuvieron su tenso silencio, pero de pronto se alarmaron al ver que don Álvaro se destacaba varios pasos del pelotón armado. El capitán Dávila puso su mano izquierda como la derecha, conminando a sus subordinados a mantener la tranquilidad y la posición. La claridad se abría paso aceleradamente.

Súbitamente, don Álvaro hizo una reverencia tan teatral y exagerada que asombró a todos, españoles y nativos. Tras unos instantes, de la multitud indígena surgió de nuevo la voz perentoria e incomprensible. Don Álvaro, como respuesta, dio unos saltitos e, histriónicamente, señaló con las dos manos a los prisioneros. Moviéndose como un pavo real se acercó a ellos y de nuevo hizo un movimiento grotesco. Entre dientes, le pidió al soldado que tenía más cerca que le diera su bayoneta. El soldado, que no salía de su pasmo, miró al capitán Dávila. Éste hizo un ligero gesto de asentimiento.

Don Álvaro, con la bayoneta en la mano y sin cesar de hacer movimientos extraños y ridículos, invitó a los dos atónitos prisioneros a que lo siguieran. Éstos se incorporaron a duras penas y caminaron tras él. Entre la multitud aborigen hubo movimientos inquietantes. Don Álvaro, antes de que pudieran tener una mala reacción de socorro a sus congéneres, tan ceremonioso y gesticulante como siempre, cortó las ataduras de los prisioneros y, al que tenía el rostro tumefacto, lo abrazó con gran prosopopeya y le alargó la bayoneta por la empuñadura. Después hizo nuevas reverencias con las que pedía perdón y se sometía a él.

Nadie, en ninguno de los dos semicírculos, salía de su estupefacción. Los dos prisioneros, una vez que el herido aceptó la bayoneta como regalo, salieron corriendo y se unieron a sus paisanos.

El silencio ya no era tan general en las filas de los aborígenes. En las dos filas españolas se mantenía. Un indígena se destacó de los demás corriendo hacia don Álvaro y enarbolando el cris. Los soldados apuntaron los fusiles hacia él en un acto reflejo que cortó en seco el capitán Dávila al ver que don Álvaro le hacía una leve indicación en ese sentido. El osado aborigen se detuvo a unos tres metros de don Álvaro haciendo aspavientos y muecas. Don Álvaro le hizo otra inaudita reverencia y le indicó que esperara unos instantes. Cuando el otro pareció aceptar la extraña tregua, don Álvaro se acercó al capitán Dávila y le pidió su sable. El capitán se lo dio lentamente y no le susurró absolutamente nada, ni siquiera que tuviera cuidado. El aborigen, al ver a don Álvaro acercársele armado, se puso en guardia y dispuesto a la lucha. Don Álvaro hizo otras ridículas mojigangas y, tan dramáticamente como hasta entonces, se acercó a los esquifes y se presentó de nuevo ante su oponente llevando dos cocos. El nativo ladeó la cabeza en gesto de asombro. Don Álvaro depositó en la arena uno de los cocos con mucho cuidado y bastantes morisquetas. Después, pasmosamente, lanzó el otro coco al aire y, de un certero y fulgurante mandoble, lo sajó en dos mitades. Antes de que se apagaran los murmullos de asombro en los dos bandos, don Álvaro le extendió el otro coco a su enemigo. Éste mantuvo su sorpresa y desconfianza, pero agarró la fruta verde y peluda. Lanzó el coco al aire y trató de rajarlo con su cris. Apenas lo rozó y los murmullos se hicieron mucho más intensos. Ante la cólera del aborigen, don Álvaro clavó su espada en la arena y puso actitud y postura como de estar esperando una fuerte aclamación. Los nativos se fueron acercando poco a poco a los españoles y don Álvaro le dijo al capitán Dávila:

—Haga que vayan dos hombres en uno de los esquifes al galeón y que pregunten si hay alguien entre la tripulación o pasaje que hable el idioma de esta gente. Se trata no sólo de salir con vida de este lance, sino de encontrar ayuda para desencallar el barco. Éstos son muchos y tienen buenos brazos.

La espera, de una media hora, fue más apacible que tensa, porque nadie se movió de su lugar, pero muchos indígenas se sentaron en la arena.

Las negociaciones las llevaron a cabo uno de los fiscales pasajeros y un marinero de los mismos rasgos que los aborígenes. El resultado se plasmó a media mañana con un enjambre de canoas jalando del galeón al igual que toda la marinería en los cabrestantes de las anclas al son de una enérgica saloma. Ayudado por un terral bonachón pero persistente, el galeón, parsimoniosamente y con todas sus velas desplegadas, quedó flotando mansamente aligerado en sus bodegas de muchos jamones, quesos, botellas de vino e infinidad de baratijas y telas.

Entre los vítores de los tripulantes del galeón y de despedidas calurosas a los indígenas, apoyados en la amura de babor, don Álvaro le decía al capitán Dávila:

—A veces, cuando pintan espadas, puede convenir hacerse el loco.

El capitán no podía dejar de mirar a don Álvaro sorprendido de haber descubierto una nueva faceta del carácter del comisionado real.