3

Las primeras singladuras del San Venancio fueron apacibles y alegres. El viento, aun sin ser fuerte, hizo adentrar el galeón en el archipiélago navegando a un promedio de cuatro nudos. El calor nunca fue asfixiante y la tripulación, pasaje y soldadesca se deleitaban con el lento desfile de paisajes insulares que discurría ante su vista. En aquella época, los vientos eran traicioneros y contrarios, aunque raramente se presentaban en forma de tifón. Sin embargo, todos en el galeón estaban advertidos de que un baguio, el tremendo huracán de aquellas aguas, se podía desencadenar en cualquier momento. Pero hasta entonces el suave terral del este había hecho muy placentera la navegación en aguas cristalinas con paisaje de montañas envueltas en bruma.

Don Álvaro continuaba taciturno, porque el cambio que había supuesto el inicio del viaje apenas le había alterado el alicaído ánimo al que ya se estaba acostumbrando. Temía entrar en el estado vegetativo en que solía después de que algunas de sus aventuras le dejaran herido el cuerpo y atribulada el alma. Pero en aquellas ocasiones no era la pena, como ahora, lo que envolvía su ser como la calina hacía con las islas que pasaban ante él.

El capitán Dávila le había hecho el primer e importante favor asignándole al joven Feliciano como sirviente una vez nombrado grumete por él mismo con la anuencia del sobrecargo. El capitán observó, el segundo día de navegación, que la comida haría sufrir a don Álvaro lo indecible por más que supiera que éste jamás manifestaría su desagrado. En el galeón había ocho fogones para que se pudiera cocinar en ellos comida para casi trescientas personas. Eran ocho cajones metálicos, fijados a la cubierta y abiertos al ciclo, cuyos fondos estaban rellenos de arena para evitar que se calcinasen. Varios marineros, por turnos diarios, cuidaban de mantener el fuego de la leña que ardía encima de la arena. A partir de las once de la mañana, bajo la vigilancia atenta del sobrecargo, se repartían los víveres del día. Entonces se formaban las primeras colas, disputas y algarabías. El único orden era el establecido por el capitán Dávila para sus soldados, efe forma que sólo nueve de éstos cargaban con las raciones para todos los demás. Además, esos infantes eran los primeros en ser servidos por expresa exigencia del capitán Dávila, que en el buque era comandante y se le consideraba, junto con el sobrecargo, como uno de los oficiales principales.

Tanto la marinería como los pasajeros pobres y los criados de los ricos, habían de disputarse un puesto ante los fogones. Estaba estrictamente prohibido y severamente castigado hacer luego en cualquier parte del galeón. Incluso estaba regulado el momento y el lugar apropiados para fumar.

A lo largo de muchas horas, las personas ponían sobre los fogones los peroles y las sartenes, con patas o sobre los trébedes, o bien los colgaban de una barra de hierro que pasaba por encima de los cajones metálicos. Se disputaba siempre de forma agria e incluso violenta por el tiempo de cocción, el espacio en torno al fogón, el turno para acceder a él y las porciones de cada ración.

Don Álvaro se conformó el primer día con chocolate y unos dulces que llevaba consigo, el segundo se aventuró en la cola y al tercero el capitán le presentó a Feliciano. Era hijo de la viuda de un militar muerto poco antes en campaña y que abandonaba Filipinas. Se llamaba Marta y andaba por la treintena escasa. Con su pensión de cuatro años que le había adelantado el gobernador, y algunos ahorros que tenía su difunto marido, había comprado mercancías de cierto valor para cargar las catorce boletas que le correspondían. Con la arribada del San Venancio le vino la ruina y no tuvo más remedio que embarcar en él, porque hasta sin vivienda se quedó, con vistas a que la segunda oportunidad la resarciera de las pérdidas. Con la esperanza puesta en que las ganancias obtenidas en Acapulco le permitieran establecerse en Nueva España abriendo una fonda o taller de costura, doña Marta, que así la llamaban todos los militares, cogió a su hijo y sus magras pertenencias y partió en el galeón. Su marido debió de ser valiente y bien conocido por los oficiales y una parte de la tropa que viajaban en el San Venancio, porque la señora viuda era la protegida de la dotación militar del barco. Además, a pesar de estar metida en carnes, era agradable en sus facciones y trato.

Su hijo Feliciano tenía trece años y era fuerte y despierto. No le costó mucho al capitán Dávila apañar el acuerdo entre Feliciano, doña Marta y don Álvaro para que el muchacho entrara al servicio de éste. Por tres reales diarios, o sea, algo menos que la tercera parte del jornal de un marinero, Feliciano le haría dos comidas a su patrón siguiendo las instrucciones de su madre, le arreglaría la camareta y limpiaría su bacín. Fue un buen arreglo para todas las partes. Evitar la barahúnda de marineros, pajes, criados y pasajeros buscando un sitio ante los fogones para hacer su guiso fue muy grato para don Álvaro. Por su parte, doña Marta quedó complacida de que su hijo estuviera al servicio de un señor tan apropiado, pues el comandante Dávila le dijo que con seguridad don Álvaro le tomaría cariño al muchacho y eso en él se traducía en instruirlo en infinidad de cosas, todas curiosas y convenientes. A doña Marta le apenaba haber tenido que apartar a su hijo de la escuela y le preocupaba que los rapazuelos de grumetes y pajes del galeón echaran a perder la buena disposición y elemental educación de su hijo Feliciano. El muchacho, además, estaba muy ilusionado con ganar sus primeros dineros acentuándosele la incipiente hombría por la perspectiva de ayudar a su madre a sobrellevar de manera efectiva la ausencia del padre, a la cual se estaban acostumbrando ambos a tan duras penas.

Todos los viajeros comenzaban a adaptarse a la rutina diaria en el galeón. Justo antes de amanecer, varios grumetes recorrían la cubierta haciendo sonar campanillas estridentemente a la vez que rezaban la primera oración seguida del canto de la hora. Inmediatamente después se levaban anclas al soniquete de la saloma que ya empezaba a ser grata y familiar a todos.

El galeón se detenía por la noche, porque estaba prohibida la navegación nocturna entre las islas ya que demasiados barcos habían encallado o naufragado en los farallones al desatarse baguios intempestivos. La maniobra de desplegar velas despertaba cada vez menos interés en los pasajeros y tripulantes más neófitos. El trajín mañanero podía variar dependiendo de la fuerza del viento y el estado del cielo, pero ordeñar las cabras, baldear la cubierta, asegurar el arrumaje de los fardos y los coys donde habían dormido los marineros y la distribución de las raciones eran tareas obligadas.

El cuarto día fue de calma tan chicha que no se avanzó ni una braza. Entonces aparecieron las que podrían ser las mejores distracciones a lo largo de la eterna travesía. Dos de los seis penados que viajaban porque habían cumplido buena parte de su condena e iban a ser liberados en Nueva España, cantaron acompañados de una guitarra y un laúd de forma tan melodiosa y bien conjuntada que denotaba el largo tiempo que habían permanecido juntos. Aunque era preceptivo que fueran encadenados hasta su destino, el capitán Dávila dispuso que se les soltara previa advertencia de que cualquier alboroto que ocasionaran los llevaría a la sentina. Otro de ellos, Antonio Sepúlveda, era hombre con aires de importancia no exento de buena educación y simpatía. Aventurero, estafador, tahúr, chulo, rufián y algunos oficios más destacaban en el historial del penado, pero siendo buen conversador y de risa fácil, empezó pronto a hacer amistades entre la tripulación, soldadesca y pasaje. Además, era muy atractivo, porque sus seis pies de altura, sus ojos grises y su bigotillo fino, largo y bien cuidado, atraían a cualquiera que conversara con él. No pasaría mucho tiempo hasta que el tal penado fuera conocido por señor Sepúlveda o don Antonio.

Durante aquella jornada de calma absoluta tuvieron lugar también la primera pelea de gallos y la primera representación teatral. Por la tarde, para alborozo de muchos, desagrado de otros y condescendencia del general del galeón y la mayoría de sus oficiales, dos pasajeros novohispanos organizaron la pelea. Se infringieron de poco tapadillo dos normas básicas en los galeones: detener la pelea al ser fehaciente el resultado y no apostar. El dinero corrió y el gallo más débil murió. Además, terminó en los fogones para regocijo de los apostantes.

Pocos pasajeros del San Venancio debieron abonar pasaje alguno, porque la mayoría de ellos iba con destino obligado; sin embargo, debido a las malas características de aquel viaje, los pocos que hubieron de pagar tuvieron la suerte de que el precio disminuyera mucho respecto a los dos mil pesos habituales. Esta circunstancia la habían aprovechado nueve estudiantes, seis con destino a Nueva España y tres camino de España, que hicieron las delicias de muchos pasajeros al representar dos sainetes al atardecer de aquella infructuosa jornada de ausencia de viento. En un escenario improvisado ante el portalón del mamparo del castillo de proa y disfrazados de manera bastante conveniente, cosecharon fuertes aplausos y risotadas.

Tras la representación teatral, a la que había asistido don Álvaro, éste se dispuso a observar el crepúsculo apoyado en la amura de estribor. Desde allí se divisaban dos islas, una grande y otra chica, aunque este último extremo no pudiera precisarse porque bien pudiera encontrarse a mayor distancia que la otra. Don Álvaro calculó que el sol se ocultaría entre las dos y supuso que aquello ofrecería un espectáculo grato. Al poco, el capitán Dávila se acercó hasta él diciendo:

—A las buenas.

Don Álvaro se alegró mostrándole una sonrisa abierta sin ningún rictus que denotara su amargura. En los dos últimos días apenas si se habían saludado ambos hombres, porque a diferencia de lo ocurrido desde que se conocían, sus destinos en el galeón eran muy dispares. Don Álvaro era un simple pasajero de primera clase y el capitán Dávila era oficial del buque que debía compartir zona de alojamiento y rutina con el resto de los oficiales. Don Álvaro estaba siempre ocioso y el capitán ocupado buena parte de la jornada.

—Hola, capitán… perdón, trataré de acostumbrarme a llamarle comandante.

Ante el suave azotamiento de don Álvaro, su amigo le respondió sonriente:

—Una higa se me da que me llame comandante o que me llame capitán.

—Se ve que ha asistido a la representación de los muchachos, porque habla casi en verso.

Ambos rieron suavemente y don Álvaro miró al capitán con curiosidad mientras le preguntaba:

—Por cierto, ¿cómo se llama usted? Es increíble que después del año y medio que llevamos juntos aún no sepa cuál es su nombre de pila.

—José.

—Pues le llamaré don José.

—Déjese de fruslerías y llámeme capitán como siempre, porque lo de comandante es por nombramiento y capricho del gobernador, que yo lo que soy de verdad es capitán de dragones. Y José, desde que mi santa madre descansa en paz, no me lo ha llamado nadie que yo recuerde.

Quedaron los dos hombres en silencio complacido y, al rato, don Álvaro decidió abrir la conversación, porque en otro caso podían estar todo el atardecer en silencio.

—¿Qué opina usted de los oficiales, el general y el pasaje?

El capitán hizo pasar aire entre sus irregulares dientes provocando un sonido tan desagradable como aparentaba ser la opinión que le habían pedido.

—Mientras se juegue a copas, como hasta ahora, no están mal, pero cuando pinten bastos se pondrá mala la partida. Y si la mano va de espadas, milagro será que no nos vayamos todos al Averno. Éstos no valen más que para jugar a oros.

Don Álvaro quedó atónito por la metafórica respuesta de su amigo, pero él siempre había apreciado y evaluado sus opiniones.

—¿Podría ser más explícito por una vez?

El capitán miró a don Álvaro casi con rencor, pero se apoyó en la borda y dio rienda suelta a sus cuitas mirando al sol que ya enrojecía la tarde.

—General de un galeón de éstos es quien más alto puja al gobernador por el puesto. Así se lleva haciendo desde hace doscientos años, por lo que el marqués de Ovando sólo ha hecho lo que todos sus predecesores. —Don Álvaro sabía el aprecio que el capitán Dávila sentía por el gobernador por haber servido con él en muchas campañas victoriosas y, por ello, no le extrañó que excusara un comportamiento de escasa honradez—. En los últimos años la cosa está en cinco mil pesos según se dice, aunque se piensa que es mucho más. Imagínese las prebendas que ha de conllevar el pago de semejante fortuna. Este general, don Luis Belloso, sólo ha tenido que pagar tres mil. Y es tan inútil como todos los generales, o sea, un rico aventurero que no tiene la más leve idea de navegación ni de milicia. Él sólo ha de cumplir y hacer cumplir el mandato del gobernador, aquel que le dio con mucha ceremonia en Manila antes de zarpar y que es el mismo que se repite en los dos últimos siglos. De los demás oficiales, que son once, aparte de los segundos de aquéllos a los que les corresponde tenerlos, sólo dos saben marinear: el piloto, maestre, patrón u oficial navegante, que de todas esas maneras se le llama, y el contramaestre. Los demás, o sea, el primer oficial, el contador, el veedor, el maestre de la plata, el maestro de raciones, el despensero, el alguacil del agua y el capellán, tienen menesteres ajenos a la navegación como sus propios nombres indican.

—¿Y los marineros?

El capitán puso gesto escéptico.

—Su oficio no lo sé valorar, pero como hombres son regulares tirando a malos. Para mí, el único que tiene experiencia de verdad es un gallego medio loco que siempre anda por ahí pegando gritos. ¿No se lo ha topado usted?

—Sí. Por Feliciano sé que se llama Oliveira y no está claro si es gallego o portugués, pero parece cierto que ha hecho el viaje completo al menos seis veces.

—Pues loco perdido está y es el más viejo de todos los que vamos aquí.

—¿Yo incluido?

—Perdone. Sí…, su edad tendrá, pero él está deshecho. —¿Y los soldados?

—Una pila de pardillos, pero hay unos veinte veteranos de la campaña reciente contra los moros. Algo es algo. Y dos de los cabos, un sargento y los dos tenientes son buenos.

—Magra mano si pintan espadas, ¿no?

Aquello lo dijo don Álvaro sonriente y con algo de malicia, pero el capitán no se lo tomó a broma y le explicó con desgana:

—Se habrá fijado que el galeón tiene en los pañoles muchas más portillas que cañones. En concreto, hay nueve piezas disponibles y treinta y una arrumbadas en la bodega haciendo de lastre con su munición. La exclusiva razón es disponer de más espacio para las mercancías.

—¿No se podrían arrumar los fardos donde están los cañones inservibles?

—No, porque éstos no harían de lastre y se tendría que llenar la sentina de grava como es habitual; además, los cañones se consideran un estorbo a la hora de cargar y descargar el barco. El condestable es un buen hombre que ha protestado de todas las maneras por esas medidas, pero el caso que le han hecho a la vista está. Esperemos que ningún barco pirata tenga noticia de nosotros ni ganas de atacarnos, porque fácil le sería.

—¿Y si pintan bastos?

El capitán Dávila sonrió y, tras meditar unos instantes, le respondió:

—Mucho le podría decir sobre eso, pero siguiendo con hilo parejo al de los cañones, dígame cuántas lanchas salvavidas ha visto.

—Pues… el chinchorro que arrastramos y aquellos dos esquifes.

—El chinchorro es para el buzo y los esquifes son para explorar los bajíos y saltar a tierra para hacer aguada y traer provisiones antes de abandonar las Filipinas y en las Marianas. Si pintan bastos, de los trescientos se salvan… —El capitán cambió de actitud y pasó de la acritud a la diversión—. Mire, ahí viene el loco Oliveira. A ver por dónde le da.

El tal Oliveira era un hombre bastante robusto y con el rostro hosco y maltratado aunque no exento de cierta nobleza. El pelo lo llevaba largo y vestía sólo calzón, por lo que se le veía un torso fuerte y con signos de los estragos que el tiempo y la mar habían hecho en él. Se dirigía a la letrina de proa seguido de dos estudiantes a los que les explicaba a voz en grito:

—… es menester colgaros a la mar y hacer cedebones al sol y a sus doce signos, a la luna y a los planetas, y emplazarlos a todos, y asiros bien a las crines del caballo de palo, so pena que si soltáis, os derribará de manera que no cabalguéis más en él; y es tal el asiento que ainda muitas vegadas chega a merda a olho de o cu[2], y de miedo de caer en el mar se retira y vuelve adentro como cabeza de tortuga, de manera que es menester sacarla arrastrando a poder de calas y ayudas[3]. La música que se oye es de los vientos que vienen gimiendo y sus olas que llegan al navío bramando. Y lo que sin vergüenza no se puede decir, ni mucho menos hacer, tan públicamente se han de ver todos asentados en la necesaria como le vieron comer en la mesa… ¡Ohé, ohé!

El capitán Dávila se había contagiado de las risas de los estudiantes y le quiso explicar a don Álvaro.

—Usted no ha visto la letrina, ¿no?

—Pues, no. No tengo necesidad porque con el bacín me apaño.

—Todos menos los pocos que ocupamos el castillo de popa han de utilizarla. Está bajo el bauprés y no es más que un suelo enrejillado que da directamente al mar. Hay varias cuerdas que cuelgan del palo inclinado y a ellas hay que agarrarse cuando el mar está un poco movido. Hay una parte para los hombres y otra para las mujeres, pero poco privadas son ambas. ¿Entiende ahora mejor la perorata del gallego?

Don Álvaro sonrió y quiso cambiar de tema, pero el capitán se excusó diciéndole que se acercaba la hora de la retreta y le gustaba memorizar los nombres de sus soldados prestando atención al pase vespertino de lista. Concluyó la excusa diciendo:

—Creo que voy a intentar meter a ésos en vereda. Al fin y al cabo, para eso me pagan.

—¿Quiere decir que hará instrucción militar aquí en el galeón?

—Sí. Buenas noches, don Álvaro. —Buenas noches, capitán.

El sol ya se había ocultado y don Álvaro permaneció en la amura rememorando los ejercicios que hacía la dotación de infantería de marina de la fragata que lo llevó a Filipinas. Eran maniobras y entrenamientos muy profesionales que hacían las delicias de la marinería, pero ¿cómo se apañaría el capitán para hacer algo semejante, aunque fuera un remedo de aquello, en el galeón cuya cubierta estaba atiborrada de jaulas de gallinas, cercados para cabras y cerdos, pasajeros e infinidad de fardos e impedimenta? Y, sobre todo, ¿para qué? ¿Temía realmente el capitán Dávila que la mano pudiera venir de espadas o sólo quería justificar sus novecientos pesos de sueldo?

Al sexto día de navegación se desató la furia del mar. A Piet van de Derck le había asombrado que en aquellas latitudes y en la estación del año en que estaban el mar se hubiera mostrado tan remiso a enfurecerse. El comportamiento de los marinos chams y de la tripulación del junco capitán, en el que estaba forzado a viajar, le había fascinado durante todos esos días, pero lo que lo dejó pasmado fue que recibieran las primeras olas gigantescas como si de una diversión se tratara. Al principio le preocuparon los gritos de los hombres y los chillidos agudos de las mujeres y niños, pero su alarma se transformó en pasmo cuando vio que las risas acompañaban a los alaridos.

El holandés ya había comprobado que en el junco no se mareaba nadie, ni siquiera las dos docenas de muchachos, casi niños, que iban en él. Y menos que nadie las putas y las esposas de los marinos. Iban catorce de las primeras y cuarenta y tres de las segundas. La regla era estricta: las putas se prestarían a ejercer su oficio con quien se lo solicitase y pagase no más de cuatro veces al día; las esposas no se ayuntarían con nadie salvo con su hombre. Aunque aún no se había infringido esa regla, ni quizá ninguna, Piet supo por el armenio que los castigos en el junco eran severos. Crueles, intuyó el holandés que debían de ser por la gravedad del gesto del pequeño cirujano, llamado Skorka, cuando habló de ese asunto.

Los primeros embates de las olas fueron más majestuosos que violentos pero, poco a poco, las montañas de agua plomiza coronadas de espuma empequeñecieron a la flotilla pirata. Y la dispersaron, como tantas veces temió el holandés que ocurriría en un viaje tan largo. Puesto que el reagrupamiento era el punto que consideraba más débil del plan, lo había expuesto en varias ocasiones al rey, al almirante Nagarajan y al piloto del junco. En todas las ocasiones, inexplicablemente para él, recibió risas por respuesta cuando Skorka terminó de traducir su inquietud.

Ante los primeros síntomas de la tormenta, la mayor parte de las velas trapezoidales se plegaron con rapidez, pero Piet se percató de que ningún junco mostraba intención de ponerse a la capa ante la fuerza que estaba adquiriendo el temporal. Cuando una de las inmensas olas levantó al junco más de doce varas, el holandés trató de distinguir su goleta porque temía que la gobernaran como a los juncos siendo navío tan distinto. Pero la goleta había desaparecido de su vista desde que la lluvia comenzó a arreciar.

Los gritos no cesaban en el junco conforme el mar se enfurecía entremezclándose con órdenes, imprecaciones y bromas de todo tipo. Sólo los animales parecían aterrados por la violencia de las olas, lo cual contribuía a la diversión general. Piet había vivido mil tormentas, cien de ellas peores que aquélla, pero jamás las compartió con una tripulación que no sintiera al menos respeto por el mar embravecido. Se sintió algo aliviado cuando comprobó que el timonel, el patrón y cuatro marineros mostraban gestos reconcentrados y se comunicaban entre sí con un código misterioso de gestos y muecas faciales y que todo el mundo, en medio de la algarabía, prestaba atención a ellos y hacía sin rechistar lo que ordenaban.

De repente llegaron los truenos y aquello desató aún más jolgorio a bordo. A la vez, la mar empezó a formarse adecuándose el tamaño de las olas a la intensidad del viento, de manera que aquéllas empequeñecieron y sus embates al junco aumentaron de ritmo y vigor. Eso dio lugar a que muchas olas barrieran la cubierta y que el barco empezara a sumergirse periódicamente durante instantes interminables. Entonces comenzó la tarea de achique con bombas de bambú y restallidos de látigos. Muchas risas y bromas empezaron a decaer, pero sólo porque impeler las bombas y blandir los látigos exigían ahorrar aliento y mantener la concentración para no perder el equilibrio.

A Piet van de Derck le sorprendió también que, a diferencia de lo que ocurría en los buques europeos, las maderas del junco apenas crujieran al sufrir los azotes de la tormenta. Sabía, porque lo había inspeccionado a fondo, que el barco estaba formado por cajones independientes unidos entre sí por un ingenioso sistema de imbricación machihembrado, de manera que si se desprendía uno o incluso buena parte del junco, el resto que quedara podía seguir flotando. Le pareció que los cajones bien pudieran ser insumergibles. Por eso no había botes a bordo salvo un lanchón de buenas proporciones para la exploración de las costas y el avituallamiento. El europeo recordó haber oído alguna vez que los juncos eran los barcos más marineros del mundo y que si en Europa no se construían igual era por tradición y por la poca influencia que allí tenían la técnica y la cultura del extremo oriente.

Por fin, cuando amainó el temporal con la tarde ya avanzada, el junco recuperó el pulso normal. Lo primero que se hizo fue poner a hervir el agua con arroz. Lo hacían un hombre y una mujer en cuatro inmensos peroles sobre fogones alimentados con leña, carbón y piedras. Mientras el arroz se cocía, sin formar colas ni barullos, la gente se iba acercando a una toldilla organizada como tienda de suministro atendida por varios hombres y mujeres que le daban la porción del día. Podía ser un trozo de carne de algún animal recién sacrificado, embutido o pescado si lo había del día. Una vez que el arroz estaba en su punto, se avisaba a gritos y entonces sí que se formaba algo de tumulto en torno a los peroles. Allí se repartían no sólo las porciones de arroz sino también ascuas y piedras calientes. A quien lo pidiera, prendiéndolas con unas tenazas, se le depositaban unos trozos de carbón ardiente y un canto rodado humeante en el fondo de su escudilla de hierro. Cada cual se apartaba al lugar del barco que elegía y allí, sobre una rejilla que cubría la escudilla, ponía a asar el trozo de carne o de pescado mientras empezaba a dar cuenta del arroz parsimoniosamente. Cuando las viandas escaseaban, circunstancia por la que también se interesó mucho el holandés, lo que se asaba en las parrillas eran cucarachas, ratas o trozos de tiburón.

Dos juegos dominaban el ocio en el junco: uno de cartas y otro de fichas. El armenio Skorka había informado a Piet van de Derk de que la pasión por las apuestas en los juegos de naipes era tan grande que se había tenido noticia de grupos que jugaban durante una batalla en los ratos en que los jugadores no tenían nada que hacer por ser gente de abordaje y no artilleros o marinos. Cuando algún participante en el juego moría por disparos o flechazos del otro barco, empujaban al muerto y ponían sus ganancias en el fondo común. Cuando debían abordar el barco enemigo, su furia estaba más alentada por la irritación que les producía el abandono de la partida que por las ganancias que pudieran obtener del asalto o por el deseo de vengar los muertos que les hubieran hecho.

El juego de las fichas, al que también llamaban Mah-Jong, era muy apreciado por los tripulantes más tranquilos y por muchas mujeres. Era apacible y complicado, por lo que se tardaba mucho tiempo en jugar una partida. Se jugaba distribuyendo pequeñas fichas de madera con inscripciones en sánscrito sobre un tablero con casillas cuadradas. Ni Skorka supo explicarle al holandés de qué iba el extraño juego, ni éste pudo desentrañar sus reglas observándolo.

Al atardecer de aquel día de la primera tormenta que hubo de afrontar el junco, Piet van de Derck se dispuso a comer su porción de arroz mientras asaba un muslo de gallina sobre su escudilla. Jan Valtener, el marinero de la goleta con quien compartía algunas de sus inquietudes de entre los veintinueve coterráneos que viajaban en el junco, se sentó junto a él y se dispusieron a charlar mientras comían con ganas, porque no lo hacían desde poco después del amanecer. El marinero cincuentón, de pelo largo y rubio y mirada afilada, fue quien inició la conversación con la seguridad de que nadie de los que le rodeaban entendería una palabra de holandés.

—Todos éstos están realmente locos.

—No opino así. Creo que son excelentes marineros.

—Y yo opino que son las dos cosas. A ver cómo se reagrupa ahora la flotilla. Ninguna confianza tengo en que nuestra goleta no esté ya en el fondo del mar.

—En ella va gente buena de la nuestra; si los salvajes que van con ellos les han permitido gobernarla durante la tempestad, estará a salvo.

—Y Dios sabe dónde.

Comieron en silencio preocupados por la dispersión de los barcos. Después de darles ambos una vuelta a sus respectivas presas de pollo en la rejilla ardiente, continuaron la charla, iniciada en esta ocasión por el marinero Jan:

—Usted habla de vez en cuando con el cirujano armenio, ¿qué ha sacado de nuevo?

—Aparte de lo que me cuenta Skorka, que normalmente tiene poco interés, lo que empiezo a tener claro es el papel que desempeña aquí cada cual. Por ejemplo, Nagarajan, el hijo del rey, lo único que decide son los castigos que se han de infligir. Quien manda de verdad es el cortesano que habla español y que gobierna el junco pequeño. Ése es el que lleva las consignas del rey Campadhiraya.

—¿Cómo ha averiguado tal extremo?

—Lo he adivinado por dos frases dichas en el palacio antes de zarpar y por otra que escupió, más que dijo, Nagarajan al responder a una pregunta inocente mía. En la navegación manda el piloto o patrón, supongo que ya sabe quién es, ¿no?

—Claro, aquel de allí, y estoy de acuerdo en que es el verdadero capitán del barco. Se llama Recán o algo así.

—Efectivamente. Además, hay dos timoneles y entre seis y ocho marineros de quienes depende el junco. Y ninguno hace el menor caso ni a Nagarajan ni a nadie.

—¿Y qué me dice de todo este mujerío? Un día de éstos quizá le eche un tiento a una de las fulanas esas.

—Yo no lo haré.

—¿Por qué? ¿Teme que se produzca alboroto por intentarlo?

Piet no contestó sino que discurrió por un derrotero vecino:

—Yo creo que, curiosamente, las mujeres a bordo amortiguan más los alborotos que los provocan. ¿No le parece que hay bastante orden en el barco?

—Creo yo más bien que el sistema de castigos que impera aquí es lo que hace que no se desmande la gente a cuenta de las mujeres.

—Quizá lleve usted razón, porque Skorka me ha contado cosas tremendas a ese respecto. Sin duda, por propia experiencia.

—¿Sabe por qué está ese pequeño cirujano entre esta gente?

—Ahora, porque no tiene adonde ir. La piratería se ha convertido en el modo de vida normal de muchos chams desde que desaparecieron como reino. Los viets los toleran porque ellos apenas atacan sus barcos y dejan algunos impuestos. A los europeos también los respetan salvo que vayan en un barco pequeño. Con los que se ensañan son con los chinos, porque éstos no les dan cuartel. Los mandarines del emperador Chien Lung pagan bien por cada junco cham capturado o hundido. A los piratas que cogen los barcos de guerra imperiales los decapitan después de espantosas torturas. Y éstos hacen lo propio con los chinos de barcos comerciales.

—¿Y el armenio?

Piet sonrió moviendo la cabeza con conmiseración.

—Cuando capturan a alguien cuyos servicios les puede interesar, como una mujer que consideran bella, un europeo o, en este caso un cirujano, los violan y sodomizan durante dos o tres días a la vista de todos. Parece que es una forma infalible de destruirle la voluntad y ganárselo para su causa. Cuando los raptados llevan unos meses con ellos ya no saben adonde ir y temen, seguramente con razón, que en tierra sean acusados de piratería, por lo que empiezan a sentirse más seguros aquí que en otra parte.

—¿Y los europeos?

—Los quieren para que les enseñen a manejar fusiles, mosquetes, pistolas y carabinas. Curiosamente, los cañones los deben de manejar ellos bien, pero no así las armas ligeras de fuego. Pronto nos pedirán a nosotros que hagamos lo propio.

—A fe mía que lo haré con aplicación.

Piet se rió de buena gana. La noche se había extendido y ambos estaban ya rebañando las escudillas. Se encendían candiles y fanales por doquier. Los corros de jugadores se empezaban a organizar y el humo del opio invadía la cubierta, aventado apenas por una suave brisa del nordeste.

Jan Valtener miró a hurtadillas a Piet van de Derck. Desde que partieron de Rotterdam, hacía ya casi año y medio, sólo Jan había permanecido junto a Van de Derck en la tripulación de la goleta. Los treinta y cuatro marineros que llegaron al reino de Champa, que entonces iban distribuidos en los juncos y la goleta, se habían reclutado en distintos puertos de África y la India donde la Compañía Holandesa de las Indias Orientales tenía establecimientos.

Ajan siempre le sedujo la habilidad marinera de su patrón y armador de la goleta. Pero no sólo ello, sino también la manera seria y franca de tratar con la marinería. A nadie le permitía confianza alguna, pues había licenciado a varios marineros por el simple hecho de haberle faltado levemente al respeto. Quizá por una mirada atravesada o una broma demasiado soez. Pero, por otra parte, a pesar de ser hombre fuerte y estar en la posición en que todas las leyes se lo permitirían, jamás pegó a nadie a bordo ni hizo infligir castigo alguno. Simplemente, advertía mirándole muy fijamente a los ojos a quien hubiese hecho algo, que a la siguiente falta quedaría despedido. El cumplimiento de la advertencia significaba que desde ese instante el marinero dejaba de cobrar el salario estipulado, cesaba en todas sus obligaciones y derechos y no podía hacer otra cosa que vagar por la goleta y pedir comida a sus compañeros. En cuanto pisaban tierra, el marinero infractor debía desaparecer una vez cobrados sus emolumentos. Piet van de Derck siempre cumplió sus rescisiones de contrato.

También a Piet le agradaba el marinero Jan Valtener por varias razones, entre las que destacaba su fidelidad, a veces un tanto taimada. Era bueno en su cometido y siempre fue certero en sus denuncias a compañeros por criticar al patrón o por incumplir reglas que pudieran rozar el sabotaje.

De todos modos había poca confianza entre ellos, probablemente porque no era fácil encontrar el momento de mantener una conversación, y de encontrarlo podría resultar inapropiado a los ojos del resto de la tripulación. Sin embargo, en el junco, en aquellas circunstancias, después de cenar y tras la tormenta, cuando el ánimo de toda la tripulación estaba tan sosegado como la navegación, era un buen momento para conversar.

—Hace mucho tiempo que salimos de Holanda.

Piet miró a Jan con alguna curiosidad.

—Sí. ¿La añora usted?

—No.

La respuesta fue tan viva y seca que al patrón se le transformó la curiosidad en sorpresa.

—¿Tanto le gusta a usted esta vida de marinear, conocer tierras y gentes?

Jan Valtener dijo con cierta sequedad:

—En Holanda soy un desgraciado tonto; en el mar soy un desgraciado listo.

—Explíquese, hombre.

—En el mar sólo has de cumplir las reglas y obedecer al patrón. En tierra es todo más complicado.

—¿Es más complicado ser campesino que marino?

—Tan desgraciado es uno como otro, pero el campesino está sometido a muchos más caprichos de los hombres y del tiempo.

—Creo que está usted exagerando. ¿No depende el destino de un marinero mucho más del tiempo que el de un campesino? ¿No está más sometido el marinero a la arbitrariedad de su patrón que el campesino a la del propietario de la tierra? Creo que tiene usted poca experiencia de la vida en tierra.

—Respecto al tiempo, una tormenta te puede llevar a la muerte de un golpe, pero las malas cosechas te arrancan la vida lentamente, de año en año. Respecto a lo otro, hay más dignidad en los barcos.

—¿Dignidad? —Entonces sí que Piet van de Derck pareció alterado, porque hasta entonces no prestaba a su compañero más que una atención distraída—. A usted nunca lo ha reclutado la VOC[4], ¿cierto?

—En la VOC apenas hay marinos holandeses.

—¿Sabe por qué?

—No muy bien.

—Hace ya bastante tiempo, cada mes de diciembre se organizaba la leva de la compañía entre los jóvenes más pobres del país. No le contaré detalles, simplemente le diré que a los empleados encargados de la leva les llamaban zielver-kopers.

—¿Vendedores de almas?

—Sí. No le extrañe saber que, en cuanto la pobreza disminuyó en nuestro país, los jóvenes dejaron de enrolarse como marineros en la VOC.

—¿Cuánto tiempo hace de eso?

—Mucho.

—¿Y cómo lo sabe usted si ni siquiera yo…?

—Mi familia es propietaria de gran parte de la VOC.

Jan Valtener quedó perplejo al saber que su patrón bien pudiera ser de los hombres más ricos de Holanda. Con bastante comedimiento, preguntó:

—¿Me podría decir por qué…?

Piet lo miró unos instantes y, tras cambiar la mirada a su entorno, ya muy oscuro y envuelto en los rumores del juego y las conversaciones de hombres y mujeres fatigados, contestó a la incierta pregunta de Jan:

—Usted quiere saber por qué un hombre que supone rico se hace pirata y está en este lugar implicado en una aventura incierta y arriesgada. Se lo diré. Por lo pronto, soy segundón. Quiero decir que el heredero de mi familia es mi hermano mayor. Ni mi hermano ni la VOC me satisfacen. —Jan lo miraba en silencio y Piet volvió su mirada a él, pero al ver que aún seguía mostrando perplejidad, sonrió y añadió—: Lo único que saqué de la VOC fue un jaght de sus astilleros y con él…

—Perdone, ¿qué es un jaght?

—¿No sabe lo que es un yate?

—No.

—Una embarcación ligera para navegar por placer.

El marinero estaba cada vez más asombrado.

—¿Quién navega por placer? En los barcos se viaja, se pesca, se guerrea o se comercia. ¿Qué es eso de navegar por navegar?

Piet sonrió y le explicó:

—Entre los ricos se está poniendo de moda la experiencia de visitar lugares sin otro motivo que conocerlos. Después se vuelve al puerto de origen y por ello pagan un buen dinero. Debo decir, con poco orgullo, que yo fui de los primeros que aprovechó ése gusto para obtener beneficios. Aún más le diré: quizás eso sea muy frecuente en el futuro.

—¿Viajar sin ton ni son?

—Y, repito, pagar bien por ello. De hecho, llegué a tener una buena flota de yates.

—¿Por qué no continuó con tan próspero negocio como parece ser?

—Porque hay que sonreír demasiado. —Jan alzó las cejas, y Piet sonrió antes de concluir su historia diciendo—: De todas formas, si no consigo una buena fortuna con el apresamiento de ese galeón español y salgo con vida, quizá vuelva a lo de los yates de recreo.

—Si termino esta aventura con salud, no me importaría acompañarle y sonreír lo que haga falta.

—Lo pensaré, pero lo fundamental ahora es…

De repente, los dos holandeses se irguieron alarmados mientras se oían algunas risas. Un formidable silbido había surgido a proa acompañado de un fulgor intenso. Los dos siguieron la estela ardiente que se elevaba como una exhalación en el cielo negro rasgando la bóveda de estrellas. Y de repente, una grandiosa palmera de ramas más brillantes que todo el firmamento ocupó buena porción de la noche. Pocos instantes después se escuchó el portentoso estampido que había provocado tan bellos racimos refulgentes. Los dos europeos no tardaron en comprender la razón de aquel espectáculo que continuó con otros cuatro resplandores lejanos que se pudieron vislumbrar en distintas zonas de la noche durante los dos o tres minutos siguientes: el reagrupamiento de la flotilla estaba asegurado para quizás antes del siguiente amanecer.

La última sorpresa de la excitante jornada a bordo del junco cham se la llevaron los holandeses cuando se disponían a retirarse para dormir. Ya se iban apagando los candiles dispersos por la cubierta cuando se oyó un fuerte barullo de gritos y risas en la zona donde estaba amarrado el único lanchón de a bordo. Entre el tumulto surgió un marinero gigantón que, cogido por los pelos, izaba un palmo del suelo a un mozalbete de rostro crispado por la rabia y el dolor. Los gritos de marinos, niños y mujeres se aunaron en una sola palabra que Piet y Jan supusieron que significaba «polizón».

A la luz de los fanales que aún quedaban prendidos, se dirigieron todos al castillo de popa, seguramente a buscar al almirante para que decidiera el castigo a infligir al osado muchacho. Éste seguía pataleando mientras trataba de asirse al poderoso brazo de su captor para menguar el dolor que le producía ir suspendido por la cabellera.

Durante la breve exposición de hechos del gigantón al almirante Nagarajan, los europeos observaron que algunos hombres ya se manoseaban la verga descubierta preparándola para el castigo que, sin duda, se le impondría al polizón. Muchas mujeres y niños reían obscenamente al ver tan soez preparativo.

Cuando el príncipe fue a hablar, se hizo algo de silencio expectante y entonces permitió el marinero que el polizón pusiera los pies en el suelo relajando así un tanto su gesto de dolor. En ese momento, para sorpresa de todos, Nagarajan se lo quedó mirando pasmado. Muchos pensaron que el almirante reaccionaba como si conociera al muchacho. Pero el príncipe, aún aturdido, recuperó el gesto altivo y, tras unos instantes durante los cuales parecía meditar sobre el castigo a dictar, dijo algo que fue recibido con indignación, pero poco a poco se desataron comentarios y risotadas.

Los marineros que se manipulaban la verga fueron desistiendo de su empeño con gesto de frustración. Los holandeses se miraron entre sí desconcertados, pero pronto entendieron que el almirante quería al polizón para él. El gigante volvió a agarrarlo por los pelos, pero esta vez con la mano izquierda. Antes de que el desgraciado muchacho volviera a crispar el rostro a causa del dolor, el marinero le metió en la boca el dedo anular de la mano derecha. La gente volvió a reír y a hacer comentarios jocosos. El hombretón sacó el dedo de la boca del polizón y, con mucha prosopopeya, metió la mano por la parte trasera del calzón del muchacho entre sus nalgas. Éste abrió los ojos desmesuradamente por miedo e incertidumbre. Todos quedaron a la expectativa y, quien más, el príncipe Nagarajan, aunque su actitud fuera un tanto discordante respecto a los demás. De repente, el rostro del muchacho se crispó de nuevo mientras lanzaba un alarido de dolor. Con el grueso dedo traspasándole las entrañas y de nuevo izado por los pelos, el marinero y él desaparecieron por la puerta del alcázar camino al camarote del almirante. Todos los tripulantes vitorearon al grandullón y a Nagarajan aporreando con los nudillos de las manos. Al poco rato, volvió a aparecer el marinero mostrando su dedo anular derecho enhiesto y haciendo una inclinación de respeto al almirante, el cual le devolvió el saludo con gesto grave. Los vítores arreciaron y la cubierta se fue dispersando después entre discusiones en torno al derecho que tenía Nagarajan sobre el polizón respecto a los demás y con la esperanza puesta en que, quizás al día siguiente, el muchacho podría ser utilizado por cualquiera a quien se le antojase. Piet y Jan se alejaron del lugar donde había ocurrido tan cruel acontecimiento moviendo las cabezas con desaprobación.

Lo que jamás se hubieran podido imaginar es que en el camarote del príncipe se desarrollaba una escena muy distinta de la que todos a bordo estaban imaginando. La princesa Lieu Quan, entre sollozos, le explicaba a Nagarajan que se había embarcado de polizón por amor a él. Quería evitar la desdicha de estar tantos meses sin disfrutar de su pasión y la zozobra de no saber a qué riesgos se estaba exponiendo. No deseaba otra cosa en la vida que estar junto a él aunque ello le costara la ignominia e incluso la muerte. Nagarajan, realmente conmovido por el gesto de amor de la concubina de su padre, terminó consolándola entre arrullos mientras le prometía que haría saber a todo el mundo que adoptaría al muchacho polizón como criado y que dormiría en un rincón de su camarote. Sólo tendría que admitir de vez en cuando a alguna mujer para que su hombría no se pusiera en cuestión.