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Don Álvaro de Soler, acompañado por el capitán Dávila, había acudido a casa de Blanca, la prometida del piloto Sebastián Quintero, confiando en encontrarlos juntos. Deseaba comunicarles su decisión de partir en el galeón San Venancio. El piloto aún no había llegado de Cavite, y Blanca, inmediatamente después de atenderles y sospechando lo que había ido a decir don Álvaro, se lo había sonsacado sin más. En cuanto lo supo, mostró su disgusto por tal decisión.

—Supongo yo que algún día entenderé por qué se llega a una cierta edad en la que como una disfruta es mortificándose. ¡Llegará ese día! —Cuando Blanca Mendoza del Estal se enfadaba no podía más que conmover a don Álvaro y al capitán Dávila, porque su belleza, frescura y juventud les hacían rememorar la larga travesía desde Cádiz hasta Manila en la que compartieron vivencias intensas y cariño infinito—. A ver qué necesidad tiene usted, don Álvaro, de dejar Manila. Ni en Nueva España ni en la vieja tiene familia ni nadie quien le quiera, más bien todo lo contrario. Aquí, el único que le tiene inquina es el gobernador y va a durar cuatro días, aparte de que nadie le respeta a usted más que él. Don Facundo, el boticario, y los tres o cuatro ilustrados de su cuerda que hay en Manila le tienen a usted en un pedestal. ¿Qué más necesita un hombre de su edad para envejecer apaciblemente que unos amigos que le quieran y respeten?

Don Álvaro aguantaba estoicamente el enfado de su entrañable amiga mirando hacia el mar por encima de la muralla.

La casa de Blanca era una de las mejores de aquella parte de Manila, colindante con Malate, el arrabal donde vivía la clase alta tagala, y desde cuya terraza superior se divisaba buena parte de los tejados rojos de las casas de cantería y los de ñipa, caña y anea de los topancos más populares. El capitán Dávila mostraba media sonrisa, pero se puso serio de pronto porque la muchacha, con los ojos encendidos, se dirigió a él apuntándolo admonitoriamente con un dedo:

—Y usted, igual o peor. A usted lo mismo le da irse que quedarse, porque lo único que le interesa en la vida son las guerras y las peleas, y eso es lo que sobra por todas partes. A ver por qué no se queda aquí tranquilito y trapicheando con el galeón anual como hace todo el mundo. ¿No le ha hecho comandante el gobernador, su querido marqués de Ovando? ¿No ha ganado ya varias guerritas? Pues coja sus ganancias y cómpreles chucherías a los sangleyes que paguen bien en Acapulco. —Su tono se volvió de repente maternal y didáctico—. Mire: deja el cuartel y se compra una casita por aquí cerca; nos visita a Sebastián y a mí de vez en cuando y —la furia regresó de nuevo— ¡a lo mejor le da por desposarse con una mujer en condiciones y dejar de una vez a las pelanduscas con las que anda un día sí y los dos siguientes también! En fin…

El resoplido final de Blanca dio respiro a los dos hombres. El capitán estiró las piernas indolentemente y recuperó su media sonrisa. Don Álvaro seguía mirando seriamente el incipiente arrebol de la tarde. Blanca quedó en silencio y, dándose tiempo para que se le pasara el disgusto, les sirvió limonada de una jarra.

—Blanca, usted acaba de cumplir los dieciocho años, pero ha vivido mucho más de lo que le hubiese correspondido. —El tono de don Álvaro sorprendió a la muchacha porque, aunque estaba muy familiarizada con su seriedad habitual, sabía que iba a decirle algo grave; también el capitán Dávila miró a hurtadillas al hombre al que había unido voluntariamente sus últimas peripecias vitales—. Entenderá que su tía, mujer a la que he amado y amaré lo que me quede de vida, ha renunciado a mí por algo mucho más fuerte que el amor: la libertad. Doña Beatriz no volverá a Manila derrotada. Y para que vuelva libre ha de pasar mucho tiempo, demasiado. Ella ha elegido y yo no estoy en sus planes. En Filipinas no hago nada. Me marcharé.

La joven estuvo unos segundos meditando tristemente lo que acababa de decir don Álvaro. Él y su tía, doña Beatriz del Estal, habían mantenido una relación apasionada y tormentosa que había terminado al decidir ella vivir libremente. En esa libertad entraba la explotación económica del interior de las islas sin ataduras afectivas. El capitán se mantuvo hierático, porque era la primera vez que oía a su patrón hablar de un asunto íntimo.

Blanca, con indignación menos espontánea que antes porque con ella trataba de ocultar la pena, dijo:

—Jamás entenderé por qué mi santa tía se ha largado a la selva para hacer nadie sabe qué más que padecer. Y usted, don Álvaro, deja Manila dando así por perdida a mi doña Beatriz para siempre y pasarse el resto de la vida añorándola. Dele una oportunidad, a ver si se le pasa la morondanga que tiene en la cabeza. ¿Quién le dice que no estará de vuelta en Manila en un par de semanas? ¿Eh, quién se lo dice?

Blanca, tras mirarse las faldas de su vestido inmaculado, dirigió sus ojos pardos y bellos a don Álvaro e hizo después otro intento disuasorio en tono suave:

—Espere al próximo galeón. Sebastián me ha puesto al tanto de lo que está ocurriendo con el San Venancio ese. Quédese al menos para asistir a nuestra boda. Le prometo que si espera al Santísima Trinidad, será el padrino. —Blanca volvió a mirarse las faldas—. Ya le dije una vez que es usted… el padre que no he tenido. Tal vez en estos meses usted se habitúe a Manila, mi tía vuelva, o yo…

Blanca había terminado de hablar casi en un susurro, porque no deseaba suplicar, pero unas lágrimas incipientes enmudecieron la expresión de su congoja. Don Álvaro había considerado muchas veces que Blanca bien pudiera ser la hija que nunca tuvo, pero tenía el alma demasiado herida por el frustrado amor hacia su tía y el fracaso de las ideas por las que había luchado toda su vida. De todos modos, su carácter le impedía manifestaciones efusivas y por eso sólo quiso manifestar el pesar que sentía por su situación profesional y política.

—Piense, Blanca, que tengo una profesión y que políticamente…

—¡Las luces, la Ilustración, su marqués de la Ensenada, las guerras…! —La furia de Blanca había vuelto con nuevos bríos pero, tras suspirar sonoramente, trató de hablar con sosiego—. Por el Dios en el que yo creo y usted no, don Álvaro, quédese conmigo, al menos hasta que parta el nuevo galeón. ¡Hágalo por mí!

Los tres amigos permanecieron en actitud taciturna. Al cabo de un buen rato, Blanca, con un gesto resignado pero con una firmeza que sorprendió a los dos hombres, dijo mirando al mar:

—Partirá usted, don Álvaro, sé que partirá. —En un tono pretendidamente neutro y circunspecto, se dirigió al capitán Dávila—: Y usted hará lo propio, ¿cierto?

—Sí.

Blanca hizo un mohín de desagrado y don Álvaro se interesó por las causas de tan meridiana determinación.

—¿Por qué va a embarcar en el San Venancio, capitán? Su relación conmigo cesó, oficial y efectivamente, con la destitución del ministro Ensenada. Aún más, de facto usted es comandante de escolta del marqués de Ovando, quien, aunque vaya a dimitir pronto, sigue siendo el gobernador de Filipinas. Sin duda deseará que sea usted el comandante de la dotación de tropa del Santísima Trinidad, una oportunidad profesional nada desdeñable. No se me alcanzan las razones por las que desea embarcar en tan proceloso viaje como puede ser el que efectúe el San Venancio.

El capitán Dávila continuó mirando la caída del sol en la lejanía marina azorado por sentir clavadas en él las miradas de Blanca y don Álvaro. Estiró algo más las piernas y respondió:

—Hay demasiados curas en Manila y eso no me agrada. Embarcaré en el San Venancio.

Don Álvaro alzó las cejas y Blanca lanzó un sonoro bufido de cólera. El sol terminó por ocultarse tras la línea del horizonte.

La simpatía natural hacia el enemigo derrotado se había acentuado en Dai Viet. Tras décadas de paz con uno de sus más encarnizados rivales, el reino de Champa, se había hecho de buen tono entre las clases altas vietnamitas adoptar actitudes y modas del pueblo cham. Incluso la arquitectura a base de ladrillos estaba sustituyendo a la argamasa y la cantería; y la poesía cham se aprendía ya hasta en las escuelas viets; lo mismo sucedía con su orfebrería y ciertos aspectos risueños de su religión brahmánica. Pero esta complacencia irritaba a los jóvenes rebeldes chams más recalcitrantes. Y a los más viejos.

La princesa Lieu Quan y su familia fueron una de las víctimas más dramáticas del proceso de anexión total del reino de Champa a Dai Viet. Su padre, gobernador vietnamita de Phan Rang, confraternizó demasiado con los chams sometidos. Tanto que su tolerancia hacia ellos le llevó a ser sospechoso de traición después de una revuelta sangrienta de sus nuevos súbditos. Trató incluso de que la represión viet no fuera excesiva y entonces se culminó su perdición. Los propios militares del emperador arrojaron al gobernador desde la torre Po Ro Me, la más alta, simbólica y bella atalaya cham. El crimen fue bien planeado, porque la torre había sido erigida en honor al último rey independiente de Champa y llamada por su propio nombre: Po Ro Me.

La esposa del gobernador trató de huir de Phan Rang con sus dos hijos pequeños. Fue detenida y degollada en el acto. Sus hijos, un varón de doce años y una niña de nueve, Lieu Quan, fueron protegidos por si el emperador los deseaba utilizar políticamente. Tal fue el caso y, tras recibir una educación palaciega en Hue, el joven fue un presente otorgado al emperador de China, quien lo destinó a la armada, y la princesa, que ese título le habían concedido los viets para aumentar así su valor, fue un regalo al descendiente principal vivo del mismísimo Po Ro Me.

Puesto que eliminar a todos los herederos del último soberano cham era tarea harto difícil y políticamente comprometida, los viets pensaron que era mejor tenerlos contentos y regalados de sí mismos. Así llegó a ser Lieu Quan, a sus veintiún años, concubina del viejo rey destronado Jaya Campadhiraya.

Lieu se había enterado hacía diez meses de que el junco chino en que su hermano era tripulante había sido apresado por los terribles piratas chams.

La bandera de la flota imperial, un triángulo amarillo con un dragón verde en su centro, era el trofeo más codiciado por los piratas, porque era el signo del dominio absoluto en los mares. Cualquier junco pirata que ostentara tal pendón provocaba la rendición aterrorizada e instantánea de cualquier barco al que mostraran su intención de abordar. Haber capturado un bajel imperial significaba que sus captores eran marinos formidables y piratas realmente crueles.

Las tripulaciones imperiales eran sometidas a las más espantosas torturas. El hermano de Lieu, según le contaron con detalle, no sufrió una de las peores porque su muerte por descuartizamiento apenas tardó media hora en llegarle. Lieu Quan odiaba a los viets, a los chinos y a los chams. Pero su odio no era ciego.

Una de las prerrogativas que Jaya mantenía como rey, aun sin serlo, era condenar a muerte a quien yaciera con alguna de sus concubinas. Pero tal prerrogativa era ya una de las tradiciones que los cortesanos preservaban simplemente mencionándolas de vez en cuando, porque Jaya no tenía interés en sus concubinas desde hacía mucho tiempo. Así, cuando supo que su hijo Nagarajan se había encaprichado de Lieu, le bastó un simple gesto para ordenar a los cortesanos delatores que toleraran tal capricho.

Lieu era realmente bella. Los párpados le daban forma de almendra a los ojos. La tersura de la piel en la frente y en las mejillas era igual a la de madera gastada y su boca la estiraban algunas fibras ocultas de manera que, sin dejar entrever los dientes, le dibujaban un mohín atractivo. Y después estaban sus formas. Lieu era menuda y de cuerpo delgado, pero de una flexibilidad y musculatura lejos de la fragilidad.

La vida de Lieu transcurría sumida en un tedio irritante en las dos habitaciones del palacio que constituían el serrallo, costumbre que los monarcas brahmanes habían adoptado al modo mahometano. Lieu vivía en ellas con dos viejas concubinas. La mayor, una cuarentona gorda y bastante estúpida, trataba a Lieu casi como a una hija, para mayor desagrado de ésta. La máxima distracción que se le permitía a la joven manceba era leer textos cham y vietnamitas que le proporcionaban de la destartalada y polvorienta biblioteca del palacio.

Aparte del tedio, a Lieu la agobiaban los paseos semanales obligatorios por las calles y el mercado acompañada de las otras esposas del rey, y las visitas de Nagarajan. Los paseos la turbaban porque sempiternamente era objeto de miradas que variaban desde el desprecio hasta la curiosidad morbosa. Las visitas del príncipe, si bien Lieu se imponía a sí misma disfrutarlas en ocasiones, le provocaban más irritación que placer. Al príncipe no le faltaba atractivo y era cariñoso, pero Lieu lo consideraba bastante imbécil. Pero el destino de una desdichada concubina no era otro que soportar estoicamente el tedio, la vergüenza y la repugnancia.

Este último era el pensamiento de Lieu mientras miraba por la ventana del serrallo a la luna llena. A su lado, Nagarajan recuperaba el ritmo normal de la respiración después del último embate amoroso. Él tenía los ojos aún cerrados y ella el torso algo erguido con la cabeza apoyada en una mano. Tras mirar a la luna, recorrió con una mirada casi despectiva el cuerpo de su amante. Hubo de reconocer que era bello y se asombró un tanto de lo poco que Nagarajan la conmovía. No era muy alto pero sí bastante fuerte. Su tez era morena y los pelos, tupidos y lacios en la cabellera y ralos y rizados en el resto del cuerpo, eran de un negro casi azulado. El rostro no llegaba a ser vulgar, pero casi nada destacaba en él por nobleza. No era alargado sino más bien gordezuelo; su nariz no era grande y ni siquiera presentaba imperfección alguna; la boca no tenía los labios bien trazados y era pequeña; el mentón no era ni firme ni delicado, sino redondeado, y sus ojos estaban siempre semiocultos por unos párpados anchos y gruesos.

Nagarajan abrió los ojos y se sorprendió de la mirada que descubrió en su amante. Lieu, en cuanto vio que Nagarajan la miraba, descompuso su arrogante actitud y le sonrió. Él hizo lo propio atenuando la alarma que le habían provocado ciertos destellos de los ojos pardos de Lieu. El hombre siguió sonriendo y, mirando a la luna, dijo con más regocijo que pena:

—¡Ay, Lieu, cuánto te he de echar de menos! En los largos días y eternas noches de malos vientos y tormentas añoraré la felicidad que me das.

—¿Te vas?

—Sí, me voy.

—¿Adónde?

—A la mar.

—A la mar te vas siempre. ¿Será un viaje largo el próximo?

—Muy largo. Y peligroso. Pero es el viaje que, aun sin haberlo soñado, hará que se cumplan todos mis sueños.

Lieu estaba un tanto desconcertada. Si Nagarajan se iba de Champa por largo tiempo, ¿se debía sentir alegre o desdichada? Lo despreciaba y aborrecía el uso que hacía de ella, pero ¿no sería peor el tedio eterno sin alteración alguna? ¿Qué era eso de los sueños?

—¿Qué viaje es ése y cuáles son tus sueños?

Nagarajan sonrió displicentemente y dijo:

—No es asunto de mujeres. Pero créeme que te echaré mucho de menos.

Lieu apagó instantáneamente unas chispas de ira que refulgieron en sus ojos. Acercó una mano a Nagarajan y la dejó reposar sobre su hombro.

—Cuéntame, Nag. Sabes que te amo mucho y que yo también sufriré por tu ausencia. Tengo derecho a saber dónde estará mi amado y qué sueños lo apartan de mí. Eres tan valiente que llegas a la temeridad en tus correrías por los mares. Cuéntame tus planes para saber si he de temer más por ti durante la próxima ausencia de lo que temo habitualmente cuando no estás a mi lado.

La voz de Lieu era ligeramente ronca, sobre todo cuando hablaba con dulzura y, aunque se expresaba muy bien en el sánscrito cham, su suave distorsión la hacía irresistible para el príncipe. Además estaba su belleza.

Nagarajan se fijó en ella con gesto más risueño que suspicaz por la curiosidad impropia que mostraba. Se sentía contento por su reciente episodio amoroso con Lieu. Sólo lo había turbado un poco que ella simulara placer, pero eso era frecuente en su relación y para él tal turbación era siempre muy ligera. Aunque quizá por ello debiera recompensar a Lieu un poco. El príncipe soltó una ligera carcajada y, mirando al techo con gesto soñador, dijo:

—Esta vez mandaré una flota entera que llegará a… ¡Nueva España! ¿Qué te parece?

—¿A Nueva España? ¿Qué locura es ésa? ¿Vais a piratear a los españoles?

Nagarajan miró raudamente a Lieu mostrando prevención, pero después sonrió complacido por la sagacidad de su amante.

—Pues sí, eso es lo que vamos a hacer.

Lieu se incorporó hasta quedar sentada en la mullida alfombra que les servía de lecho.

—Os aniquilarán. Nadie se atreve con los barcos españoles y sus fortalezas en tierra son inexpugnables.

Nagarajan sonrió con tal conmiseración hacia Lieu que llegó a acariciarle un muslo suavemente.

—Tenemos un plan y mucha fuerza. Capturaremos un galeón español repleto de riquezas. Con las ganancias organizaremos un ejército formidable que derrotará a los vietnamitas y recuperaremos el reino de Champa devolviéndole después todo su esplendor. En menos de dos años serás la concubina favorita de un auténtico rey. Yo.

—Cuéntame ese plan.

—No es asunto de mujeres.

Lieu rogó y aduló, pero no tuvo que emplear a fondo su capacidad seductora puesto que el príncipe accedió pronto a contarle sus planes.

—Dentro de una semana partiremos cuatro juncos y una goleta cristiana rumbo a las islas que los españoles llaman de los Ladrones y también Marianas. Están mucho más allá de las Filipinas, pero aún cerca en comparación con lo que dista América. Allí esperaremos al galeón español, porque es donde se suministran de agua y fruta por última vez antes de emprender el largo viaje hasta Nueva España. A partir de entonces no los perderemos de vista. Tras tres o cuatro meses de navegación con ellos, cuando estén más diezmados por las privaciones y ya cerca de la costa, los atacaremos.

—Vosotros estaréis igual de diezmados o más, porque tenéis menos costumbre de viajar tan lejos.

—Pero allí tendremos una ayuda grandiosa.

Nagarajan le explicó a Lieu los planes del holandés Piet van de Derck con cierto detalle y, al cabo, la mujer volvió a acostarse con la mirada perdida a través de la ventana. La luna ya no se veía pero iluminaba esplendorosamente la habitación.

El príncipe, al terminar su relato, esperó vislumbrar ira o entusiasmo en su amante, pero ella lo sorprendió, porque parecía que no iba a hacer ningún comentario. Por ello la animó:

—¿Qué te parece?

Lieu le miró casi ausente y lo desconcertó de nuevo al decirle:

—Cuéntame qué haréis con las ganancias.

—Ya te lo he dicho: armar un ejército para luchar contra los viets. Veinte mil hombres bien armados bastarán para recuperar el reino.

—¿Realmente podréis hacer esa leva? Mi impresión es que después de tantos años, casi cincuenta, ya nadie cree en una resurrección de Champa. Ni seguramente la quiere.

—¡No sabes lo que dices! Con dinero, el pueblo se armará con gusto para recuperar nuestra religión y tradiciones ancestrales. No sabes lo que dices. Me marcho, Lieu. Ya te dije que éstas no son cosas de mujeres y menos aún de extranjeras vietnamitas que jamás entenderéis nada.

Nagarajan se vistió mientras Lieu permanecía en un silencio imperturbable. El príncipe se despidió de ella alegremente y con cierto cariño en su último gesto.

Aquélla fue una larga noche para Lieu Quan hasta que terminó dormida con los versos de la heroína Triéu Thi Trinh, de la tradición viet, incrustados en la mente:

Quisiera cabalgar en las tormentas,

matar a los tiburones en mar abierto,

expulsar a los agresores, reconquistar el país.

Desatar las sogas de la esclavitud

y nunca inclinar mi espalda

por ser la concubina de alguien.

La bruma de la mañana era espesa y el amanecer apenas la disipó. Ya hacía calor a pesar de que los días anteriores a aquél de diciembre habían sido especialmente frescos. Quizá fuera el intenso trasiego de carros y hombres lo que calentaba el aire en calma de Cavite.

Una docena de barcazas transportaba los últimos baúles y fardos desde el puerto al galeón. El barco, a pesar de estar fondeado entre muchos otros, parecía el mejor dibujado en la bahía porque hacia él se dirigían continuamente los ojos de los cientos de hombres que llenaban el puerto.

La bruma se convertía en calina tenue en torno al galeón de forma que irradiaba cierto esplendor. Las mil cuatrocientas toneladas de madera oscura, palos y jarcia distribuidas en noventa codos de eslora, veinticinco de manga y trece de puntal, le daban cierta gracia al mastodonte de carga. En los navíos de línea más modernos estaban desapareciendo paulatinamente los castillos de proa y popa, pero en el San Venancio aún destacaban de la cubierta superior y, a pesar de la pronunciada curvatura del barraganete y la empavesada que definían la alzada del de popa, la silueta del galeón era estilizada. Quizá fuera así porque estaba azorrado, ya que la inmensa carga que llevaba en sus bodegas hacía que esos castillos fueran poco prominentes desde la línea de flotación.

La carga correspondiente a las boletas, los víveres y la aguada se habían arrumado en el oscuro interior del galeón durante los tres días anteriores; entonces sólo restaba por embarcar el equipaje de los pasajeros y el bagaje de la tropa y marinería.

Las entrañas oscuras del barco ya albergaban seis mil doscientas piezas de veintidós palmos y tres cuartos en donde se prensaban los fardillos, churlas, marquetas y cajones de las mercancías de las boletas: el tesoro del galeón; además, estaban alojadas ochenta mil libras de galleta, cinco mil de salazón y seis mil de tasajo. El matalotaje se completaba con ciento cuarenta jamones, mil cuatrocientos quesos, seiscientos veinte cavanes de arroz y otros tantos de garbanzos y judías; setecientas libras de ajos y cebollas, cuatrocientas de azúcar, inmensa cantidad de aceite y vinagre así como grandes acopios de frutas y verdura que sería lo que antes se agotara, porque se echarían pronto a perder. En la cubierta se distribuían con mayor o menor orden corrales y jaulas atiborrados con treinta cerdos, doscientas cabras y setecientas gallinas.

El bastimento de la nave lo remataban cuatro mil cántaras de barro que colgaban de la jarcia y se distribuían, bien amarradas, por la cubierta y el sollado; pero la mayor parte del agua iba almacenada en bombones, troncos ligeros de bambú de ocho palmos de longitud y dos de grosor. Mil de estas cañas se disponían en grupos geométricos de cien por todos los recovecos del galeón. No faltaría el agua porque la lluvia, además, sería abundante en aquella época del año y todas las cántaras se podrían rellenar tantas veces como hiciera falta. Las cañas de bambú se tirarían al mar conforme se fueran consumiendo.

Cincuenta y dos infantes de marina, cuarenta y tres pasajeros y ciento ochenta y ocho marineros, incluidos los que también tenían el oficio de artillero, irían en el galeón.

La impedimenta de tropa y marinería estaba bien establecida: un petate regular y dos bolsones de mano por cabeza; y el equipaje del pasaje también: dos cofres o baúles forrados de cuero de no más de tres pies y medio de longitud, diecisiete pulgadas de ancho y quince de fondo; una colchoneta, dos cajas de doce botellas de vino cada una, material de escritorio y hasta diez recipientes para chocolate, caramelos u otros dulces o productos siempre que pudieran ponerse debajo de la litera de cada cual. Esta última era la regla que aplicaban con rigor los inspectores de carga: era fácil porque todas las camas de los pasajeros eran idénticas.

No más de dos sirvientes estaban autorizados por cada pasajero, los cuales pagarían la mitad del pasaje del señor, que por norma ascendía a dos mil pesos. Los esclavos no estaban permitidos, aunque muchos de los sirvientes se podían considerar como tales, porque su alojamiento no consistía en otra cosa que un rincón para acurrucarse y protegerse del frío o algún recoveco a la sombra para aliviar el calor.

El puerto y la playa de Cavite eran un hervidero de hombres y bestias. Sólo había cierto orden y concierto en la zona donde la tropa aguardaba el embarque en las barcazas. Bajo la vigilancia de varios cabos, tres sargentos y dos tenientes, a las órdenes del capitán Dávila, la compañía de infantes de marina estaba formada en posición de descanso teniendo cada soldado el equipaje a sus pies. El resto era un descontrol de carros y grupos de hombres cargados tratando de abrirse paso con más o menos contemplaciones desde la aduana hasta el embarcadero. Gritos, imprecaciones y silbidos rasgaban la niebla con más acierto que el sol. Dos mulas que tiraban de un carro se desbocaron. Se formó un tremendo alboroto que no cesó cuando las acémilas terminaron pataleando panza arriba enredadas en sus arreos y el carro volcado con las mercancías desparramadas. No lejos del lugar se organizó una pelea en la que el número de participantes fue creciendo hasta llegar a la docena y media. Nadie parecía intentar poner orden en aquella algarabía, pues todos los funcionarios, alguaciles y otras autoridades estaban en la aduana inspeccionando con rigor más aparente que real el equipaje a embarcar.

Don Álvaro de Soler contemplaba la animación de la bahía desde el topanco escuela de Sebastián Quintero. Los dos llevaban cierto tiempo en silencio atribulado. Don Álvaro se animó a decir:

—Se están embarcando pocos españoles, ¿verdad?

—Pocos. La tercera parte quizás, o sea, menos de cien contando el pasaje. Ya le dije que en este galeón van sólo pobres y buscavidas. E inútiles a los que jamás dejarían embarcar en un galeón que estuviera en condiciones.

Don Álvaro sonrió porque su amigo, hasta el último instante, no cejaría de reprocharle que embarcara en el San Venancio. Sebastián vio la sonrisa y se sonrojó un tanto. El piloto admiraba al comisionado real por sus habilidades, buen criterio y su carácter serio y amable, pero el afecto profundo que le tenía provenía del que le profesaba su prometida Blanca.

—Es curioso que parece haber pocos familiares despidiendo a pasajeros y tripulantes.

Sebastián miró sorprendido a su amigo:

—¿No lo sabe? Realmente se pasa usted la vida en la rebotica de don Facundo ajeno a la vida de la capital. La despedida del galeón se hace en Manila. Dentro de un par de horas, en cuanto se levante la brisa mañanera, zarpará de aquí y se dirigirá a la desembocadura del Pásig. Allí fondeará lo más cerca de la muralla que le permita la carga y tendrá lugar la despedida. Es interesante, ya lo verá. Lo que me extraña mucho es que, a pesar de su recogimiento, no haya notado la animación de la fiesta que se debió de organizar anoche en Manila. La víspera de la partida de un galeón, las iglesias se engalanan y todas tienen gran trasiego de fieles confesándose y tomando la comunión. Repican las campanas poniendo fondo a la música de chirimías, clarines y trompetas. Es imposible que usted no haya escuchado tal barullo. —Le aseguro que no.

—Manila se inunda de olor a incienso que se une al humo de las luminarias, morteruelos y ruedas de fuego que se encienden por todas las calles y plazas. ¿Cómo ha podido usted permanecer al margen de todo ello?

—Ayer por la tarde estuve en casa de Blanca y después fui a la botica de don Facundo que, como bien sabe, está en la Plaza Mayor. No noté nada especial en las calles ni en la catedral.

Sebastián Quintero quedó perplejo unos instantes y después desvió la mirada de don Álvaro apesadumbrado.

—Ésa es otra muestra más de que el viaje de este galeón no es normal. Las ilusiones de la población se pusieron en él cuando partió, pero después de su arribada nadie confía en recuperar sus inversiones y menos obtener alguna ganancia, porque pocos confían en que ni siquiera logre salir de las islas. Que llegue a Acapulco se debe considerar poco menos que quimérico. En cualquier caso, don Álvaro, la verdadera despedida del galeón se hará esta tarde en Manila.

—Ya. Su novia me ha regalado algo que sabe que yo apreciaré: un buen fajo de los pliegos que siempre anda escribiendo. Será una excelente distracción en un viaje tan largo.

Sebastián miró a don Álvaro sonriendo, pero lo hacía de tal modo, mostrando astucia y diversión, que lo dejó un tanto desconcertado.

—¿No le ha dado Blanca ninguna recomendación respecto a esos pliegos?

—Pues, no. Bueno, sólo me ha dicho que abra la carpeta y comience a leerlos cuando deje de divisar las Filipinas. Creo que supone que es entonces cuando empieza el verdadero aburrimiento del viaje. Cumpliré su deseo.

Sebastián se levantó mientras decía:

—Pues va para largo. Yo también tengo un regalo para usted, don Álvaro. Espere.

Sebastián volvió al poco tiempo portando una caja de madera fina en una mano y una carpeta de cuero en la otra. A don Álvaro se le hizo familiar la caja cuando la vio y miró sorprendido a su joven amigo. Éste, mientras se la alargaba, le dijo:

—Acéptela, por favor. Deseo que me la devuelva personalmente. En Sevilla o aquí, porque ni Blanca ni yo nos resignaremos nunca a no volver a verlo.

Don Álvaro cogió la caja conmovido por la actitud del piloto. Mientras éste volvía a tomar asiento, don Álvaro abrió el estuche y movió lentamente la cabeza en gesto negativo. En el interior, incrustados en huecos forrados de terciopelo azul, estaban los instrumentos de navegación que había utilizado Sebastián Quintero en el San Vicente de Paúl, la fragata que los llevó a todos desde Cádiz hasta Manila. Eran una brújula, un astrolabio y un cuadrante de Davis. Los primeros eran de latón bruñido y el último de madera de teca.

—Yo no puedo aceptar esto, Sebastián.

—Fue el regalo que me hicieron en la Escuela Náutica de San Telmo de Sevilla por haber obtenido las mejores calificaciones de mi promoción. Aquí tengo instrumentos más modernos y no necesito ésos. Es mi deseo que usted los conserve. Tenga esto también. —El piloto le extendió la carpeta—. Esta libreta contiene los apuntes hechos por mí para enseñar a los pilotines, y estos cuadernos son copias de los consejos y anotaciones de Jerónimo Gálvez. Con todo ello será usted un buen piloto cuando llegue a Acapulco y el aprendizaje le servirá también de distracción. Como sabrá, calcular la latitud con exactitud no es problema alguno y lo aprenderá a hacer en poco tiempo; donde tendrá que aplicarse bien es en la estima de la longitud; sin embargo, como su reloj es muy bueno… —Se refería Sebastián al reloj que una vez le regaló el propio marqués de la Ensenada cuando don Álvaro lo enojó por llegar tarde a una cita.

Don Álvaro estaba bastante emocionado y Sebastián miraba hacia la bahía.

—Creo, don Álvaro, que debe usted unirse a la tropa, porque el capitán Dávila la está preparando para embarcar. Llamaré a dos alumnos para que le lleven su equipaje.

—No se moleste, Sebastián.

—No es molestia.

En menos de cinco minutos regresó el piloto acompañado de dos muchachos de no más de quince años. Cuando terminó de darles instrucciones, Sebastián abrazó a don Álvaro diciéndole:

—Aunque ya lo hice esta mañana, despídame de nuevo del capitán Dávila. E insisto, don Álvaro, devuélvame personalmente los instrumentos.

—Gracias, Sebastián. Les escribiré a menudo a usted y a Blanca, aunque cada carta la lean con muchos meses de retraso. Adiós, querido amigo, serán ustedes muy felices.

Con sólo la mayor y las bonetas de trinquete y mesana desplegadas, apareció el San Venancio en la bocana del puerto de Manila. El cielo estaba encapotado y la muchedumbre se agitó confiando en que el calado del buque le permitiera acercarse lo suficiente para poder distinguir los rostros de los pasajeros y tripulantes. La borda de estribor del galeón estaba erizada de cabezas que trataban de enfilar la mirada a través de los huecos para reconocer a familiares y seres queridos. Llantos y rezos surgían de la explanada y de los torreones de la muralla.

Del galeón se separó una falúa y recorrió las escasas veinte varas que lo separaban del embarcadero principal del puerto. A la vez, de un coche lujoso bajó el gobernador vestido con sus mejores galas.

El marqués de Ovando mostraba el gesto adusto y casi ausente mientras esperaba a que se aproximara el general del galeón tras desembarcar de la falúa. Con ademán un tanto displicente, le extendió un atado con los pliegos destinados al virreinato y a España. Tras ello, sin decir palabra alguna, tomó de las manos de un militar ayudante el pendón real plegado que luciría la nave y el documento con la autoridad con que investía al general.

Don Álvaro de Soler, apoyado en la borda junto a una serviola, trataba de encontrar a los mejores amigos que dejaba en Manila: el boticario don Facundo, el coronel Castroviejo y su entrañable Blanca. A quien primero distinguió fue al militar, porque acompañaba al gobernador. Éste, al final de la ceremonia que había protagonizado y justo antes de volver a su carruaje, paseó la mirada por el galeón y la detuvo en don Álvaro. Siempre había existido antipatía entre los dos hombres, pero se apreciaban en lo que valían. El marques de Ovando alzó lánguidamente una mano a modo de saludo y el comisionado hizo una inclinación respetuosa de cabeza. Don Álvaro le agradecía así, aunque lo hubiese hecho también por escrito, la deferencia del gobernador de haberle otorgado comisión de servicio, con lo que el pasaje no lo hubo de pagar de su propia pecunia, así como haberle remunerado generosamente sus servicios pagándole todos los emolumentos decididos por el marqués de la Ensenada.

El arrogante gobernador aún le dio una última sorpresa a don Álvaro de Soler. Antes de meterse en su coche seguido del coronel Castroviejo, dijo algo dirigiéndose a su interior y de él se apearon don Facundo y Blanca. El gobernador, sin mirar hacia donde señalaba, les mostraba a la desigual pareja el lugar donde estaba don Álvaro. El coronel también miró y el marqués de Ovando se metió en el coche.

Blanca saltó de alegría cuando distinguió a don Álvaro, y don Facundo sonrió. El coronel Castroviejo hizo lo propio saludando con la mano.

De repente se escuchó un cántico bastante bien entonado por muchas voces masculinas. La muchedumbre se volvió hacia la iglesia de Santo Tomás, de donde venía una procesión de dominicos y seglares cantando y trayendo solemnemente una imagen de la Virgen de los Galeones. Cuando llegaron a las proximidades de la falúa del general, se la dieron a éste con gran prosopopeya y todas las cabezas se agacharon al unísono al oírse el estampido de la primera de las siete salvas de honor que se iban a disparar desde los baluartes del palacio del gobernador. Durante las salvas, todas las velas del galeón se fueron desplegando entre aplausos, lágrimas y agitar de manos en el puerto y el buque. El capitán Dávila, con un pie en la base del bauprés y apoyado con sus brazos en la pierna doblada, miraba con indiferencia el fin del ceremonial.

Don Álvaro sentía que la imagen de Blanca se le enturbiaba por la humedad inusual que apareció en sus ojos. La muchacha, al pie del coche del extrañamente paciente gobernador, lloraba desconsoladamente y trataba de secarse las lágrimas con un delicado pañuelo de encajes mientras que la otra mano la agitaba nerviosamente en dirección a don Álvaro.

Las nubes se desgarraron por dos relámpagos simultáneos y, tras los truenos inmensamente más portentosos que las salvas recientes, se desencadenó una lluvia tan intensa que despejó pronto de gentío el puerto y la cubierta del galeón. Don Álvaro de Soler, tan conturbada tenía el alma, permaneció en el combés apenas amparado de la lluvia por un estrecho alero del castillo de proa.

Los gritos e imprecaciones de los segundos del general, el contramaestre y el piloto traspasaban la lluvia.

—¡Jalad de los escotines de gavia! ¡Guindad los juanetes!

Don Álvaro se despedía mentalmente de aquellas siete mil malhadadas islas Filipinas, rememorando amargamente el tópico de «perlas del Oriente».

Se arriaron las banderas y gallardetes mientras un buen grupo de hombres se afanaba en los cabrestantes y, al son de la saloma que entonaba uno de ellos con voz grave y fuerte, empezaron a girar lentamente en torno al eje de las ruedas mientras las anclas del navío se elevaban parsimoniosamente.

—¡Quiero esos estays bien tensos! ¡Vosotros dos, arriba, a los penoles!

¿Qué le importaba a don Álvaro que aquel maldito galeón se lo llevara al infierno? Se sentía profundamente abatido pensando que iba de un recóndito lugar a otro tan lejano y extraño como aquél estando en la vida sin mujer, ni amigos, ni empleo, ni idea a la que servir.

Decenas de hombres trepaban ágilmente a lo largo de las vergas haciendo que al poco tremolaran la gavia, el velacho y los juanetes de los tres enhiestos palos del galeón.

—¡A ver cómo corren esas tricias por los motones!

Don Álvaro quiso espantar su congoja tratando de distinguir los principales edificios de Manila. Allí estaban, difuminados por la lluvia, los tejados del palacio del gobernador, la Real Audiencia, la catedral y las casas del Cabildo. En la plaza formada por ellas había pasado los mejores ratos de su estancia, porque allí estaba la botica de su entrañable amigo don Facundo. La fuerza de Santiago, donde había vivido por un tiempo a su llegada, el hospital de los españoles…

—¡Alzad a tope aquel briol!

Y emergiendo aún más de las murallas, estaban los pináculos y espadañas de las iglesias, las innumerables iglesias de Manila; Santa Clara, San Agustín, Santo Tomás, San Francisco… Allí vivía su querida Blanca. Allí había vivido su amada doña Beatriz del Estal.

El galeón, con las velas hinchadas por un suave viento del este, empezó a alejarse majestuosamente de los 14° 30’ de latitud norte iniciando el que desde hacía casi dos siglos llamaban los españoles el Viaje de la Misericordia de Dios. Las lágrimas de don Álvaro de Soler y Fuendetodos corrían hacía ya tiempo por los surcos de su rostro fundidas con las gotas de lluvia.

Piet van de Derk observaba con gesto grave el trasiego de hombres desde el cercano palmeral hasta la cala donde los tres cuartos de luna clara dibujaban la silueta del junco. Para no despertar las sospechas de las autoridades viets, los cuatro juncos de la flotilla cham, así como la goleta holandesa, se aprovisionarían en distintos puntos. Aunque toda aquella costa era bien conocida por su actividad pirata y contrabandista, la tolerancia oficial era grande porque su eliminación exigiría fuertes inversiones en armas y hombres e interesaba poco erradicar una de las principales fuentes de riqueza de la empobrecida Champa. Esto sólo podría traer conflictos y el resurgir del independentismo cham nunca adormecido desde la forzada anexión del reino a Dai Viet. Pero el flete simultáneo de tan importante flota podía despertar sospechas que actuaran en contra de los intereses estratégicos de los aventureros de Champa.

El holandés estaba muy preocupado, porque las condiciones que habían impuesto Jaya Campadhiraya y sus cortesanos hacían más incierta y menos provechosa la odisea que durante tanto tiempo había planeado: él mismo iría en el junco capitán y la recompensa por la captura del galeón español sería de doscientos mil pesos en plata bruta o monedas. Por otro lado, la goleta la gobernaría el maestre holandés, hombre en cuya experiencia marinera confiaba Piet, con cuatro marineros que él eligiera y el resto de la dotación, treinta y cuatro hombres, serían marineros chams. Los demás holandeses se distribuirían en los otros juncos. Sus vidas eran la garantía contra una posible traición.

Piet van de Derck no dejaba de mirar el barco de origen chino. Era un junco de tres palos, de unos cincuenta codos de eslora y quince de manga que sin duda arrastraría por encima de las cuatrocientas toneladas. Él sabía que aquél era el mayor de la flota cham, pero si los demás eran de buen porte, entre todos sumarían cerca de las mil toneladas. Si se le añadían las quinientas del navío holandés que les esperaría en California, equipararían con largueza al galeón español. Pero con muchos más hombres, más cañones y mucha mayor movilidad. El galeón sería presa fácil.

Las tribulaciones en que Van de Derk estaba sumido impidieron que oyera unos pasos que se acercaban a la peña viva en donde estaba sentado observando el avituallamiento del gran junco. Se volvió y distinguió a uno de los marineros principales de la goleta que le acompañarían en el junco capitán. Se saludaron con un gesto serio y el holandés recién llegado se sentó a su lado.

—¿Qué le parece todo esto, Piet?

—Todo me parece mal, Jan, pero la empresa tendrá éxito. Son marinos intrépidos y buenos en la lucha, aunque ya veremos en qué condiciones llegamos todos a América. Capturaremos el galeón y entonces será momento de decidir qué podemos hacer con todos éstos. Quizás, incluso pagarles. Ya veremos.

—¿Conoce detalles de lo que está ocurriendo ahí abajo?

Piet miró al hombre a los ojos. Era un marinero curtido de casi cincuenta años. Rubio y fuerte aunque cargado de hombros, lo que destacaba en él era su pelo largo y lacio así como su mirada afilada.

—¿A qué se refiere, Jan?

—Están embarcando gran cantidad de mujeres y niños. —¿Mujeres y niños?

—Casi el mismo número que de hombres. Además, no estoy seguro de que todas sean esposas y madres. Creo que entre ellas hay un buen número de putas.

—¡Dios!

—Y las vituallas son igual de extrañas. Hay infinito arroz e inmensa cantidad de frutos secos de todas clases, vino y opio. La carne que llevan es toda viva: gallinas, cerdos, cabras y… perros y ratas.

Piet miraba al marinero cada vez más atónito.

—Las ratas las toleran porque son la reserva alimenticia en caso de que se presenten problemas, aunque confían ciegamente en la pesca a lo largo de la travesía. Todo esto lo sé por el armenio pequeñajo y por lo que me cuentan los chams con los aspavientos más horribles. La carne de tiburón parece que les encanta y que la cocinan de maneras muy variadas. ¡Qué asco! Al menos están embarcando gran cantidad de agua. ¿Ha discutido usted con ellos la derrota?

—Sí, y también eso me dejó estupefacto. Sólo observaron mis cartas con atención unos segundos para situar en ellas las Marianas. Discutieron entre sí y después se rieron cuando quise explicarles con algo de detalle el rumbo y la situación de esas islas. También miraron desdeñosamente mis instrumentos de navegación. Me pareció que les bastaba saber que el archipiélago de las Marianas está tras las Filipinas y a una latitud similar. De la longitud no se preocuparon lo más mínimo; sin embargo, tuve la impresión de que se sentían seguros de encontrar las islas sin dificultad. Si es así, llegaremos mucho antes que el galeón, porque hemos de reconocer que estos juncos son muy marineros.

El marino, tras inspeccionar un buen rato el junco a la claridad de la luna y desde la relativa lejanía, le dijo a Piet van de Derk:

—Efectivamente, las velas trapezoidales que despliegan esos barcos les dan una maniobrabilidad envidiable. Al estar enervadas por largueros de bambú flexible, se despliegan y giran con una velocidad pasmosa y con el concurso de muy pocos hombres. Lo que está por ver es su comportamiento con mal tiempo.

—Sí, porque sus quillas son demasiado planas o inexistentes. Si esos marineros no son muy hábiles y bien templados en las tormentas, el primer huracán nos manda a todos al diablo. Echaremos muchas veces de menos nuestra goleta.

—Sin duda. Es más rápida que un junco ligero y con certeza no hay tormenta que la lleve a pique. De todas formas, cuando zarpemos… —El marino calló de repente y Piet van de Derk lo miró sorprendido por su actitud de alerta. Con voz queda, le preguntó—: ¿Ha oído eso?

El holandés alto y fuerte prestó atención a su entorno y le dijo en voz baja a su subordinado:

—Alguien se acerca. Alejémonos un poco y tratemos de ver si son guardias imperiales. Si tal es el caso, habría que comunicárselo a esta gente.

Los dos hombres se apartaron discretamente hasta quedar resguardados tras un grupo de palmeras. Muy cerca de donde habían estado sentados distinguieron a una pareja.

La mujer era menuda y la luz de la luna permitía distinguir en ella unos bellos ojos rasgados y una tez tersa y brillante. El hombre tenía una complexión fuerte y su rostro era de una nobleza notable. Sus ojos eran inusualmente claros, quizá grises o azules, la barba tupida y la nariz grande y recta. No llevaba turbante, por lo que se distinguía en él un cabello abundante recogido en una coleta larga. Hablaban rápido entre ellos. Los holandeses quisieron prestar atención a lo que se decía tan desigual como hermosa pareja, pero pronto se percataron de que no entendían una sola palabra. Cuando la mujer quedó en silencio y se acercó lentamente al hombre hasta besarle en la boca con fruición, los holandeses sonrieron y se dispusieron a alejarse del lugar. Tenían otras preocupaciones más profundas que deleitarse con la apasionada despedida de dos amantes.

Distinta hubiera sido su reacción si se hubieran percatado de que el idioma que emplearon aquellos jóvenes no era cham sino viet; y que la mujer de los ojos rasgados era Lieu Quan, la concubina del destronado rey de Champa.